GUTTENDÖRF Y EL ESPECTRO DE KYOTO.

Por Johannes Keimplatz

 

A mi idolatrado y querido hermano.
 

 


Ángel Guttendörf regresaba a casa tras otro día más de clase en la universidad de Bonn. Era octubre de 1881, por tanto, el profesor Guttendörf rebasaba ya los sesenta años. Con apacible caminar, dirigía sus pasos al atardecer por las concurridas calles de su ciudad natal.
Era el día del décimo aniversario de la Unificación alemana, celebración en el palacio imperial a la que había sido invitado por el mismísimo Bismarck, sin embargo, el profesor declinó la invitación, encaminándose cabizbajo hacia su domicilio, imbuido en permanentes pensamientos, en una ración diaria de recuerdos de los sucesos vividos a lo largo de su vida.

Guttendörf llevaba bastón, bombín, sus eternos quevedos y la cartera con todo el trabajo.

- Buenas noches, profesor. – Le saludaban los transeúntes con los que se cruzaba.

Eran bastantes en la vieja ciudad de Beethoven los que, por diversos motivos, -casi todos por una cura o un remedio a tiempo-, le daban las gracias en dicho saludo. Él, sin apenas levantar la vista, abstraído en profundas introspecciones, respondía a cada uno con un apenas audible musitar.
Los viandantes se acercaban a sus retiros nocturnos; los coches de caballos regresaban de su servicio por la Molderstrasse en dirección a las cocheras, y Lahm, el viejo sereno, preparaba su jornada.
Era una noche tranquila, excepto por el ir y venir de una ligera ráfaga de viento que barría los restos de estiércol y las perdidas páginas de los diarios matutinos.
Pasaban dos minutos de las ocho de la tarde y el profesor ya había llegado a su casa, tal vez la más grande de la calle, y a buen seguro la más conocida. Él siempre fue reacio a las muestras de opulencia. El prestigio que fórmulas, tratados y un sinfín de teorías le habían concedido, le habían hecho merecedor de grandes ingresos económicos, fortuna que le convertía en uno de los personajes más ricos de la ciudad, pero él había soñado con otra cosa. Su idealismo científico se acercaba más al del investigador solitario, encerrado en un oculto laboratorio, alejado de la sociedad, rodeado de tubos de ensayo y demás instrumentos, viviendo con lo justo y necesario. Sin embargo, Berta, su amada esposa, fue la que lo sustrajo de ese soñado destino.
Fue ella la que, al casarse, le administró los ingresos, logrando una mayor cantidad de éstos, abogando por la indudable genialidad de su marido, merecedora de toda gratificación, introduciéndolo, incluso, en los más selectos círculos de la aristocracia alemana, la cual se maravillaba con su proceder. Pero todo ello no era más que la particular dicotomía residente en su interior. Aquella capaz de resultar hasta simpático, (algunas veces por obligación), y abierto con los miembros de la nobleza, con algunas amistades, y no dejar de sentirse seducido por la forma de vida austera y desaliñada antes descrita. Jamás dejó que la fama le turbara el carácter.

Guttendörf abrió la puerta. La lamparilla del hall estaba encendida, como de costumbre hasta que él llegaba. Colgó el bombín y la chaqueta, dejando el bastón en su sitio y apagando el gas de dicha lámpara. Entró en su despacho, el mismo que, desde hacía años era todo su mundo, al que dotó de iluminación con otra lámpara más grande. El carillón de la entrada emitía el único sonido de la casa, por lo que resultaba un sonido fácilmente distinguible y que al profesor siempre había agradado, aunque en esta noche lo mirase de reojo.
Tras estirarse un poco, se sentó en la mesa del citado despacho, rodeado de libros, documentos, una enorme esfera del mundo, varios utensilios científicos antiguos y la sobriedad que precisaba.
La criada le había dejado una bandeja de frutas cocidas cubiertas por una tapa, lo que era su cena desde hacía años. Tomó una pieza, saboreándola mientras leía el semanario científico, donde publicaba muchos artículos y bajo el persistente tono del reloj.
En tal soledad, sonreía levemente leyendo sobre el éxito obtenido por uno de sus antiguos alumnos en el campo de la medicina, el cual le había llevado a la corte del mismísimo zar. Así mismo, la sonrisa se agrandó cuando leyó la anécdota semanal que describía como un médico sueco había recetado coñac a una señora afectada de la garganta, lo que la convirtió en alcohólica y en esposa del nombrado doctor, también alcohólico.

Guttendörf llevaba días sin sonreír; es más, hacía días que no era el mismo a la vista de la familia y amigos.
Bebió la copa de leche fría tras comer toda la fruta y encendió su pipa de hueso de morsa. En aquel momento, Berta entró en el despacho. El matrimonio que los dos formaban había demostrado a cercanos y a lejanos ser casi perfecto; un gran ejemplo de entendimiento y complicidad mutua que se llevaba el aplauso de su entorno, pero desde hacía varios días, el matrimonio Guttendörf atravesaba por la peor de sus crisis.

- ¿Aún despierta? – Preguntó Ángel con la pipa en la mano derecha y el semanario en la izquierda.
- No puedo dormir. – Respondió ella, elegantemente ataviada con un camisón, bata azul a juego y el hermoso cabello rubio recogido. Pese a ser ya una mujer madura, conservaba cierta candidez de juventud en su mirada y no andaba exenta de belleza.
- ¿Y por qué no puedes, qué te lo impide?
- Tú. – Contestó ella, sentándose frente a él en la silla del despacho.

El profesor cerró la publicación, dio una calada a la pipa y se ajustó los quevedos, síntoma para Berta de una inminente disertación.

- No deberíamos hablar más de lo mismo, cuando llegue el momento me iré. Siento con ello ser un problema o un motivo de inquietud. – Manifestó.
- No soy yo sólo la que se inquieta, están tus hijos.
- ¿Mis hijos?
- Sí, por el amor de dios, Ángel, ya no eres un jovenzuelo ansioso de aventuras, embarcándote hacia un país misterioso y lejano. ¿Sabes que a Ralph lo han suspendido en griego de nuevo? Está tan distraído con sus experimentos y el telescopio que no atiende a sus estudios. Los profesores lo mantienen en la universidad por ti. Lo único que quiere ese chico es ser tú. Y Ulrika piensa dejar el canto para dedicarse a la poesía. ¿No te das cuenta de que se encaminan hacia una vida irresponsable?
- Berta, yo no debo influenciar en el futuro de mis hijos, deben hacer lo que más les convenga, lo importante es que lo que hagan, lo hagan bien y no lo dejen. Si Ralph quiere ser astrónomo, que siga y si Ulrika sueña con ser poeta, me parece bien.
- De acuerdo, profesor. – Asintió ella con ironía. – Pero no negarás que desconocías todo esto acerca de tus hijos. Estás tan apartado de nosotros que no te enteras de nada. Ahora dices que te vas, que tienes que hacer un viaje inevitable, como si hubieses tenido una visión. Y tus hijos mientras, sin un conductor que les guíe, pues a mí no me hacen ningún caso. Resultas muy egoísta si te vas, haciéndolo únicamente para satisfacer tu curiosidad científica. No se puede basar todo al espíritu de las ciencias, como sueles decir, Ángel Guttendörf. En la vida, en tu vida, hay muchas cosas más.
- Tienes razón. – Habló él, consternado. – Sé que la tienes, tus argumentos son de peso, y aunque considere a la ciencia como lo más importante de mi vida, entiendo que la vida misma no se acaba con la ciencia. Tal vez sea egoísta, pero créeme amor mío si te digo que, de todos los misterios de los que he sido testigo en mi vida, el único que me resulta imposible desentrañar es el mío. Haré ese viaje, y regresaré, para que juntos hablemos con nuestros hijos y tratemos de llegar a una solución que nos guste a todos. – Sentenció con firmeza y algo de encanto. – Mañana a medianoche, saldré hacia Rótterdam. Ahora ve y duerme.

Berta, sabiendo que sería imposible convencerlo, se retiró a su habitación. Nunca dudó de la forma en la que el profesor la trató desde el mismo día en que se conocieron, con exquisito respeto y poco usual consideración, a diferencia de la mayoría de los hombres de la época, tan poco dados a conceder a sus esposas un trato ecuánime, a las que muchos trataban con la punta del zapato, claro ejemplo de la machista sociedad imperante. El profesor, en cambio, siempre supo amarla y tratarla con amable deferencia. Pero en su alma bullía el voraz deseo de un insaciable y ávido genio. Un irredento espíritu ansioso de saciar su sed de misterios y conocimientos de todo aquello que subsiste en el planeta en el que vivía, tanto en la parte práctica y científica, como en la paranormal e inexplicable. Y por mucha razón que la mujer tuviese, dicho genio era más fuerte, incontrolable, y más cuando días atrás fue testigo de un extraño fenómeno.

Unas semanas antes, una mujer que no quiso identificarse, sordomuda, de rasgos orientales y muy desastrada, acudió en su ayuda aquejada de un extraño problema. La mujer, de unos treinta y pocos años, presentaba el vientre hinchado, del mismo modo que si estuviera embarazada. Curiosamente, las demás partes de su cuerpo se encontraban en normales proporciones para una mujer de su edad y de su tamaño. Guttendörf la examinó en el laboratorio particular, llegando a la conclusión de que el problema estaba causado por una excesiva concentración de líquido gástrico, recomendándole la ingestión de anís y varias especies de raíces de malvavisco. Pero en dicho momento, con la mujer sobre la mesa, la cual se abrochaba el desastroso faldón tras el reconocimiento, fue cuando aconteció tan misterioso suceso.
La mujer empezó a desinflarse, como si de un globo se tratara. El vientre, antes tremendamente hinchado, empezó a bajar su volumen. La desconocida iba desapareciendo, desvaneciéndose en un insólito destello del que se mostraban extrañas figuras voladoras.
Tras ello, ciertamente aliviado de que nadie más que él supiese de la existencia de la desconocida dama, se encerró en la más profunda intimidad de la biblioteca de la universidad, pues su instinto le hizo creer haber visto a una de aquellas centelleantes figuras salidas de la desdichada sordomuda en algún tomo sobre mitos antiguos de todo el orbe. Y fue en uno de ellos, uno cuya cubierta contenía un carácter japonés, donde encontró a uno de los desconcertantes espectros.
Según el libro, se trataba de Kitsune, una deidad japonesa con forma de zorro de nueve colas. Según el ejemplar, -publicado hacía años por un viajero portugués-, eran seres inteligentes y mágicos cuyos poderes incrementaban con el paso de la edad y la adquisición de conocimientos. Algo así como él mismo, idea que le sedujo enormemente. Entre sus facultades más sobresalientes se encontraban la capacidad de adoptar la forma humana, casi siempre la de una mujer joven. En una de las ilustraciones del libro, encontró el mismo rostro de la pobre mujer evaporada en los descritos espíritus.
El profesor continuó leyendo el libro, que con gran detalle describía otra de las habilidades especiales de Kitsune, la de la posesión de fuego o luz en la boca y en las nueve colas, por lo que eran conocidos como zorros de fuego. La manifestación en los sueños de los hombres, la capacidad de volar, la invisibilidad, y la creación de ilusiones bien elaboradas, casi indistinguibles de la realidad, eran otras. En algunas historias se mencionaba a Kitsune con poderes más extraordinarios, como dominar el tiempo y el espacio, hacer enloquecer, o tomar formas fantásticas como un árbol o cualquier cuerpo celeste del cosmos. Durante toda la noche estuvo leyendo sobre Kitsune y los demás miembros de la vasta cosmogonía nipona, concluyendo que era allí hacia dónde debía viajar para hallar más respuestas.

