GUTTENDÖRF Y LA CASA DEL ASTRÓNOMO.

 

Eminente Prof. Keimplatz.

 

Tal vez Ángel Guttendörf, médico, científico y profesor de la universidad de Bonn, desease, en algunos momentos, otro tipo de existencia.
Había noches en las que anhelaba ser, haber sido, cuando la madurez se presentó ante sus quevedos, un científico más solitario; algo parecido a su viejo y desparecido profesor Larss. Un ser humano consumido por el afán de nuevos hallazgos, alejado de toda presencia humana y sin más sentimientos y consideraciones que hacia su persona pudiera dedicarse. Pero toda esa imagen se borró el día que se casó con Berta, su amor desde niño. Ese día hizo algo más que contraer matrimonio; rechazó para siempre el sueño de dedicar su vida a la ciencia tal y como él había imaginado; de ser un personaje misterioso, escondido en su laboratorio, para ser ‘’sólo’’ un profesor brillante en sus conocimientos y un médico al que casi todo el mundo recurría.
Sin embargo, a lo largo de su dilatada carrera, numerosas fueron las veces en las que su vida, de ser relatada, podría considerarse tan enigmática y asombrosa, como los descubrimientos con los que soñó desde niño.

Toda esa lucha consigo mismo le llevaba a tener enormes disputas con Berta, y al borde de los cincuenta años, una de ellas hizo que se alejara, por un tiempo, de su amado hogar.
No se alejó mucho. Le habían hablado que en una ciudad inglesa llamada Gloucester, había una epidemia de gripe, enfermedad que había domeñado incluso a su único médico. Y hasta allí fue Guttendörf a investigar y como emisario médico internacional que era, al mayor número de afectados poder sanar.
Su prestigio fue bien recibido por el gobernador del condado de Gloucestershire al que pertenecía dicha ciudad. Éste, le ofreció una habitación en su mansión, alejada unos cuarenta y cinco km. de Gloucester. Pero Guttendörf no quería estar yendo y viniendo, así que pidió ser alojado en algún hotel de Gloucester. El gobernador le informó de que el único había sufrido un incendio semanas atrás, pero le recomendó la mansión Bradley.

- Es la única vivienda acorde con su persona. – Le dijo.
- Gobernador, no creo ser un alto dignatario, le aseguro haber dormido en sitios inimaginables. No tenga tanta molestia, puedo pasar los días que dure mi trabajo en cualquier pensión.
- Querido profesor, como ya le he dicho, Gloucester es una ciudad pequeña y la única pensión es el hotel del que le he hablado. La mansión Bradley está deshabitada. Se encuentra en las afueras, junto al río Severn. Es ideal para usted, incluso en el caso de que quiera llevar algún enfermo desde la ciudad puede acogerlo allí: tiene más de doce habitaciones, sin contar las pequeñas viviendas adyacentes en las que vivieron los criados y demás miembros del servicio de los Bradley. Éstas son las llaves, aunque no puedo precisarle a qué puerta pertenece cada una. Supongo que la mayor es la de la puerta principal, las demás deberá averiguarlas usted mismo. – Añadió el gobernador con una ligera sonrisa. – Pediré al cochero que lo lleve de inmediato.

La ciudad de Gloucester amaneció con una espesa niebla; niebla inglesa, murmuró al llegar y cuando el cochero ya se alejaba. Pocos eran los ciudadanos que caminaban por sus calles; aunque la gripe no había sido mortal, eran muchos los que permanecían en sus casas, tomando jaleas y tratando de pasar el trance como mejor podían. Ángel visitó al médico, que cortésmente lo recibió en su cama.

- Muchos aseguran que es un virus que unos viajeros trajeron el verano pasado desde América. – Dijo sin parar de toser y atendido por una mujer que también estaba enferma. – Espero que no se contagie, profesor, aunque creo que va a ser difícil que no lo haga.
- ¿Cuál es el primer síntoma, doctor?
- La tos, después el sudor frío, la mucosidad y el dolor de garganta. Créame, es una simple gripe que no va a matar a nadie, si acaso algún anciano, pero es sólo eso. Siento mucho que haya venido desde tan lejos para esto.
- No se preocupe, en realidad necesitaba hacer el viaje.
- Por favor, le agradecería que hiciese una visita al párroco de la catedral y a la familia de mi mujer, los Conlown. Viven en una pequeña casa de dos plantas junto al molino principal del río.
- Así lo haré. Me hospedo en la mansión de los Bradley, ¿sabe algo de ellos?
- Bueno, esa mansión lleva abandonada muchos años, no entiendo cómo el gobernador le ha recomendado pasar allí su estadía. Como tranquila y grande sí que es, pero no quedan mayordomos y para alimentarse tendrá que volver a la ciudad. No hay mucha distancia, pero cuando aquí llueve no invita mucho andar por ahí. Allá usted. Ahora, si me lo permite, desearía descansar un poco. Le agradezco mucho que nos haya visitado, profesor Guttendörf.

