GUTTENDÖRF Y EL HIJO DE SHIVA.

Por Johannes Keimplatz

 

A Ángel Guttendörf le gustaba cuando un circo venía a la ciudad, sobre todo cuando eran las fiestas de San Mauritius, las más importantes del año. Durante esas fiestas y en pleno apogeo de su esplendor del S. XIX, la ciudad de Bönn cambiaba totalmente: los faroles de la Babbel Strasse se engalanaban, cubriéndose con velos de miles de colores, logrando que, durante la noche, la calle pareciera un interminable túnel coloreado. Los niños reían con sus bocas manchadas de manzanas asadas y algodón; los padres seguían la estela de esas risas en las tabernas, zapateando, carcajeando al son del piano y el acordeón con un infinito número de pintas bávaras. Y al fondo de la calle, iluminado ese día por un cegador disco solar, se terminaba de levantar la carpa del circo.
El profesor, de espíritu alegre y juvenil, pese a sus cuarenta y algunos años, se sentía como un niño, aunque reprimía dicha alegría cada vez que alguien lo reconocía y lo saludaba. Le gustaba merodear cuando el circo y sus componentes ensayaban preparándolo todo.
El de este año era el ‘’Circo Gran Asia’’, famoso en casi todo el mundo por sus espectaculares números, como el de ‘’El hombre de acero’’, un gigante africano que soportaba los golpes, sin trucos, de una enorme bola de hierro y al que el profesor veía ensayar. También estaban los malabaristas venidos de las perdidas junglas de Cochinchina; trapecistas romanos; un espectáculo de Far West; bailarines rusos; un dúo de toreros; el escalofriante número de los faquires; y una gran variedad de animales: elefantes, tigres, panteras negras, un león y dos cocodrilos. Sin duda, hacía honor a su fama de ser el mejor circo que recorría Europa. Un increíble espectáculo para la vista que, con sus arriesgados números y su magia, alegraban e impresionaban al afortunado que pudiera verlo. Y Guttendörf iba a ser uno de ellos.

Sin embargo, algo no iba bien en los preparativos de la función; uno de los elefantes había atacado brutalmente a un domador y estaba descontrolado. El profesor corrió hacia el lugar donde todos se agolpaban tratando de dominarlo, evitando que escapara y provocase el pánico colectivo por las calles de Bönn. Entre todos, lo rodearon, azotándolo con empeño y temor al mismo tiempo:

- Hay que sacrificarlo, no quiero correr ningún riesgo. – Bramó uno de los representantes de la ciudad, muy nervioso.

Los del circo, la mayoría hombres jóvenes de tez cetrina, ataviados con kurtas y gorritos topi hindúes de color blanco, luchaban temerosos contra el animal y sus escandalosos barritos. Como pudieron, sujetaron una red, la cual echaron sobre el alterado paquidermo, logrando así domeñarlo.

- Nunca se le ha quitado la vida a uno de mis elefantes, Herr. Dassler.

Era la voz de un hombre bajito, muy grueso, con los mismos rasgos hindúes, pero a diferencia de los demás, su kurta era azul oscuro con botones dorados y algo de pedrería incrustada. Cubría su cabeza con un turbante del mismo color que la ropa. Su porte y presencia le hacía distinguirse del resto.

- Le repito que no voy a correr ningún riesgo con los asistentes a su espectáculo, que son los habitantes de mí ciudad. – El señor Dassler decía mí ciudad como si de verdad fuese suya. Su mirada era de desprecio hacia los jóvenes domadores, que aún calmaban a voces al animal. El que parecía amo de los elefantes, su defensor, permanecía tranquilo, muy seguro de si mismo. Guttendörf, con los quevedos bien ajustados, los tirantes, la chaqueta, el bombín y el bastón, se acercó, mediando en lo que irremediablemente iba a desembocar en un incidente
- Señores, cálmense, por favor, seguro que podemos dar con una civilizada solución al problema sin recurrir a la discusión. – Expresó, cuando los del circo se preguntaban quién era.
- Prof. Guttendörf, muy oportuna su llegada. Éste es el señor Magatha, el dueño de este circo. Uno de sus elefantes se ha vuelto loco. Quieren sacarlo en la función de hoy. Imagine la catástrofe con nuestros ciudadanos presentes. – Expuso acalorado y a la espera de la respuesta de Ángel. Éste se dirigió a Magatha, tendiéndole la mano.
- Encantado de conocerle, señor Magatha. Soy Ángel Guttendörf, doctor en medicina.
- La palabra dueño de este circo no es exacta, además, la palabra dueño no deja buenas vibraciones en aquellos que vivimos bajo una mano superior. – Manifestó en alemán y mirando a los domadores en alusión – Soy el administrador de esta monumental obra hecha para divertir. Encantado de conocerle.

A Guttendörf se le erizó el vello de la mano al contacto de la suya; era de una frialdad inusual.

- El placer es mío. ¿Sería tan amable de permitir que vea a su elefante? Tal vez pueda arreglar el malentendido. – El señor Magatha aceptó con agrado, ordenando en su idioma a los cuidadores del animal que lo sujetaran.

Tras una primera impresión, el profesor solicitó unos guantes, se remangó e introdujo el brazo en el recto del paquidermo.

- Este animal tiene algo en el estómago que le hace mucho daño, el dolor le está volviendo loco. – Diagnosticó.
- Entonces, lo mejor es sacrificarlo, ¿no es así? – Inquirió Dassler, cuya insistencia en acabar con la vida del elefante molestó a Guttendörf, gran amante de los animales.
- No será necesario. – Negó el profesor calmado – Le administraré un tranquilizante y un tónico especial para que defeque con más frecuencia y pueda expulsar lo que le causa el daño. Si en las próximas horas no se tranquiliza, buscaremos otro remedio.
- Le agradezco su ayuda, prof. Guttendörf. – Dijo el administrador satisfecho y sincero.
- Amigo Guttendörf, espero que no haya olvidado su responsabilidad con esta ciudad en caso de suceder alguna tragedia. – Advirtió Dassler.
- La única tragedia aquí ha sido la idea de matar a un animal. – Replicó firme. Y Magatha le dedicó su mejor mirada.
- Herr. Guttendörf, ¿ha comprado ya su entrada?
- Me disponía a hacerlo ahora.
- No, no lo haga. Esta noche es usted mi invitado de honor.

La función transcurrió sin problema hasta bien entrada la medianoche, haciendo disfrutar a la población de Bönn, Herr. Dassler incluido. El profesor, sentado junto a Magatha en primera fila, contemplaba, como un niño fascinado, el divertido espectáculo.

- Pero, ¿cómo puede hacer eso? – Preguntaba asombrado, cuando un faquir introducía una larga espada en su garganta hasta llegar al vientre.
- Con la mente. Profesor, en el mundo existen dos clases de personas: los que piensan con el corazón y los que sienten con la mente. No es más que un cálculo perfecto de por dónde debe pasar la hoja para no dañar el interior del sujeto. Lo demás es fuerza mental. – Expuso con minúscula sonrisa, rozando la empuñadura de un bastón con sus ensortijados dedos y sin parar de engullir moras, cerezas y demás golosinas que un criado le servía inclinado. Cuando el encantador de cobras besaba a una que parecía especialmente peligrosa y ante los gritos de asombro del público, el profesor volvió a inquirir. Magatha, imperturbable y escupiendo los huesos de las cerezas, respondió – Usted supo que mi elefante estaba enfermo con solo mirarlo, me percaté de ello. El encantador de serpientes conoce a la cobra y no le muestra ningún miedo. Son facultades similares. Usted no temió un golpe del elefante, podría ser un buen encantador de cobras.

El circo llegó al final. El profesor, tras numerosas muestras de mutua gratitud con el administrador, regresó a su casa.
En la biblioteca, halló un vistoso volumen sobre la historia – contada por los escasos exploradores europeos – y la cultura hindú, además de la geografía, fauna, flora…En la lectura, se sintió enormemente atraído por la citada civilización; su religión, sus costumbres. Todo lo que, a mediados del S. XIX, se conocía. Rendido por tanta página, adormecido, soñó con poder viajar a aquel lejano y singular país que ese día había ‘’descubierto’’. Tal vez, pensaba dentro de su sueño, cuando no estuviese tan unido al compromiso con Berta, o cuando una generosa y apacible jubilación le posibilitara tales viajes.
A la mañana siguiente, muy temprano, salió para dirigirse a su aula de ciencias. Pero en el primer escalón de la entrada de la casa algo le detuvo. Era un elefante de madera en miniatura. Con la trompa hacia arriba, tenía una nota anudada con un lazo violáceo. Guttendörf recorrió la calle con su vista, tratando de ver a quien la puso, pero era temprano, apenas había gente. Desenrolló el papel y leyó:

Prof. Guttendörf:
Agradecido por curar a mi elefante, quisiera invitarle a cenar antes de volver a mi país. Le espero a las ocho en punto en mi tienda.

Mr. Magatha.

Acabada una tranquila clase en la universidad, ciertamente inspirado en su verborrea con los alumnos, a la hora indicada se presentó Guttendörf donde ya se empezaba a desmontar la carpa circense. La tienda del administrador, como su ropaje señalaba, exhibía un color distinto del de las demás. Al entrar, el profesor se mareó breve y agradablemente ante la placentera mezcolanza de olores, algunos familiares, como los de la fruta fresca recién cortada, la vainilla, el incienso, el vapor de un arroz que se cocía en una olla cercana. Otros eran desconocidos, de esencias y perfumes probablemente asiáticos. Estaba claro que el dueño de dicha estancia quería sentirse como en su tierra. Anduvo por el camino alfombrado, esperando ser recibido.