No obstante, el incidente no se acabó ahí. En una de las noches en las que Berta solía acudir con sus nobles amistades a la ópera y nadie más que él, acomodado en su despacho, había en la mansión; entregado a la lectura, acompañado por el olor de su pipa, percibió una sombra junto a la puerta. Al principio la atribuyó al resplandor incandescente de la lámpara del escritorio, pero la segunda aparición venía acompañada de un silbido, un susurro de muy bajo tono, oíble sólo para un buen oído como el suyo, aun cuando el armónico reloj carillón y los golpes de herradura sobre las adoquinadas calles de los coches de caballos en regreso, fueran los únicos ruidos.
Guttendörf se levantó, dejando la lectura, dirigiéndose hacia la puerta del despacho, colindante con el recibidor en reinante oscuridad. No pudo distinguir nada extraño, pero cuando quiso volver, la interrupción del tintineo del reloj lo detuvo, algo poco usual, y el murmullo volvió a oírse por la cercanía.

Tomó una lámpara para ahorrarse tener que encender la del hall, con la que alumbró sobre dicho reloj. Al hacerlo, atónito, vio como las manecillas, sin ruido, retrocedían de derecha a izquierda y a gran velocidad. Impresionado, dejó la luz en el suelo, abrazó el mueble reloj para darle la vuelta, abrir la tapa trasera del mecanismo y examinar algún posible fallo. Cuando ya casi lo conseguía, la lámpara, desafortunadamente, se apagó, sumiéndolo en la más absoluta oscuridad.
Se sobresaltó, como es lógico. Como pudo, cogió la apagada lámpara para volver a girar la llave y encenderla, pero el susurro anterior, y esta vez más intenso y audible, lo paralizó. A continuación, el espectro alado del libro, es decir, Kitsune, apareció ante sus ojos alzando su serpentino cuerpo. Era un demonio de largo hocico y afilados dientes, una criatura mitad zorro, mitad serpiente de destellante silueta, la cual iluminó toda la planta baja. El rumor estaba producido por un idioma que Guttendörf no comprendía, aunque le sonó claramente a oriental, a japonés, con toda certeza. La imagen fantasmal rodeó su cuerpo, tornándose débil a cada segundo que pasaba y a cada vuelta en retroceso del reloj de la entrada. Ángel, con su ya veterana experiencia ante hechos igualmente inauditos, conservó la calma, a pesar de que Kitsune, inofensivo, pareciese una figura recién salida del mismo infierno, con sus ardientes nueve colas, sus puntiagudas garras y una malévola sonrisa. De repente, la campanilla de la puerta se oyó, alguien había llegado, seguramente Berta. Kitsune, de la misma forma que en el laboratorio, del mismo modo en que apareció, se desvaneció, devolviendo la luz a la lámpara y haciendo retornar las agujas del reloj a su hora exacta.
Y ese suceso fue el desencadenante de la primera crisis importante entre Ángel Guttendörf y su amada esposa. Y ya fuera por instinto, fuera por curiosidad, o por lo que fuese, pero el caso es que el profesor, a partir de aquella noche junto al reloj, se propuso viajar al lejano país del sol naciente, y para mayor de las contrariedades, sin saber por qué debía hacerlo y para qué.

Como personaje importante que era dentro de la unificada sociedad alemana, estaba al tanto de los movimientos del gobierno del canciller. Éste había decretado, tiempo atrás, la expulsión de los misioneros jesuitas o seguidores de dicha orden.
Poniendo en peligro sus amistades en las altas esferas del país, saltándose más de una norma, contactó con Andreas Van Roep, un célebre misionero jesuita holandés. Y con él se reunió en una taberna de Bonn a muy altas horas de la madrugada.
Rodeados de secretismo, el sacerdote, jugándose algo más que un tiempo de arresto, le informó de la inminente salida de una misión que tenía como destino las alejadas tierras de Japón por la ruta del Pacífico.

- Es un viaje muy largo, Herr Guttendörf. – Le informó el religioso, sin su indumentaria habitual, con una larga barba blanca que resaltaría hasta en el club de los más grandes barbudos, además de destacar por un físico hercúleo, un gigante de imponente presencia y cabeza rasurada.
- No me importa, sólo pido un lugar en el barco, le doy mi palabra de que no causaré molestia alguna a los miembros de la orden. – Casi rogó él con calma.
- Supongo que no habrá problema en que nos acompañe. Somos treinta y siete hermanos en este viaje, un hombre más no es nada, además, no sería la primera vez que un científico nos acompaña. Es curioso, pero viene bien para la hermandad.
- No entiendo.
- Los científicos basan todo lo que le rodea en fórmulas, en la ciencia, pero no quieren entender que la ciencia no sería nada sin la mano de dios que la crea. Esos debates son positivos, sobre todo para los nuevos, les ayuda a la hora de fortalecer sus creencias y su comportamiento dentro de la orden.

El profesor sonrió. Conocía muy bien los argumentos de los religiosos tan profanos para la ciencia.

- Padre Andreas. – Habló tras carraspear suavemente. – La ciencia está presente en la naturaleza mucho antes de que el hombre exista, mucho antes de que el hombre crease, de algún modo, a sus dioses.

El jesuita lo miró con mezcla de curiosidad y crispación.

- Será un placer continuar esta conversación, profesor. – Finalizó.

Desde el momento en que tomó la decisión de viajar a Japón, el profesor no volvió a presenciar fenómeno extraño alguno. Pero ya lo había decidido. Zipango, como fue conocido el lejano imperio oriental, le atraía enormemente más allá de toda escena paranormal a la que había asistido en las últimas semanas.
Para las personas de su alrededor, aquella era la decisión de un irresponsable, de un hombre de sesenta años que aún creía ser un joven inmaduro. Su reputación era más que demostrada, pero realizar un viaje de tal magnitud sin un motivo concreto, uniéndose a un grupo religioso denostado por el gobierno del país, resultaba muy incomprensible.

La noche que salió de su casa, Berta dormía tranquila, segura de que Ángel partiría al día siguiente. El profesor lo pasaba muy mal en las despedidas, y hacerlo de su esposa era muy triste, pues consideraba que las despedidas debían de hacerse cuando los individuos que se despiden no van a volver a verse jamás, y él esperaba volver a verla, aun cuando las aventuras que le aguardaban en el viaje no fueran del todo inofensivas.
Vestido con camisa, pantalón usado a propósito para no dar la impresión de ser un hombre rico, los perpetuos quevedos, la pipa de hueso de morsa, sin más toque de distinción que un viejo bombín y sin el bastón; así, con lo justo, con lo puesto, de esa guisa salió Guttendörf de su domicilio de la Molderstrasse, con la seguridad de que lo que iba a hacer tendría un significado, y con un inalterable espíritu de explorador científico como único equipaje.

Pasaban ya dos cuartos de la medianoche. Su coche de caballos personal lo esperaba en la parte trasera de la casa. Bonn lo despedía con una noche despejada, vacía hasta del más osado crápula de sus habitantes. Con silenciosos pasos hacia la berlina, el profesor miraba al conjunto de casas de la siempre concurrida avenida Planck, la calle que, por una de las esquinas de su casa, enlazaba con la nombrada Molderstrasse, la calle donde nació, se crió y había pasado toda su vida. La misma sucesión de viviendas y adoquinada vía que lo había recibido siempre al regresar de alguno de sus viajes, de la universidad misma cada atardecer, con una nueva experiencia o un ganado conocimiento como compañía. En aquel inamovible silencio nocturno, con el viento anunciante del otoño sobre sus recortados y ya grises cabellos, Guttendörf se preguntó cuándo volvería a ver la, muy pronto añorada, Molderstrasse.

El cochero, que debido al secretismo del viaje, desconocía el destino a tan altas horas, preguntó:

- ¿A dónde, herr profesor?
- A Rótterdam. – Contestó.

El trayecto hasta la ciudad del gran puerto, punto de partida y llegada de buques mercantes de todo el mundo, fue tranquilo. El amanecer en la desembocadura del Rin, en el puerto, estaba cargado de olor a pescado fresco y a madera de las miles de toneladas embaladas.
El barco de los jesuitas era un vapor ubicado en uno de los muelles pequeños, de medianas dimensiones llamado San Mateo. Andreas, el hermano mayor, departía con el segundo de a bordo, un jesuita italiano, de Padua, llamado Giancarlo, cuya recelosa mirada recibió al profesor.
La escasez en los embalajes subidos a bordo sobresalía en contraste con el ingente número de paquetes y rollos que aprovisionaban a las demás embarcaciones del bullicioso puerto.

- Bienvenido, profesor Guttendörf, soy el padre Juan, de Tenerife, el padre Andreas me habló de un acompañante, pero nunca creí que fuese tan sencillo en su porte. – Le dijo uno de los miembros salido de repente en mediocre alemán. – Sígame, le enseñaré su camarote, el padre Andreas y el padre Giancarlo andan atareados con los pormenores de la partida y la selección de la tripulación, todos hermanos de la orden.

Al llegar al camarote, que no era más que un rincón del cuerpo interior del barco, con lo que no tendría otra que compartir suelo con los demás, el religioso le informó sobre las costumbres de la orden.

- Somos muy estrictos con nuestras prácticas y hábitos. Hacemos una sola comida al día, y cada día, uno de nosotros deberá hacer ayuno, entenderá que si no se ajusta a esas normas podría alterar las pocas provisiones de las que disponemos, supongo que ya lo había valorado.
- No, la verdad es que desconocía dichos hábitos, y el padre Andreas no me dijo nada al respecto. Pero no se preocupe, estoy dispuesto a seguir dichas normas por el bien de todos, no soy hombre de excesivo apetito. – Respondió.
- Celebro oír eso, profesor. Somos una hermandad tranquila que no desprecia a los recién llegados. Es mi deseo que en nuestra compañía, propagando la Palabra de Cristo, disfrute del viaje. Partiremos en breve.

El profesor recibió con agrado las amables palabras del jesuita, un hombre de similar apariencia de la del holandés, aunque, a diferencia de aquél, de barba más recortada, rostro menos severo y no tan gigantesco.
Se quedó en el camarote; necesitaba descansar un poco, dormir, tras los intensos momentos recientes, aunque su idea era la de colaborar con los religiosos en lo que pudiera.
El sueño fue más fuerte y durmió durante las siguientes cinco horas. Cuando despertó, sobresaltado por el ruido del vapor al partir, se encontró frente a dos jesuitas jovencísimos que lo miraban curiosos. Uno de ellos daba cuenta de una onza de chocolate, y a juzgar por la forma con que miraba hacia las escaleras que bajaban de cubierta, era algo que no debía de estar haciendo. Al profesor le sorprendió ver a aquellos dos barbilampiños clérigos lamer por turnos la golosina.

- ¿Eres médico? – Preguntó uno de ellos en francés.
- Sí, lo soy. – Reconoció Guttendörf.
- A mí no me gustan los médicos, pero me alegro de que viaje con nosotros uno. – Señaló el otro en español.
- Sí, nunca se sabe lo que puede pasar. – Añadió el primero, dando dos lametones a la onza, lo que el otro reprendió. Eran dos quinceañeros, probablemente, los más jóvenes del barco.
- El padre Fernando es médico también. – Apuntó el francés.
- Botánico. – Corrigió el segundo. – Y el padre Hernán es astrónomo. ¿Le gusta la astronomía, doctor?
- Desde luego.
- Yo a veces me pregunto qué pensará el Señor de la astronomía. – Dijo el francés, que parecía más despierto que su socio.
- Yo creo que dios hubiese sido un gran astrónomo si fue capaz de crear un planeta como éste. Aunque también pienso que en otras zonas del espacio debe de haber otros muchos dioses con conocimientos astronómicos.
- Profesor Guttendörf, no debería decirle esas cosas a los más ociosos seres de este viaje, en el que hasta las ratas tienen algo que hacer. ¿Por qué no peláis las habas? – Era Andreas, ataviado ya con su indumentaria sacerdotal, increpando con rígida mirada a los dos curiosos jóvenes.
- Padre Andreas, no piense que estoy aquí para influenciar de algún modo, los dogmas que sus discípulos deben de aprender. No es mi intención ser una molestia en la travesía. – Habló Guttendörf con reserva.
- Dios no fue un astrónomo, profesor. La astronomía es una ciencia creada por el hombre, el hombre es la obra de Dios. Puedo entender que su única creencia se basa en la aplicación científica, aquello de todo lo que la ciencia no puede curar es incurable. Para ustedes los científicos no hay nada más allá, y créame, en algunos momentos de la historia la ciencia, la cual no desconozco, no ha salvado vidas y sí que lo hizo cierta aportación divina. – El debate se servía solo. El padre Andreas contenía gran frialdad en sus palabras, aun cuando la veracidad de éstas fuese discutible para el profesor, el cual lo miraba sin desdén pero con clara desaprobación.
- Padre Andreas. – Comenzó Guttendörf. – He visto cosas que nadie de este mundo creería, se lo aseguro. Creo que hay algo más allá de la ciencia, aunque la ciencia haya sido la única guía de mi vida. Como bien ha dicho antes, la astronomía es una invención del hombre, una parte más en su deseo de conocer la naturaleza de todo lo que le rodea, así como la religión, otra obra del hombre para dar respuesta a la ignorancia que posee ante todo aquello que no ve. ¿Qué es la fe, padre? La fe es creer sin ver, y disculpe el tono de esta afirmación. Las cosas son lo que son, la vida es lo que es. – El padre Andreas se le acercó imperturbable, mirándolo sin parpadear, y dijo:
- La fe no es creer, profesor, la fe se siente, y eso va más allá de cualquier principio científico.

