La lápida se mostró acechante: “Aquí yace el cuerpo de Lorenzo
Robredo Tomares. 1976-2006. D.E.P.” Nacía de un sendero sinuoso
y lúgubre, tras unos insinuantes helechos olvidados; la lápida
parecía abandonada, pues había sido sitiada por las raíces de un
eléboro triunfante que la cubría con una decrepitud desoladora.
De súbito, la lluvia se desplomó sobre el cementerio. Era la
hora justa para saldar cuentas con la injuria: había hallado la
tumba de Robredo.
Lorenzo Robredo fue el único instigador de sus vigilias. En su
juventud fue salteador de las mareas estivales, a las cuales
robó su sal para escribir en las dunas los más bellos epítomes
enamorados. Como del tallo cortado de la amapola nada inferían
sus allegados, Robredo compuso Las Indefensas, su primera
tentativa poética. En aquellos cuarenta poemas lloró con
valentía el destino inane que se depara a estas vírgenes
escarlatas, a estas nínfulas de los valles. Del amor explicaba
en su prefacio que consistía en “la fugaz pugna de la naturaleza
individual por idealizarse; por detener, siquiera por un fútil
instante, la maquinaria del Universo en eterno movimiento”; de
los celos dejó escrito en el poema I “que estaban hechos del
cristal del viento, pues herían siendo invisibles”; en el poema
VII dejó proclamado que la muerte de la amapola “atragantaba de
iniquidad a la sangrienta luna menguante”. Aquella expresión la
tomó prestada, años más tarde, el poeta Rosendo Rosales en su
poema Mordaz Marea, publicado en el número 58 de la revista
Esencias de Alicante dirigida por doña Leonor Rico. Como todo
poeta genuino, Robredo fue capaz de cosificar los sentimientos
suministrados por la memoria en su lucha por pensar, en su
combate por parar el tiempo en el papel; la crítica no se lo
concede, pero soy de la opinión de que logró amplificar el eco
reverberante de su ambiente al hipostasiarlo, al elevarlo a la
categoría de Idea platónica.
Compuso Cantos en los Mares junto a las minoicas playas de
Cádiz. Al albur de la caridad que los lugareños tenían para con
aquel extraño mendigo, nuestro poeta arrastró su llama por aquel
lago de lágrimas titánicas. En esta segunda obra cantó a las
gaviotas, “solitarias centinelas encrespadas y soberbias,
testigos de la erosión de los mares”; “a esa arena de la playa
traída por el viento de las derruidas pirámides de Egipto” dio
nombre; a cada grano, a cada puñado de arena, a cada duna entonó
y cantó su fidelidad imperecedera; lloró en la soledad de lo
profundo, con el espíritu inflamado por el Céfiro,
atragantándose en la inmensidad de los crepúsculos incendiados.
Hoy en día, la gente recuerda de Cantos en los Mares aquella
metáfora del alba tan discutida por la crítica en torno a su
originalidad: “Ola de fuego que prende en los líquidos campos
tridentinos”. Yo corroboro que es de Robredo sin ambages.
Recaló, en sus últimos años, en Alicante; en aquella iluminada
tierra compiló sus experiencias en la que se considera por
algunos pocos (muy pocos, tan sólo uno) su gran obra: Cantos en
las Dunas. Este poemario, no obstante, apareció intitulado como
Cantos Especiosos, título bastardamente escrito por la pluma del
funesto librero al que Robredo entregó su última obra, don
Bonifacio Saltón. Robredo, antes de fallecer, había presagiado
que “todo amor reside en la entrega de nuestros bienes, de que
todo lo que se posee, se pierde.” Bonifacio Saltón, aterido por
semejante joya poética, editó el libro haciéndolo pasar de su
autoría, apropiándose del genio de aquel espectral visitante.
Bajo la lluvia, Bonifacio pidió perdón a la lápida restallante:
se reconoció deleznable, absurdo, un auténtico impostor de la
palabra herida.
Yo soy Bonifacio. Os suplico me concedáis tan sólo esto antes de
que me clave este puñal en el pecho frente a la tumba del genio:
que fue el poder de la belleza el que me hizo el reo más abyecto
de esta tierra. La fama que tengo no me sirve; tan sólo la
sangre en la lápida y la carta que contienen estas confesiones,
servirán para testar que fui un fraude.
|