- Buenas noches, profesor. – Se oyó de frente. Ángel no logró verlo a la primera. Parpadeó, y allí estaba. Llevaba tanto adorno y tanto brillo, que había logrado mimetizar su cuerpo con los almohadones de similar pedrería incrustada en los que se recostaba: Guttendörf, algo vulgar, pensó que de ser piedras auténticas, allí habría una gran fortuna.
- Buenas noches, administrador.
- Acomódese, ahora ésta es su casa. Cene conmigo antes de conversar.

El profesor se quitó la chaqueta, junto con el bombín, entregándoselo a un criado de testa rapada y mulato que apareció sin saberse de dónde.
Sospechó que la comida no le sentaría bien en posición horizontal, así que se sentó con las piernas cruzadas.

- Puede tomar lo que quiera. – Le invitó Magatha dando cuenta en su enorme boca de una especie de barrita crujiente cubierta de una viscosa salsa verde oscuro. Obviamente, Guttendörf desconocía qué sería aquello y se reprimió en querer averiguarlo. – No se asuste, sólo es trigo con salsa de verduras. Aquí en Europa tienen una idea exagerada acerca de la comida de mi país. Creen que nos alimentamos de sapos, arañas, lagartos, y no niego que se coma algo de eso en algunas regiones. Pero créame, sabiéndolo cocinar, todo es comestible para el estómago. No se preocupe, en esta cena no hay nada que usted no considere comestible. – Le dijo ante el rostro de duda del profesor.

Dichas dudas estribaban desde mostrarse cómodo, tomando los alimentos que quisiera en libertad, a no expresar atrevimiento alguno, pudiendo con ello molestar al peculiar señor Magatha, que deglutía sin parar: arroz, verduras, frutas, trufas…todo regado con copas de vino borgoñés. Era evidente que su obesidad era fruto de su voraz apetito. Asimismo, la ostentación que tan escandalosa caminaba por la tienda, podría asociarse a su personalidad. Guttendörf, discreto, sólo se sirvió un cuenco de arroz y un par de zanahorias. Mientras comían, no hablaron nada, y aunque el profesor empezó mucho después a hacerlo, Magatha seguía engullendo cuando había acabado.

- Ha comido poco, profesor.
- No, es suficiente para mí. Yo no tengo su apetito. – Magatha rió complacido.
- Me pregunto qué comería en mi tierra.
- Lo que pudiese; arroz más que nada, verdura, fruta.
- Puede fumar si lo desea. – Sugirió Magatha al acabar la cena y encendiendo una larga pipa de ébano. Guttendörf hizo lo mismo con la suya de hueso de morsa. Y fumaron juntos. En el exterior, se oían los barritos de los elefantes y los tablones que caían al desmontar la carpa. – Mi animal está mucho más aliviado, no ha vuelto a dar ningún problema. He preguntado por usted en la ciudad. Algunos afirman que, desde Beethoven, no ha habido alguien tan brillante en Bönn.
- Es exagerado ese comentario. Beethoven fue el inventor de la música moderna, aunque confieso mi predilección por Bach. Yo no he inventado nada. Sólo soy un explorador de la ciencia.
- Ésa es una definición… ¿cómo se diría?...atractiva. En cualquier caso, me han asegurado que es usted el científico más importante de Europa. Fue el joven con mayor talento de su cátedra. En ninguna universidad hay un profesor de tanto prestigio; el primero de su promoción…
- Me abruman sus cumplidos.
- No son míos, son de su ciudad. Prof. Guttendörf, necesito de sus eminentes conocimientos. – Pidió Magatha.
- Dígame, administrador. – Se interesó, apurando el tabaco de la pipa.
- No es para mí exactamente. Quiero que venga conmigo a Bengala. – El profesor contuvo la estupefacción, exhalando el humo y con los quevedos como mejor protección de lo que pudieran ‘’decir’’ sus ojos. La noche antes había dormido con los sueños aflorados tras la lectura de un libro con maravillas de aquellas lejanas tierras. Ahora, por un desconocido azar del destino, se le ofrecía la oportunidad de hacer el viaje.
- Me temo que eso no va a ser posible. – Negó lamentándose. – Tengo varias aulas a mi cargo los próximos meses. – Añadió.
- Sé bien que resultará difícil prescindir de su enseñanza en la universidad, por ello me he tomado la molestia de hablar con su rector, y está conmigo en que hacer un viaje por el bien de la ciencia, como así le aseguré y le aseguro ahora a usted, es irrechazable. Allí necesitamos la sapiencia de alguien como usted para la resolución de un hecho asombroso.

Tal afirmación conmovió al profesor, tan fascinado por los hallazgos extraordinarios y que él mismo, en alguna ocasión, había tenido la oportunidad de presenciar. No podía negarse.

- Partiremos mañana hacia el puerto de Brindisi, desde donde cruzaremos el mar Mediterráneo hasta llegar a Puerto Said. Atravesaremos parte del desierto de Sinaí en caravana hasta Suez, tomaremos un bergantín que nos llevará a Adén por el Mar Rojo; cruzaremos el estrecho y pondremos rumbo al Arábigo hasta Bengala en poco más de un mes de travesía. No es mi deseo obligarle, si no quiere hacer el viaje no habrá problema.

El profesor, dado su curioso espíritu, aceptó, aunque por dentro se mezclaban el afán de nuevos descubrimientos para la ciencia, con el temor a lo desconocido.
Una semana después, tras cruzar el Mediterráneo, llegaron a la bella ciudad de Puerto Said, donde una caravana de camellos los esperaba. Guttendörf, a sugerencia de Magatha, iba vestido con un kurta pálido y un topi del mismo color, pero eso sí, sus eternos quevedos aún lo identificaban. Era la primera vez que montaba en camello, y la testarudez y escasa colaboración del animal hicieron que Magatha, como los demás, rieran al comprobar su torpeza. En el trayecto por el desierto, bajo un tórrido calor por el día y un gélido viento por la noche, no hubo mención alguna sobre la finalidad de aquel viaje. A cada paso, el administrador del circo, que habían dejado en Europa, daba constantes muestras de su riqueza y dominio.
Toparon con un grupo de esclavos otomanos huidos de Arabia. Magatha no solo les dio de beber y comer, pues estaban exhaustos, sino que los llevo consigo, concediéndoles la libertad y ganándose su inclinación.

- No se fíe nunca de las apariencias, profesor. Siempre hay una mano a la que postrarse. – Le aseguraba bajo la atenta mirada de Guttendörf.

Ángel dejaba perder su vista en aquellas eternas dunas que, junto al azul del cielo, componían una singular bandera de dos colores con un radiante sol en medio. Eran sensaciones nuevas para él. Le costaba entender por qué había de soportar aquel calor asfixiante en el día, para en la noche tener que arroparse a conciencia, a lo que se sumaba cierta carga sensual en esas noches de alma oriental, en esas infinitas noches portadoras del provocador baile de las doncellas libanesas de Magatha, con sonidos de risas, timbales y algún que otro gemido acompañado del suave laúd cuando todos dormían.

- Un desierto siempre se queda con la vida de un hombre; no quiere estar de nuevo solo y en silencio. – Aseveró Magatha cuando una víbora letal mordió a uno de los siervos, acabando con su vida instantáneamente pese a los intentos de Guttendörf por salvarle.

La atmósfera salvaje, indómita, que allí se respiraba, perturbaba su espíritu, tantos años encerrado en bibliotecas, aulas y polvorientos documentos, a la vez que lo estimulaba, haciéndole palpitar el corazón, llenándolo de felicidad.
Llegaron a Suez, la ciudad a orillas del Mar Rojo.

- No sé cuánto tiempo tardará, pero algún día se construirá un canal aquí para que los barcos puedan pasar de un lado a otro sin tener que cruzar el desierto. – Profetizó el profesor.

Embarcaron en un viejo, pero bien conservado, bergantín, tomando rumbo sur. El Mar Rojo era un mar tranquilo. Los minaretes de Jedda y otros puertos árabes, sobresalían en la lejanía. La mayor parte de la tripulación se inclinaba ante ellos.
Llegaron a Adén, bordeando el cuerno de África y adentrándose por el mar Arábigo. A Guttendörf le había crecido una considerable barba por primera vez en su vida. Su pelo negro, la bronceada piel, alejados de la común imagen de un alemán, unido a su nueva indumentaria, le hacían parecer uno más de los componentes del grupo, musulmanes unos, hindúes otros, los cuales, en no pocas ocasiones, se dirigían a él en su idioma vernáculo, del que el profesor fue tomando la mejor de las clases. El Índico se presentaba ante ellos calmo como una sopa, aunque los vientos alisios nocturnos hacían que se viajara a buen ritmo.

- Lo que para los europeos es el Mediterráneo, lo es para nosotros el Índico. – Señalaba el administrador, sentado en cubierta junto a Guttendörf. – En sus costas han surgido y caído grandes civilizaciones, imperios, algunos, tan gloriosos y poderosos como el imperio romano.
- Leí algo la noche de la función sobre el gran imperio birmano, la cultura hindú… - Correspondió él.
- Profesor, este barco se dirige a las costas de Bengala. Se sabe poco de esa tierra. Yo soy bengalí, descendiente de una de las castas más influyentes, aunque el tiempo, como todos los imperios, casi ha borrado toda huella de la gloria de mis ancestros. Soy seguidor del sikhismo. Mi alma, mi espíritu, son Sikh.
- ¿Qué es Sikh?
- Literalmente significa ‘’discípulo fuerte y tenaz’’. Verá, hace mucho tiempo, existió un gurú llamado Nanak. Se dice que, desde niño, ya empezaba a recitar textos divinos de su propia conciencia. A la edad de treinta años cayó a un río y murió. Sin embargo, una semana después resucitó para hacer cuatro largos viajes por todo su mundo conocido. Desde Bengala, hasta Bagdad. Desde Tibet, a La Meca. Su enseñanza, su idea, era la de que sólo hay un dios y ninguno de los hombres, sus hijos, debe estar dividido o enfrentado, pues sólo hay uno. En aquella época, casi tanto como hoy día, el Islam estaba separado del hinduismo. Él deseaba unirlos bajo un mismo manto religioso, ¿comprende?
- Entiendo. Es similar a la doctrina de Cristo. – Dijo Guttendörf, entendiendo que en cualquier zona del mundo se encontraban similares dogmas religiosos.
- La enseñanza de Guru Nanak nos dejó algo muy bueno, que todos somos iguales a ojos de dios. Como él solía decir; ‘’No hay hindú, no hay musulmán, sólo Sikh’’…

Varios días después, entraron en el golfo de Bengala.