El diálogo se prolongó toda la noche, hasta que el vapor pasó por aguas del Canal de la Mancha, frente a los vistosos acantilados normandos. Guttendörf decidió involucrarse en las tareas del barco, como la limpieza de los camarotes, el control de la caldera, o la elaboración de útiles de pesca, en los que era un consumado experto, y que sirvió a la tripulación como aprovisionamiento extra.
El profesor era un pescador excelente. Al atardecer, cuando los jesuitas andaban inmersos en sus oficios y oraciones, dejaba caer sus pies sobre la cubierta, tiraba el sedal y capturaba piezas de pequeño tamaño. Mientras lo hacía, con la inamovible pipa en los labios, estudiaba profusamente las corrientes de aire y marinas frente a las costas cantábricas, los movimientos migratorios de varias especies de aves y la trayectoria hacia aguas cálidas del delfín mular. Y fue al ver a los singulares delfines cuando Guttendörf, por primera y única vez en el viaje, sintió el mismo cosquilleo de cuando la noche en que trataba de reparar el carillón, Kitsune se le apareció. Fue una visión fugaz, un flash inesperado y súbito.

Al cumplir una semana de viaje, el vapor avistó las costas del cabo Finisterre y el puerto de La Coruña: punto de partida hacia el verdadero océano atlántico. Guttendörf recordó el viaje que realizó en compañía de su tío Reinhardt al sur de España, siendo testigo de los extraños sucesos en una conocida y abandonada hacienda malagueña. Pero por aquel entonces era muy niño, los recuerdos eran más una imagen borrosa quizá alimentada por insólitos acontecimientos posteriores.
Varios días más tarde, el vapor atracó en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, de donde era el padre Juan, y en donde los doce jesuitas restantes para la misión embarcaron.
Todos los nuevos eran españoles, canarios. Guttendörf se fijó especialmente en uno de ellos. Se llamaba Orlando, aunque todos lo llamaban padre Centeno. El padre Centeno vestía una raída toga color marrón con una elaborada cruz de plata al cuello. De muy baja estatura, era jorobado y, probablemente la polio, hacía que caminase con torpeza y algo de peculiaridad, balanceando su menudo cuerpo en simetría con sus piernas, lo que no le impedía a la hora de subir al vapor con aire decidido. El padre Andreas era el mayor de la misión, seguido de Juan, pero los dos le hablaban a este viejo canario con algo más de respeto y mesura.
Y allí estaba Guttendörf, a sus sesenta años, rodeado de un nutrido grupo de fieles misioneros barbudos, con dirección al país más alejado de cuantos había visitado y sin nada más en los bolsillos que su pipa y sus quevedos, más la idea de desvelar el misterio que casi acaba con su matrimonio en la cabeza cubierta de encanecidos cabellos.
Pusieron rumbo al sur. El gran atlántico, con su historia y sus amenazantes aguas se abría paso en una noche espesa. Según Andreas, ya no pararían hasta llegar a Montevideo, con lo que se aventuraban hacia la etapa más larga sin avistar tierra desde que salieron de Rótterdam.
Los jesuitas eran hombres metódicos y sistemáticos en sus tareas y labores. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de que el San Mateo era casi una de sus parroquias. Pero también eran hombres de espíritu alegre, al contrario de lo que se pudiera pensar.
Una noche de fuertes lluvias, al cobijo del gran camarote que daba cabida a los treinta y siete religiosos más el profesor, en mitad del océano más impetuoso del mundo, el barbitaheño padre Centeno, con su débil apariencia, tocaba la flauta, mientras los demás abrían el único barril de cerveza de la bodega.

- ¡Brindemos por San Bonifacio, patrón cervecero, para que nos guíe hasta el final y ya que con nosotros viaja uno de sus compatriotas! – Vociferó Andreas algo emocionado, alzando la jarra de barro llena hasta arriba de cerveza.

Guttendörf, cada vez más delgado, sonreía complacido, casi al margen de la reunión, levantando también su jarra. Centeno hizo una pausa en su animada composición.

- Teobaldo Power, compositor de mi tierra y amigo, para vos, profesor.

Y el canario, con su flauta, comenzó a tocar una melodía alegre, divertida, alejada de los ritmos tristes que a él tanto le agradaban, pero no menos digna de alabanza y gratitud. La llegada de Centeno logró que la inicial reticencia de los jesuitas hacia él se suavizara, consiguiendo que el ambiente en el vapor fuera más amistoso. Todos aplaudieron y jalearon, dentro de su comedida idiosincrasia devota, la campestre y sencilla música de Teobaldo interpretada animosamente por el doblado padre Centeno. Sin embargo, cuando la pequeña fiesta andaba en su apogeo y del barril de cerveza apenas quedaban unas pocas jarras, un fuerte golpe los acalló de lleno, empapando toda la cubierta del barco.
La tormenta era aterradora. El San Mateo pasaba por ser un vapor fuerte, pero un constante castigo de enormes olas podría hundirlo irremediablemente.

- Será mejor que incrementemos la velocidad, debemos salir del epicentro cuanto antes o nos engullirá. – Vociferó el profesor, calado hasta el hueso.

Bajó a la caldera sin premura; los jesuitas encargados de ella se encontraban arrodillados, temblando, rezando, parecía mentira que fueran marineros. No se movían, tan sólo imploraban por su salvación.

- Dios no podrá ayudarnos si no hacemos algo para ello. – Avisó él.

Tomó la pala, comenzando a llenar, desesperadamente, la caldera de carbón. De forma paulatina, el barco empezó a aumentar la velocidad. En cubierta, bajo el temible saludo de los truenos y la permanente estela de los relámpagos, los demás rogaban un milagro que parecía no llegar. La situación era crítica, crucial, las olas manejaban al vapor como un nenúfar de charca en las manos de un coloso. Las aguas, furiosas y endiabladas, caían amenazantes sobre toda la embarcación, y el profesor, como único recurso, continuaba llenando el depósito.

- Déjelo, sólo el Señor nos salvará. – Le dijo uno de los que se encontraban arrodillados a su lado. Guttendörf no podía creer aquella sumisión de corderos.

Sudaba. El barco se hundía irremediablemente. Las olas llegaron a ponerlo incluso de pie sobre el océano.

- Qué dios se apiade de nuestras almas. – Gritaba Andreas, aferrando un crucifijo contra su pecho. – Que nos acoja en su seno si hemos de morir: ‘’Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre…’’. – Rezaban todos a la vez.
- Sea nuestro padre o no, que nos saque de ésta, y ya habrá tiempo de ser acogidos en su seno. – Murmuró el profesor desde abajo al oírlos rezar.

Pasados unos minutos de incertidumbre, de mansa espera del final en unos y de constante lucha en él, fuera por el Todopoderoso, por el destino, por la sensata idea del profesor, o por lo que fuese, las procelosas nubes se alejaron del veloz desplazamiento del vapor que, afortunadamente para todos, estaba intacto. Las olas más titánicas dejaron su sitio a otras de menos fuerza, y la luz de los relámpagos era ya una lejana fiesta en el horizonte nocturno.

- Demos las gracias al Señor, alabado sea por escuchar nuestra plegaria y evitar que sucumbamos en la misión de propagar su Palabra. – Proclamaba Orlando en cubierta, arrodillado, mirando al cielo y con los brazos extendidos en señal de la cruz.

Guttendörf subió; estaba sudoroso, fatigado, exhausto, con manchas de carbón por doquier, los quevedos ahumados, los cuales nunca antes habían estado tan poco resplandecientes. Se tumbó en la mojada superficie, al frescor de una bienvenida brisa precedente de la tormenta, sin fuerzas siquiera para poder hablar.

- Profesor, supongo que a partir de esta noche no albergará duda alguna sobre sus creencias. – Le dijo Andreas, acercándosele lento.
- Padre, no dudo de que ha sido increíble que hayamos salido de tan fatídico trance, pero aún no hay nada que me haga pensar en que todo se ha debido a algún tipo de mano divina, y sí al fruto de la suerte o de que la naturaleza de la tormenta no era suficiente para hundir a un fuerte vapor como éste.

Después de vivir el momento más trágico del viaje, el San Mateo siguió en dirección sur, y al mediodía de unos días después, arribó en el puerto de Montevideo. El profesor se encontraba en el primer gran puerto de la travesía al que jamás había llegado. Los religiosos reubicaron sus camastros, cortando mantas y piezas de tela. Con un pequeño baúl de víveres y alguna pertenencia, pese a que se precisaban muchos más, embarcaron otros cuatro miembros de la orden, lo que ayudaba a que la pobreza, uno de sus aspectos más destacados, y el cada vez más escaso, reparto de alimentos diarios, resultara más notorio.
La bahía en la que se asentaba la ciudad al fondo, con humildes casas y varias iglesias, era un sereno manto en el que se mantenían a flote numerosas embarcaciones, pareciendo más una bandada de cisnes y otras especies de ánades.

Guttendörf observaba curioso dicho puerto; se notaba más delgado cada día. Nunca fue un hombre de obesa complexión, ni de frugal apetito, pero la exigua dieta llevada a cabo por los jesuitas a la que hubo de unirse en el momento en que embarcó, había logrado que su, ya de por sí, complexión delgada, se mostrara macilenta, aunque no por ello no gozase de buena salud.

Borrascosas nubes se divisaban al sur de la capital charrúa. La singladura marítima se tornó plácida pese a ello, bordeando los puertos argentinos de Mar del Plata, Bahía Blanca, -uno de los visitados por Darwin-, Viedma…
El calor presente en el camarote hizo que más de un monje pasara casi toda la noche en cubierta, Guttendörf optó por lo mismo.
Ya en uno de los amaneceres a la intemperie, semanas más tarde de partir de Montevideo, el profesor fue despertado por un chorro de agua templada. Aturdido, abrió los ojos para comprobar quién había sido el causante de tan bromista detalle, éste, medía casi treinta metros y podía llegar a pesar unas ciento cincuenta toneladas o más. Se trataba de una ballena azul, el animal más grande de la historia del mundo, y se encontraban frente a las costas de Tierra del Fuego, la porción de tierra que separa el atlántico del pacífico. El brusco cambio de la temperatura le recordó a su primer gran viaje, con el recordado profesor Larss a las árticas islas de Svalbard.
Los jesuitas se sirvieron mutuamente unas pequeñas cuencas de consomé, agua caliente más que otra cosa, para poder combatir al frío. Pese a la inesperada dureza del clima, Tierra del Fuego presentaba una belleza paisajística espectacular. La manada de pacíficas ballenas salieron al tiempo, como ofreciendo una descomunal bienvenida al vapor, informando en sus sonidos y en los golpes al agua de sus aletas caudales adónde habían llegado. Todos, mamíferos acuáticos y monjes embarcados, se dirigían hacia el océano pacífico, con pequeños y cercanos puertos marinos rodeados de picos nevados a un lado, y varios puntos blancos alejados de la vista, icebergs, sin duda, al otro.