Al salir de la casa del médico, se dirigió a la catedral, cuya imponente fachada, de estilo gótico, le cautivó. El párroco no estaba enfermo, así que la visita fue corta. Después encaminó sus pasos, siempre con su maletín, a la casa de los Conlown, donde todos estaban enfermos. Administró medicamentos, medicina naturista más que nada, a cada uno de los integrantes perjudicados. No había nada con lo que alarmarse, el aspecto de los enfermos no era muy deplorable, así que en pocos días estaría de vuelta en Bonn.
A media tarde, bajo una llovizna que apenas le molestaba, llegó a la mansión de los Bradley. Era una residencia victoriana, con un sinfín de ventanas y aspecto aletargado. Ciertamente, estaba abandonada: el moho se acumulaba alegremente por las laderas del tejado, las telarañas habían creado, con lenta, pero perfecta exactitud, un ecosistema propio, la fuente de la entrada estaba seca, sus tritones, incluso, parecían haber perdido la alegría que contienen invisibles las figuras de piedra cuando el agua discurre por sus figuras. El ambiente era de calma total, casi lúgubre. Las hojas de los árboles se amontonaban por doquier y un par de sillas rotas, del jardín, supuso el profesor, andaban desperdigadas. Era como si un glorioso pasado, jalonado por voces y concurridas visitas, se hubiera desvanecido para siempre.
Subió los escalones de la entrada, sacando las llaves, pero al introducir la más grande, la puerta no se abrió.

- Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle en algo? – Era la voz de una mujer detrás de Guttendörf. Éste, sorprendido, se giró.
- Buenas tardes, pensé que no había nadie, de hecho, así me han informado. – La mujer no respondió. Saco del bolsillo de su delantal una llave y abrió la puerta de la casa. Parecía una sirvienta.
- ¿Puedo saber quién es y para qué ha venido? – Volvió a preguntar imperturbada.
- Me llamo Ángel Guttendörf. Soy médico y he venido por la gripe.
- ¿La gripe?
- ¿Acaso no sabe lo de la gripe?
- Todos los de esta casa han muerto, pero no de gripe. – Aseveró ella con la mirada perdida y algo triste.
- Lo lamento. El gobernador de Gloucester me permitió pasar aquí las noches mientras trato de encontrar una cura. ¿Vive usted aquí? Según tengo entendido, esta casa está deshabitada.
- Vivo aquí, en aquella caseta junto al jardín. Celebro tener un huésped tan importante, si me necesita no tiene más que cruzar el jardín y llamarme.
- Muchas gracias, Srta.…
- Llámeme Blanchett. Si lo prefiere puedo enseñarle la casa, aunque imagino que deseará hacerlo usted. No se preocupe a la hora de coger una habitación, todas están vacías, puede dormir donde quiera. Aquí tiene la llave.
- Muchas gracias, Srta. Blanchett.

La entrada a la casa era todo eclecticismo y abandono en uno, aunque la decoración atesoraba todo lujo de detalles. La mezcla de varios estilos, englobados todos bajo el omnipresente victoriano, era la nota predominante, reuniendo lo mejor de cada doctrina decorativa. El mueble del vestíbulo demostraba haber sido un mueble importantísimo para el hogar, siendo el sitio donde se dejaban los sombreros, los paraguas, bastones... El reloj de pared seguía en perfecto estado, produciendo un tic tac eterno y que, debido al silencio pululante por toda la casa, se escuchaba desde cualquier rincón.
El salón principal estaba profusamente ambientado en ricos colores sobre las alfombras, las cortinas y las paredes, aunque el penumbroso silencio dotaba a la estancia de una atmósfera opresiva.
Predominaban las lámparas, algunas zooformes; los cuadros, en especial los retratos, y uno de ellos presidía a todos los demás. Era de un hombre de unos sesenta años, tocado con una de aquellas pelucas grises y rizadas tan de moda en el s. XVIII en los abogados y en la aristocracia. El cuadro contenía una placa que rezaba:

