El auténtico autor de Cantos Especiosos

Ricardo Mena

 

La lápida se mostró acechante: “Aquí yace el cuerpo de Lorenzo Robredo Tomares. 1976-2006. D.E.P.” Nacía de un sendero sinuoso y lúgubre, tras unos insinuantes helechos olvidados; la lápida parecía abandonada, pues había sido sitiada por las raíces de un eléboro triunfante que la cubría con una decrepitud desoladora. De súbito, la lluvia se desplomó sobre el cementerio. Era la hora justa para saldar cuentas con la injuria: había hallado la tumba de Robredo.

Lorenzo Robredo fue el único instigador de sus vigilias. En su juventud fue salteador de las mareas estivales, a las cuales robó su sal para escribir en las dunas los más bellos epítomes enamorados. Como del tallo cortado de la amapola nada inferían sus allegados, Robredo compuso Las Indefensas, su primera tentativa poética. En aquellos cuarenta poemas lloró con valentía el destino inane que se depara a estas vírgenes escarlatas, a estas nínfulas de los valles. Del amor explicaba en su prefacio que consistía en “la fugaz pugna de la naturaleza individual por idealizarse; por detener, siquiera por un fútil instante, la maquinaria del Universo en eterno movimiento”; de los celos dejó escrito en el poema I “que estaban hechos del cristal del viento, pues herían siendo invisibles”; en el poema VII dejó proclamado que la muerte de la amapola “atragantaba de iniquidad a la sangrienta luna menguante”. Aquella expresión la tomó prestada, años más tarde, el poeta Rosendo Rosales en su poema Mordaz Marea, publicado en el número 58 de la revista Esencias de Alicante dirigida por doña Leonor Rico. Como todo poeta genuino, Robredo fue capaz de cosificar los sentimientos suministrados por la memoria en su lucha por pensar, en su combate por parar el tiempo en el papel; la crítica no se lo concede, pero soy de la opinión de que logró amplificar el eco reverberante de su ambiente al hipostasiarlo, al elevarlo a la categoría de Idea platónica.

Compuso Cantos en los Mares junto a las minoicas playas de Cádiz. Al albur de la caridad que los lugareños tenían para con aquel extraño mendigo, nuestro poeta arrastró su llama por aquel lago de lágrimas titánicas. En esta segunda obra cantó a las gaviotas, “solitarias centinelas encrespadas y soberbias, testigos de la erosión de los mares”; “a esa arena de la playa traída por el viento de las derruidas pirámides de Egipto” dio nombre; a cada grano, a cada puñado de arena, a cada duna entonó y cantó su fidelidad imperecedera; lloró en la soledad de lo profundo, con el espíritu inflamado por el Céfiro, atragantándose en la inmensidad de los crepúsculos incendiados. Hoy en día, la gente recuerda de Cantos en los Mares aquella metáfora del alba tan discutida por la crítica en torno a su originalidad: “Ola de fuego que prende en los líquidos campos tridentinos”. Yo corroboro que es de Robredo sin ambages. Recaló, en sus últimos años, en Alicante; en aquella iluminada tierra compiló sus experiencias en la que se considera por algunos pocos (muy pocos, tan sólo uno) su gran obra: Cantos en las Dunas. Este poemario, no obstante, apareció intitulado como Cantos Especiosos, título bastardamente escrito por la pluma del funesto librero al que Robredo entregó su última obra, don Bonifacio Saltón. Robredo, antes de fallecer, había presagiado que “todo amor reside en la entrega de nuestros bienes, de que todo lo que se posee, se pierde.” Bonifacio Saltón, aterido por semejante joya poética, editó el libro haciéndolo pasar de su autoría, apropiándose del genio de aquel espectral visitante.

Bajo la lluvia, Bonifacio pidió perdón a la lápida restallante: se reconoció deleznable, absurdo, un auténtico impostor de la palabra herida.

Yo soy Bonifacio. Os suplico me concedáis tan sólo esto antes de que me clave este puñal en el pecho frente a la tumba del genio: que fue el poder de la belleza el que me hizo el reo más abyecto de esta tierra. La fama que tengo no me sirve; tan sólo la sangre en la lápida y la carta que contienen estas confesiones, servirán para testar que fui un fraude.
 

 
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