A Ángel Guttendörf le gustaba cuando un circo venía a la ciudad, sobre
todo cuando eran las fiestas de San Mauritius, las más importantes del
año. Durante esas fiestas y en pleno apogeo de su esplendor del S. XIX,
la ciudad de Bönn cambiaba totalmente: los faroles de la Babbel Strasse
se engalanaban, cubriéndose con velos de miles de colores, logrando que,
durante la noche, la calle pareciera un interminable túnel coloreado.
Los niños reían con sus bocas manchadas de manzanas asadas y algodón;
los padres seguían la estela de esas risas en las tabernas, zapateando,
carcajeando al son del piano y el acordeón con un infinito número de
pintas bávaras. Y al fondo de la calle, iluminado ese día por un cegador
disco solar, se terminaba de levantar la carpa del circo.
El profesor, de espíritu alegre y juvenil, pese a sus cuarenta y algunos
años, se sentía como un niño, aunque reprimía dicha alegría cada vez que
alguien lo reconocía y lo saludaba. Le gustaba merodear cuando el circo
y sus componentes ensayaban preparándolo todo.
El de este año era el ‘’Circo Gran Asia’’, famoso en casi todo el mundo
por sus espectaculares números, como el de ‘’El hombre de acero’’, un
gigante africano que soportaba los golpes, sin trucos, de una enorme
bola de hierro y al que el profesor veía ensayar. También estaban los
malabaristas venidos de las perdidas junglas de Cochinchina; trapecistas
romanos; un espectáculo de Far West; bailarines rusos; un dúo de
toreros; el escalofriante número de los faquires; y una gran variedad de
animales: elefantes, tigres, panteras negras, un león y dos cocodrilos.
Sin duda, hacía honor a su fama de ser el mejor circo que recorría
Europa. Un increíble espectáculo para la vista que, con sus arriesgados
números y su magia, alegraban e impresionaban al afortunado que pudiera
verlo. Y Guttendörf iba a ser uno de ellos.
Sin embargo, algo no iba bien en los preparativos de la función; uno de
los elefantes había atacado brutalmente a un domador y estaba
descontrolado. El profesor corrió hacia el lugar donde todos se
agolpaban tratando de dominarlo, evitando que escapara y provocase el
pánico colectivo por las calles de Bönn. Entre todos, lo rodearon,
azotándolo con empeño y temor al mismo tiempo:
- Hay que sacrificarlo, no quiero correr ningún riesgo. – Bramó uno de
los representantes de la ciudad, muy nervioso.
Los del circo, la mayoría hombres jóvenes de tez cetrina, ataviados con
kurtas y gorritos topi hindúes de color blanco, luchaban temerosos
contra el animal y sus escandalosos barritos. Como pudieron, sujetaron
una red, la cual echaron sobre el alterado paquidermo, logrando así
domeñarlo.
- Nunca se le ha quitado la vida a uno de mis elefantes, Herr. Dassler.
Era la voz de un hombre bajito, muy grueso, con los mismos rasgos
hindúes, pero a diferencia de los demás, su kurta era azul oscuro con
botones dorados y algo de pedrería incrustada. Cubría su cabeza con un
turbante del mismo color que la ropa. Su porte y presencia le hacía
distinguirse del resto.
- Le repito que no voy a correr ningún riesgo con los asistentes a su
espectáculo, que son los habitantes de mí ciudad. – El señor Dassler
decía mí ciudad como si de verdad fuese suya. Su mirada era de desprecio
hacia los jóvenes domadores, que aún calmaban a voces al animal. El que
parecía amo de los elefantes, su defensor, permanecía tranquilo, muy
seguro de si mismo. Guttendörf, con los quevedos bien ajustados, los
tirantes, la chaqueta, el bombín y el bastón, se acercó, mediando en lo
que irremediablemente iba a desembocar en un incidente
- Señores, cálmense, por favor, seguro que podemos dar con una
civilizada solución al problema sin recurrir a la discusión. – Expresó,
cuando los del circo se preguntaban quién era.
- Prof. Guttendörf, muy oportuna su llegada. Éste es el señor Magatha,
el dueño de este circo. Uno de sus elefantes se ha vuelto loco. Quieren
sacarlo en la función de hoy. Imagine la catástrofe con nuestros
ciudadanos presentes. – Expuso acalorado y a la espera de la respuesta
de Ángel. Éste se dirigió a Magatha, tendiéndole la mano.
- Encantado de conocerle, señor Magatha. Soy Ángel Guttendörf, doctor en
medicina.
- La palabra dueño de este circo no es exacta, además, la palabra dueño
no deja buenas vibraciones en aquellos que vivimos bajo una mano
superior. – Manifestó en alemán y mirando a los domadores en alusión –
Soy el administrador de esta monumental obra hecha para divertir.
Encantado de conocerle.
A Guttendörf se le erizó el vello de la mano al contacto de la suya; era
de una frialdad inusual.
- El placer es mío. ¿Sería tan amable de permitir que vea a su elefante?
Tal vez pueda arreglar el malentendido. – El señor Magatha aceptó con
agrado, ordenando en su idioma a los cuidadores del animal que lo
sujetaran.
Tras una primera impresión, el profesor solicitó unos guantes, se
remangó e introdujo el brazo en el recto del paquidermo.
- Este animal tiene algo en el estómago que le hace mucho daño, el dolor
le está volviendo loco. – Diagnosticó.
- Entonces, lo mejor es sacrificarlo, ¿no es así? – Inquirió Dassler,
cuya insistencia en acabar con la vida del elefante molestó a Guttendörf,
gran amante de los animales.
- No será necesario. – Negó el profesor calmado – Le administraré un
tranquilizante y un tónico especial para que defeque con más frecuencia
y pueda expulsar lo que le causa el daño. Si en las próximas horas no se
tranquiliza, buscaremos otro remedio.
- Le agradezco su ayuda, prof. Guttendörf. – Dijo el administrador
satisfecho y sincero.
- Amigo Guttendörf, espero que no haya olvidado su responsabilidad con
esta ciudad en caso de suceder alguna tragedia. – Advirtió Dassler.
- La única tragedia aquí ha sido la idea de matar a un animal. – Replicó
firme. Y Magatha le dedicó su mejor mirada.
- Herr. Guttendörf, ¿ha comprado ya su entrada?
- Me disponía a hacerlo ahora.
- No, no lo haga. Esta noche es usted mi invitado de honor.
La función transcurrió sin problema hasta bien entrada la medianoche,
haciendo disfrutar a la población de Bönn, Herr. Dassler incluido. El
profesor, sentado junto a Magatha en primera fila, contemplaba, como un
niño fascinado, el divertido espectáculo.
- Pero, ¿cómo puede hacer eso? – Preguntaba asombrado, cuando un faquir
introducía una larga espada en su garganta hasta llegar al vientre.
- Con la mente. Profesor, en el mundo existen dos clases de personas:
los que piensan con el corazón y los que sienten con la mente. No es más
que un cálculo perfecto de por dónde debe pasar la hoja para no dañar el
interior del sujeto. Lo demás es fuerza mental. – Expuso con minúscula
sonrisa, rozando la empuñadura de un bastón con sus ensortijados dedos y
sin parar de engullir moras, cerezas y demás golosinas que un criado le
servía inclinado. Cuando el encantador de cobras besaba a una que
parecía especialmente peligrosa y ante los gritos de asombro del
público, el profesor volvió a inquirir. Magatha, imperturbable y
escupiendo los huesos de las cerezas, respondió – Usted supo que mi
elefante estaba enfermo con solo mirarlo, me percaté de ello. El
encantador de serpientes conoce a la cobra y no le muestra ningún miedo.
Son facultades similares. Usted no temió un golpe del elefante, podría
ser un buen encantador de cobras.
El circo llegó al final. El profesor, tras numerosas muestras de mutua
gratitud con el administrador, regresó a su casa.
En la biblioteca, halló un vistoso volumen sobre la historia – contada
por los escasos exploradores europeos – y la cultura hindú, además de la
geografía, fauna, flora…En la lectura, se sintió enormemente atraído por
la citada civilización; su religión, sus costumbres. Todo lo que, a
mediados del S. XIX, se conocía. Rendido por tanta página, adormecido,
soñó con poder viajar a aquel lejano y singular país que ese día había
‘’descubierto’’. Tal vez, pensaba dentro de su sueño, cuando no
estuviese tan unido al compromiso con Berta, o cuando una generosa y
apacible jubilación le posibilitara tales viajes.
A la mañana siguiente, muy temprano, salió para dirigirse a su aula de
ciencias. Pero en el primer escalón de la entrada de la casa algo le
detuvo. Era un elefante de madera en miniatura. Con la trompa hacia
arriba, tenía una nota anudada con un lazo violáceo. Guttendörf recorrió
la calle con su vista, tratando de ver a quien la puso, pero era
temprano, apenas había gente. Desenrolló el papel y leyó:
Prof. Guttendörf:
Agradecido por curar a mi elefante, quisiera invitarle a cenar antes de
volver a mi país. Le espero a las ocho en punto en mi tienda.
Mr. Magatha.
Acabada una tranquila clase en la universidad, ciertamente inspirado en
su verborrea con los alumnos, a la hora indicada se presentó Guttendörf
donde ya se empezaba a desmontar la carpa circense. La tienda del
administrador, como su ropaje señalaba, exhibía un color distinto del de
las demás. Al entrar, el profesor se mareó breve y agradablemente ante
la placentera mezcolanza de olores, algunos familiares, como los de la
fruta fresca recién cortada, la vainilla, el incienso, el vapor de un
arroz que se cocía en una olla cercana. Otros eran desconocidos, de
esencias y perfumes probablemente asiáticos. Estaba claro que el dueño
de dicha estancia quería sentirse como en su tierra. Anduvo por el
camino alfombrado, esperando ser recibido.
- Buenas noches, profesor. – Se oyó de frente. Ángel no logró verlo a la
primera. Parpadeó, y allí estaba. Llevaba tanto adorno y tanto brillo,
que había logrado mimetizar su cuerpo con los almohadones de similar
pedrería incrustada en los que se recostaba: Guttendörf, algo vulgar,
pensó que de ser piedras auténticas, allí habría una gran fortuna.