- No entiendo cómo puede hacer tanto frío estando tan al sur. – Se quejó uno de los jóvenes, cubriéndose con una manta

El profesor sonrió sin responderle, casi sin mirarle. No le apetecía explicar al muchacho nada, estaba absorto, observando el pasar de las ballenas, los icebergs en el meridional horizonte y el lento pasar del vapor bajo aquella fría mañana en la Patagonia.
Tras la inmejorable experiencia del cruce por Tierra del Fuego, tras terminar de recorrer el célebre estrecho de Magallanes, el vapor se adentró raudo por el Pacífico, poniendo rumbo noroeste. El más grande de los océanos, con su inmortal calma, desesperante para marineros de todos los tiempos, rompía a su paso.
El barco, viejo pero fuerte, ya había recorrido la mitad de tan largo viaje, adentrándose por las aguas cuya superficie era mayor que todos los mares del mundo juntos.

Quince días más tarde, comenzaron a ver varios elementos terráqueos de formidable verdor. A la vista de un trovador resultaban esmeraldas dispersas por el ancho cielo.

- La isla de Pascua. – Indicó Andreas.

Desde el punto en que se detuvieron, a pocos metros de la orilla, luego de echar al agua un pequeño bote, el profesor divisó varios rostros gigantes de piedra esculpida. En el bote embarcaron los dos jóvenes, el padre Orlando, al que todos despidieron ceremoniosos, y un jesuita portugués más. Su cometido, cristianizar a los indígenas habitantes de la isla de Pascua, de Rapa-Nui, como la llamaban los mismos indígenas.
Todos los monjes abrazaron a los misioneros que, por pura fe católica, pasaban a una nueva vida en aquella isla tan curiosa. El profesor quiso contemplar de cerca los misteriosos rostros de roca erigidos en la playa, así que subió también al bote, junto con Andreas, el piloto del mismo.

- ¿Qué cree que pueden ser esas caras? – Inquirió Andreas mientras remaba en dirección a la isla.
- Deben de ser parte de sus creencias religiosas. – Respondió Guttendörf, sin quitar ojo de los peculiares monumentos. – La religión no es una sola simbología; el hombre, a partir de su miedo, de su debilidad, siendo el mismo ser en cualquier parte del mundo, crea sus propios ídolos, sus personales reliquias, dotándolas de diferentes rasgos y diversos poderes divinos. – Añadió. Andreas, como es lógico, discrepó, apoyado por los demás tripulantes del bote, manifestando que dios sólo hay uno, al que el hombre se acerca sin miedo y sin ignorancia.
- Nuestra misión, - Recalcaba – es dar a conocer su Identidad, su Presencia, su Palabra a todos los pueblos del mundo.

El profesor atendía sin asentir; entendía la postura del misionero, pero no la compartía.

La barca llegó a la orilla, donde fue recibida por un dúo de nativos semidesnudos, sólo ataviados con huesos de pequeñas especies, sobre todo colmillos, plumas de aves exóticas y hojas pequeñas como tocado. Su piel estaba embadurnada de gris ceniza y observaban curiosos a los recién llegados. Éstos, portando cruces, colocándose largas túnicas blancas, los bautizaron.
A unas decenas de metros a la derecha, Guttendörf, desinteresado en el ritual religioso, considerándolo incluso de mal gusto, contemplaba extasiado un grupo de siete estatuas levantadas en lo alto de una breve colina. El profesor, limpiando los lentes de los quevedos, con barba de naufrago y escurridizo aspecto, tocó la piedra con cara humana sobre la verde tierra. Uno de los habitantes de Pascua se le acercó.

- Moai. – Habló con voz grave en su idioma.

El profesor volvió a poner la mano en el sólido labio inferior, repitiendo la misma palabra:

- Moai.
- Moai. – Repitió el pascuense, esta vez algo sonriente. – Moai. Te pito o te henua. Mata ki te rango. – Pronunció, señalando a toda la isla. – Toba, Rano Raraku. – Agregó, golpeando la estatua con su arco.

Guttendörf, lógicamente, no entendió nada, aunque por los gestos de su exótico interlocutor y la dirección hacia la que señalaba, supuso que, lo primeramente expresado, debía ser el nombre que le daban a las estatuas, lo segundo, el nombre de la isla en su lengua vernácula, y lo último quizá fuese el nombre dado al material usado para construirlas: piedra volcánica, según su teoría. El nativo comenzó a alzar los brazos, caminando pesadamente, como si fuera un gigante, emitiendo extraños e ininteligibles gritos.
Fueran parte de un ritual religioso o el verdadero significado de los moais, no había duda de la capacidad de éstos para atraer a cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad. En la playa, los jesuitas continuaban con su quehacer, bautizando a nuevos indígenas que habían salido del interior, casi todos mujeres y niños de desnudos y sanos cuerpos.
El periplo de Ángel Guttendörf por los vastos océanos del mundo se convertía en una postal imborrable, contemplando las admirables cabezas moais de Rapa-Nui.
Pero la misión jesuítica debía seguir su camino. La observación y el estudio de cada detalle serían memorizados, con gran percepción, en su brillante mente.

Sin más pausa, el vapor partió de nuevo en la misma dirección que ya traía. La eternidad del viaje se hacía a cada milla más patente; el Pacífico parecía no tener fin. Las islas polinesias salpicaban con su paradisíaca espesura la extensa envoltura del océano.
La noche del cuadragésimo quinto día de viaje, alcanzaron el litoral de las islas Marquesas, última escala antes de llegar al imperio del sol naciente. Y si en Rapa-Nui eran los moais los que llamaban la atención del viajero, en las Marquesas, que podían ser declaradas como el centro del mayor de los océanos, era su propia belleza paisajística lo más ostentoso. Se trataban de un trío de islas no mayores que el Sarre. La más grande sobresalía por su basáltica cumbre volcánica, materia de origen de todas las islas del Pacífico.
La tropical frondosidad, compuesta por cocoteros, árboles del pan y otras especies diversas, se mezclaban con el exuberante sonido de multitud de especies de aves, constituyendo un espectáculo visual inconmensurable, terrenal representación del paraíso para muchas gentes.

El profesor Guttendörf aprovechó la parada, acordada con los monjes, para pasar la noche en la isla. Con ello, pese a la escasa iluminación, -sólo el brillo lunar impedía caminar a oscuras-, deseaba estudiar, explorar parte del interior. Andreas, aunque siempre condenaba su poca fe, deseó acompañarlo.
La vegetación era un opaco techo, permitiendo que la luz de la luna entrara por desdibujadas rendijas. La curiosidad, reticente en boca del jesuita, les llevó al punto de donde provenía un constante tamborileo, escuchado desde que pisaron la isla.
Esquivando interminables ramas selváticas, rodeados de murciélagos, mariposas, arañas y un pájaro que les fue imposible identificar, desembocaron a orillas de una vistosa laguna que, como un enorme plato, recibía la perpetua caída de una pequeña cascada. Estaban en el corazón de las islas Marquesas, y allí, junto a la laguna, cayeron en la cuenta de que el tiempo apenas avanzaba, compartiendo existencia con un conjunto de chozas de madera, tan desiguales, como pequeñas y atractivas.
En el centro de la aldea, alrededor de una vigorosa fogata, bailaban y cantaban al son de los tambores los únicos habitantes de las Marquesas. Ocultos tras el follaje, el profesor y el sacerdote los miraban recelosos de un hipotético encuentro.

- Quizá sean caníbales; la orden contempla la posibilidad de encontrarlos. – Aventuró Andreas con poco fundamento.
- Lo dudo mucho, sólo veo escamas de pescados y huesos de pájaros, aunque tal vez lo fuesen si nos vieran, pero parecen muy pacíficos. – Dijo Guttendörf. – Voy a saludarlos.
- ¿Está usted loco, profesor?, en caso de hostilidades regresaré al barco, la orden no hará nada por usted. – El profesor dudó unos segundos.
- Correré el riesgo. – Termino por decir.

Se levantó, apartó las ramas que lo escondían y apareció ante los indígenas, interrumpiendo su exaltada y vociferante danza. Éstos pararon de bailar, observando al profesor con la misma curiosidad y el mismo miedo que él hacia ellos. Uno de los miembros, orondo y bastante viejo, se le acercó, pronunciando palabras que Guttendörf no comprendió, pero en su cara no se atisbaba el menor rastro hostil. Mientras olía su cuerpo, produciendo un ligero sonido con sus collares de huesos y demás adornos, Guttendörf resolvió presentarse:

- Yo me llamo Ángel Guttendörf, soy médico y científico. – Dijo con tono amable y simpático, aunque sin poder ocultar los nervios.

El indígena retrocedió un paso, boquiabierto al escuchar la presentación del profesor mientras los demás miraban la escena muy extasiados. El nativo, esta vez con más energía, señaló a uno de los aldeanos, el cual se acercó a Guttendörf, invitándolo a sentarse en uno de los altares de caña y flores, uniéndose a la tropical congregación.
Andreas permanecía escondido, viendo como el profesor alemán era agasajado por los extraños personajes en su opinión, ofreciéndole numerosas ofrendas y simpáticas atenciones a la luz de la luna y la permanente caída de la cascada. En aquel momento, rodeado de bellas mujeres, graciosos niños y la atenta mirada del chamán y su guardia personal, Guttendörf fue testigo de la armonía del ser humano cuando sus pueblos, por distintos que sean, se dejan llevar por la innata curiosidad y el natural deseo de conocerse y descubrirse los unos a los otros.
Encantado, asistió a la segunda sesión folclórica de los polinesios habitantes de las Marquesas; esta vez, las mujeres rodeaban a los hombres, que saltaban y daban brincos bajo sus bronceados brazos, demostrando que su riqueza no estaba sólo presente en la beldad de su isla.

A pesar de la desconfianza y de considerar aquel espectáculo como parte de un rito pagano necesitado de un bautismo católico, Andreas, tras pensarlo varias veces, salió del escondite.

- Beba un poco, sacerdote, sólo es leche de coco. – Le invitó Guttendörf con entusiasmo y medio coco entre sus manos, del que bebía sin importarle como el líquido blanqueaba su poblada barba.

Y aquellos dos hombres, semejantes a ojos de los nativos, pero distintos en tantas cosas, llegados de la civilización occidental, donde se rendía culto y veneración a otras clases de ídolos, pasaron la noche en compañía de tan amables gentes, y Guttendörf se preguntó si los miembros de aquel paraíso en la Tierra serían recibidos del mismo modo en muchas partes del mundo civilizado.

Regresaron al barco, preparándose para la parte más larga y tranquila de tan increíble itinerario. Ya no se detendrían hasta llegar a Japón, y fue en esta etapa cuando Andreas, con suma confianza en su relación con el científico, -a pesar de sus insalvables posturas-, quiso resolver su intriga sobre el viaje de Guttendörf.
Estaban en la cubierta, bajo un sol de justicia, protegidos con la sombra de una lona colocada sobre sus cabezas, en compañía de Giancarlo, el jesuita de Padua, que, hábilmente, tallaba un crucifijo en un pedazo de madera. La mañana era cálida y el Pacífico se encontraba tan ‘’pacífico’’, que cualquiera podría afirmar que en el azulísimo mar había otro sol, siendo éste el reflejo del astro verdadero.

- Díganos la verdad, profesor, ¿para qué va a Japón? – Preguntó Andreas.

El paduano levantó la vista de su pasatiempo, soplando las virutas del crucifijo. El profesor se acomodaba, disfrutando de su deliciosa pipa, y teniendo en cuenta la hospitalidad con la que los monjes lo habían tratado durante todo el viaje, comprendió que debía ser sincero, a sabiendas de que tal sinceridad quizá no fuese bien recibida por hombres de tan profundas convicciones religiosas.

- Hace unas semanas tuve una extraña visión salida del vientre de una misteriosa mujer. Se trataba de un espectro de espantosa forma; un demonio, según investigué, de la mitología japonesa. Únanle a ello mi particular curiosidad hacia todo aquello que desconozco o no comprendo. Llámenle inmadurez, irresponsabilidad, el caso es que he dejado de ser, por un tiempo, un reputado y afamado hombre de ciencias, he dejado a una mujer que me ama y a un par de hijos que necesitan algún que otro consejo, con la esperanza de que en Japón halle la respuesta o el significado de dicha visión.