- Vea, profesor; a su derecha, el antiguo imperio birmano junto al reino de Siam. A su izquierda, la India. Y al frente, Bengala.

Al mañana siguiente, vencido por el sueño tras horas de conversación con Magatha, dormido aún pese a ser mediodía, la sucesión de voces en cubierta de la tripulación alarmada lo despertaron:

- Piratas malayos. – Le dijo el administrador cuando lo encontró. – Sacad el estandarte. – Mandó en su lengua. – Los piratas malayos son sanguinarios asesinos. Cuando abordan a un barco, no dejan vida a su paso, arrasándolo todo. Pero no tiene porqué preocuparse.

El bergantín se cruzó con una embarcación sencilla, de menor tamaño y por lo tanto más veloz. Una especie de balsa con capacidad para unos treinta hombres, los cuales, agolpados en su cubierta, mulatos y orientales, miraban con agresividad, profiriendo vehementes gritos a la tripulación del barco de Magatha, esgrimiendo sables y demás armas. La bandera fue por fin izada. Era una tela color malva con la cabeza de un elefante asiático en amarillo en el centro. Al verla, los piratas, antes feroces, sedientos de sangre y botín, se arrodillaron, dejando sus sables a un lado, extendiendo los brazos hacia adelante en clara postura de reverencia.

- ¡Ganesha! – Exclamaban.
- ¿Qué dicen? – Preguntó Ángel.
- Se arrodillan ante Ganesha. – Contestó Magatha.
- ¿Y quién es Ganesha?
- Es la imagen de la bandera. El dios Ganesha, el hijo de Shiva. – Agregó satisfecho. Guttendörf se sobrecogió al ver la pacífica sumisión de aquellos rudos piratas. Éstos, se alejaron y sólo cuando el bergantín era inalcanzable a su vista, dejaron de postrarse y de exclamar el nombre de Ganesha.

Avistaron las verdes costas de Bengala dos días después. El barco atracó cerca del estuario de un río, en una zona cubierta de manglares y poblada por espátulas, marabúes y gaviales que atrajeron la atención del profesor, acostumbrado a verlos en las ilustraciones.
En aquel mangle ecosistema, en la playa a la que llegaron montados en una canoa para tal uso, varios mahout – adiestradores de elefantes – y cuatro de estos animales, los esperaban, y Guttendörf, se preguntó cómo podían saber de la llegada del barco. Le resultó más cómodo montar en el cesto provisto sobre el lomo del paquidermo que sobre los camellos.
Alejándose de la costa, se adentraron en la jungla, donde un festival sonoro, casi circense, los recibió; monos aulladores, cormoranes, el volar de los guacamayos al paso de la caravana, el paso mismo, pero más pausado y seguro de un rinoceronte indio con su indestructible piel acorazada. La selva brutal y virgen saludaba a un Guttendörf maravillado. Tras los quevedos, empañados por la persistente humedad, se sintió parte de las nombradas ilustraciones encontradas en los relatos de los escasos exploradores occidentales que se habían atrevido a pisar aquellas salvajes tierras, y que, desde niño, nunca se cansó de admirar.
Un pastor de cabras se apartó de su camino al paso de la pequeña partida.

- Administrador, ¿por qué ese pastor no se ha inclinado? – Curioseó Guttendörf.
- Porque ya intentó una vez no hacerlo, ahora no puede vernos.

Y efectivamente, aquel escuálido pastor de pocas cabras era ciego y sólo el sonido de los cascabeles de su rebaño le hacía guiarse. El profesor no deseó curiosear más, imaginando, sin querer, lo que le habría ocurrido.
Terminaron de recorrer varias leguas por un sendero que, en algunos tramos, no era más que un estrechísimo camino escarpado a cientos de metros de altura y con decenas de cascadas a los lados. Los elefantes caminaban seguros, conducidos por la voz de sus amos. Magatha había encendido su larga pipa de nuevo, conversando entre risas con uno de los guías en su idioma y sin dejar de mirar al profesor que, cautivado, no parpadeaba ante la visible belleza del aquellos paisajes.
Varias horas de trayecto más tarde, cuando el sol ya había iniciado su ocaso, la selva comenzó a despejarse a medida que el sendero discurría por una amplia llanura. Ahora pisaban sobre calzada empedrada, con numerosas torres también de piedra a los lados y cada varios metros. Una inmensa extensión de hierba cortada a ras los rodeaba. Al final, no muy lejos, se divisaba un pequeño grupo montañoso cubierto de procelosas nubes. En la base de una de las montañas, destacaba una puerta de grandes dimensiones.

- Prof. Guttendörf, he aquí el final del viaje, he aquí el palacio del rajá Raví Pandhur. – Anunció el administrador.

Dio una seña a uno de los siervos, que le ayudó a bajar del elefante debido a su obesidad. Otro hizo sonar un largo cuerno. La puerta, de un blanco inmaculado, rodeada por la montaña, se abrió lentamente. De su interior comenzaron a salir más siervos y alguna doncella ataviada solo en sus partes púdicas. Guttendörf bajó también de su majestuoso transporte, al que acarició suavemente sin dejar de mirar el interior de la puerta.

- Sígame, por favor. – Solicitó Magatha.

El mármol, el marfil, el oro, la pedrería, la seda y demás manifestaciones de lujo y riqueza eran escandalosas en el palacio. Había estatuas de todas y cada una de las deidades hindúes; Guttendörf reconoció a Ganesha, el de la bandera del barco y a Brahmá, el dios creador. El suelo era tan brillante, que provocaba vértigo caminar por lo que parecía un espejo. Un dúo de pavos reales, uno de ellos albino, posaban su vistoso plumaje en dos jarrones de bronce. Había mosaicos, azulejos, todos con representaciones religiosas y escenas costumbristas del país. En el techo, sobre lámparas de múltiples brazos, tenían un enorme tapiz con la misma nota religiosa. La devoción que se dedicaba en aquel lugar a las tradiciones reverenciosas era inenarrable.

- Por fin has vuelto, hermano Magatha. – Pronunció alguien que bajaba por una de las serpenteadas y amplias escaleras de mármol. Se trataba de un hombre alto, corpulento, con poblada barba, blanquísima dentadura, más un turbante escarlata. Rondaría los cuarenta años, y si la ostentación de Magatha era insultante, la suya la convertía en humilde. El administrador, otrora poderoso y amo de todo lo que le rodeaba, se arrodilló ante él.
- Celebro volver a verle, mi señor. – El que bajaba, sonrió agradecido, tomando sus manos y haciendo que Magatha se levantara.
- Bienvenido siempre, pero dime, ¿quién te acompaña? – Interrogó aún en su idioma y mirando al profesor, que ya supuso lo que preguntaba.
- Es un prestigioso científico europeo, toda una eminencia, rajá. Podría ayudarnos en nuestra misión. – Contestó – Señor, os presento al profesor Ángel Guttendörf. Profesor, el rajá, nuestro señor, Raví Pandhur.
- Es un inmenso honor tener entre los muros de mi palacio a una autoridad científica de la vieja Europa. – Dijo el rajá apretando su enorme mano con la suya y en perfecto inglés.
- El honor es mío. – Reconoció impresionado por el majestuoso talante del rajá.
- Hermano Magatha, en tus manos dejo que a nuestro eminente invitado no le falte nada. Ahora he de resolver un pequeño asunto, pero espero verle esta noche en la cena que voy a ofrecer por el cumpleaños de uno de mis hijos, ¿de acuerdo? Siéntase como en su casa, y descanse, estoy seguro de que ha sido un viaje muy largo. – Guttendörf asintió, aún sacudido.

Magatha, como así se le ordenó, fue el encargado de conducirlo por aquel vasto cosmos de inmensos corredores jalonados de más estatuas, columnas y coloridos pórticos de cristal tallado con vistas a un jardín de luz artificial. Los suelos, con la resplandeciente iluminación de las lámparas y de las velas, seguían pareciendo una centelleante superficie parecida a un río bajo el sol de la tarde. El administrador, al que Guttendörf otorgó el papel de secretario personal del rajá, le mostró sus aposentos, similares a todo lo demás visto en el palacio; sin perder la consideración predominante de boato y magnificencia de aquella residencia erigida en las entrañas de la montaña.

- Haré que le visiten las doncellas. No se comporte igual que en mi tienda, es invitado del rajá, pida lo que se le antoje. – Le dijo sonriente.
- Gracias, administrador. Dígame, ¿es a esto a lo que se refería cuando dijo aquello de ‘’siempre hay una mano superior’’?
- Así es. – El profesor notó que no le gustó tal pregunta – La cena se empezará a servir a las nueve, aunque puede retrasarse un poco, necesita descansar. Haré que le traigan su ropa limpia.