- Buenas noches, administrador.
- Acomódese, ahora ésta es su casa. Cene conmigo antes de conversar.
El profesor se quitó la chaqueta, junto con el bombín, entregándoselo a
un criado de testa rapada y mulato que apareció sin saberse de dónde.
Sospechó que la comida no le sentaría bien en posición horizontal, así
que se sentó con las piernas cruzadas.
- Puede tomar lo que quiera. – Le invitó Magatha dando cuenta en su
enorme boca de una especie de barrita crujiente cubierta de una viscosa
salsa verde oscuro. Obviamente, Guttendörf desconocía qué sería aquello
y se reprimió en querer averiguarlo. – No se asuste, sólo es trigo con
salsa de verduras. Aquí en Europa tienen una idea exagerada acerca de la
comida de mi país. Creen que nos alimentamos de sapos, arañas, lagartos,
y no niego que se coma algo de eso en algunas regiones. Pero créame,
sabiéndolo cocinar, todo es comestible para el estómago. No se preocupe,
en esta cena no hay nada que usted no considere comestible. – Le dijo
ante el rostro de duda del profesor.
Dichas dudas estribaban desde mostrarse cómodo, tomando los alimentos
que quisiera en libertad, a no expresar atrevimiento alguno, pudiendo
con ello molestar al peculiar señor Magatha, que deglutía sin parar:
arroz, verduras, frutas, trufas…todo regado con copas de vino borgoñés.
Era evidente que su obesidad era fruto de su voraz apetito. Asimismo, la
ostentación que tan escandalosa caminaba por la tienda, podría asociarse
a su personalidad. Guttendörf, discreto, sólo se sirvió un cuenco de
arroz y un par de zanahorias. Mientras comían, no hablaron nada, y
aunque el profesor empezó mucho después a hacerlo, Magatha seguía
engullendo cuando había acabado.
- Ha comido poco, profesor.
- No, es suficiente para mí. Yo no tengo su apetito. – Magatha rió
complacido.
- Me pregunto qué comería en mi tierra.
- Lo que pudiese; arroz más que nada, verdura, fruta.
- Puede fumar si lo desea. – Sugirió Magatha al acabar la cena y
encendiendo una larga pipa de ébano. Guttendörf hizo lo mismo con la
suya de hueso de morsa. Y fumaron juntos. En el exterior, se oían los
barritos de los elefantes y los tablones que caían al desmontar la
carpa. – Mi animal está mucho más aliviado, no ha vuelto a dar ningún
problema. He preguntado por usted en la ciudad. Algunos afirman que,
desde Beethoven, no ha habido alguien tan brillante en Bönn.
- Es exagerado ese comentario. Beethoven fue el inventor de la música
moderna, aunque confieso mi predilección por Bach. Yo no he inventado
nada. Sólo soy un explorador de la ciencia.
- Ésa es una definición… ¿cómo se diría?...atractiva. En cualquier caso,
me han asegurado que es usted el científico más importante de Europa.
Fue el joven con mayor talento de su cátedra. En ninguna universidad hay
un profesor de tanto prestigio; el primero de su promoción…
- Me abruman sus cumplidos.
- No son míos, son de su ciudad. Prof. Guttendörf, necesito de sus
eminentes conocimientos. – Pidió Magatha.
- Dígame, administrador. – Se interesó, apurando el tabaco de la pipa.
- No es para mí exactamente. Quiero que venga conmigo a Bengala. – El
profesor contuvo la estupefacción, exhalando el humo y con los quevedos
como mejor protección de lo que pudieran ‘’decir’’ sus ojos. La noche
antes había dormido con los sueños aflorados tras la lectura de un libro
con maravillas de aquellas lejanas tierras. Ahora, por un desconocido
azar del destino, se le ofrecía la oportunidad de hacer el viaje.
- Me temo que eso no va a ser posible. – Negó lamentándose. – Tengo
varias aulas a mi cargo los próximos meses. – Añadió.
- Sé bien que resultará difícil prescindir de su enseñanza en la
universidad, por ello me he tomado la molestia de hablar con su rector,
y está conmigo en que hacer un viaje por el bien de la ciencia, como así
le aseguré y le aseguro ahora a usted, es irrechazable. Allí necesitamos
la sapiencia de alguien como usted para la resolución de un hecho
asombroso.
Tal afirmación conmovió al profesor, tan fascinado por los hallazgos
extraordinarios y que él mismo, en alguna ocasión, había tenido la
oportunidad de presenciar. No podía negarse.
- Partiremos mañana hacia el puerto de Brindisi, desde donde cruzaremos
el mar Mediterráneo hasta llegar a Puerto Said. Atravesaremos parte del
desierto de Sinaí en caravana hasta Suez, tomaremos un bergantín que nos
llevará a Adén por el Mar Rojo; cruzaremos el estrecho y pondremos rumbo
al Arábigo hasta Bengala en poco más de un mes de travesía. No es mi
deseo obligarle, si no quiere hacer el viaje no habrá problema.
El profesor, dado su curioso espíritu, aceptó, aunque por dentro se
mezclaban el afán de nuevos descubrimientos para la ciencia, con el
temor a lo desconocido.
Una semana después, tras cruzar el Mediterráneo, llegaron a la bella
ciudad de Puerto Said, donde una caravana de camellos los esperaba.
Guttendörf, a sugerencia de Magatha, iba vestido con un kurta pálido y
un topi del mismo color, pero eso sí, sus eternos quevedos aún lo
identificaban. Era la primera vez que montaba en camello, y la
testarudez y escasa colaboración del animal hicieron que Magatha, como
los demás, rieran al comprobar su torpeza. En el trayecto por el
desierto, bajo un tórrido calor por el día y un gélido viento por la
noche, no hubo mención alguna sobre la finalidad de aquel viaje. A cada
paso, el administrador del circo, que habían dejado en Europa, daba
constantes muestras de su riqueza y dominio.
Toparon con un grupo de esclavos otomanos huidos de Arabia. Magatha no
solo les dio de beber y comer, pues estaban exhaustos, sino que los
llevo consigo, concediéndoles la libertad y ganándose su inclinación.
- No se fíe nunca de las apariencias, profesor. Siempre hay una mano a
la que postrarse. – Le aseguraba bajo la atenta mirada de Guttendörf.
Ángel dejaba perder su vista en aquellas eternas dunas que, junto al
azul del cielo, componían una singular bandera de dos colores con un
radiante sol en medio. Eran sensaciones nuevas para él. Le costaba
entender por qué había de soportar aquel calor asfixiante en el día,
para en la noche tener que arroparse a conciencia, a lo que se sumaba
cierta carga sensual en esas noches de alma oriental, en esas infinitas
noches portadoras del provocador baile de las doncellas libanesas de
Magatha, con sonidos de risas, timbales y algún que otro gemido
acompañado del suave laúd cuando todos dormían.
- Un desierto siempre se queda con la vida de un hombre; no quiere estar
de nuevo solo y en silencio. – Aseveró Magatha cuando una víbora letal
mordió a uno de los siervos, acabando con su vida instantáneamente pese
a los intentos de Guttendörf por salvarle.
La atmósfera salvaje, indómita, que allí se respiraba, perturbaba su
espíritu, tantos años encerrado en bibliotecas, aulas y polvorientos
documentos, a la vez que lo estimulaba, haciéndole palpitar el corazón,
llenándolo de felicidad.
Llegaron a Suez, la ciudad a orillas del Mar Rojo.
- No sé cuánto tiempo tardará, pero algún día se construirá un canal
aquí para que los barcos puedan pasar de un lado a otro sin tener que
cruzar el desierto. – Profetizó el profesor.
Embarcaron en un viejo, pero bien conservado, bergantín, tomando rumbo
sur. El Mar Rojo era un mar tranquilo. Los minaretes de Jedda y otros
puertos árabes, sobresalían en la lejanía. La mayor parte de la
tripulación se inclinaba ante ellos.
Llegaron a Adén, bordeando el cuerno de África y adentrándose por el mar
Arábigo. A Guttendörf le había crecido una considerable barba por
primera vez en su vida. Su pelo negro, la bronceada piel, alejados de la
común imagen de un alemán, unido a su nueva indumentaria, le hacían
parecer uno más de los componentes del grupo, musulmanes unos, hindúes
otros, los cuales, en no pocas ocasiones, se dirigían a él en su idioma
vernáculo, del que el profesor fue tomando la mejor de las clases. El
Índico se presentaba ante ellos calmo como una sopa, aunque los vientos
alisios nocturnos hacían que se viajara a buen ritmo.
- Lo que para los europeos es el Mediterráneo, lo es para nosotros el
Índico. – Señalaba el administrador, sentado en cubierta junto a
Guttendörf. – En sus costas han surgido y caído grandes civilizaciones,
imperios, algunos, tan gloriosos y poderosos como el imperio romano.
- Leí algo la noche de la función sobre el gran imperio birmano, la
cultura hindú… - Correspondió él.
- Profesor, este barco se dirige a las costas de Bengala. Se sabe poco
de esa tierra. Yo soy bengalí, descendiente de una de las castas más
influyentes, aunque el tiempo, como todos los imperios, casi ha borrado
toda huella de la gloria de mis ancestros. Soy seguidor del sikhismo. Mi
alma, mi espíritu, son Sikh.
- ¿Qué es Sikh?
- Literalmente significa ‘’discípulo fuerte y tenaz’’. Verá, hace mucho
tiempo, existió un gurú llamado Nanak. Se dice que, desde niño, ya
empezaba a recitar textos divinos de su propia conciencia. A la edad de
treinta años cayó a un río y murió. Sin embargo, una semana después
resucitó para hacer cuatro largos viajes por todo su mundo conocido.
Desde Bengala, hasta Bagdad. Desde Tibet, a La Meca. Su enseñanza, su
idea, era la de que sólo hay un dios y ninguno de los hombres, sus
hijos, debe estar dividido o enfrentado, pues sólo hay uno. En aquella
época, casi tanto como hoy día, el Islam estaba separado del hinduismo.