Andreas lo miró desconcertado, aunque agradeciendo la supuesta sinceridad del profesor.

- ¿Y cómo es que un hombre de ciencias, tan pragmático y que, seguramente tendrá la ciencia como sola creencia, cree en fantasmas y esa clase de supercherías y no posee ni un ápice de fe? – Interpeló el monje muy avispado. Guttendörf vaciló un poco antes de responder.
- Es difícil de explicar; yo no niego la existencia de un creador, de un hacedor, llamémosle padre, dios o energía suspendida en el universo, lo que no comparto son las ideas, las interpretaciones de la religión católica y otras del mundo.
- Usted es deísta. – Apuntó Giancarlo.
- Puede que sí lo sea, así como también es posible que en algún momento de mi vida haya recurrido a lo que se supone que nos ha creado. Sin embargo, - terminaba de decir y siempre dirigiéndose a Andreas-, en alguna ocasión he presenciado numerosos sucesos inexplicables y que, de algún modo, han hecho que crea en algo más allá de la ciencia. Me atrevería a afirmar que yo soy igual de creyente que vosotros. – Giancarlo carcajeó burlón. Andreas, que no destacaba por su fanatismo y sí por ser más objetivo, comprendió a la perfección las palabras del profesor, al que observaba con admiración. El profesor Guttendörf encandilaba con sus palabras.
- En realidad, ya lo dijo el mismísimo Santo Tomás de Aquino, ‘’la existencia de dios es sólo cuestión de fe’’. – Correspondió, como muestra de gratitud y condescendencia.

Pasaron días de eterna navegación, el profesor dormitaba plácidamente en la cubierta, soñando con Berta, con sus hijos y con todo lo que había dejado en Bonn. Había perdido la cuenta de cuántas semanas habían pasado desde su partida de Rótterdam, y para ser honesto o algo desinteresado consigo mismo, ya no le importaba. Emprendió una nueva aventura, ésta más desconcertante que ninguna, y lo que más temía era regresar al hogar sin nada más que contar que un prolongado viaje en compañía de aquellos fieles con los que nada compartía, incluso rechazaba en su misión de propagar la Palabra de dios sobre los distintos pueblos del orbe, cada uno con sus mitos religiosos, heredados de generación en generación.
Si volvía a Alemania sin una respuesta, corría el riesgo de presenciar similares sucesos, y dicho temor lo atenazaba.

Despertó sin saber si era hora de hacerlo. Varios monjes permanecían sumidos en profundos sueños, arropados con lonas. Una espesa capa de niebla cubría el mar. Y por la popa, como un invisible disco luminoso, invisible por la niebla y por lo madrugador de su salida, el sol iniciaba un nuevo amanecer. Un amanecer tierno, lento, cadencioso. Un amanecer en el imperio del sol naciente. Un amanecer en Japón, y Guttendörf sucumbió al susurro que lo trajo hasta allí.
A medida que el vapor se acercaba a tierra, la niebla se abría, como una bienvenida natural y digna de un nuevo y curioso visitante a la isla. Mientras su vista iba acercándose al puerto, el profesor se sintió otra persona, como si su mente fuese de allí y su cuerpo fuera de otro lugar. Eso sin saber todavía que, en poco tiempo, iba a vivir la que sería la más increíble experiencia de su vida.
Los jesuitas, una vez despertados, comenzaron a preparar la entrada. Pero el profesor continuaba sumido en su letargo, con el sol naciente a la espalda y el decorado que componían las casas japonesas delante: similares a barracones de madera, con vallas del mismo material y paja tejida, con tejados de encorvadura, todas a la misma altura, salpicadas de pagodas de hasta cinco pisos y alguna que otra estupa budista.
De pie, en la cubierta, miraba extasiado la sutil y ordenada composición arquitectónica de la ciudad portuaria en la que el vapor atracaba; Japón lo había conquistado en aquel mágico y nublado amanecer. El profesor pasaba por ser una estatua sobre el San Mateos. Andreas, una vez desembarcado, lo animó a bajar, pero él seguía sin inmutarse, enclavado como nunca antes en aquella representación, en el lugar donde, quizá no, encontraría el sentido al largo periplo.

- ¿Se encuentra bien, profesor? – Se interesó Giancarlo.

Guttendörf sonrió, ‘’despertando’’ de su estado hipnótico, parpadeando y regresando a la realidad. Se calzó las botas, se atusó los quevedos, tomó la pipa y puso pie sobre la resbaladiza superficie del muelle.

- Ésta es la ciudad de Tsu, en el sureste de Japón. – Informó Andreas. – Antaño fue una ciudad castillo, es más, hoy en día no es todavía una ciudad, pero la restauración Meiji la proclamará en breve como tal. Al noreste se encuentra la ciudad de Suzuka y al noroeste la importante ciudad de Kyoto. Nuestra misión se dirige a Suzuka, y teniendo en cuenta su desconocimiento del país debería acompañarnos.

El profesor pensó un poco: por un lado recelaba de desplazarse sin rumbo por un conjunto de sitios que, como bien dijo el padre Andreas, no conocía, pero aún así, no era su deseo formar parte de la misión jesuítica, aun cuando ésta pudiera ofrecerle la protección que en breve precisaría. Respiró hondo, permitiendo que el permanente olor a pescado penetrara en sus pulmones, el olor a sal que, como una interminable serenata, traía consigo desde hacía semanas.

- Padre Andreas, agradezco todo lo que ha hecho por mí, jamás sabré cómo pagárselo, pero entienda que yo he venido aquí en otra clase de misión, una menos clerical y sí más personal. – Manifestó.
- En ese caso le aviso, profesor, dentro de exactamente un año, yo y mis hermanos volveremos a embarcarnos hacia Europa, ya sabe, si tiene buena memoria y aún sigue por aquí en esas fechas, será un placer hacer el viaje de regreso en su compañía. Desde Tokio, la nueva capital salen cada semana varios barcos, y alguno puede que vaya hacia Europa. Ahora, la orden se despide, buena suerte, profesor, y no olvide dónde se encuentra.
- Saludos, padre Andreas.

El paduano Giancarlo y algunos más lo saludaron igualmente, y en pocos minutos, se vio solo en aquel puerto japonés, viendo como la soberbia figura del padre Andreas y los demás se empequeñecía a medida que se alejaba.
Ya no había marcha atrás, los jesuitas se marcharon por un sendero de alcanforeros, y él quedaba como único exponente de Europa, o al menos eso imaginaba, en aquel peculiar puerto.
Comenzó a caminar, adentrándose en la ciudad de Tsu. Los ciudadanos, laboriosos como abejas, corrían de acá para allá, aunque, a medida que se alejaba del puerto, el bullicio se hacía más débil. En la ciudad, -a diferencia de Bonn y de la mayoría de las ciudades europeas-, el suelo de las calles no era adoquinado, sino un conglomerado de caminos de madera, ordenados y entrelazados, separados por parterres y alguna que otra porción de tierra. En las casas, las mujeres tejían, los hombres trabajaban, guiaban sus bueyes, y alguna que otra geisha regresaba de su nocturno servicio. Más de una de aquellas mujeres le sonrió tímidamente al verlo. Al profesor le llamó la atención el maquillaje y el porte de las mismas; con sus kimonos rosas, verdes, azules, sus caras pintadas de blanco, en contraste con el rojo labial y el pronunciado negro de las cejas; sus sandalias de madera, en las que reposaban los pies envueltos en calcetines divididos en dos, como si sólo tuvieran dos dedos. Él, sabedor de que su imagen no era la más habitual en aquel lugar, devolvía la sonrisa cortésmente y proseguía su paso, solo, sin saber qué hacer, sin nada que hacer, sin más pertenencias que su pipa, sus quevedos, del mismo modo en que había salido de Bonn.
Se detuvo frente a una de las casas, una diferenciada de las demás por el arreglo floral de su entrada, en la que un japonés, calvo y bajito, limpiaba. El profesor decidió entrar, deduciendo en la única forma de despejar un poco su camino de dudas; debía buscar universidades de la región, en caso de que las hubiera. Sin embargo, un complicado problema le impedía moverse por dicha tierra; el idioma. Y como era un lenguaje que no comprendía y que según había oído, muy difícil de entender, no supo lo que el cascarrabias freganchín le espetó furioso cuando quiso entrar a preguntar. Fue en dicho instante cuando casi cae en el arrepentimiento de hacer el viaje.

Fastidiado, con sus sesenta años, rodeado de una población con la que ni siquiera podía comunicarse, pensó en volver al puerto, tomar el camino de los alcanforeros y tratar de alcanzar a los monjes; ellos seguro que le orientarían. Pero no lo iba a hacer. Guttendörf ya había pasado por dificultosas situaciones, y estar perdido en un país sin saber qué hacer o adónde ir no le iba a amedrentar.
Se sentó sobre un poste de madera junto a una pequeña pagoda, de la que entraban y salían varios monjes. Trató de hablar con uno de ellos, uno que delicadamente trabajaba en el pequeño jardín adyacente, pero ninguno de los dos entendía lo que decía el otro. El budista continuó con su labor, y el profesor, sin cansarse de mirar al templo, echó de nuevo a andar hacia el corazón de la ciudad.

El sol iluminaba cada escena desde su punto más alto, por lo tanto ya era mediodía. Mediodía de caminar extraviado.
Una vez en la ciudad, sin esperarlo, dos jóvenes le alcanzaron. Sonreían y hablaban estrepitosamente en su lengua natal. Guttendörf trató de apartarlos educadamente, pero los dos muchachos lo agarraron del brazo y, casi a la fuerza, lo llevaron a una de las casas a la salida de Tsu.
La vivienda presentaba el mismo aderezo floral de la del cascarrabias. Al entrar, en el genkan, los muchachos instaron al profesor a que se despojara de su calzado. Éste hizo caso, pues mejor obedecer antes que crear problemas, dándose cuenta de que ellos también lo hicieron. En el interior, otros tantos jóvenes solazados, reían y bebían en pequeñas tazas. Cada uno distinto al otro, pero muchachos todos ellos. Compartieron las risas con los recién llegados, con Guttendörf y su tímida mirada, al que presentaron en su idioma como una exótica adquisición.
Lo invitaron a tomar asiento, sirviéndole té. Guttendörf, eso sí, muy sediento, se unió a la reunión en la casa del té, bebiéndolo a grandes sorbos sobre un tatami, encajando, como podía, las burlonas miradas de los congregados a la ceremonia.
El té verde la satisfizo bastante, dulcificándole el paladar de tan preocupantes sinsabores. Pero tras las dos primeras tazas, el profesor, animado, pidió más, y a la sexta, con una espada de madera entre las manos, practicaba esgrima con uno de los presentes. No estaba borracho, pero el té debía llevar alguna sustancia preparada para lograr que no pareciera el profesor de siempre. En el lance espadachín, el joven, más ágil y experimentado, lo tumbó, haciendo que su cabeza golpeara con la baja mesita, logrando que perdiera el conocimiento. Los jóvenes, asustados, creyendo que había muerto, lo llevaron al carro del sepulturero, abandonándolo junto a los demás cadáveres que el mismo transportaba de una aldea cercana azotada por una epidemia.

Despertó, aturdido, con el golpe en la cabeza aún presente. Amanecía. Y un tenue y apacible amanecer sería de no ser por abrir los ojos rodeado de tiesos y fríos muertos, aunque dada su profesión, aquello era lo de menos. Zafándose de ellos como pudo, cayó del carro que los transportaba en movimiento. Uno de los lentes de los quevedos estaba roto, y seguía conservando la pipa, pero estaba descalzo y más desamparado que nunca.
Somnoliento, mareado, cabizbajo, preocupado por lo que podía haberle ocurrido, comenzó a caminar por el sendero que había elegido el carro.
Por todos lados se escuchaban las melodías de los petirrojos y el casi apenas perceptible volar de algunas aves más, en un sendero cuya vegetación pasaba de cedros a cerezos y varios crisantemos a medida que el profesor se aproximaba a un hermoso lago, el lago Biwa, el más importante y grande de Japón. Y fue a orillas de tan hermoso paraje donde Guttendörf se quitó el aturdimiento.