El profesor volvió a dar las gracias, quedándose solo en aquella espaciosa y pomposa habitación. Se sintió incómodo ante tan abrumadora muestra de hospitalidad. La cama, por ejemplo, era tan grande, que en ella podrían dormir seis o siete personas sin molestarse. Había un doble ventanal que daba, al igual que los soportales del corredor, a uno de los jardines. No pudo abrirla, pero vio a los cuidadores cortar hojas de palmera y regar flores de loto bajo un techo de lámparas en lo que se asemejaba más a un invernadero.
Pasadas un par de horas sin apenas dormir, llamaron a la puerta.
Eran las doncellas. El servilismo hacia el profesor resultó tan visible, como la manifestación de sus bronceados y perfectos cuerpos de escaso ropaje. Traían, entre amable sonrisa, sus ropa de siempre en estado impecable, junto con su bombín y su bastón. Una de ellas, abrió una puerta tras un biombo, sacando una bañera de bronce. La otra trajo de fuera un caldero con agua caliente, la cual vertió junto con un puñado de polvo blanco y brillante. Se inclinaron, y sin darle la espalda, sin dejar de sonreír, se marcharon.
Tomó el baño sin preocuparse de nada. Se afeitó junto al tocador y durmió a ratos.
Se vistió, volviendo a ser, en aspecto exterior, el inconfundible Guttendörf. Abrió la puerta, y, para su sorpresa, allí estaban las dos jóvenes doncellas. Una le indicó que la siguiera con el brazo. Lo condujo al salón principal, donde aguardaba lo que él esperaba: una mesa presidida por el rajá y con multitud de invitados, que esperaban ansiosos a que se acabara de servir la desmedida cantidad de platos distintos: grullas, faisanes, salmón, cabritos, varias especies de ciervos…nada que el profesor pudiera rechazar, aunque eso sí, en el centro de tan pantagruélico banquete, había una fuente de plata cubierta. Cuando fue destapada, vio un magnífico ejemplar de varano cocinado con frutas de todas clases y el cual ocupaba casi la mitad de la mesa. Los presentes, la mayoría hindúes con turbantes de diversos colores o con las cabezas rapadas, miraban al varano deseosos de poder degustarlo cuanto antes. El profesor desconocía qué especie de reptil podía ser aquella.
El rajá hizo sonar una campanilla, acallando el sonido del laúd de fondo y los diálogos de los comensales:

- Caballeros, amigos todos, esta noche tenemos con nosotros a un invitado muy especial. Es el doctor Guttendörf, un importante científico venido de Europa. – Todos se levantaron, inclinándose al profesor en gesto de saludo. Pero uno de ellos permaneció sentado. El rajá le preguntó – Sir Donald, ¿por qué no saluda a nuestro invitado? No espero que le esté insultando con ello.
- Estimado amigo Raví, no crea que no siento molestia por este gesto en su presencia, pero yo jamás me inclinaré ante un germano, por muy importante que sea. – Pronunció un viejo oficial británico buscando seguridad en la empuñadura de su bastón, sin mirar a nadie y haciendo bailar su blanco y elegante bigote nervioso.
- Prof. Guttendörf, espero que disculpe a Sir Donald, imagino, por una razón que desconozco, que los británicos no deben apreciar mucho a sus camaradas germanos y viceversa.
- Disculpe, rajá, pero yo, aun amando a mi patria, queriendo a mi ciudad, soy ciudadano del mundo y, por lo tanto, no siento ningún tipo de animadversión hacia un ciudadano británico, brasileño o del Congo. – Manifestó Guttendörf con soltura. Dicha afirmación sedujo al rajá, aunque no tanto a Sir Donald.

La cena se prolongó hasta altas horas de la madrugada. El profesor se sintió cómodo tras el frugal menú, fumando en su pipa y conversando con el hombre que tenía a su lado. Un joven ceilanés llamado Antón Bandani y que, según sus palabras, al igual que el rajá en el pasado, había estudiado en Oxford. El rajá no apartaba la vista de Guttendörf, asintiendo a las conversaciones que los que le rodeaban, le hacían llegar entre comentarios jocosos y de mal gusto. El profesor había percibido dicho interés, preguntándose cuándo llegaría el momento de descubrir para qué había ido hasta allí.
Poco a poco, los invitados, el profesor incluido, comenzaron a retirarse. El rajá le recomendó dormir bastante, emplazándolo a la mañana siguiente para tener una importante charla. Las mismas doncellas inseparables lo llevaron de vuelta a la habitación, y no fue hasta que volvió a oír como éstas cerraban la puerta con llave, cuando se sintió encerrado. Miró alrededor, resoplando, sin más alternativa que la de tumbarse y dormir. Con todo, cuando trataba de conseguirlo y la impaciencia por querer hacerlo en un lugar tan extraño se lo impedía, oyó voces en el jardín de fuera. Calzó de nuevo sus botas y miró por el cerrado ventanal. No vio nada, el jardín se encontraba más oscuro que antes, pero el grito se oyó de nuevo. Se trataba de un chillido humano, masculino, de sufrimiento y de dolor. Caviló en avisar a las doncellas de eterna sonrisa, pero algo le dijo que lo que fuera aquello debía averiguarlo solo. Su irredento espíritu descubridor le llevó a tratar de abrir la ventana como fuese. Los cerrojos eran de hierro e, incomprensiblemente, estaban por fuera, así que decidió ser algo temerario. Colocó el almohadón menos grueso de la cama en el cristal y pateó con fuerza un par de veces hasta que éste crujió. Después, despedazó con cuidado los trozos rotos sin estallar. Los dejó en el suelo de fuera, sacó el brazo y abrió.
Era de noche, aunque en aquel jardín interior no podía saberse. Tal vez la escasa iluminación y la ausencia de jardineros lo indicaran.
Seguía escuchando el alarido, seguido de una voz que hablaba en voz baja. Anduvo guiado por dicha voz sobre un extremadamente cuidado césped. De pronto, una estremecedora silueta le paralizó; era un tigre de Bengala enorme que recostaba su poderoso y rayado cuerpo junto a una palmera. El animal, tranquilo, probablemente sin hambre, miró a Guttendörf lamiéndose los bigotes. El profesor, ahora sí, arrepentido por haber salido, dudó si correr de nuevo a la habitación o quedarse quieto a la espera de que el felino se durmiera. El grito que le había hecho salir había dejado de escucharse. El corazón iba a salírsele del pecho. El sudor recorría su cuerpo, siendo un sudor frío, de pánico. Lo que pensara hacer, pasados unos minutos, desapareció nada más ver al tigre incorporarse y comenzar a corretear hacia él. Corrió como nunca por el silencioso jardín de artificial noche. Ya no le importaba que lo viesen. Podría explicarlo. Desechó la idea de volver a la ventana, el tigre, con su velocidad, podría arremeter contra él, entrando en dicha estancia. Cuando ya se veía cazado por el que, seguramente, era el guardián del jardín, saltó hacia una reja y, como pudo, creyendo que le mordería, al menos, una pierna, pasó al otro lado, dejando al feroz animal y su deseo de cenárselo al otro.
Se encontraba en el mismo jardín pero en otra zona. Temblaba aún, pues quizá en dicha zona habría otro guardián, respirando por la carrera. Pero no podía hacer nada más que caminar. Quiso gritar para que alguien le sacara de allí, aunque si lo hacía, el supuesto guardián podría oírle. Al rato de andar por aquella cuidada maleza, topó con lo que parecía una caseta, tal vez, la de uno de los jardineros, o quizá una habitación de servicio. Llamó a la pequeña puerta de madera. Nadie respondió, así que, de nuevo imprudente, la abrió. El interior era oscuro, debido a ello dio con algo en el suelo que le hizo tropezar y casi caer. No vio lo que era. Puede que si se marchara salvaría la vida, pero también se quedaría con la duda de lo que habría en aquella pequeña caseta. A tientas, dio con la lamparilla, que encendió con uno de los fósforos usados para la pipa. No era más que un saco. De patatas u otro alimento, creyó. Aquello debía de ser una despensa. Pero la forma de lo que había dentro del saco atrajo su curiosidad. Desató el nudo y vio un cuerpo humano, un cadáver. Miró a su rostro y se aterró:

- ¡Sir Donald!

Era el cuerpo sin vida de Sir Donald, el oficial inglés que lo había menospreciado en la cena; estaba muerto. Por las heridas de la cabeza podría haber sido asesinado. Espeluznado, salió de la caseta. Quería serenarse; ¿dónde se había metido?, era la única pregunta. Podía entender que el oficial británico había realizado un feo gesto, aunque a él ni siquiera le afectó, pero no merecía morir por ello.

Estaba perdido en aquel laberíntico jardín. Llegó a un lugar en el que una laguna subterránea dotaba a todo el conjunto de una belleza única. En la orilla, ajena a su presencia, había una mujer que, con un susurrante canturreo, lavaba ropa.

- Buenas noches. – Habló el profesor a su espalda y asustándola. La chica miró boquiabierta. No era tan hermosa como las doncellas a su disposición, pero su mirada era limpia, humilde y acogedora. El bindi de su frente le distinguía como perteneciente a una casta. Dijo algo en su lengua que él no entendió. Él volvió a hablar – Soy Ángel Guttendörf, invitado del rajá.

Ella insistió en su idioma, recogiendo la ropa a medio lavar y queriendo marcharse asustada.

- No te vayas, por favor. Yo soy Guttendörf, ¿tú? – Preguntó, señalándose a sí mismo y después a ella. La chica lo miraba sin entender – Yo, Guttendörf ¿tú?
- Seta…
- ¿Seta?
- Sétareh.
- ¿Te llamas Sétareh? – Ella asintió, o eso pareció.
- Bien, Sétareh, yo-de-seo-vol-ver-a-mi-ca-ma. – Le dijo pausadamente. Después le representó con las manos la cama, dormir, pero al otro lado – Indicaba – Una fiera – Y gruñía – Me atacará. Tú, ayuda.