Él deseaba unirlos bajo un mismo manto religioso, ¿comprende?
- Entiendo. Es similar a la doctrina de Cristo. – Dijo Guttendörf,
entendiendo que en cualquier zona del mundo se encontraban similares
dogmas religiosos.
- La enseñanza de Guru Nanak nos dejó algo muy bueno, que todos somos
iguales a ojos de dios. Como él solía decir; ‘’No hay hindú, no hay
musulmán, sólo Sikh’’…
Varios días después, entraron en el golfo de Bengala.
- Vea, profesor; a su derecha, el antiguo imperio birmano junto al reino
de Siam. A su izquierda, la India. Y al frente, Bengala.
Al mañana siguiente, vencido por el sueño tras horas de conversación con
Magatha, dormido aún pese a ser mediodía, la sucesión de voces en
cubierta de la tripulación alarmada lo despertaron:
- Piratas malayos. – Le dijo el administrador cuando lo encontró. –
Sacad el estandarte. – Mandó en su lengua. – Los piratas malayos son
sanguinarios asesinos. Cuando abordan a un barco, no dejan vida a su
paso, arrasándolo todo. Pero no tiene porqué preocuparse.
El bergantín se cruzó con una embarcación sencilla, de menor tamaño y
por lo tanto más veloz. Una especie de balsa con capacidad para unos
treinta hombres, los cuales, agolpados en su cubierta, mulatos y
orientales, miraban con agresividad, profiriendo vehementes gritos a la
tripulación del barco de Magatha, esgrimiendo sables y demás armas. La
bandera fue por fin izada. Era una tela color malva con la cabeza de un
elefante asiático en amarillo en el centro. Al verla, los piratas, antes
feroces, sedientos de sangre y botín, se arrodillaron, dejando sus
sables a un lado, extendiendo los brazos hacia adelante en clara postura
de reverencia.
- ¡Ganesha! – Exclamaban.
- ¿Qué dicen? – Preguntó Ángel.
- Se arrodillan ante Ganesha. – Contestó Magatha.
- ¿Y quién es Ganesha?
- Es la imagen de la bandera. El dios Ganesha, el hijo de Shiva. –
Agregó satisfecho. Guttendörf se sobrecogió al ver la pacífica sumisión
de aquellos rudos piratas. Éstos, se alejaron y sólo cuando el bergantín
era inalcanzable a su vista, dejaron de postrarse y de exclamar el
nombre de Ganesha.
Avistaron las verdes costas de Bengala dos días después. El barco atracó
cerca del estuario de un río, en una zona cubierta de manglares y
poblada por espátulas, marabúes y gaviales que atrajeron la atención del
profesor, acostumbrado a verlos en las ilustraciones.
En aquel mangle ecosistema, en la playa a la que llegaron montados en
una canoa para tal uso, varios mahout – adiestradores de elefantes – y
cuatro de estos animales, los esperaban, y Guttendörf, se preguntó cómo
podían saber de la llegada del barco. Le resultó más cómodo montar en el
cesto provisto sobre el lomo del paquidermo que sobre los camellos.
Alejándose de la costa, se adentraron en la jungla, donde un festival
sonoro, casi circense, los recibió; monos aulladores, cormoranes, el
volar de los guacamayos al paso de la caravana, el paso mismo, pero más
pausado y seguro de un rinoceronte indio con su indestructible piel
acorazada. La selva brutal y virgen saludaba a un Guttendörf
maravillado. Tras los quevedos, empañados por la persistente humedad, se
sintió parte de las nombradas ilustraciones encontradas en los relatos
de los escasos exploradores occidentales que se habían atrevido a pisar
aquellas salvajes tierras, y que, desde niño, nunca se cansó de admirar.
Un pastor de cabras se apartó de su camino al paso de la pequeña
partida.
- Administrador, ¿por qué ese pastor no se ha inclinado? – Curioseó
Guttendörf.
- Porque ya intentó una vez no hacerlo, ahora no puede vernos.
Y efectivamente, aquel escuálido pastor de pocas cabras era ciego y sólo
el sonido de los cascabeles de su rebaño le hacía guiarse. El profesor
no deseó curiosear más, imaginando, sin querer, lo que le habría
ocurrido.
Terminaron de recorrer varias leguas por un sendero que, en algunos
tramos, no era más que un estrechísimo camino escarpado a cientos de
metros de altura y con decenas de cascadas a los lados. Los elefantes
caminaban seguros, conducidos por la voz de sus amos. Magatha había
encendido su larga pipa de nuevo, conversando entre risas con uno de los
guías en su idioma y sin dejar de mirar al profesor que, cautivado, no
parpadeaba ante la visible belleza del aquellos paisajes.
Varias horas de trayecto más tarde, cuando el sol ya había iniciado su
ocaso, la selva comenzó a despejarse a medida que el sendero discurría
por una amplia llanura. Ahora pisaban sobre calzada empedrada, con
numerosas torres también de piedra a los lados y cada varios metros. Una
inmensa extensión de hierba cortada a ras los rodeaba. Al final, no muy
lejos, se divisaba un pequeño grupo montañoso cubierto de procelosas
nubes. En la base de una de las montañas, destacaba una puerta de
grandes dimensiones.
- Prof. Guttendörf, he aquí el final del viaje, he aquí el palacio del
rajá Raví Pandhur. – Anunció el administrador.
Dio una seña a uno de los siervos, que le ayudó a bajar del elefante
debido a su obesidad. Otro hizo sonar un largo cuerno. La puerta, de un
blanco inmaculado, rodeada por la montaña, se abrió lentamente. De su
interior comenzaron a salir más siervos y alguna doncella ataviada solo
en sus partes púdicas. Guttendörf bajó también de su majestuoso
transporte, al que acarició suavemente sin dejar de mirar el interior de
la puerta.
- Sígame, por favor. – Solicitó Magatha.
El mármol, el marfil, el oro, la pedrería, la seda y demás
manifestaciones de lujo y riqueza eran escandalosas en el palacio. Había
estatuas de todas y cada una de las deidades hindúes; Guttendörf
reconoció a Ganesha, el de la bandera del barco y a Brahmá, el dios
creador. El suelo era tan brillante, que provocaba vértigo caminar por
lo que parecía un espejo. Un dúo de pavos reales, uno de ellos albino,
posaban su vistoso plumaje en dos jarrones de bronce. Había mosaicos,
azulejos, todos con representaciones religiosas y escenas costumbristas
del país. En el techo, sobre lámparas de múltiples brazos, tenían un
enorme tapiz con la misma nota religiosa. La devoción que se dedicaba en
aquel lugar a las tradiciones reverenciosas era inenarrable.
- Por fin has vuelto, hermano Magatha. – Pronunció alguien que bajaba
por una de las serpenteadas y amplias escaleras de mármol. Se trataba de
un hombre alto, corpulento, con poblada barba, blanquísima dentadura,
más un turbante escarlata. Rondaría los cuarenta años, y si la
ostentación de Magatha era insultante, la suya la convertía en humilde.
El administrador, otrora poderoso y amo de todo lo que le rodeaba, se
arrodilló ante él.
- Celebro volver a verle, mi señor. – El que bajaba, sonrió agradecido,
tomando sus manos y haciendo que Magatha se levantara.
- Bienvenido siempre, pero dime, ¿quién te acompaña? – Interrogó aún en
su idioma y mirando al profesor, que ya supuso lo que preguntaba.
- Es un prestigioso científico europeo, toda una eminencia, rajá. Podría
ayudarnos en nuestra misión. – Contestó – Señor, os presento al profesor
Ángel Guttendörf. Profesor, el rajá, nuestro señor, Raví Pandhur.
- Es un inmenso honor tener entre los muros de mi palacio a una
autoridad científica de la vieja Europa. – Dijo el rajá apretando su
enorme mano con la suya y en perfecto inglés.
- El honor es mío. – Reconoció impresionado por el majestuoso talante
del rajá.
- Hermano Magatha, en tus manos dejo que a nuestro eminente invitado no
le falte nada. Ahora he de resolver un pequeño asunto, pero espero verle
esta noche en la cena que voy a ofrecer por el cumpleaños de uno de mis
hijos, ¿de acuerdo? Siéntase como en su casa, y descanse, estoy seguro
de que ha sido un viaje muy largo. – Guttendörf asintió, aún sacudido.
Magatha, como así se le ordenó, fue el encargado de conducirlo por aquel
vasto cosmos de inmensos corredores jalonados de más estatuas, columnas
y coloridos pórticos de cristal tallado con vistas a un jardín de luz
artificial. Los suelos, con la resplandeciente iluminación de las
lámparas y de las velas, seguían pareciendo una centelleante superficie
parecida a un río bajo el sol de la tarde. El administrador, al que
Guttendörf otorgó el papel de secretario personal del rajá, le mostró
sus aposentos, similares a todo lo demás visto en el palacio; sin perder
la consideración predominante de boato y magnificencia de aquella
residencia erigida en las entrañas de la montaña.
- Haré que le visiten las doncellas. No se comporte igual que en mi
tienda, es invitado del rajá, pida lo que se le antoje. – Le dijo
sonriente.
- Gracias, administrador. Dígame, ¿es a esto a lo que se refería cuando
dijo aquello de ‘’siempre hay una mano superior’’?
- Así es. – El profesor notó que no le gustó tal pregunta – La cena se
empezará a servir a las nueve, aunque puede retrasarse un poco, necesita
descansar. Haré que le traigan su ropa limpia.
El profesor volvió a dar las gracias, quedándose solo en aquella
espaciosa y pomposa habitación. Se sintió incómodo ante tan abrumadora
muestra de hospitalidad. La cama, por ejemplo, era tan grande, que en
ella podrían dormir seis o siete personas sin molestarse. Había un doble
ventanal que daba, al igual que los soportales del corredor, a uno de
los jardines. No pudo abrirla, pero vio a los cuidadores cortar hojas de
palmera y regar flores de loto bajo un techo de lámparas en lo que se
asemejaba más a un invernadero.