Tenía hambre. De un hermoso cerezo, muy frondoso para la estación en la que se encontraba, tomó un puñado de sus frutos. Desde la copa, pudo divisar casi toda la totalidad del lago, precioso en su paisaje y motivo de inspiración para tantos poetas y trovadores del imperio.
En la orilla, el profesor observó a un solitario pintor que, al armonioso canto de las olas, daba rienda a su vocación pictórica sobre una tela bien sujeta en un caballete. El profesor bajó del árbol, se acercó al pintor y se sentó en una roca cercana. El pintor, un hombre de alrededor de cincuenta años, dejaba que el persistente viento le despeinara sus grises cabellos. Tenía barba y bigote escaso y vestía un sencillo kimono de noche. Guttendörf lo miró con detenimiento, entendiendo que debía de ser un artista guarecido en tan personal instante de paz, a solas con la majestuosidad del lago y sus tintas.
Con gran delicadeza, pintaba una bandada de garzas en pleno despegue sobre las aguas de un lago, seguramente el mismo que tenía delante, canturreando una serenata que, aun cuando su voz resultaba grave en algunos tonos y estridente en los finales, al profesor, en aquel hermoso amanecer, le pareció sublime, muy tradicional.
Quiso acercarse un poco más, con la esperanza de que el artista pudiera comprender algo de su idioma, pero la interrupción de tan espléndido momento, la alteración del placentero instante para el pintor sería de mal gusto, y esperó un poco.
En la pipa aún quedaban restos de tabaco y un solo fósforo le sirvió para encenderla. Al hacerlo, el pintor alzó la cabeza, en gesto de oler el aire. Acto seguido, se dio la vuelta, pronunciando unas incomprensibles y abruptas palabras. Fue entonces cuando el profesor se le acercó, extendiendo su mano derecha:

- Me llamo Ángel Guttendörf, soy científico. – Dijo, creyendo que sería lo mismo que hablarle a una de aquellas garzas tan finamente representadas en la pintura.
- ¿Alemán? – Preguntó el artista en francés, idioma que el profesor hablaba a la perfección.
- Vaya, qué alegría, habla usted francés.
- Sí, más o menos. – Afirmó el pintor con claro acento nipón.
- Creí que jamás encontraría a alguien con quien poder hablar, como le he dicho, me llamo Ángel Guttendörf, soy científico, de Bonn.
- Un europeo perdido a orillas de Biwa-ko, ni el mayor escritor podría haberlo imaginado.
- ¿Disculpe?
- Éste es el lago Biwa-ko, Biwa para los extranjeros. – Reveló el pintor, retomando su trabajo y ofreciendo de nuevo la espalda al profesor. Su voz era, como digo, grave y aguda, según el esfuerzo. Su francés sencillo.
- Señor, no he querido interrumpir su trabajo, estoy perdido, buscando una universidad.
- Soy Tessai, Tomioka Tessai, pero puede llamarme Tessai. Soy pintor, maestro de tintas. Soy de Kyoto, pero vivo muy cerca de aquí, y la universidad más cercana, la de Keiō, está muy alejada. – El profesor se notó compungido. Tessai, al sentirlo, se volvió. – Sonría, europeo; ya lo dice el proverbio: ‘’desconfía del monje y del guerrero que jamás se ríen, pues se toman a sí mismos demasiado en serio’’.
- No es eso, es que verá, he venido a Japón sin saber a qué y por qué, y no me encuentro bien. – Por primera vez, el gran científico se mostraba vulnerable y débil.
- A veces, muy a veces, los caminos desorientados suelen ser los más deliciosos y sosegados. – Expresó el pintor, volviendo a lo suyo. – Es usted europeo, pero no sabe qué hace aquí, a diferencia de sus compatriotas. O está usted tan loco como yo, o me está contando la verdad.
- ¿Conoce Europa? – Preguntó Ángel.
- Viajé a París hace cinco años. Europa; Ingres, Canaletto, Vermeer, Goya…
- No se olvide de Durero. – Puntualizó el profesor, medio defendiendo a su patria, cosa que solía hacer cuando se sentía alejado de ella.
- Durero, sí…y Rembrandt. Ustedes los europeos son padres de la pintura. – Dijo Tessai con algo de entusiasmo. – Aquí, en Japón, damos vida a la pintura.

El silencio, moldeado por el calmo ruido de las olas y el del acariciador viento, se adueñó de los dos contertulios.

- Tiene usted muy mal aspecto, y por su rostro diría que no ha desayunado, ¿quiere hacerlo? – Preguntó Tessai.
- Ya lo creo, me encantaría.

El pintor enrolló la pintura tras dejar que el aire la secara unos segundos. Guardó las tintas y el rollo en una bolsa de tela e invitó al profesor a que le siguiera a través de la fina arena del lago.
Llegaron a una pequeña edificación subrepticia entre los arbustos, muy cerca del Biwa. La casa de Tessai pasaba por ser una diminuta pagoda de una sola planta.

- La levanté yo hace veinte años, cuando me ganaba la vida pintando frescos de los templos sintoístas. Ahora ya sólo pinto para mí, no tengo fuerzas ya para ir de acá para allá. – Comentaba el avejentado artista japonés.

Guttendörf, recordando lo del día antes, quiso descalzarse antes de entrar, pero ni siquiera se había percatado de que iba descalzo.

- No se preocupe, extranjero, le prestaré un par de sandalias.

El interior de la vivienda era de sumo ascetismo, casi el mismo sufrido con los jesuitas, aunque cuánto daría ahora por estar en compañía de los hospitalarios marineros de fe.
Tomioka hacía su vida en la planta baja, cuya superficie no pasaba de los dos tatamis. En un lado, contenía un sencillo samovar para calentar té, y en el otro, un cochambroso mueble lleno de teteras y pequeñas tacitas de loza. Apoyado en la pared de madera se hallaba un laúd en buen estado. El artista coció arroz ya cocido una vez más, pero el profesor no le hizo ascos, comiéndolo con gran apetencia, usando los palillos a la perfección. Tomioka se sirvió sólo una taza de te, luego de llenar la suya.
Sentado en el tatami, dando cuenta del desayuno, escuchando los cánticos budistas de una pagoda cercana, vertía la taza con los restos del escaso caldo, acabando con lo poco que quedaba, echándose hacia atrás. Al hacer tal movimiento, sus ojos se quedaron clavados en una imagen estampada en el visillo de la única ventana de la estancia; se trataba del demonio Kitsune devorando a un pescador. Guttendörf dejó la taza sobre el tatami, sin apartar la vista de la estampa. Tessai se percató del detalle, diciendo:

- Ese dibujo también es parte de mi obra. Lo pinté cuando era sólo un niño.

Pero el profesor no prestó atención a la información.

- ¿Es Kitsune? – Inquirió tímido.
- Así es, ¿lo conoce?
- Es la causa de que yo esté hoy aquí.
- ¿Acaso Kitsune también viaja por Europa?
- No lo sé. – Vaciló él. – No sabría explicárselo para que lo entienda.
- Pues explíquemelo como lo entiende usted.

El profesor Guttendörf le contó todo lo sucedido: la misteriosa mujer de vientre hinchado, la aparición del zorro de nueve colas, el largo viaje por medio mundo, la isla de Pascua... Todo. Y entre los dos hombres, acompañados de té, voces del santuario y cantos de las aves, eclosionó una incipiente amistad.
Empezaron a tutearse, y cerca del crepúsculo, cuando ya se habían contado toda su vida, Tessai convidó al profesor a la noche de Kyoto.

- Iremos al kabuki. – Guttendörf hizo un gesto de contrariedad.
- Al teatro. En la medianoche asistiremos al festival Matsuri del barrio de Gion.

Y dicho y hecho, con unas sandalias y un kimono rojo prestado por Tessai, además de los quevedos de sólo un cristal, el profesor acompañó al artista a las ordenadas callejuelas de Kyoto, en contraste con las estrepitosas de Tsu.
La arquitectura resultaba similar, la cual se conservaría tal cual hasta pasados los años. En la entrada, un arco torii de piedra daba la bienvenida al viajero.

- Descúbrete, extranjero, estás en la capital del imperio desde más de mil años. – Manifestó Tessai.
- Creí que era Tokio.
- Ahora es Tokio.

La ciudad era, como digo, limpia. Sus gentes presumían de ser las más cultas de todo Japón, y Tessai se enorgullecía de hablar el único dialecto diferente al idioma nacional, el kyotoben.
En Kyoto, según relataba el pintor, había cientos de templos, santuarios; millares de jardines y decenas de palacios, siendo el imperial el más importante. Tessai condujo al profesor a uno de los templos más cercanos, el de Fushimi, cuyo sendero de miles de arcos torii en la entrada, le convertían en todo un espectáculo para la vista.
A su vez, como estaban relativamente cerca, visitaron el templo de Ryōan-ji y su enigmático jardín seco.

Nunca antes el profesor se había sentido tan deleitado y sobrecogido ante tanta belleza tradicional en un país. En su vida, había disfrutado en el museo de historia natural de París, en el Louvre, en Florencia, en Bengala… pero lo que los japoneses albergaban, y más concretamente en la ciudad de Kyoto, sobrepasaba, a su juicio, todo lo antes contemplado.
Finalmente, llegaron a un salón de té de grandes dimensiones. En el interior, dispuesto con gradas superpuestas de madera repletas de elegantes personajes de la aristocracia de Kyoto, acompañados algunos por preciosas geishas, un par de luchadores de sumo rivalizaban ante el jolgorio general. Al profesor le chocó un poco ver a aquellos caballeros jalear como pueblerinos aficionados a las peleas.

- Así es Japón, amigo extranjero. – Le comentó Tessai atento a su extrañeza.

Cuando acabó la lucha, un grupo de limpiadores preparó el escenario, retirando el tatami y dejando caer un telón azul. El profesor y su pintor acompañante tomaron asiento relajados. Tessai cogió un recipiente cercano, dos vasos de cristal y sirvió a Guttendörf. Éste, al beber, preguntó qué era.

- Es sake, bebe sin miedo, pero si ves a dos Tessai, déjalo. – Y al decir lo que era, con su peculiar voz, prorrumpió en risotada, codeando el hombro del profesor. Tomioka era un hombre de humor socarrón. Su mirada pasaría por ser la de un anciano burlón y verde con reflejos de sabio venerable, aunque tras dicho espíritu bifurcado, se encerraba una enorme alma de artista erudito de muy austeras costumbres.