La mujer vaciló unos segundos, lo agarró de la mano y le hizo caminar. Lo llevó a una especie de túnel acristalado colindante al jardín y desde donde pudo ver, seguro, al tigre. A la salida, localizó la ventana rota de su habitación, simplemente, salió por el lado equivocado. La miró, le tendió la mano y le dio las gracias con suma sinceridad a aquella muchacha ataviada con más seda que las doncellas.
A salvo, tras cerrar la ventana, la inquietud por lo que había visto lo agarrotó, privándole, de nuevo, del ansiado sueño. La idea de que él mismo pudiera acabar en un saco lo envolvía, y no estaba muy cerca del lugar conocido más cercano, que era lo peor de todo. También consideró no ser un invitado cualquiera, y los agasajos que le fueron brindados desde su llegada, puede que no fueran tan hipócritas; un oficial británico no lo era tampoco, pero debía de ser positivo, como siempre.
Al acostarse, movido por esos pensamientos, se quedó dormido, soñando, sin esperarlo, con el apacible rostro de Sétareh, la joven que le había salvado la vida. Sin darse cuenta de las horas transcurridas, un escandaloso ajetreo de jardineros y miembros del servicio del palacio lo despertaron. Descorrió las cortinas, viéndolos de nuevo podar, regar, sembrar e ir de acá para allá en intensa actividad. Continuaba sin haber luz natural en aquel subterráneo edificio, pero el reloj marcaba las nueve en punto. Se vistió, salió de la habitación y allí estaban las dos doncellas a su servicio: el profesor sopesó la posibilidad de que las dos mujeres estuvieran allí hasta en la noche, sin despegarse de su cometido en ningún momento. Como no sabía adónde dirigirse, dejó que una de ellas lo llevara. En su mente aún estaba la imagen del cadáver de Sir Donald. Llegó a un vestíbulo en el que el rajá y Magatha lo esperaban sentados relajadamente.

- Prof. Guttendörf, lamento que todavía desconozca para qué está aquí, por ello, hoy voy a dedicarle toda mi atención a que lo sepa. – El profesor consideró conveniente preguntar por Sir Donald. – ¿Sabe? Esta noche ha ocurrido algo terrible. Sir Donald, ¿lo recuerda?, falleció anoche tras la cena. Pensamos en avisarle a usted, ya que es la única autoridad médica de la que disponemos ahora mismo, pero el ataque al corazón fue tan fulminante, que razonamos no molestarle cuando ya había muerto. El desdichado Donald era un buen amigo, lamento mucho su muerte. Fue desagradable verle caer cuando bajaba por estas mismas escaleras. – El profesor no salía de su asombro, aunque no mostró otra reacción que no fuera la de fastidio al conocer la noticia de la muerte de una persona. El rajá había leído su pensamiento, o tal vez fue una coincidencia que le contara aquello, quizá una patraña, cuando él se disponía a preguntar. Las heridas vistas en el cadáver no demostraban lo contrario a la muerte descrita por el rajá. Quizá sus sospechas fuesen exageradas. – Ahora, permítame enseñarle lo mejor que hay en mi palacio.

Guttendörf subió junto a ellos por una escalera de caracol; la columna vertebral del palacio. La montaña estaba completamente hueca por dentro, con aquella suntuosa morada labrada en la roca. La escalera, similar a una torre, parecía no acabarse nunca, y a medida que iban subiendo, el aire se hacía más fresco e intenso. En el último piso, una puerta de bronce con relieves y cerrojos dorados los detuvo. Magatha la abrió de par en par, dejando que los bienvenidos y esperados rayos del sol entraran triunfantes. Salieron a un balcón con una panorámica altísima; estaban en la cima de la montaña.

- Prof. Guttendörf, he aquí a nuestro gran señor el dios Shiva.

La vista desde aquella balaustrada cumbre era la de un inmenso y muy profundo cráter excavado en la tierra al otro lado de la entrada del palacio. De su interior, imponente y rodeada de miles de esclavos que, bajo esporádicos azotes la terminaban de esculpir, se levantaba con un brazo acabado sobresaliente de dicho cráter, una colosal estatua del dios Shiva en piedra, marfil y oro. Sin duda, aquella era la estatua más grande que sus ojos, y, tal vez los de muchos hombres en el mundo, habían contemplado. A simple vista, con escaso margen de error, Guttendörf calculó que no debía medir menos de cien metros. Provocaba vértigo, pasmo, ver algo tan descomunal con forma humana. Presenciar a aquel gigante con un solo brazo finalizado y con todo el detalle de su representación espiritual que el rajá describió gustoso al profesor:

- Está sentado en la posición de loto. Tiene el tercer ojo, capaz de ver lo que nadie más puede. Se le conoce por más de mil nombres, pero Shiva es el más aceptado. El collar de la cobra representa que la misma muerte está unida a él, he ahí su inmortalidad. El tambor que portará en un brazo es su palabra. La media luna es el control del tiempo, así como también el de la creación y la destrucción. Su poder no tiene límites, tanto para crear como para destruir. Su cabello enmarañado lo convierte en Señor de los vientos. El río Ganges, que discurre por ese cabello, es el símbolo de la fertilidad. Lo que tratan de acabar los obreros en su frente es el Vibhuti, las tres líneas de ceniza o esencia de nuestro ser cuando la vida de éste expira; la inmortalidad de nuestro Padre y de nosotros, sus hijos. Su piel es de ceniza. Pero tan fuerte como la del tigre y orgullosa como la del elefante. El tridente que llevará en el tercer brazo, significa que los tres aspectos más importantes del universo; creación, mantenimiento y destrucción, están bajo su mano. – Guttendörf, asentía sin apartar los quevedos de la monumental escultura.

Magatha pronunció en voz alta unas palabras en su lengua. Los esclavos, subidos en puentes de cuerda y andamiajes que recorrían el cuerpo de Shiva, se postraron nada más ver al rajá en el mirador, dejando de trabajar, venerándolo, gritando al unísono:

- ¡Raknah Sivar! – Repitiéndolo una y otra vez.
- Significa ‘’Shiva, padre de todos los rajá’’. – Tradujo Magatha.

Eran miles, y su devoción tan grande, como la estatua a la que casi habían dado forma. Los pavos reales se mezclaban con las garzas y el vuelo de varios papagayos. Un esclavo devoto, encadenado por los tobillos, se acercó al balcón por uno de los puentes. El vigilante más cercano trató de detenerlo, pero el rajá no se lo permitió. El profesor se percató de su exangüe estado y vejez. Famélico, casi desnudo, se arrodilló ante él:

- Gran Señor, acepte mi vitualla del día, es lo único que puedo ofreceros.

El rajá lo levantó:

- Hijo mío, me has servido bien durante muchos años. Tu fidelidad será recompensada. Guardia, desencadene a este hombre, pues es un hombre libre.
- Gracias, mi Señor, sois el más grande. Daría mi vida si así me lo pidiese.

Al profesor no le chocaba nada de aquello; tenía constancia de la esclavitud permitida en muchos países del tercer mundo. Inclusive en las colonias de los países ricos había esclavitud. El rajá, con su magna obra y el culto que le dedicaban los esclavos, se veía como un faraón egipcio, y aquella descomunal construcción era su gran pirámide. Pudiera ser que la demostración de magnanimidad liberando al anciano no fuera más que cara a la galería, en presencia de un invitado extranjero. Seguía receloso; algo no encajaba.

- ¿Qué le parece, profesor? Esta grandiosa estatua pasará a la historia y no sucederá cataclismo en la tierra que pueda derribarla. – Afirmó con rotundidad.
- Realmente es magnífica. – Correspondió, bajo la inerte y gigantesca mirada de Shiva.

Instantes después, el rajá pidió que lo acompañara nuevamente, regresando otra vez al palacio. Esta vez bajaron mucho más, escuchando al rajá discursear sobre Shiva, los demás dioses y los ascendientes de su casta. Llegaron a un corredor con la misma roca como pared a los lados. Las lámparas estaban sustituidas por velas y sahumerios que camuflaban el desagradable olor que de vez en cuando emanaba del suelo.

- Estas son las catacumbas del palacio. Bajo el suelo que pisamos, se encuentran los restos incinerados de todos los antepasados de mi casta en los últimos mil años. – Explicaba el rajá a medida que descendían por una rampa – En la planta inferior están las mazmorras.

Y de allí provenía el mal olor de aquel enredado pasillo, a la luz de las velas y sumido en un lúgubre ambiente. A los lados, había celdas, y cualquiera que por allí pasara diría que estaban vacías, excepto por los ocasionales tosidos que se oían de su interior. Aquél, era un pasillo muy triste.

- No se sorprenda, profesor. No me dirá que en Europa no tienen cárceles.
- Desde luego.
- Como primer soberano de la región, ejerzo autoridad sobre todos los habitantes, impartiendo justicia con la ley de Brahmá y Shiva en la mano. Todos son indeseables: asesinos, violadores, piratas. Gente de mal vivir que pagan aquí las fechorías cometidas en el mundo donde Shiva los conservaba libres.

Se oían lamentos, sollozos. En las esquinas había carceleros con la cabeza cubierta por un burka metálico, inclinados al paso de su señor. Las condiciones eran infrahumanas. Los desagües del pasillo recibían algo más que orina y excrementos. El profesor reconoció el hedor de alguna que otra infección. Finalmente, se detuvieron en la celda más grande, la del fondo, la única iluminada por lámpara de carburo y custodiada por un carcelero armado con sable.

- Hemos llegado. En esta celda está la causa de su viaje. Necesito su ayuda, profesor. Antes he de advertirle que lo que va usted a ver ahí puede horrorizarle.
- Le aseguro que más de una vez he contemplado con estos mismos ojos cosas extraordinarias, imposibles de creer. – Manifestó él, muy seguro, aunque pronto sabría del error cometido con tal afirmación.
- En ese caso, Magatha acertó, es usted la persona indicada. Guardia. – El carcelero abrió la celda – profesor Guttendörf, éste es Ganesha, el hijo de Shiva.