Pasadas un par de horas sin apenas dormir, llamaron a la puerta.
Eran las doncellas. El servilismo hacia el profesor resultó tan visible,
como la manifestación de sus bronceados y perfectos cuerpos de escaso
ropaje. Traían, entre amable sonrisa, sus ropa de siempre en estado
impecable, junto con su bombín y su bastón. Una de ellas, abrió una
puerta tras un biombo, sacando una bañera de bronce. La otra trajo de
fuera un caldero con agua caliente, la cual vertió junto con un puñado
de polvo blanco y brillante. Se inclinaron, y sin darle la espalda, sin
dejar de sonreír, se marcharon.
Tomó el baño sin preocuparse de nada. Se afeitó junto al tocador y
durmió a ratos.
Se vistió, volviendo a ser, en aspecto exterior, el inconfundible
Guttendörf. Abrió la puerta, y, para su sorpresa, allí estaban las dos
jóvenes doncellas. Una le indicó que la siguiera con el brazo. Lo
condujo al salón principal, donde aguardaba lo que él esperaba: una mesa
presidida por el rajá y con multitud de invitados, que esperaban
ansiosos a que se acabara de servir la desmedida cantidad de platos
distintos: grullas, faisanes, salmón, cabritos, varias especies de
ciervos…nada que el profesor pudiera rechazar, aunque eso sí, en el
centro de tan pantagruélico banquete, había una fuente de plata
cubierta. Cuando fue destapada, vio un magnífico ejemplar de varano
cocinado con frutas de todas clases y el cual ocupaba casi la mitad de
la mesa. Los presentes, la mayoría hindúes con turbantes de diversos
colores o con las cabezas rapadas, miraban al varano deseosos de poder
degustarlo cuanto antes. El profesor desconocía qué especie de reptil
podía ser aquella.
El rajá hizo sonar una campanilla, acallando el sonido del laúd de fondo
y los diálogos de los comensales:
- Caballeros, amigos todos, esta noche tenemos con nosotros a un
invitado muy especial. Es el doctor Guttendörf, un importante científico
venido de Europa. – Todos se levantaron, inclinándose al profesor en
gesto de saludo. Pero uno de ellos permaneció sentado. El rajá le
preguntó – Sir Donald, ¿por qué no saluda a nuestro invitado? No espero
que le esté insultando con ello.
- Estimado amigo Raví, no crea que no siento molestia por este gesto en
su presencia, pero yo jamás me inclinaré ante un germano, por muy
importante que sea. – Pronunció un viejo oficial británico buscando
seguridad en la empuñadura de su bastón, sin mirar a nadie y haciendo
bailar su blanco y elegante bigote nervioso.
- Prof. Guttendörf, espero que disculpe a Sir Donald, imagino, por una
razón que desconozco, que los británicos no deben apreciar mucho a sus
camaradas germanos y viceversa.
- Disculpe, rajá, pero yo, aun amando a mi patria, queriendo a mi
ciudad, soy ciudadano del mundo y, por lo tanto, no siento ningún tipo
de animadversión hacia un ciudadano británico, brasileño o del Congo. –
Manifestó Guttendörf con soltura. Dicha afirmación sedujo al rajá,
aunque no tanto a Sir Donald.
La cena se prolongó hasta altas horas de la madrugada. El profesor se
sintió cómodo tras el frugal menú, fumando en su pipa y conversando con
el hombre que tenía a su lado. Un joven ceilanés llamado Antón Bandani y
que, según sus palabras, al igual que el rajá en el pasado, había
estudiado en Oxford. El rajá no apartaba la vista de Guttendörf,
asintiendo a las conversaciones que los que le rodeaban, le hacían
llegar entre comentarios jocosos y de mal gusto. El profesor había
percibido dicho interés, preguntándose cuándo llegaría el momento de
descubrir para qué había ido hasta allí.
Poco a poco, los invitados, el profesor incluido, comenzaron a
retirarse. El rajá le recomendó dormir bastante, emplazándolo a la
mañana siguiente para tener una importante charla. Las mismas doncellas
inseparables lo llevaron de vuelta a la habitación, y no fue hasta que
volvió a oír como éstas cerraban la puerta con llave, cuando se sintió
encerrado. Miró alrededor, resoplando, sin más alternativa que la de
tumbarse y dormir. Con todo, cuando trataba de conseguirlo y la
impaciencia por querer hacerlo en un lugar tan extraño se lo impedía,
oyó voces en el jardín de fuera. Calzó de nuevo sus botas y miró por el
cerrado ventanal. No vio nada, el jardín se encontraba más oscuro que
antes, pero el grito se oyó de nuevo. Se trataba de un chillido humano,
masculino, de sufrimiento y de dolor. Caviló en avisar a las doncellas
de eterna sonrisa, pero algo le dijo que lo que fuera aquello debía
averiguarlo solo. Su irredento espíritu descubridor le llevó a tratar de
abrir la ventana como fuese. Los cerrojos eran de hierro e,
incomprensiblemente, estaban por fuera, así que decidió ser algo
temerario. Colocó el almohadón menos grueso de la cama en el cristal y
pateó con fuerza un par de veces hasta que éste crujió. Después,
despedazó con cuidado los trozos rotos sin estallar. Los dejó en el
suelo de fuera, sacó el brazo y abrió.
Era de noche, aunque en aquel jardín interior no podía saberse. Tal vez
la escasa iluminación y la ausencia de jardineros lo indicaran.
Seguía escuchando el alarido, seguido de una voz que hablaba en voz
baja. Anduvo guiado por dicha voz sobre un extremadamente cuidado
césped. De pronto, una estremecedora silueta le paralizó; era un tigre
de Bengala enorme que recostaba su poderoso y rayado cuerpo junto a una
palmera. El animal, tranquilo, probablemente sin hambre, miró a
Guttendörf lamiéndose los bigotes. El profesor, ahora sí, arrepentido
por haber salido, dudó si correr de nuevo a la habitación o quedarse
quieto a la espera de que el felino se durmiera. El grito que le había
hecho salir había dejado de escucharse. El corazón iba a salírsele del
pecho. El sudor recorría su cuerpo, siendo un sudor frío, de pánico. Lo
que pensara hacer, pasados unos minutos, desapareció nada más ver al
tigre incorporarse y comenzar a corretear hacia él. Corrió como nunca
por el silencioso jardín de artificial noche. Ya no le importaba que lo
viesen. Podría explicarlo. Desechó la idea de volver a la ventana, el
tigre, con su velocidad, podría arremeter contra él, entrando en dicha
estancia. Cuando ya se veía cazado por el que, seguramente, era el
guardián del jardín, saltó hacia una reja y, como pudo, creyendo que le
mordería, al menos, una pierna, pasó al otro lado, dejando al feroz
animal y su deseo de cenárselo al otro.
Se encontraba en el mismo jardín pero en otra zona. Temblaba aún, pues
quizá en dicha zona habría otro guardián, respirando por la carrera.
Pero no podía hacer nada más que caminar. Quiso gritar para que alguien
le sacara de allí, aunque si lo hacía, el supuesto guardián podría
oírle. Al rato de andar por aquella cuidada maleza, topó con lo que
parecía una caseta, tal vez, la de uno de los jardineros, o quizá una
habitación de servicio. Llamó a la pequeña puerta de madera. Nadie
respondió, así que, de nuevo imprudente, la abrió. El interior era
oscuro, debido a ello dio con algo en el suelo que le hizo tropezar y
casi caer. No vio lo que era. Puede que si se marchara salvaría la vida,
pero también se quedaría con la duda de lo que habría en aquella pequeña
caseta. A tientas, dio con la lamparilla, que encendió con uno de los
fósforos usados para la pipa. No era más que un saco. De patatas u otro
alimento, creyó. Aquello debía de ser una despensa. Pero la forma de lo
que había dentro del saco atrajo su curiosidad. Desató el nudo y vio un
cuerpo humano, un cadáver. Miró a su rostro y se aterró:
- ¡Sir Donald!
Era el cuerpo sin vida de Sir Donald, el oficial inglés que lo había
menospreciado en la cena; estaba muerto. Por las heridas de la cabeza
podría haber sido asesinado. Espeluznado, salió de la caseta. Quería
serenarse; ¿dónde se había metido?, era la única pregunta. Podía
entender que el oficial británico había realizado un feo gesto, aunque a
él ni siquiera le afectó, pero no merecía morir por ello.
Estaba perdido en aquel laberíntico jardín. Llegó a un lugar en el que
una laguna subterránea dotaba a todo el conjunto de una belleza única.
En la orilla, ajena a su presencia, había una mujer que, con un
susurrante canturreo, lavaba ropa.
- Buenas noches. – Habló el profesor a su espalda y asustándola. La
chica miró boquiabierta. No era tan hermosa como las doncellas a su
disposición, pero su mirada era limpia, humilde y acogedora. El bindi de
su frente le distinguía como perteneciente a una casta. Dijo algo en su
lengua que él no entendió. Él volvió a hablar – Soy Ángel Guttendörf,
invitado del rajá.
Ella insistió en su idioma, recogiendo la ropa a medio lavar y queriendo
marcharse asustada.
- No te vayas, por favor. Yo soy Guttendörf, ¿tú? – Preguntó,
señalándose a sí mismo y después a ella. La chica lo miraba sin entender
– Yo, Guttendörf ¿tú?
- Seta…
- ¿Seta?
- Sétareh.
- ¿Te llamas Sétareh? – Ella asintió, o eso pareció.
- Bien, Sétareh, yo-de-seo-vol-ver-a-mi-ca-ma. – Le dijo pausadamente.
Después le representó con las manos la cama, dormir, pero al otro lado –
Indicaba – Una fiera – Y gruñía – Me atacará. Tú, ayuda.
La mujer vaciló unos segundos, lo agarró de la mano y le hizo caminar.
Lo llevó a una especie de túnel acristalado colindante al jardín y desde
donde pudo ver, seguro, al tigre. A la salida, localizó la ventana rota
de su habitación, simplemente, salió por el lado equivocado. La miró, le
tendió la mano y le dio las gracias con suma sinceridad a aquella
muchacha ataviada con más seda que las doncellas.