El telón fue izado, dando comienzo a la función, precedida de un alegre y pequeño conjunto orquestal, compuesto, -todo en palabras de Tomioka-, por kotos, similares a las cítaras, shakuhachis, melodiosas flautas budistas y un cuarteto de tambores sintoístas taiko. Era una representación nō, un drama musical al que los nipones bendecían con su presencia, al igual que en Europa se acudía a los viejos y gloriosos teatros. Al fondo de la escena, como un original trampantojo, una pintura dotaba de cierto realismo a la obra. Según Tessai, se trataba de una réplica de ‘’Halcones y garzas’’, obra del monje budista zen del siglo XV Sesshu, uno de los artistas más importantes del periodo Muromachi y al que Tomioka admiraba por la exaltación en sus palabras.
El argumento del drama, de excelente coreografía y perfecto acompañamiento musical, trataba de Shen-Ryu, el único hijo del emperador Han. El hijo era un joven aislado de sus obligaciones como príncipe, pasando la totalidad del día en los jardines de palacio, componiendo poesía y recitando al son del laúd. Al fondo, rodeado de la corte y un nutrido grupo de concubinas, el emperador vituperaba a su hijo, maldiciendo su mala suerte por no haber podido tener un heredero ejemplar. El vestuario y el maquillaje de la representación eran de un realismo extraordinario, aunque cierto aire humorístico y grotesco lo destacaba de mayor brillantez.
La interpretación del hijo del emperador, ataviado con un brillante kimono, maquillado como una mujer y jalonado de todo tipo de adornos, resultaba prodigiosa.
Al profesor le maravilló tan genial actuación de Shen-Ryu, sentado en los jardines, solitario, recitando, dejando pasar el tiempo sin percatarse del mismo, haciendo gestos con la boca, como si cazara moscas con ella, otras veces como un genial mimo. Su rostro pasaba de concentración ante la poesía, a la burla histriónica de un retrasado, y a Guttendörf le asombró tan enorme cantidad de gestos en la cara de aquel hombre.
La música pasaba de lenta y acompasada, a vertiginosa y con estrépito. En el escenario, hizo su aparición un dragón, el cual atacó el palacio. El emperador, asustado, mandó a todo su ejército, que cayó devorado por la infernal bestia. Viéndose en peligro, ordenó el abandono de palacio, desoyendo las súplicas de la madre de Shen-Ryu, puesto que el heredero aún seguía en los jardines sin saber de peligros.
La corte escapó, esperando en su huida ver como el dragón convertiría el edificio en pasto de las llamas. Sin embargo, Shen-Ryu hizo frente al maligno y, sin combatirle, sin acero pero con arrojo, lo hizo enloquecer con burlas y desconcertantes gestos. El dragón, al ver que un hombre le hacía frente con risas y llantos, gruñidos y carcajadas, huyó despavorido. Y Shen-Ryu, al regreso de su padre, del emperador, fue entronizado, aceptando el perdón de éste por todas sus humillaciones.
La obra terminó en un prorrumpir de aplausos y vítores. El profesor, conquistado por el drama, no cesó de gritar bravo, ante la comprensiva mirada de Tessai.

Cercana la medianoche, los dos amigos fueron al barrio de Gion, engalanado y adornado para el festival Matsuri y donde la algarabía, los ritmos alegres y rápidos, contrarrestaban con los del kabuki.
Bebieron casi toda la noche, acabando abrazados, borrachos por las pintorescas calles de Kyoto. Hacía mucho que el profesor no se emborrachaba. Estaba a miles de kilómetros de su hogar, de su Berta y de sus hijos, de su cátedra, en compañía de un solitario pintor como guía turístico en un lugar fascinante.
Volvieron a la pequeña casa de Tessai, donde abatidos por el sake, cayeron en distintos futones. La noche era tranquila y despejada. Aún podían oírse los cantos budistas de la pagoda y el murmullo de las olas del lago.

- Creo que he bebido demasiado, amigo Tessai. – Dijo el profesor.
- Apostaría a que ves más de dos Tessai. – Apuntó el artista con risa. Guttendörf, hipando, respondió afirmativamente.
- Tengo una curiosidad, Tessai, ¿por qué la gente en la ciudad te miraba de forma tan curiosa?
- Eres un gran observador, extranjero. Hacía meses que no iba a la ciudad, puedo pasar sin sus calles, sin sus gentes. Amo a Kyoto más que a mí mismo, pero están cambiando, se están volviendo cada vez más extranjeros. Los personajes como yo pasamos como especies raras de monos porque no aceptamos la restauración. – Revelaba en la lengua de Molière. – ¿Sabes? yo nazco todos los días, a diario me encuentro con personas que me miran como si acabara de nacer, he ahí la forma de mirarme de ellos. – Aquella frase sedujo e impresionó gratamente al profesor; Tomioka, el pintor del lago Biwa, era mucho más que un artista.

El silencio de palabras volvió a caer sobre ellos.

- ¿En qué piensas, extranjero? – Guttendörf tardó en responder, pero lo hizo. El bueno de Tessai se había convertido en un solo día, en un amigo en el que poder confiar.
- Pienso en que, tarde o temprano, tendrá que agradecerte tu bienvenida.
- No, amigo alemán, eres tú el que ha venido hasta a mí. No tienes que agradecer nada.
- También me preocupa el motivo de mi estancia en este país. – Tessai tosió levemente, aunque no por la carcajada que se esperaba.
- Extranjero, ven conmigo.
- ¿Ahora, a dónde? – Inquirió él.
- Al santuario Fushimi, el que te enseñé esta tarde.
- ¿Y qué vamos a hacer ahora allí? – Interrogó el profesor, sospechando del evidente estado de embriaguez del pintor.
- Hablarás con el monje principal, le hablarás de Kitsune y de por qué te persigue ese maldito zorro.
- ¿Y cómo me las arreglaré para hablar con él, no hablo japonés?
- El monje entiende latín. – Sostuvo Tomioka cuando ya se acercaban al santuario, tras una hora de caminata que, aunque pesada y fatigosa, les despejó un poco.

Alcanzaron el principio de la colina, por cuyo sendero de miles de arcos torii se llegaba al santuario principal. Tessai se negó a subir, sus fuerzas ya no daban para más, y aunque el profesor era mayor en edad que él, no lo era en cuanto a fuerza y resistencia. Se apoyó sobre un pilar a medio construir, respirando hondo y muy cansado.

- Sigue hasta arriba, no te detengas, llegarás a una sala decorada con estatuas del zorro y el ídolo Inari, al que está dedicado el santuario, en el interior de un espejo. No creo que tengas problema, es tarde y no se ve a mucho caminante por aquí. Rápido, no puedes perder tiempo. – Arengó, cuando un perro en la lejanía no cesaba de ladrar.
- Gracias, amigo. – Dijo el profesor.

Animado por Tessai, con su nueva imagen japonesa, ataviado con el kimono tradicional, emprendió la subida por aquel sinuoso, aunque de muy bella factura, sendero de rojizos torii que parecía no tener fin y que le proporcionaban una extraña sensación de paz, como de evasión de todos sus miedos.
Llegó, como el díscolo pintor le había anunciado, a un pequeño templo rojo en su fachada, de torcido tejado e iluminado por fugaces lámparas de papel. Había estatuas de Kitsune por todas partes, además de dragones como el del teatro y otras deidades sintoístas. Intimidado por la belleza del santuario, amedrentado levemente por la soledad y el misterio del mismo, subió por la escalera de la entrada y se adentró por una puerta siempre abierta, como indicadora de que todo el mundo tenía la puerta abierta en tan sagrado lugar.
Se descalzó, cegado por el brillo de más lámparas y otras caprichosas formas de iluminación sobre un hermoso altar, más cuidado que los musgosos hallados en el exterior. En el centro, tal y como le detalló Tessai, la representación del ídolo, de Inari. A la derecha, un biombo con motivos pictóricos, hasta pudo ver en uno de ellos la mano artística de su nuevo amigo. A la izquierda, encima de un tubo dorado, una cazuelilla que el profesor destapó, descubriendo un recién hecho plato de largos fideos, los conocidos como Kitsune udon, y que servían de bienvenida al recién llegado. Guttendörf no quiso saborearlos, sin dudar de su excelente sabor. Rodeó la estatua del ídolo, encontrándose con un gong de grandes dimensiones y su correspondiente mazo colocado en la base.
Se sentó unos segundos a un lado, meditando, esperando, hasta que por fin, en una demostración, mezcla de osadía y deseo de que el monje apareciese, hizo sonar el gong:

- Te lo dedico, Tessai. – Murmuró, cogiendo el mazo con las dos manos y golpeando la metálica superficie del instrumento, cuyo percutido sonido, por dos veces, escuchó el pintor desde abajo, carcajeando como sólo él solía hacerlo.

Sin embargo, a la entrada del santuario nadie vino y el profesor pensó en lo avanzado de la noche y en que lo único que podía hacer en aquella iluminadísima estancia era esperar.
Con la mirada puesta en la puerta, bajo la representación de Inari, apoyando la espalda en su base, tomó, ahora sí, los fideos udon. Al acabarlos, se cruzó de brazos. Fuera, comenzó a llover y Tessai hubo de volver a su casa del lago.

El profesor se quedó aletargado y cuando casi cae profundamente dormido, el susurro por el que se veía en tan mágico lugar comenzó a penetrar de nuevo en sus oídos. Parpadeó varias veces, percatándose y creyéndose lo que tenía delante. Se trataba de Kitsune, y esta vez su espectro resultaba más consistente, mucho más real. El demonio rugió, refulgiendo sus áureas colas. Se alzó como si de alas estuviese dotado, abrió la boca y ante el pánico del profesor, lo devoró instantáneamente.
Abrió los ojos. Estaba ahora en una vasta llanura de tierra quemada y oscuras nubes. El horizonte era una descomunal cortina de fuego, y los árboles apenas podían sostenerse en pie, puesto que su tronco y sus ramas no eran más que cenizas. Del cielo caían enormes bolas que explotaban al llegar al suelo. El profesor asoció tan deprimente lugar con cualquier representación del infierno en casi todas las culturas del mundo.
Justo detrás de él se erguía una mole de piedra, semejante a una colina gris y machacada por el constante castigo de las bolas de fuego. Por debajo, junto a un pequeño arroyo, una fila de pequeñas criaturas de un solo ojo, similares a niños, caminaban en perfecta fila, portando cestos de bambú. Guttendörf se preguntó, entre dientes, qué podía ser aquello, y al hacerlo, se dio cuenta de que su idioma no era el suyo. Comenzó a hablar, a articular palabras, frases que hacía muy poco, jamás había comprendido. Estaba claro que, por una razón desconocida, hablaba japonés, así como también, sin habérselo dicho nadie, supo que aquella tenebrosa tierra era Yomi, el inframundo mitológico del Japón. La fila de infantiles, aunque espantosas criaturas ciclópeas, eran los Kozō, o duendes de un solo ojo, portadores de la mala suerte y enemigos de los supersticiosos seres humanos. El desfile lo componían también fantasmas, seres endiablados de insólitas formas, espectros de inimaginables tamaños, tanto minúsculos como titánicos, así como árboles de ceniza con vida, llamas que surcaban el ancho cielo y muchas otras entidades de singulares aspectos.

Se puso de pie, tembloroso, deseoso de descubrir la verdad de todo aquello, aunque algo asustado por el espanto del lugar. De pronto, la mole que tenía detrás, las rocas que la componían empezaron a moverse, dejando al descubierto formas humanas, acorazadas, protegidas con negros escudos y armadas con sables, hachas y demás. Uno de aquellos soldados hizo sonar un tubo cilíndrico cuya boca se ensanchaba, similar a un cuerno vikingo. Por la llanura, galopando apresurado, un kitsune de piel negra con un hombre como jinete, llegó.
Se detuvo frente al ejército que, con insultante entereza, contemplaba cómo seguían cayendo desde la lejanía, las enormes bolas de fuego.
El extraño jinete, un espectro a los ojos del científico alemán, las esquivó a todas con gran velocidad, dando saltos y quiebros inauditos. Los soldados gritaban, jaleaban al recién llegado, que dio el aviso de la inminente llegada de las infernales huestes de Izanami, la diosa de la creación y de la muerte. El jinete pasó por el lado del profesor, que no había visto la dirección de la fila de los duendes, los cuales lo tenían rodeado. Con su lanza como antorcha de fuego azul, descargó un mágico ataque, espantándolos, logrando que huyeran aterrados.

- ¿Quién eres tú, acaso un enviado de mi esposa? – Le preguntó el jinete, de largos cabellos negros y esplendoroso porte.
- Me llamo Guttendörf, soy médico, no sé cómo he llegado hasta aquí. Kitsune me persigue y creo que es lo que me ha traído. – Respondió en perfecto japonés. Realmente, no podía decir mucho más.

El jinete, tratando de controlar el natural y agitado movimiento de Kitsune, que no quitaba ojo del profesor, lo miró sorprendido. Aunque portaba kimono y se había expresado con soltura, tenía algo en su imagen que no encajaba allí.

- ¿Eres curandero? – Volvió a preguntar.
- Sí, algo así.
- Soy Izanagi, dios del Japón, esposo de la diosa Izanami, vinimos aquí yo y mi ejército a rescatarla de las garras de Yomi, pero ahora su mente se ha corrompido, nos persigue hasta morir. Esta roca es el límite del inframundo con la región de los vivos, si quieres vivir, cura a mis heridos o apártate de la batalla.