Y era muy cierto que Guttendörf había conocido sucesos, hechos increíbles, sobrenaturales, capaces de sobrepasar todo lo inimaginable por la mente humana. Lo que la celda escondía casi lo superó. En un catre apolillado y piojoso, había tumbado un hombre con cabeza de elefante.

- Cuenta la leyenda, que Shiva y su esposa, llamada Parvati, tuvieron un hijo al que llamaron Ganesha. Un día, estando Shiva en una batalla, el joven Ganesha confundió a su padre con un enemigo. Shiva, fuerte y orgulloso, lo decapitó. Parvati, abatida y desconsolada, no se conformó con otro retoño; amaba a Ganesha y rogó a Shiva. El dios bajó al mundo de los mortales, prometiendo volver con la cabeza de la primera criatura que encontrase, y ésa fue la de un elefante. – Relató el rajá – Como ve, esto no es una leyenda.

El profesor, ciertamente impresionado, se agachó hacia la criatura, tan real como él mismo. El cuerpo era el de un hombre, pero su cabeza, unida al tronco por un cuello de extraña piel, por una inexplicable razón, era la de un paquidermo, con su trompa y un par de pequeños colmillos. Un animal igual que el que le había traído desde la costa y al que no había cesado de dar manzanas y acariciar. El hombre elefante o el elefante con cuerpo de hombre, miró a Guttendörf, en un gesto mitad humano y mitad animal. El profesor, sin dejar de observarlo, trató de encontrar una explicación científica que, como casi todo en el mundo, debía tener.

- ¿Por qué no puede ponerse en pie? – Preguntó.
- Fue encontrado en una aldea perdida en la jungla. Al tratar de escapar de los hombres que lo vieron, cayó por un precipicio al río. El curandero de palacio asegura que se ha partido la columna vertebral.
- ¿Y cree que yo podría sanarlo?
- No exactamente. Usted está aquí para darle otra cosa.
- ¿Para darle? ¿Qué?
- Un cuerpo, profesor. Un cuerpo sano y fuerte que lo devuelva a la vida para poder mostrarse a su padre y ser perdonado.
- ¿Se refiere a la estatua? – El rajá asintió.
- Usted está aquí para trasplantar la cabeza de Ganesha al cuerpo sano de un hombre.

Si el engendro que tenía ante sí era asombroso, lo que acababa de oír lo dejó atónito.

- Eso es imposible, la medicina no ha avanzado tanto para realizar esa operación. – Declaró el profesor.
- ¿Por qué no? Es usted toda una eminencia. Estoy seguro de que lo hará posible.
- Por favor, rajá Pandhur, deje de repetir que soy una eminencia. – Guttendörf se ofuscó levemente – Ni el más sabio doctor en medicina podría hacerlo. No entiendo cómo me piden que haga tal cosa. Intentarlo, incluso, es una locura.
- Cálmese, profesor. Ahora ya sabe para qué ha venido. Puede pensarlo cuanto quiera. No necesito una respuesta inmediata. Comprendo que la primera impresión es siempre negativa, pero no olvide lo que puede conseguir con ello; sería un logro histórico.
- Ustedes me han engañado. – Dijo manteniendo la calma y mirando a Magatha, el administrador del circo y que tan bien lo sedujo en Bönn – Me han traído aquí ocultándome la verdad, porque sabían que yo y cualquier científico del mundo se negaría. Me han agasajado con las atenciones de dos jóvenes a mis pies, un banquete imperial y las maravillas de este palacio para pedirme que ponga la cabeza de este ser en el cuerpo de un hombre. Díganme, ¿a quién sacrificarán para eso?
- Trataré de olvidar todo lo que ha dicho. La flema británica es lo único que aprendí en Oxford. El hombre que prestará su cuerpo sabe que es un bien para la ciencia. – Sostuvo casi en un susurro – Piénselo, profesor Guttendörf, será un hito en la historia de la medicina. Como médico y hombre de ciencias que es debería entenderlo. Mañana espero su respuesta. Y no se asuste. Si no acepta, será llevado de regreso a su país, no es mi deseo causarle ninguna molestia.
- Ya tiene mi respuesta, señor, no formaré parte de tan irracional experimento. – Pero cuando dijo eso, el rajá y el inseparable Magatha ya se habían marchado, dejándolo allí, en compañía del hombre elefante, que mantenía los ojos abiertos, adormecido, y el mudo carcelero.

Pasó un buen rato junto al sujeto. Se preguntó si al hablarle, entendería.

- ¿Puede hablar? ¿Se encuentra bien? – Preguntó sin convicción. Sentía cierta compasión por aquel insólito individuo.
- No insista, no lo hará. Su cuerpo es humano y actúa como tal, pero su mente es la de un elefante. – Se oyó de la celda contigua en penumbra.
- ¿Quién ha hablado?
- Aquí, acérquese, pero no demasiado, el carcelero se dará cuenta y lo impedirá.

Guttendörf se arrimó un poco a los barrotes de dicho calabozo, escuchando el sonido de unas cadenas.

- Así está bien, ¿me ve ahora?
- Sí, le veo, pero, ¿quién es usted? – Interrogó el profesor. La voz era de un hombre sentado en el suelo. Tenía el pelo y la barba muy largo, aunque su forzudo exterior no era el de un preso en precarias condiciones.
- Me llamo Speke, John Speke, soy capitán del la marina real británica.
- Yo soy Ángel…
- Guttendörf, sí, lo he oído. Encantado de conocerle, profesor.
- ¿Y qué hace aquí, por qué está preso?
- Ésa es una pregunta difícil de responder. Además de oficial, yo era explorador. Junto al célebre Burton exploré la fuente del Nilo. Tras una desavenencia con él, hice creer que yo había muerto en un accidente de caza para volver aquí. Había oído hablar de la leyenda de un hombre elefante visto en las selvas de Bengala, y como bien le ha contado el rajá, lo encontré antes de que se lanzase al vacío para no ser capturado con vida.
- ¿Y todo eso que tiene que ver con su cautiverio?
- Yo seré el cuerpo de Ganesha, profesor. Fíjese en mi aspecto; me tiene muy bien alimentado y cuidado, no como a los demás. Quieren un cuerpo grande y fuerte. Desde niño he poseído una corpulencia y robustez ostensible, pero el rajá, a base de buena comida y la gimnasia a la que me obligan cada varios días, ha hecho de mí un buen montón de músculos.
- No puedo creer que vayan a hacer eso. – Masculló el profesor.
- Créalo, con su ayuda o la de otro, lo harán. Hace un año trajeron a un médico de América, lo quemó vivo. – Suspiró el preso. A Guttendörf se le desvió la mirada; el viaje soñado se transformaba en pesadilla. – Yo ya tengo asumido mi final, para más certeza, acabo de conocer al que puede ser mi verdugo, usted.
- Le doy mi palabra de que no lo haré. Deben de entender que es inútil, por muchos médicos que traigan, nadie conseguirá realizar esa operación.
- Entonces morirá, Guttendörf. Lo mejor para usted es intentarlo, poner esa cabeza en mi cuerpo y que vean que es imposible, de algún modo lo comprenderán y volverá a Europa. – El carcelero se impacientó, golpeando con el sable en los barrotes. – Será mejor que se marche, profesor. No se preocupe por mí, llevo en esta celda cuatro años. Haga lo que le pide y salve su vida.

Cabizbajo, considerándose secuestrado, regresó a la habitación sin creer siquiera lo que le estaba sucediendo. Incluso ahora, que había conocido al hombre que donaría su cuerpo para el monstruoso experimento, se negaría con más firmeza. Incomprensiblemente, estaba atrapado en aquel palacio claustrofóbico gobernado por un lunático con aires de grandeza. Ahora sí que su sospecha sobre la muerte de Sir Donald estaba fundada. En la residencia del rajá había que hacer lo que él dictaba, o se corría el riesgo de perder la vida. El acto bondadoso con el anciano esclavo no fue más que teatro. El rajá Pandhur era un tirano colmado de poder, con un inconcebible plan como idea fija.
En la pomposa habitación, sentado en la cama, con la pipa como mejor placebo para serenarse, se vio tan encerrado como el capitán Speke, solo que, a diferencia de aquél, su mazmorra era un hermoso cuadro lleno de lujosos detalles, custodiado por dos bellas mujeres y rodeado de un techado jardín con un voraz tigre de vigilante. Al recordar el jardín, recordó también a la joven Sétareh, sintiendo la necesidad de volver a verla, concibiendo la idea de que tal vez ella, pudiera sacarlo del palacio. Abrió el ventanal por la rota abertura y salió de nuevo, tomando el camino del túnel de cristal. Esta vez uno de los jardineros lo vio. El profesor lo saludó alzando la mano, aparentando pasear tranquilamente. El jardinero le devolvió el saludo, continuando con su arrodillada labor. Cerca de la laguna, encontró a Sétareh sentada en círculo con jóvenes de semejante indumentaria. A sus ojos, la muchacha que le había rescatado era la más agraciada. Un hombre de avanzada edad tocaba el laúd y ellas cantaban una canción típica. Ella lo miraba, sonriendo a medida que cantaba. Guttendörf, complacido, olvidando brevemente su delicada situación, devolvía la sonrisa. Quizá fue ése el mejor momento desde que llegó. Al acabar la canción, las muchachas se marcharon. El profesor retuvo a Sétareh:

- ¿Te acuerdas de mí?
- Sétareh. – Respondió ella.
- Sí, ya sé que ése es tu nombre. Yo Ángel, Án-gel.
- Ángel. – Pronunció la mujer.
- Bien, lo has dicho muy bien. Enhorabuena.