A salvo, tras cerrar la ventana, la inquietud por lo que había visto lo
agarrotó, privándole, de nuevo, del ansiado sueño. La idea de que él
mismo pudiera acabar en un saco lo envolvía, y no estaba muy cerca del
lugar conocido más cercano, que era lo peor de todo. También consideró
no ser un invitado cualquiera, y los agasajos que le fueron brindados
desde su llegada, puede que no fueran tan hipócritas; un oficial
británico no lo era tampoco, pero debía de ser positivo, como siempre.
Al acostarse, movido por esos pensamientos, se quedó dormido, soñando,
sin esperarlo, con el apacible rostro de Sétareh, la joven que le había
salvado la vida. Sin darse cuenta de las horas transcurridas, un
escandaloso ajetreo de jardineros y miembros del servicio del palacio lo
despertaron. Descorrió las cortinas, viéndolos de nuevo podar, regar,
sembrar e ir de acá para allá en intensa actividad. Continuaba sin haber
luz natural en aquel subterráneo edificio, pero el reloj marcaba las
nueve en punto. Se vistió, salió de la habitación y allí estaban las dos
doncellas a su servicio: el profesor sopesó la posibilidad de que las
dos mujeres estuvieran allí hasta en la noche, sin despegarse de su
cometido en ningún momento. Como no sabía adónde dirigirse, dejó que una
de ellas lo llevara. En su mente aún estaba la imagen del cadáver de Sir
Donald. Llegó a un vestíbulo en el que el rajá y Magatha lo esperaban
sentados relajadamente.
- Prof. Guttendörf, lamento que todavía desconozca para qué está aquí,
por ello, hoy voy a dedicarle toda mi atención a que lo sepa. – El
profesor consideró conveniente preguntar por Sir Donald. – ¿Sabe? Esta
noche ha ocurrido algo terrible. Sir Donald, ¿lo recuerda?, falleció
anoche tras la cena. Pensamos en avisarle a usted, ya que es la única
autoridad médica de la que disponemos ahora mismo, pero el ataque al
corazón fue tan fulminante, que razonamos no molestarle cuando ya había
muerto. El desdichado Donald era un buen amigo, lamento mucho su muerte.
Fue desagradable verle caer cuando bajaba por estas mismas escaleras. –
El profesor no salía de su asombro, aunque no mostró otra reacción que
no fuera la de fastidio al conocer la noticia de la muerte de una
persona. El rajá había leído su pensamiento, o tal vez fue una
coincidencia que le contara aquello, quizá una patraña, cuando él se
disponía a preguntar. Las heridas vistas en el cadáver no demostraban lo
contrario a la muerte descrita por el rajá. Quizá sus sospechas fuesen
exageradas. – Ahora, permítame enseñarle lo mejor que hay en mi palacio.
Guttendörf subió junto a ellos por una escalera de caracol; la columna
vertebral del palacio. La montaña estaba completamente hueca por dentro,
con aquella suntuosa morada labrada en la roca. La escalera, similar a
una torre, parecía no acabarse nunca, y a medida que iban subiendo, el
aire se hacía más fresco e intenso. En el último piso, una puerta de
bronce con relieves y cerrojos dorados los detuvo. Magatha la abrió de
par en par, dejando que los bienvenidos y esperados rayos del sol
entraran triunfantes. Salieron a un balcón con una panorámica altísima;
estaban en la cima de la montaña.
- Prof. Guttendörf, he aquí a nuestro gran señor el dios Shiva.
La vista desde aquella balaustrada cumbre era la de un inmenso y muy
profundo cráter excavado en la tierra al otro lado de la entrada del
palacio. De su interior, imponente y rodeada de miles de esclavos que,
bajo esporádicos azotes la terminaban de esculpir, se levantaba con un
brazo acabado sobresaliente de dicho cráter, una colosal estatua del
dios Shiva en piedra, marfil y oro. Sin duda, aquella era la estatua más
grande que sus ojos, y, tal vez los de muchos hombres en el mundo,
habían contemplado. A simple vista, con escaso margen de error,
Guttendörf calculó que no debía medir menos de cien metros. Provocaba
vértigo, pasmo, ver algo tan descomunal con forma humana. Presenciar a
aquel gigante con un solo brazo finalizado y con todo el detalle de su
representación espiritual que el rajá describió gustoso al profesor:
- Está sentado en la posición de loto. Tiene el tercer ojo, capaz de ver
lo que nadie más puede. Se le conoce por más de mil nombres, pero Shiva
es el más aceptado. El collar de la cobra representa que la misma muerte
está unida a él, he ahí su inmortalidad. El tambor que portará en un
brazo es su palabra. La media luna es el control del tiempo, así como
también el de la creación y la destrucción. Su poder no tiene límites,
tanto para crear como para destruir. Su cabello enmarañado lo convierte
en Señor de los vientos. El río Ganges, que discurre por ese cabello, es
el símbolo de la fertilidad. Lo que tratan de acabar los obreros en su
frente es el Vibhuti, las tres líneas de ceniza o esencia de nuestro ser
cuando la vida de éste expira; la inmortalidad de nuestro Padre y de
nosotros, sus hijos. Su piel es de ceniza. Pero tan fuerte como la del
tigre y orgullosa como la del elefante. El tridente que llevará en el
tercer brazo, significa que los tres aspectos más importantes del
universo; creación, mantenimiento y destrucción, están bajo su mano. –
Guttendörf, asentía sin apartar los quevedos de la monumental escultura.
Magatha pronunció en voz alta unas palabras en su lengua. Los esclavos,
subidos en puentes de cuerda y andamiajes que recorrían el cuerpo de
Shiva, se postraron nada más ver al rajá en el mirador, dejando de
trabajar, venerándolo, gritando al unísono:
- ¡Raknah Sivar! – Repitiéndolo una y otra vez.
- Significa ‘’Shiva, padre de todos los rajá’’. – Tradujo Magatha.
Eran miles, y su devoción tan grande, como la estatua a la que casi
habían dado forma. Los pavos reales se mezclaban con las garzas y el
vuelo de varios papagayos. Un esclavo devoto, encadenado por los
tobillos, se acercó al balcón por uno de los puentes. El vigilante más
cercano trató de detenerlo, pero el rajá no se lo permitió. El profesor
se percató de su exangüe estado y vejez. Famélico, casi desnudo, se
arrodilló ante él:
- Gran Señor, acepte mi vitualla del día, es lo único que puedo
ofreceros.
El rajá lo levantó:
- Hijo mío, me has servido bien durante muchos años. Tu fidelidad será
recompensada. Guardia, desencadene a este hombre, pues es un hombre
libre.
- Gracias, mi Señor, sois el más grande. Daría mi vida si así me lo
pidiese.
Al profesor no le chocaba nada de aquello; tenía constancia de la
esclavitud permitida en muchos países del tercer mundo. Inclusive en las
colonias de los países ricos había esclavitud. El rajá, con su magna
obra y el culto que le dedicaban los esclavos, se veía como un faraón
egipcio, y aquella descomunal construcción era su gran pirámide. Pudiera
ser que la demostración de magnanimidad liberando al anciano no fuera
más que cara a la galería, en presencia de un invitado extranjero.
Seguía receloso; algo no encajaba.
- ¿Qué le parece, profesor? Esta grandiosa estatua pasará a la historia
y no sucederá cataclismo en la tierra que pueda derribarla. – Afirmó con
rotundidad.
- Realmente es magnífica. – Correspondió, bajo la inerte y gigantesca
mirada de Shiva.
Instantes después, el rajá pidió que lo acompañara nuevamente,
regresando otra vez al palacio. Esta vez bajaron mucho más, escuchando
al rajá discursear sobre Shiva, los demás dioses y los ascendientes de
su casta. Llegaron a un corredor con la misma roca como pared a los
lados. Las lámparas estaban sustituidas por velas y sahumerios que
camuflaban el desagradable olor que de vez en cuando emanaba del suelo.
- Estas son las catacumbas del palacio. Bajo el suelo que pisamos, se
encuentran los restos incinerados de todos los antepasados de mi casta
en los últimos mil años. – Explicaba el rajá a medida que descendían por
una rampa – En la planta inferior están las mazmorras.
Y de allí provenía el mal olor de aquel enredado pasillo, a la luz de
las velas y sumido en un lúgubre ambiente. A los lados, había celdas, y
cualquiera que por allí pasara diría que estaban vacías, excepto por los
ocasionales tosidos que se oían de su interior. Aquél, era un pasillo
muy triste.
- No se sorprenda, profesor. No me dirá que en Europa no tienen
cárceles.
- Desde luego.
- Como primer soberano de la región, ejerzo autoridad sobre todos los
habitantes, impartiendo justicia con la ley de Brahmá y Shiva en la
mano. Todos son indeseables: asesinos, violadores, piratas. Gente de mal
vivir que pagan aquí las fechorías cometidas en el mundo donde Shiva los
conservaba libres.
Se oían lamentos, sollozos. En las esquinas había carceleros con la
cabeza cubierta por un burka metálico, inclinados al paso de su señor.
Las condiciones eran infrahumanas. Los desagües del pasillo recibían
algo más que orina y excrementos. El profesor reconoció el hedor de
alguna que otra infección. Finalmente, se detuvieron en la celda más
grande, la del fondo, la única iluminada por lámpara de carburo y
custodiada por un carcelero armado con sable.
- Hemos llegado. En esta celda está la causa de su viaje. Necesito su
ayuda, profesor. Antes he de advertirle que lo que va usted a ver ahí
puede horrorizarle.
- Le aseguro que más de una vez he contemplado con estos mismos ojos
cosas extraordinarias, imposibles de creer. – Manifestó él, muy seguro,
aunque pronto sabría del error cometido con tal afirmación.
- En ese caso, Magatha acertó, es usted la persona indicada. Guardia. –
El carcelero abrió la celda – profesor Guttendörf, éste es Ganesha, el
hijo de Shiva.