El profesor no daba crédito a lo que estaba viendo. Se encontraba en mitad de una inminente batalla mitológica, desamparado en la vastedad del inframundo de Yomi, la tierra de los muertos. Un dios a lomos del espectro que lo había atraído a Japón, le hablaba como cualquier ser de carne y hueso, y le aconsejaba poner en los heridos sus conocimientos médicos. Y así lo hizo. Con alguna que otra dificultad, dada la escasez de medios e instrumental, curó a cientos de heridos, lo que hizo que Izanagi tuviera a su disposición a miles de hombres en perfecto estado.
Sin embargo, la ira descontrolada de Izanami y la maldad de sus legiones resultaban más poderosas. El asedio sobre la roca se hizo desesperante; las bolas ya acertaban con los soldados del dios, y Guttendörf se hallaba inmerso en mitad de la invasión.

- "Oh, mi amado marido, si así actúas haré que mueran cada día mil de los vasallos de tu reino". – Se oyó en la lejanía.

Era la voz de Izanami, la diosa, que se acercaba fabulosa sobre otro kitsune, éste más brillante y grandioso.

- "Oh, mi amada esposa, si tales cosas haces yo daré nacimiento cada día a mil quinientos". – Contestó Izanagi desafiante.

Aunque la batalla estaba ya decidida. El ejército del dios, a pesar de las curas de Guttendörf, se desmoronaba irremisiblemente al furioso y desatado ataque de la diosa, de sus calaveras y demás engendros diabólicos, además de cientos de miles de duendes como los que trataron de atacarle, que ahora aparecían por todos lados, persiguiendo a los soldados y haciéndolos enloquecer.
El dios, ante las súplicas de su ejército, no tuvo más remedio que claudicar, ordenando la retirada. Sin embargo, las legiones de Izanami taparon la abertura de la caverna de la roca, la única salida hacia el mundo exterior. Ya no quedaba otra, iban a morir a manos del aplastante dominio de la diosa de la muerte. El dios Izanagi contemplaba atónito el hundimiento de su glorioso ejército. Ahora viviría como un inerte siervo de la diosa, que había ganado la batalla, y cuyas carcajadas, mitad femeninas, mitad masculinas, no dejaba de escuchar apesadumbrado.

Pero junto a él estaba Ángel Guttendörf, catedrático de ciencias y de medicina de la universidad de Bonn. Un hombre que, por una enigmática razón, había sido testigo de numerosos acontecimientos fantásticos como aquél. Un hombre que, aunque se viera en una situación tan delicada, mantenía por costumbre la mente y el espíritu frío, alejado de todo temor, aunque las piernas no dejaran de temblarle, aunque la boca se le secara, aunque el deseo de volver a ver a su familia y su querida Molderstrasse no se apartaban de su mente, siempre trataba de pensar con astucia, de buscar una solución que lo sacara de tan trágico momento.

Casi sin querer, miró al río que cruzaba el Yomi de lado a lado, y le preguntó al dios que, a su lado, lloraba desconsolado.

- ¿Hacia dónde lleva ese río?
- Hacia el mundo exterior. Es un río subterráneo, imposible de surcar hasta para una divinidad como yo. Son cientos de leguas bajo tierra.
- Pero según tengo entendido, Kitsune posee la facultad de transformar a los hombres en animales o en objetos. Podría convertirnos en peces y huiríamos.
- Ningún pez puede nadar tan rápido para dejar atrás a los demonios anfibios de Izanami. – Musitó Izanagi, abatido, sin dejar de presenciar como la lluvia de fuego arrasaba a los pocos hombres que le quedaban. – Incluso si fuéramos un pez rápido, necesitaríamos rápidamente poder respirar al aire libre, una vez el río desemboque. He sido derrotado, la deshonra será ahora mi sino.

Guttendörf pensó. El dios empezaba a aceptar la derrota, el final.
Cuando ya todo estaba perdido, el profesor recordó la sensación experimentada durante el viaje en el San Mateo, cuando en las costas españolas observó los alegres saltos del delfín mular dirección sur. Un delfín sería lo más idóneo, capaz de nadar con rapidez, capaz de respirar fuera del agua rápidamente.
Animó a Izanagi, pidiéndole que convenciera a Kitsune de que debían ser transformados ellos dos y los pocos hombres que quedaban en delfines. Kitsune, aún trémulo por los restos de la batalla y la cercana presencia de su semejante infernal, aceptó. La decena de hombres supervivientes se arrojaron al río, una vez dentro, serían convertidos. Izanagi quiso ser el último, permitiendo el siguiente salto al profesor.

Se zambulló en las frías aguas, comenzando a nadar. Cuando ya sus pulmones no resistían, Kitsune pasó por su lado, enroscó en su cuerpo una de sus nueve colas y lo transformó en un simpático y ágil delfín, cuya respiración se multiplicó por mil, aumentando la velocidad de su nado. Aquello era lo más increíble de cuantos sucesos había vivido. La metempsicosis, la inaudita trasmigración consiguió que pudiera ser, por un tiempo, un delfín. Él, el prestigioso profesor, el célebre científico, era ahora un delfín, y nada de lo que había visto en su vida podía equipararse a tan extraordinario momento.
Junto a Izanagi y los demás, todos delfines como él, llegaron a un punto por cuyas cabezas se reflejaba la luz del sol. Pero el dios y sus hombres tomaron otra ruta, seguramente la que llevaba a su mundo mitológico. Él, atraído sin saber cómo, salió al exterior en un gran salto, volviendo a caer, ya como ser humano, en las aguas de un lago, el lago Biwa, reconocible por la pagoda edificada en la orilla y la casa de Tessai en las inmediaciones. Gracias a su idea había salvado la vida y la del dios Izanagi.
Era de noche, una noche oscura, animada tan sólo por el canto de los grillos y el chapoteo del águila pescadora.
Nadó hasta la misma orilla, en la que una bella mujer japonesa, el mismo rostro de la sordomuda evaporada en el laboratorio de Bonn, lo esperaba.

- ¿Quién eres? – Le preguntó en japonés.
- Soy Guttendörf.
- ¿Qué quieres?
- Ver a mi mujer, a mis hijos. Quiero una respuesta.

La mujer lo miró con suma ternura, le puso la mano en el hombro, y le dijo.

- A tu mujer la verás pronto. Las respuestas que buscas ya las conoces. Has asistido a la batalla, has curado a los hombres de un dios, has conseguido que haya armonía entre Yomi y el mundo de los vivos.
- ¿Y por qué yo? – Quiso saber él.
- Porque nadie en este mundo ha visto lo que has visto tú. Porque no hay nadie en este mundo con un corazón tan puro. Por eso, por ser Ángel Guttendörf. Ahora vuelve a tu hogar, y no olvides nunca que la respuesta a tus sucesos eres tú mismo.

La mujer, de la misma forma en que lo hizo en Alemania, se desvaneció, dejando como estela a un nuevo Kitsune, el cual surcó el aire y se introdujo en el lago. El profesor se desmayó. Japón era un hechizo, un reflejo en el Biwa desvanecido por los pensamientos de los hombres, un sueño del que todo aquel que lo pisara, no querría despertar. Japón, en dicho sueño, le mostró el futuro, su futuro y el de toda la humanidad.
Quizá la presencia en la épica batalla no hubiese sido más que parte de ese sueño, causado por él mismo, por sus sabias dudas, por lo inexplicado de todo lo que había vivido desde niño.

Despertó en el mismo punto, en la fina arena. El sol lo acariciaba con sus calientes rayos. Tessai pintaba a un lado, igual que cuando lo vio por primera vez.

- Creí que ya no volvería a verte, extranjero. – Dijo el artista.
- Yo me alegro de volver a hacerlo.
- Y bien, ¿has hallado solución a tus dudas? – Preguntó Tomioka.
- Sí, lo que ocurre es que ya la traía conmigo. – Afirmó Guttendörf.
- Se ha de entender que te arrepientes de haber venido. – Seguían dialogando en lengua gala.

El profesor miró a las aguas del Biwa, sonrió ligeramente y negó con la cabeza.

- ¿Quieres desayunar de nuevo conmigo, extranjero?
- Desde luego.

Los dos amigos, diferentes en cultura, pero semejantes en todo lo demás, desayunaron juntos, expandiendo su amistad, haciéndose inseparables en pensamientos y carácter.

A la mañana siguiente, tras otra noche alegre en compañía del pintor y del sake, Guttendörf se sentó a orillas del lago, decidiendo que era ya hora de volver. Tessai salió de la casa.

- ¿Cuándo te marcharás, extranjero?
- Ahora mismo. – Respondió el profesor con decisión.
- Pues espera.

Tessai entró de nuevo en su pequeño hogar, saliendo al momento con un rollo de papel tintado en las manos.

- Al oír el gong la noche que entraste en el santuario, comenzó a llover. Regresé, tomé las tintas y te pinté este pequeño cuadro. Quiero que lo conserves.

Guttendörf desenrolló la pintura, la cual mostraba una caricatura de su pipa fumándole a él. Debajo, junto a la firma de Tessai, una leyenda:

‘’He aquí las aventuras de un médico alemán perdido a orillas del Biwa-Ko’’.

El profesor no supo agradecer tan genial detalle.

- Yo no tengo nada que dejarte, he venido aquí con lo que ves y nada más. – Le dijo muy emocionado, manteniendo la compostura, como siempre.
- Tu amistad vino contigo, extranjero y con eso me quedo, ahora lárgate ya, déjame pintar tranquilo, y no olvides al inquilino que te acogió a orillas del Biwa-Ko. – Le espetó con algo de socarronería.

El profesor tendió la mano a su amigo japonés, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, alejándose de la amistad, de la sana camaradería de Tomioka Tessai, de un hombre algo opuesto a él y muy diferente de las amistades de Bonn, dejando, sin mirar atrás, la magia del lago Biwa, la fantasía de Japón.
Aunque seguía sin saber cómo y cuándo había aprendido a hablar japonés, esto le sirvió para unirse a un grupo de mercaderes que se dirigían a Tokio, la nueva capital del imperio. Una vez allí, recordando la información del proceroso jesuita Andreas, tuvo que esperar dos días en un barracón de mendigos hasta la salida de un buque mercante con dirección a la ciudad hanseática de Hamburgo.
Pasó la noche junto a varios pudibundos y un grupo de marineros borrachos que, como él, esperaban la salida de sus barcos.
Tomioka, al igual que el profesor, se sintió solo también en aquella noche, pero su soledad pronto iba a ser endulzada. Justo cuando se disponía a dormir, vencido por el fermentado licor de arroz, notó un bulto en el cabecero del futón. Levantó la colchoneta de algodón, destapando que lo que no le iba a dejar hacerlo. Era la pipa de hueso de morsa de Guttendörf, la que su amado profesor Larss le entregó una vez y que en todos sus viajes le había acompañado, el cual se la había dejado como regalo, antes incluso, de que él le mostrara la pintura.
El pintor carcajeó con fuerza, con su grave tono de voz, irritante cuando la forzaba.

Ángel Guttendörf embarcó dos noches después en un enorme, arcaico y lento buque. Abandonando la tierra del sol naciente, dejando atrás todo lo fantástico que había visto, dejando atrás a un buen amigo como el pintor Tomioka Tessai
Tras meses de viaje, de escalas, de contratiempos debidos a la negligencia y la desorganización de los dos capitanes del barco, llegó al gran puerto de Hamburgo, completando una vuelta al mundo.
Una vez en Alemania, acudiendo al domicilio de un viejo amigo, exhausto, famélico, andrajoso, aunque capaz de demostrar quién era sin enseñar credencial alguna, pudo llegar a su amada Molderstrasse, en la que Berta y sus hijos lo esperaban con los brazos abiertos.
Cuando ya se recuperó, cuando ya cesaron los ecos del regreso, plenamente reestablecido en la cátedra, colgó la original pintura de Tessai en su despacho. Y la noche que lo hizo, acompañado del sonido de las agujas del carillón, de una nueva pipa y del semanario científico, del cuadro de Tessai surgió un Kitsune resplandeciente, flamígero. Pero ésa es ya otra historia del profesor Ángel Guttendörf.


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Prof. Keimplatz.







 

 
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