Guttendörf acarició su brillante pelo a la luz de las lámparas. Se preguntaba cómo era posible que aquellas mujeres cantaran tan felices en un lugar tan intrigante para él. Posiblemente, aceptaban la vida que les había tocado vivir bajo la mano conductora del rajá.
Besó a la joven en la mejilla y, consternado, volvió a la habitación. Estaba perdido, confuso, muy alejado de su civilización y temiendo el momento en que el rajá solicitase la respuesta definitiva.
Dicho momento llegó a la mañana siguiente. En uno de los salones, uno decorado con cabezas disecadas de numerosos animales y que a Guttendörf le resultó alusivo, el rajá Pandhur demandó la respuesta.

- Mire, rajá, la operación es inviable de cualquier forma. Piénselo, por el amor de dios. Se trata de cortar la cabeza a un hombre, sólo con eso, su cuerpo deja de existir, las arterias seccionadas lo harían desangrarse. ¿No lo entiende? Es una locura.
- Profesor, empiezo a dudar de su eminencia. ¿No cree que podría mantenerse el riego ligando dichas arterias? Las arterias y las venas se regeneran fácilmente.
- Sí, es cierto. Pero entienda una cosa. En el caso de que el flujo sanguíneo se mantuviera brevemente, por la médula espinal pasan millones de conexiones nerviosas y los nervios mueren una vez seccionados. Su experimento, en caso de mantenerlo con vida unos minutos, jamás podría siquiera parpadear. Estaría tan inmóvil como…como su estatua.

El semblante del rajá, sentado en un espectacular sofá, cambió, tornándose sombrío.

- Lo de su movimiento déjelo de manos de Attah, mi fiel curandero. – Manifestó señalando a un hombre espigado sentado a su lado y que Guttendörf creyó que era un simple acompañante. – Su magia lo hará caminar y postrarse ante su padre. Lo único que necesita es de su saber para intercambiar las cabezas. Se ha ofrecido para colaborar con usted en la intervención.
- Discúlpeme, rajá, pero mi respuesta es totalmente negativa y definitiva. Me gustaría que, como dijo, me llevaran de regreso a mi país. No necesito hasta allí, sólo permítame salir del palacio.

El rajá lo miró de arriba abajo cuando el profesor se levantaba de su asiento y se encaminaba hacia la puerta.

- Usted no irá a ninguna parte, profesor. Ha venido aquí para hacer el trasplante y no se irá sin hacerlo. – Indicó al siervo de la puerta, que la cerró e impidió el paso del profesor.
- Usted está loco. ¡Todos están locos aquí! – Guttendörf perdió el control por primera vez en su vida. – No se puede luchar contra las leyes de la naturaleza – Exclamó, colérico.
- Ahora no habla usted como un hombre de ciencias. – Señaló el rajá con cruel sonrisa.
- ¿Es que no lo entienden? Es inhumano. Es un crimen. Me está obligando a ser un asesino. Déjenme salir de aquí. – Gritó.
- Yo no le obligo a nada, usted lo hará.

El rajá lanzó una pluma dardo al pecho del profesor. Trató de quitársela, pero sus músculos se debilitaron, abatiéndole y dejándolo semiinconsciente.

- ¿Qué me ha clavado? – Musitó al ver al rajá acercársele.
- No se asuste, es sólo un suero. Aquí lo llamamos el suero del sueño. Es un hipnótico. Ya se lo he dicho, usted lo hará sin obligarle.

El profesor estaba mareado, sumido en un estado somnoliento en el que, aquella última frase; << Ya se lo he dicho, usted lo hará sin obligarle>> junto al sibilino rostro de Pandhur, se grabaron en su mente.

Despertó en una sala con las paredes de roca y con decenas de velas. Había dos mesas de madera. Sobre una de ellas, el cuerpo del capitán Speke. Percibió su respiración, así que estaba dormido. En la otra, también dormido, Ganesha, el hombre elefante:

- Por fin ha descansado, profesor.

Era la voz del rajá. Provenía del techo. Aunque en aquella sala no había techo. Se trataba de una especie de gran y poco profundo pozo socavado en los fondos del palacio. Al profesor le dolía la cabeza, aunque él no lo sentía. Dentro de su hipnosis se encontraba en perfectas condiciones. Se abrió la única puerta. Apareció el curandero Attah, ataviado con una camisola blanca y larga.

- Aquí tiene el material que me ha pedido, profesor. – Dijo.
- Gracias.

Su voz sonaba distinta, su mirada era irracional. El rajá, junto con Magatha, presenciaba desde arriba lo que iba a suceder. El curandero apremió al profesor, pues sabía que el suero hipnótico no era permanente y en cualquier momento podría ‘’despertar’’.

- Profesor Guttendörf, los pacientes están anestesiados, como me pidió. Cuando usted quiera comenzamos.

De la boca de Speke salió un hilillo líquido; lo habían dormido sencillamente haciéndole beber un brebaje, pero eso Guttendörf no lo apreció. Sin más demora, solicitó los guantes y el escalpelo. Aun hipnotizado, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Primero, separar, uno por uno y con una paciencia infinita, todos los tejidos, músculos arterias y venas de la cabeza de Speke, por la que empezó. Con la demente voz que emitía en su letárgico estado, ordenó al curandero que hiciera lo mismo con la cabeza de Ganesha, no se debía perder tiempo. El profesor estaba cortando la cabeza del capitán Speke, el mismo al que había prometido no hacerlo. Cortaba la carótida, la yugular y con una perfecta precisión, las cosía por las puntas, sin dejar de mirar a Attah.
La tensión resultaba insultante en la doble intervención. Pese a estar su mente condicionada, el profesor no dejaba de temblar y sudar. Era imponente lo que estaba haciendo con el desdichado capitán británico. Para las vértebras, pidió a uno de los siervos el machete. La cartilaginosa estructura recubría la médula espinal. En ese instante, casi recupera la conciencia, recibiendo reflejos de horas anteriores. Se los apartó de encima y continuó interviniendo. John Speke ya estaba muerto hacía rato. Ángel Guttendörf, el célebre doctor al que en su ciudad comparaban con Beethoven, lo había matado separándole la cabeza del cuerpo.

- El cuerpo del sacrificio ya está preparado. – Le dijo al curandero, que tenía problemas con la cabeza de Ganesha.
- Hermano Attah, has jurado soportar el mismo destino de Ganesha. Deja que el profesor acabe lo que has empezado. – Habló el rajá desde arriba. Guttendörf lo miró sin reconocerlo.

El curandero dejó paso al profesor. De uno de los cubos del suelo extrajo varias placas de bronce.

- Profesor, voy a colocar este bronce en las zonas más afectadas de la espina dorsal del sacrificado. No se demore, o las ligaduras arteriales no aguantarán.

Llevaban ya varias horas de intervención. El rajá se había ausentado a descansar, dejando a Magatha, que se marchó también a su vuelta.
Con increíble fortuna, ya que sus conocimientos sobre anatomía de elefantes eran escasos, Guttendörf cortó la cabeza del ídolo viviente, cosiendo igualmente sus vasos sanguíneos y con la columna y millones de nervios medulares seccionados. Ahora quedaba lo más difícil. Unir la cabeza animal con el cuerpo humano, al que no se dejaba de atender el pulso, que era estable.
Lo que acontecía en aquella sala de innumerables velas era espeluznante. En una de las mesas yacía el cuerpo decapitado de Speke, con su cabeza dejada en un cubo. En la otra, el inmóvil, aun en vida, cuerpo de Ganesha, también acéfalo. Una escena terrorífica. La muerte misma presenciaba tan pavorosa operación, en una época en la que la medicina ni siquiera se planteaba la posibilidad de trasplantar ninguna parte del cuerpo humano. En el pozo, con la iluminación de las nombradas velas, olía a sangre, la cual era vertida al suelo del cuerpo del hombre elefante, en un horroroso goteo, creador de un desagradable charco. Con la cabeza de Ganesha en sus manos, el profesor comenzó a unir las arterias. Pese a ser de naturalezas diferentes, regenerarían bien, ya que su cuerpo había sido humano igualmente.
La labor de costura era lenta, prolongando la delirante intervención hasta casi las veinticuatro horas. Attah ensambló las piezas de bronce de las vértebras. La conexión nerviosa, algo que Guttendörf, por muy hipnotizado que estuviera, no podía sortear, se dejaría para el final.

Finalmente, se acabó de coser la totalidad del cuello de Ganesha en el cuerpo de Speke. El curandero, con una inapreciada mancha de sangre en la cara, tomó su pulso. Pasaron unos segundos. El profesor estaba exhausto. Su delirio no era tan mayor como el del curandero, cuyo fanatismo lo mantenía incansable.

- ¡Vive! ¡Está vivo, mi señor! – Prorrumpió exaltado hacia el rajá, que miraba ansioso.
- Bravo, profesor. Sabía que lo lograría.

Guttendörf estaba de pie. No podía hablar. Los reflejos de su conciencia volvían. Parpadeaba, tratando de recuperarse. Se tambaleaba. Estaba hecho. Había conseguido realizar el primer trasplante de la historia. Un trasplante de cabeza. Era 1868, y allí, en un palacio perdido en Bengala, bajo la lunática mano de un tirano seguidor de un culto ancestral, empeñado en llevar a cabo su infernal plan, el profesor había pasado a la historia.
La consciencia retornaba. La imagen se hacía aterradora. La cabeza de Speke en un cubo, su cuerpo en la mesa, con el tatuaje de la marina real y con una nueva cabeza, la del dios elefante Ganesha. Y justo cuando iba a expresar la más audible de las alaridas, uno de los siervos le golpeó fuertemente, haciéndole perder el conocimiento. Ni siquiera soñó.