Y era muy cierto que Guttendörf había conocido sucesos, hechos
increíbles, sobrenaturales, capaces de sobrepasar todo lo inimaginable
por la mente humana. Lo que la celda escondía casi lo superó. En un
catre apolillado y piojoso, había tumbado un hombre con cabeza de
elefante.
- Cuenta la leyenda, que Shiva y su esposa, llamada Parvati, tuvieron un
hijo al que llamaron Ganesha. Un día, estando Shiva en una batalla, el
joven Ganesha confundió a su padre con un enemigo. Shiva, fuerte y
orgulloso, lo decapitó. Parvati, abatida y desconsolada, no se conformó
con otro retoño; amaba a Ganesha y rogó a Shiva. El dios bajó al mundo
de los mortales, prometiendo volver con la cabeza de la primera criatura
que encontrase, y ésa fue la de un elefante. – Relató el rajá – Como ve,
esto no es una leyenda.
El profesor, ciertamente impresionado, se agachó hacia la criatura, tan
real como él mismo. El cuerpo era el de un hombre, pero su cabeza, unida
al tronco por un cuello de extraña piel, por una inexplicable razón, era
la de un paquidermo, con su trompa y un par de pequeños colmillos. Un
animal igual que el que le había traído desde la costa y al que no había
cesado de dar manzanas y acariciar. El hombre elefante o el elefante con
cuerpo de hombre, miró a Guttendörf, en un gesto mitad humano y mitad
animal. El profesor, sin dejar de observarlo, trató de encontrar una
explicación científica que, como casi todo en el mundo, debía tener.
- ¿Por qué no puede ponerse en pie? – Preguntó.
- Fue encontrado en una aldea perdida en la jungla. Al tratar de escapar
de los hombres que lo vieron, cayó por un precipicio al río. El
curandero de palacio asegura que se ha partido la columna vertebral.
- ¿Y cree que yo podría sanarlo?
- No exactamente. Usted está aquí para darle otra cosa.
- ¿Para darle? ¿Qué?
- Un cuerpo, profesor. Un cuerpo sano y fuerte que lo devuelva a la vida
para poder mostrarse a su padre y ser perdonado.
- ¿Se refiere a la estatua? – El rajá asintió.
- Usted está aquí para trasplantar la cabeza de Ganesha al cuerpo sano
de un hombre.
Si el engendro que tenía ante sí era asombroso, lo que acababa de oír lo
dejó atónito.
- Eso es imposible, la medicina no ha avanzado tanto para realizar esa
operación. – Declaró el profesor.
- ¿Por qué no? Es usted toda una eminencia. Estoy seguro de que lo hará
posible.
- Por favor, rajá Pandhur, deje de repetir que soy una eminencia. –
Guttendörf se ofuscó levemente – Ni el más sabio doctor en medicina
podría hacerlo. No entiendo cómo me piden que haga tal cosa. Intentarlo,
incluso, es una locura.
- Cálmese, profesor. Ahora ya sabe para qué ha venido. Puede pensarlo
cuanto quiera. No necesito una respuesta inmediata. Comprendo que la
primera impresión es siempre negativa, pero no olvide lo que puede
conseguir con ello; sería un logro histórico.
- Ustedes me han engañado. – Dijo manteniendo la calma y mirando a
Magatha, el administrador del circo y que tan bien lo sedujo en Bönn –
Me han traído aquí ocultándome la verdad, porque sabían que yo y
cualquier científico del mundo se negaría. Me han agasajado con las
atenciones de dos jóvenes a mis pies, un banquete imperial y las
maravillas de este palacio para pedirme que ponga la cabeza de este ser
en el cuerpo de un hombre. Díganme, ¿a quién sacrificarán para eso?
- Trataré de olvidar todo lo que ha dicho. La flema británica es lo
único que aprendí en Oxford. El hombre que prestará su cuerpo sabe que
es un bien para la ciencia. – Sostuvo casi en un susurro – Piénselo,
profesor Guttendörf, será un hito en la historia de la medicina. Como
médico y hombre de ciencias que es debería entenderlo. Mañana espero su
respuesta. Y no se asuste. Si no acepta, será llevado de regreso a su
país, no es mi deseo causarle ninguna molestia.
- Ya tiene mi respuesta, señor, no formaré parte de tan irracional
experimento. – Pero cuando dijo eso, el rajá y el inseparable Magatha ya
se habían marchado, dejándolo allí, en compañía del hombre elefante, que
mantenía los ojos abiertos, adormecido, y el mudo carcelero.
Pasó un buen rato junto al sujeto. Se preguntó si al hablarle,
entendería.
- ¿Puede hablar? ¿Se encuentra bien? – Preguntó sin convicción. Sentía
cierta compasión por aquel insólito individuo.
- No insista, no lo hará. Su cuerpo es humano y actúa como tal, pero su
mente es la de un elefante. – Se oyó de la celda contigua en penumbra.
- ¿Quién ha hablado?
- Aquí, acérquese, pero no demasiado, el carcelero se dará cuenta y lo
impedirá.
Guttendörf se arrimó un poco a los barrotes de dicho calabozo,
escuchando el sonido de unas cadenas.
- Así está bien, ¿me ve ahora?
- Sí, le veo, pero, ¿quién es usted? – Interrogó el profesor. La voz era
de un hombre sentado en el suelo. Tenía el pelo y la barba muy largo,
aunque su forzudo exterior no era el de un preso en precarias
condiciones.
- Me llamo Speke, John Speke, soy capitán del la marina real británica.
- Yo soy Ángel…
- Guttendörf, sí, lo he oído. Encantado de conocerle, profesor.
- ¿Y qué hace aquí, por qué está preso?
- Ésa es una pregunta difícil de responder. Además de oficial, yo era
explorador. Junto al célebre Burton exploré la fuente del Nilo. Tras una
desavenencia con él, hice creer que yo había muerto en un accidente de
caza para volver aquí. Había oído hablar de la leyenda de un hombre
elefante visto en las selvas de Bengala, y como bien le ha contado el
rajá, lo encontré antes de que se lanzase al vacío para no ser capturado
con vida.
- ¿Y todo eso que tiene que ver con su cautiverio?
- Yo seré el cuerpo de Ganesha, profesor. Fíjese en mi aspecto; me tiene
muy bien alimentado y cuidado, no como a los demás. Quieren un cuerpo
grande y fuerte. Desde niño he poseído una corpulencia y robustez
ostensible, pero el rajá, a base de buena comida y la gimnasia a la que
me obligan cada varios días, ha hecho de mí un buen montón de músculos.
- No puedo creer que vayan a hacer eso. – Masculló el profesor.
- Créalo, con su ayuda o la de otro, lo harán. Hace un año trajeron a un
médico de América, lo quemó vivo. – Suspiró el preso. A Guttendörf se le
desvió la mirada; el viaje soñado se transformaba en pesadilla. – Yo ya
tengo asumido mi final, para más certeza, acabo de conocer al que puede
ser mi verdugo, usted.
- Le doy mi palabra de que no lo haré. Deben de entender que es inútil,
por muchos médicos que traigan, nadie conseguirá realizar esa operación.
- Entonces morirá, Guttendörf. Lo mejor para usted es intentarlo, poner
esa cabeza en mi cuerpo y que vean que es imposible, de algún modo lo
comprenderán y volverá a Europa. – El carcelero se impacientó, golpeando
con el sable en los barrotes. – Será mejor que se marche, profesor. No
se preocupe por mí, llevo en esta celda cuatro años. Haga lo que le pide
y salve su vida.
Cabizbajo, considerándose secuestrado, regresó a la habitación sin creer
siquiera lo que le estaba sucediendo. Incluso ahora, que había conocido
al hombre que donaría su cuerpo para el monstruoso experimento, se
negaría con más firmeza. Incomprensiblemente, estaba atrapado en aquel
palacio claustrofóbico gobernado por un lunático con aires de grandeza.
Ahora sí que su sospecha sobre la muerte de Sir Donald estaba fundada.
En la residencia del rajá había que hacer lo que él dictaba, o se corría
el riesgo de perder la vida. El acto bondadoso con el anciano esclavo no
fue más que teatro. El rajá Pandhur era un tirano colmado de poder, con
un inconcebible plan como idea fija.
En la pomposa habitación, sentado en la cama, con la pipa como mejor
placebo para serenarse, se vio tan encerrado como el capitán Speke, solo
que, a diferencia de aquél, su mazmorra era un hermoso cuadro lleno de
lujosos detalles, custodiado por dos bellas mujeres y rodeado de un
techado jardín con un voraz tigre de vigilante. Al recordar el jardín,
recordó también a la joven Sétareh, sintiendo la necesidad de volver a
verla, concibiendo la idea de que tal vez ella, pudiera sacarlo del
palacio. Abrió el ventanal por la rota abertura y salió de nuevo,
tomando el camino del túnel de cristal. Esta vez uno de los jardineros
lo vio. El profesor lo saludó alzando la mano, aparentando pasear
tranquilamente. El jardinero le devolvió el saludo, continuando con su
arrodillada labor. Cerca de la laguna, encontró a Sétareh sentada en
círculo con jóvenes de semejante indumentaria. A sus ojos, la muchacha
que le había rescatado era la más agraciada. Un hombre de avanzada edad
tocaba el laúd y ellas cantaban una canción típica. Ella lo miraba,
sonriendo a medida que cantaba. Guttendörf, complacido, olvidando
brevemente su delicada situación, devolvía la sonrisa. Quizá fue ése el
mejor momento desde que llegó. Al acabar la canción, las muchachas se
marcharon. El profesor retuvo a Sétareh:
- ¿Te acuerdas de mí?
- Sétareh. – Respondió ella.
- Sí, ya sé que ése es tu nombre. Yo Ángel, Án-gel.
- Ángel. – Pronunció la mujer.
- Bien, lo has dicho muy bien. Enhorabuena.
Guttendörf acarició su brillante pelo a la luz de las lámparas. Se
preguntaba cómo era posible que aquellas mujeres cantaran tan felices en
un lugar tan intrigante para él. Posiblemente, aceptaban la vida que les
había tocado vivir bajo la mano conductora del rajá.
Besó a la joven en la mejilla y, consternado, volvió a la habitación.
Estaba perdido, confuso, muy alejado de su civilización y temiendo el
momento en que el rajá solicitase la respuesta definitiva.
Dicho momento llegó a la mañana siguiente. En uno de los salones, uno
decorado con cabezas disecadas de numerosos animales y que a Guttendörf
le resultó alusivo, el rajá Pandhur demandó la respuesta.
- Mire, rajá, la operación es inviable de cualquier forma. Piénselo, por
el amor de dios. Se trata de cortar la cabeza a un hombre, sólo con eso,
su cuerpo deja de existir, las arterias seccionadas lo harían
desangrarse. ¿No lo entiende? Es una locura.
- Profesor, empiezo a dudar de su eminencia. ¿No cree que podría
mantenerse el riego ligando dichas arterias? Las arterias y las venas se
regeneran fácilmente.
- Sí, es cierto. Pero entienda una cosa. En el caso de que el flujo
sanguíneo se mantuviera brevemente, por la médula espinal pasan millones
de conexiones nerviosas y los nervios mueren una vez seccionados. Su
experimento, en caso de mantenerlo con vida unos minutos, jamás podría
siquiera parpadear. Estaría tan inmóvil como…como su estatua.
El semblante del rajá, sentado en un espectacular sofá, cambió,
tornándose sombrío.
- Lo de su movimiento déjelo de manos de Attah, mi fiel curandero. –
Manifestó señalando a un hombre espigado sentado a su lado y que
Guttendörf creyó que era un simple acompañante. – Su magia lo hará
caminar y postrarse ante su padre. Lo único que necesita es de su saber
para intercambiar las cabezas. Se ha ofrecido para colaborar con usted
en la intervención.
- Discúlpeme, rajá, pero mi respuesta es totalmente negativa y
definitiva. Me gustaría que, como dijo, me llevaran de regreso a mi
país. No necesito hasta allí, sólo permítame salir del palacio.
El rajá lo miró de arriba abajo cuando el profesor se levantaba de su
asiento y se encaminaba hacia la puerta.
- Usted no irá a ninguna parte, profesor. Ha venido aquí para hacer el
trasplante y no se irá sin hacerlo. – Indicó al siervo de la puerta, que
la cerró e impidió el paso del profesor.
- Usted está loco. ¡Todos están locos aquí! – Guttendörf perdió el
control por primera vez en su vida. – No se puede luchar contra las
leyes de la naturaleza – Exclamó, colérico.
- Ahora no habla usted como un hombre de ciencias. – Señaló el rajá con
cruel sonrisa.
- ¿Es que no lo entienden? Es inhumano. Es un crimen. Me está obligando
a ser un asesino. Déjenme salir de aquí. – Gritó.
- Yo no le obligo a nada, usted lo hará.
El rajá lanzó una pluma dardo al pecho del profesor. Trató de
quitársela, pero sus músculos se debilitaron, abatiéndole y dejándolo
semiinconsciente.
- ¿Qué me ha clavado? – Musitó al ver al rajá acercársele.
- No se asuste, es sólo un suero. Aquí lo llamamos el suero del sueño.
Es un hipnótico. Ya se lo he dicho, usted lo hará sin obligarle.
El profesor estaba mareado, sumido en un estado somnoliento en el que,
aquella última frase; << Ya se lo he dicho, usted lo hará sin
obligarle>> junto al sibilino rostro de Pandhur, se grabaron en su
mente.
Despertó en una sala con las paredes de roca y con decenas de velas.
Había dos mesas de madera. Sobre una de ellas, el cuerpo del capitán
Speke. Percibió su respiración, así que estaba dormido. En la otra,
también dormido, Ganesha, el hombre elefante:
- Por fin ha descansado, profesor.
Era la voz del rajá. Provenía del techo. Aunque en aquella sala no había
techo. Se trataba de una especie de gran y poco profundo pozo socavado
en los fondos del palacio. Al profesor le dolía la cabeza, aunque él no
lo sentía. Dentro de su hipnosis se encontraba en perfectas condiciones.
Se abrió la única puerta. Apareció el curandero Attah, ataviado con una
camisola blanca y larga.
- Aquí tiene el material que me ha pedido, profesor. – Dijo.
- Gracias.
Su voz sonaba distinta, su mirada era irracional. El rajá, junto con
Magatha, presenciaba desde arriba lo que iba a suceder. El curandero
apremió al profesor, pues sabía que el suero hipnótico no era permanente
y en cualquier momento podría ‘’despertar’’.
- Profesor Guttendörf, los pacientes están anestesiados, como me pidió.
Cuando usted quiera comenzamos.
De la boca de Speke salió un hilillo líquido; lo habían dormido
sencillamente haciéndole beber un brebaje, pero eso Guttendörf no lo
apreció. Sin más demora, solicitó los guantes y el escalpelo. Aun
hipnotizado, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Primero, separar,
uno por uno y con una paciencia infinita, todos los tejidos, músculos
arterias y venas de la cabeza de Speke, por la que empezó. Con la
demente voz que emitía en su letárgico estado, ordenó al curandero que
hiciera lo mismo con la cabeza de Ganesha, no se debía perder tiempo. El
profesor estaba cortando la cabeza del capitán Speke, el mismo al que
había prometido no hacerlo. Cortaba la carótida, la yugular y con una
perfecta precisión, las cosía por las puntas, sin dejar de mirar a Attah.
La tensión resultaba insultante en la doble intervención. Pese a estar
su mente condicionada, el profesor no dejaba de temblar y sudar. Era
imponente lo que estaba haciendo con el desdichado capitán británico.
Para las vértebras, pidió a uno de los siervos el machete. La
cartilaginosa estructura recubría la médula espinal. En ese instante,
casi recupera la conciencia, recibiendo reflejos de horas anteriores. Se
los apartó de encima y continuó interviniendo. John Speke ya estaba
muerto hacía rato. Ángel Guttendörf, el célebre doctor al que en su
ciudad comparaban con Beethoven, lo había matado separándole la cabeza
del cuerpo.
- El cuerpo del sacrificio ya está preparado. – Le dijo al curandero,
que tenía problemas con la cabeza de Ganesha.
- Hermano Attah, has jurado soportar el mismo destino de Ganesha. Deja
que el profesor acabe lo que has empezado. – Habló el rajá desde arriba.
Guttendörf lo miró sin reconocerlo.
El curandero dejó paso al profesor. De uno de los cubos del suelo
extrajo varias placas de bronce.
- Profesor, voy a colocar este bronce en las zonas más afectadas de la
espina dorsal del sacrificado. No se demore, o las ligaduras arteriales
no aguantarán.
Llevaban ya varias horas de intervención. El rajá se había ausentado a
descansar, dejando a Magatha, que se marchó también a su vuelta.
Con increíble fortuna, ya que sus conocimientos sobre anatomía de
elefantes eran escasos, Guttendörf cortó la cabeza del ídolo viviente,
cosiendo igualmente sus vasos sanguíneos y con la columna y millones de
nervios medulares seccionados. Ahora quedaba lo más difícil. Unir la
cabeza animal con el cuerpo humano, al que no se dejaba de atender el
pulso, que era estable.
Lo que acontecía en aquella sala de innumerables velas era espeluznante.
En una de las mesas yacía el cuerpo decapitado de Speke, con su cabeza
dejada en un cubo. En la otra, el inmóvil, aun en vida, cuerpo de
Ganesha, también acéfalo. Una escena terrorífica. La muerte misma
presenciaba tan pavorosa operación, en una época en la que la medicina
ni siquiera se planteaba la posibilidad de trasplantar ninguna parte del
cuerpo humano. En el pozo, con la iluminación de las nombradas velas,
olía a sangre, la cual era vertida al suelo del cuerpo del hombre
elefante, en un horroroso goteo, creador de un desagradable charco. Con
la cabeza de Ganesha en sus manos, el profesor comenzó a unir las
arterias. Pese a ser de naturalezas diferentes, regenerarían bien, ya
que su cuerpo había sido humano igualmente.
La labor de costura era lenta, prolongando la delirante intervención
hasta casi las veinticuatro horas. Attah ensambló las piezas de bronce
de las vértebras. La conexión nerviosa, algo que Guttendörf, por muy
hipnotizado que estuviera, no podía sortear, se dejaría para el final.
Finalmente, se acabó de coser la totalidad del cuello de Ganesha en el
cuerpo de Speke. El curandero, con una inapreciada mancha de sangre en
la cara, tomó su pulso. Pasaron unos segundos. El profesor estaba
exhausto. Su delirio no era tan mayor como el del curandero, cuyo
fanatismo lo mantenía incansable.
- ¡Vive! ¡Está vivo, mi señor! – Prorrumpió exaltado hacia el rajá, que
miraba ansioso.
- Bravo, profesor. Sabía que lo lograría.
Guttendörf estaba de pie. No podía hablar. Los reflejos de su conciencia
volvían. Parpadeaba, tratando de recuperarse. Se tambaleaba. Estaba
hecho. Había conseguido realizar el primer trasplante de la historia. Un
trasplante de cabeza. Era 1868, y allí, en un palacio perdido en
Bengala, bajo la lunática mano de un tirano seguidor de un culto
ancestral, empeñado en llevar a cabo su infernal plan, el profesor había
pasado a la historia.
La consciencia retornaba. La imagen se hacía aterradora. La cabeza de
Speke en un cubo, su cuerpo en la mesa, con el tatuaje de la marina real
y con una nueva cabeza, la del dios elefante Ganesha. Y justo cuando iba
a expresar la más audible de las alaridas, uno de los siervos le golpeó
fuertemente, haciéndole perder el conocimiento. Ni siquiera soñó.