Fue llevado a su aposento. El curandero quedó a solas con la nueva criatura creada. Ganesha era ahora más grande, más fuerte. Sólo le faltaba moverse. Attah, especie de brujo de aguileña efigie, preparó su ritual, embadurnando su torso con un aceite especial, así como el del nuevo hombre elefante. Atrajo las velas, dejando caer varias gotas de cera hirviente sobre las articulaciones del dios, iniciando unas siniestras palabras en un irreconocible idioma. Las iba repitiendo una y otra vez, postrándose del mismo modo que los piratas ante la bandera del bergantín. El rajá, incluso, debía de alejarse en dicho momento, dejando al curandero y a Ganesha en la más enorme soledad. Horas después, un tremendo y ensordecedor barrito se desbordó por todo el palacio, despertando al profesor de su violento aturdimiento.
Su mente estaba recuperada. Con dificultad, las borrosas imágenes le hicieron recordar lo que había hecho. Eso y las manchas de sangre en el pantalón y la camisa.
El dolor y la fatiga eran intensos. Pero mayor era el deseo de huir. Acudió a la destrozada ventana que, para su sorpresa, mostraba una gruesa plancha de hierro en sustitución del cristal.

- ¡Malditos sean! – Soltó con furia.

Con violencia, comprobó que la puerta estaba cerrada. Ahora sí que estaba recluido. Aporreó la misma, rabioso como nunca.

- ¡Sáquenme de aquí, perversos maniacos! – Gritó. Nadie vino, ni las dos doncellas abrían. Recordó la infamia hecha con el capitán, se arrodilló en la puerta, gimoteando un ligero ‘’por qué’’.

Al cabo de varias horas, la puerta se abrió. Magatha y dos guardias como los de las mazmorras entraron.

- Malditos locos… - Murmuró el profesor, desmoralizado en la cama.
- No debería sentirse mal. No imagina el increíble éxito de su intervención.
- Pagarán por esto. – Increpó, abalanzándose sobre Magatha. Éste dijo algo en su lengua y los guardias lo apresaron.
- Atadlo y conducidlo hacia el punto indicado. No lo olvide, profesor; ‘’siempre hay una mano superior’’
- No se olvide usted, administrador. Usted dijo ni hindú, ni musulmán, sólo Sikh. Pero usted no sigue al sikhismo, usted sigue a la ambición y a la codicia de ese fanático rajá. – Respondió Guttendörf, sometido por los guardias.

Durante dos días lo mantuvieron en la misma celda de Speke. Hasta que fue llevado a una sala de ceremonias oculta tras el balcón en el que vio a la prodigiosa estatua de Shiva. Los fieles al rajá, vestidos con especies de dhoti y otras clases de taparrabos, se amontonaban. La sala era grande, la confluencia, numerosa. Todos arrodillados ante la enorme puerta que precedía al panorámico balcón.
Amanecía. La estatua de Shiva casi estaba terminada. En el centro, ante un púlpito y con Magatha y el curandero a cada lado, el rajá se expresaba en su idioma, en lo que parecía ser un discurso exaltado. A cada frase la secundaban los vítores de los devotos.

- ¡Raknah Sivar! – Vociferaban.

Estaban preparando algo. La llegada de algo o de alguien. Había sonidos de tambores y cuernos, cada vez más fuertes y acelerados. Shiva, silencioso, con mirada de piedra, pero de gran serenidad, se veía imponente desde cualquier punto de aquella fervorosa reunión. El misticismo más ancestral estaba presente. Al rajá ya no le importaba lo que Guttendörf opinase, que dijera que eran locos o que iba a denunciar lo que allí sucedía. Miles de cirios y antorchas iluminaban el interior, lleno de guardianes y estatuas de las demás divinidades hindúes, aunque los primeros rayos de sol los sustituían.
De repente, un atronador barrito, más humano que paquidermo, silenció a la marabunta. Del techo, colgado en una jaula de hierro, apareció la quimérica bestia creada por el profesor. El cuerpo de John Speke, capitán de la marina real británica, musculoso, enorme, con la cabeza de elefante del dios Ganesha.

- ¡Ganesha, oh, Ganesha! – Gritaban todos en dicho momento.

La intensidad crecía a medida del entusiasmo. Los ojos de muchos de ellos estaban vidriosos. Sus rostros contenían un exaltado frenetismo; el cenit de tan demoníaca adoración. De tal abominable rito.
Extasiados, esperaban a que la jaula llegara. Volvieron los barritos, hasta que la jaula se posó en el suelo, junto a otro ensordecedor berrido.
El silencio lo cubrió todo. Fue cuando el profesor, que había reconocido a Sétareh en la multitud, entendió que lo que esperaban era que el dios Shiva, el gigante de piedra, oro y marfil y cuyos andamiajes aún sostenían la base, cobrara vida.

- Poderoso Shiva, padre de la creación, señor de la destrucción, aquí tienes a tu hijo. Es Ganesha y viene a rogar tu perdón. – Proclamó el rajá enardecido. Aunque Ángel no comprendió lo que dijo, lo supuso.

Nadie hablaba. No se oía nada. Tal vez el volar de las garzas matinales del exterior. La expectación resultaba desgarradora. La espera, casi exasperante. Magatha miró al rajá, y éste a Magatha. Todos se miraban. Se instó a que volvieran a retumbar los tambores y los chillidos.

- ¡Raknah Sivar! – Decían una y otra vez.

Shiva, su dios, debía moverse y reconciliarse con su hijo. Pero allí no sucedía nada. La soberbia escultura ni tembló. Ganesha, comenzó a zarandear los barrotes de la jaula. Desesperado por el frenesí de los devotos y por la no aparición de su inmóvil padre, con fuerza sobrehumana, dobló los hierros para salir y lanzarse hacia Shiva. En aquel momento, los devotos chillaban, pero ahora no era por la exaltación colectiva, el frenesí o la fe, ahora gritaban de miedo. Ganesha cayó al fondo del crater donde se asentaba el monumento, matando a todo aquel esclavo obrero o guardián que encontraba a su paso. El rajá, histérico, bajó con Magatha y el curandero por uno de los puentes de cuerda, exigiendo que Ganesha fuese capturado.
El profesor, rodeado ya de muy pocos fieles, vio a Sétareh de nuevo que, en el tumulto, pasó por su lado.

- ¡Sétareh! – La llamó, y ella se le acercó. – Ayúdame a quitarme esto – Le pidió, señalando las cuerdas que lo maniataban. La muchacha, muy asustada, lo entendió, sacó una pequeña daga de su cinturón y lo desató. El profesor, al verse libre de nuevo gracias a la misma mujer, la abrazó. Sétareh se agarró de su brazo, solicitando su protección.

Todos huían pavorosos. Se aplastaban unos a otros en las puertas de salida, la tragedia era inevitable. Pero él no se marcharía sin saber qué ocurría con Ganesha y el rajá. Con la mujer a su mano, bajó al fondo del cráter. El rajá empujaba a los fieles hacia el dios con el cuerpo del capitán, que uno a uno los iba destrozando. Llegaron varios guardianes con látigos. Con azotes y voces, consiguieron acorralarlo contra una de las formidables piernas de Shiva. El profesor dejó a la mujer en el comienzo de la escalinata y al ver la escena de los guardias, los látigos y el paquidermo, recordó la vivida durante los ensayos del circo con el elefante enfermo.
Finalmente, tal vez expresando su mitad humana, Ganesha, el hombre elefante, viéndose encarcelado de nuevo, empezó a golpear con tremenda fuerza la pierna de la estatua. Ésta se tambaleó al tercer golpe y el rajá, por primera vez en mucho tiempo, se vio atemorizado. Gritó, ofreciendo joyas y exageradas sumas de dinero por la captura. Sin embargo, Ganesha no paraba de golpear y nadie podía sujetarlo. Guttendörf, en un último intento, gritó el nombre de Speke, pero no había nada del capitán inglés en aquella descontrolada bestia.
Uno de los golpes hizo que el segundo brazo izquierdo, el que llevaba el tambor de su palabra, cayera desde lo alto, aplastando al rajá, a Magatha y a muchos de los guardias. Cercenando sus vidas terriblemente. El rajá Pandhur, que había afirmado que ningún cataclismo derribaría nunca su creación, murió aplastado por ella misma.
El estruendo precedió al polvo levantado. Ganesha estaba a salvo, al igual que el profesor, que, rápido y atento, saltó en el último instante. La divinidad de carne y hueso siguió con su serie de golpes a la estatua, con odio y con cada vez más violencia, haciendo que varios trozos del muñón que quedaba de su brazo, se desprendieran. Golpeó una vez tras otra, barritando, berreando, aullando y hasta gritando como un ser humano, hasta que la gran estatua de Shiva, la gran obra del rajá bengalí y su culto delirante, cayó a plomo sobre el cráter, matando a Ghanesa, su hijo, para siempre.

El profesor, sepultado por varios cascotes, fue hallado horas después por Sétareh, que, de nuevo, volvía a salvarle la vida. Tenía las piernas rotas y la mujer, con paciencia y amor, lo curó durante semanas en una aldea fuera del palacio. En dicho tiempo, descubrió la paz espiritual y el amor proporcionados por la mujer y la otra cara del país, en el que, en muchas regiones, desconocían la existencia del malvado rajá.
Al cabo de un par de meses, llegó a la frontera con la India, a uno de sus puertos, embarcándose hacia Europa por fin.
Nunca dejó de recordar a Sétareh. Quizá la joven residente del palacio del rajá Pandhur fuera la segunda mujer de su vida. Así como tampoco pudo olvidar que, si bien hipnotizado, fue partícipe directo del asesinato del capitán Speke, logrando con ello realizar una intervención que, ni aun pasados los años, nadie pudo repetir.
Volvió a su casa de Bönn, asegurando haber sobrevivido a una de las experiencias más intensas y peligrosas de su vida, manteniendo el secreto de la misma, dejando que dicha vivencia quedara al amparo de las leyendas relatadas de generación en generación en las muchas aldeas de las junglas de Bengala. Aunque, por supuesto, no iba a ser la única que viviría el eminente profesor Guttendörf.


FIN


©Eminente prof. Keimplatz.







 

 
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