Fue llevado a su aposento. El curandero quedó a solas con la nueva
criatura creada. Ganesha era ahora más grande, más fuerte. Sólo le
faltaba moverse. Attah, especie de brujo de aguileña efigie, preparó su
ritual, embadurnando su torso con un aceite especial, así como el del
nuevo hombre elefante. Atrajo las velas, dejando caer varias gotas de
cera hirviente sobre las articulaciones del dios, iniciando unas
siniestras palabras en un irreconocible idioma. Las iba repitiendo una y
otra vez, postrándose del mismo modo que los piratas ante la bandera del
bergantín. El rajá, incluso, debía de alejarse en dicho momento, dejando
al curandero y a Ganesha en la más enorme soledad. Horas después, un
tremendo y ensordecedor barrito se desbordó por todo el palacio,
despertando al profesor de su violento aturdimiento.
Su mente estaba recuperada. Con dificultad, las borrosas imágenes le
hicieron recordar lo que había hecho. Eso y las manchas de sangre en el
pantalón y la camisa.
El dolor y la fatiga eran intensos. Pero mayor era el deseo de huir.
Acudió a la destrozada ventana que, para su sorpresa, mostraba una
gruesa plancha de hierro en sustitución del cristal.
- ¡Malditos sean! – Soltó con furia.
Con violencia, comprobó que la puerta estaba cerrada. Ahora sí que
estaba recluido. Aporreó la misma, rabioso como nunca.
- ¡Sáquenme de aquí, perversos maniacos! – Gritó. Nadie vino, ni las dos
doncellas abrían. Recordó la infamia hecha con el capitán, se arrodilló
en la puerta, gimoteando un ligero ‘’por qué’’.
Al cabo de varias horas, la puerta se abrió. Magatha y dos guardias como
los de las mazmorras entraron.
- Malditos locos… - Murmuró el profesor, desmoralizado en la cama.
- No debería sentirse mal. No imagina el increíble éxito de su
intervención.
- Pagarán por esto. – Increpó, abalanzándose sobre Magatha. Éste dijo
algo en su lengua y los guardias lo apresaron.
- Atadlo y conducidlo hacia el punto indicado. No lo olvide, profesor;
‘’siempre hay una mano superior’’
- No se olvide usted, administrador. Usted dijo ni hindú, ni musulmán,
sólo Sikh. Pero usted no sigue al sikhismo, usted sigue a la ambición y
a la codicia de ese fanático rajá. – Respondió Guttendörf, sometido por
los guardias.
Durante dos días lo mantuvieron en la misma celda de Speke. Hasta que
fue llevado a una sala de ceremonias oculta tras el balcón en el que vio
a la prodigiosa estatua de Shiva. Los fieles al rajá, vestidos con
especies de dhoti y otras clases de taparrabos, se amontonaban. La sala
era grande, la confluencia, numerosa. Todos arrodillados ante la enorme
puerta que precedía al panorámico balcón.
Amanecía. La estatua de Shiva casi estaba terminada. En el centro, ante
un púlpito y con Magatha y el curandero a cada lado, el rajá se
expresaba en su idioma, en lo que parecía ser un discurso exaltado. A
cada frase la secundaban los vítores de los devotos.
- ¡Raknah Sivar! – Vociferaban.
Estaban preparando algo. La llegada de algo o de alguien. Había sonidos
de tambores y cuernos, cada vez más fuertes y acelerados. Shiva,
silencioso, con mirada de piedra, pero de gran serenidad, se veía
imponente desde cualquier punto de aquella fervorosa reunión. El
misticismo más ancestral estaba presente. Al rajá ya no le importaba lo
que Guttendörf opinase, que dijera que eran locos o que iba a denunciar
lo que allí sucedía. Miles de cirios y antorchas iluminaban el interior,
lleno de guardianes y estatuas de las demás divinidades hindúes, aunque
los primeros rayos de sol los sustituían.
De repente, un atronador barrito, más humano que paquidermo, silenció a
la marabunta. Del techo, colgado en una jaula de hierro, apareció la
quimérica bestia creada por el profesor. El cuerpo de John Speke,
capitán de la marina real británica, musculoso, enorme, con la cabeza de
elefante del dios Ganesha.
- ¡Ganesha, oh, Ganesha! – Gritaban todos en dicho momento.
La intensidad crecía a medida del entusiasmo. Los ojos de muchos de
ellos estaban vidriosos. Sus rostros contenían un exaltado frenetismo;
el cenit de tan demoníaca adoración. De tal abominable rito.
Extasiados, esperaban a que la jaula llegara. Volvieron los barritos,
hasta que la jaula se posó en el suelo, junto a otro ensordecedor
berrido.
El silencio lo cubrió todo. Fue cuando el profesor, que había reconocido
a Sétareh en la multitud, entendió que lo que esperaban era que el dios
Shiva, el gigante de piedra, oro y marfil y cuyos andamiajes aún
sostenían la base, cobrara vida.
- Poderoso Shiva, padre de la creación, señor de la destrucción, aquí
tienes a tu hijo. Es Ganesha y viene a rogar tu perdón. – Proclamó el
rajá enardecido. Aunque Ángel no comprendió lo que dijo, lo supuso.
Nadie hablaba. No se oía nada. Tal vez el volar de las garzas matinales
del exterior. La expectación resultaba desgarradora. La espera, casi
exasperante. Magatha miró al rajá, y éste a Magatha. Todos se miraban.
Se instó a que volvieran a retumbar los tambores y los chillidos.
- ¡Raknah Sivar! – Decían una y otra vez.
Shiva, su dios, debía moverse y reconciliarse con su hijo. Pero allí no
sucedía nada. La soberbia escultura ni tembló. Ganesha, comenzó a
zarandear los barrotes de la jaula. Desesperado por el frenesí de los
devotos y por la no aparición de su inmóvil padre, con fuerza
sobrehumana, dobló los hierros para salir y lanzarse hacia Shiva. En
aquel momento, los devotos chillaban, pero ahora no era por la
exaltación colectiva, el frenesí o la fe, ahora gritaban de miedo.
Ganesha cayó al fondo del crater donde se asentaba el monumento, matando
a todo aquel esclavo obrero o guardián que encontraba a su paso. El
rajá, histérico, bajó con Magatha y el curandero por uno de los puentes
de cuerda, exigiendo que Ganesha fuese capturado.
El profesor, rodeado ya de muy pocos fieles, vio a Sétareh de nuevo que,
en el tumulto, pasó por su lado.
- ¡Sétareh! – La llamó, y ella se le acercó. – Ayúdame a quitarme esto –
Le pidió, señalando las cuerdas que lo maniataban. La muchacha, muy
asustada, lo entendió, sacó una pequeña daga de su cinturón y lo desató.
El profesor, al verse libre de nuevo gracias a la misma mujer, la
abrazó. Sétareh se agarró de su brazo, solicitando su protección.
Todos huían pavorosos. Se aplastaban unos a otros en las puertas de
salida, la tragedia era inevitable. Pero él no se marcharía sin saber
qué ocurría con Ganesha y el rajá. Con la mujer a su mano, bajó al fondo
del cráter. El rajá empujaba a los fieles hacia el dios con el cuerpo
del capitán, que uno a uno los iba destrozando. Llegaron varios
guardianes con látigos. Con azotes y voces, consiguieron acorralarlo
contra una de las formidables piernas de Shiva. El profesor dejó a la
mujer en el comienzo de la escalinata y al ver la escena de los
guardias, los látigos y el paquidermo, recordó la vivida durante los
ensayos del circo con el elefante enfermo.
Finalmente, tal vez expresando su mitad humana, Ganesha, el hombre
elefante, viéndose encarcelado de nuevo, empezó a golpear con tremenda
fuerza la pierna de la estatua. Ésta se tambaleó al tercer golpe y el
rajá, por primera vez en mucho tiempo, se vio atemorizado. Gritó,
ofreciendo joyas y exageradas sumas de dinero por la captura. Sin
embargo, Ganesha no paraba de golpear y nadie podía sujetarlo.
Guttendörf, en un último intento, gritó el nombre de Speke, pero no
había nada del capitán inglés en aquella descontrolada bestia.
Uno de los golpes hizo que el segundo brazo izquierdo, el que llevaba el
tambor de su palabra, cayera desde lo alto, aplastando al rajá, a
Magatha y a muchos de los guardias. Cercenando sus vidas terriblemente.
El rajá Pandhur, que había afirmado que ningún cataclismo derribaría
nunca su creación, murió aplastado por ella misma.
El estruendo precedió al polvo levantado. Ganesha estaba a salvo, al
igual que el profesor, que, rápido y atento, saltó en el último
instante. La divinidad de carne y hueso siguió con su serie de golpes a
la estatua, con odio y con cada vez más violencia, haciendo que varios
trozos del muñón que quedaba de su brazo, se desprendieran. Golpeó una
vez tras otra, barritando, berreando, aullando y hasta gritando como un
ser humano, hasta que la gran estatua de Shiva, la gran obra del rajá
bengalí y su culto delirante, cayó a plomo sobre el cráter, matando a
Ghanesa, su hijo, para siempre.
El profesor, sepultado por varios cascotes, fue hallado horas después
por Sétareh, que, de nuevo, volvía a salvarle la vida. Tenía las piernas
rotas y la mujer, con paciencia y amor, lo curó durante semanas en una
aldea fuera del palacio. En dicho tiempo, descubrió la paz espiritual y
el amor proporcionados por la mujer y la otra cara del país, en el que,
en muchas regiones, desconocían la existencia del malvado rajá.
Al cabo de un par de meses, llegó a la frontera con la India, a uno de
sus puertos, embarcándose hacia Europa por fin.
Nunca dejó de recordar a Sétareh. Quizá la joven residente del palacio
del rajá Pandhur fuera la segunda mujer de su vida. Así como tampoco
pudo olvidar que, si bien hipnotizado, fue partícipe directo del
asesinato del capitán Speke, logrando con ello realizar una intervención
que, ni aun pasados los años, nadie pudo repetir.
Volvió a su casa de Bönn, asegurando haber sobrevivido a una de las
experiencias más intensas y peligrosas de su vida, manteniendo el
secreto de la misma, dejando que dicha vivencia quedara al amparo de las
leyendas relatadas de generación en generación en las muchas aldeas de
las junglas de Bengala. Aunque, por supuesto, no iba a ser la única que
viviría el eminente profesor Guttendörf.
FIN
©Eminente prof. Keimplatz.
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