James Bradley, astrónomo real.
1739

El mueble biblioteca, de madera de nogal, como casi todo, era enorme, con ejemplares de todos los campos habidos y por haber del saber humano. Guttendörf se sintió como un pirata ante el tesoro que anda buscando toda su vida. Supuso que era en dicho comedor donde se reunía la familia para comer e incluso para rezar. La mesa, también de nogal, era rectangular y aunque el polvo la arropaba como si de una fina capa de nieve se tratara, no había perdido su majestuosidad. Había un lujoso aparador con un espejo tallado con arcángeles y demás bienaventurados seres del orbe religioso. El profesor estudiaba cada detalle, cada elemento decorativo con profundo interés, como los dos escritorios – algo poco usual – las mesitas, todas a juego, ovaladas, redondas. Figuras de porcelana y de presumible gran valor. Guttendörf reconoció varias porcelanas chinas y dos candelabros judíos, y no negó su vista hacia un hermoso y coqueto piano vertical, cuya última obra interpretada, según el libreto consultado, era ‘’Las variaciones canónicas’’, de Bach, casualmente, uno de sus músicos favoritos. No dudó en colocar sus dedos sobre las teclas del instrumento, aunque como casi siempre que hacía algo así, sentía grima por no ser algo menos rudo para la música que tanto le fascinaba.
Sin más dilación, recorrió todas las habitaciones de la casa, casi todas iguales, excepto una de ellas, de gran abalorio y con un tocador exageradamente lujoso. Guttendörf imaginó que sería la habitación de la señora de la casa. Al final del tercer pasillo, había una puerta que parecía estar atascada, aunque no le dedicó demasiada importancia. El ocaso era ya patente y se estaba quedando sin luz natural. Pensó en encender las lámparas, aunque para ello necesitaba fósforos.
Salió al exterior, dirigiéndose bajo la ya indudable lluvia a la casa señalada por la Srta. Blanchett. Atravesó el jardín que, sorprendentemente, estaba más iluminado que ninguna otra parte de la mansión. El jardín era un extraordinario – casi laberíntico – recorrido lleno de estatuas de leones, pájaros, sapos gigantes, criaturas mitológicas, efebos griegos, un cupido que apuntaba con su arco hacia un banco, seguramente donde se sentaban las mujercitas. Dicha colección de estatuas contrastaban con los ángeles bíblicos y una representación en bronce de Brahmá, deidad hindú y que a Guttendörf le recordó un viejo viaje. Había numerosas fuentes, y, para su asombro, de todas brotaba agua, cuyo gorgoteo proporcionaban al lugar una ambientación relajante, sin descontar la belleza de todo el conjunto.
Al final del sendero, el profesor se encontró con el panteón familiar que, afín al abandono de la vivienda y no al del jardín, estaba cubierto de enredaderas. La puerta del monumento funerario era de hierro forjado y una cadena la mantenía cerrada. Era de cristal, y su interior, desde el enrejado, estaba muy oscuro, por lo que Guttendörf no pudo distinguir nada.
Siguió caminando, sobrecogido en parte, animado por otro lado, ante tan extraño y sorprendente lugar. Llegó a la vivienda de Blanchett:

- ¿Srta. Blanchett? – Golpeó en la puerta – Soy yo, Guttendörf. ¿Está usted ahí? – Pero nadie respondía. Trató de abrir, pero no pudo, la vivienda estaba cerrada, y, asimismo, en visible estado de abandono.

Contrariado, decidió volver por el jardín a la casa y buscar los fósforos o velas: ‘’como en Lvov’’, farfulló. Podría pasar la noche sin cenar, pero sin luz era poco aconsejable. Bajó a la sala de calderas, en desuso y tuvo suerte. Encontró varias cajas de cerillas con las que encendió todas las lámparas que pudo. Escogió la habitación más cercana a la escalera que bajaba al piso principal, cuya decoración resaltaba por su sencillez. Pero antes de dormir, decidió investigar la biblioteca. Se entretuvo hojeando un tratado botánico. Le sorprendió no encontrar nada sobre astronomía, teniendo en cuenta el retrato del supuesto señor Bradley. Guttendörf no era muy versado en dicho campo, aunque si tenemos en cuenta los conocimientos de la sociedad de aquella época, podría mantener una charla de astronomía con cualquier persona que no fuese astrónomo, claro. Sin embargo, en aquellas baldas no había un solo tomo que hablase de astronomía. Era muy raro.

Acomodado frente a la apagada chimenea, arropado por una manta, con los quevedos semicaídos y el tratado botánico sobre su pecho, Guttendörf se quedó dormido plácidamente. Fuera, el incesante repiqueteo de la lluvia hacía que dicho momento fuese reconfortante, a pesar de la soledad y el misterio que supuestamente rodeaba a la vivienda. En su sueño, tal vez el de un prodigioso hallazgo científico o el de un viaje extraordinario, oyó ruidos, pero su mente no pudo separarlos de los de sus sueños y los de la realidad. Eran pasos en el piso superior, y risas, como si hubiese una fiesta en la casa y Guttendörf fuera un vecino al que no habían invitado. El sonido explosivo del descorche de una botella de champaña fue lo que lo despertó. Aturdido, sin saber realmente si había sido allí o en su sueño, restregó sus ojos y se tumbó en la sobria habitación escogida. Durmió apaciblemente. Los ruidos regresaron. Tras la cerrada puerta se oían carreras y risas de niños. Un señor, probablemente el anfitrión, daba la bienvenida a todo el mundo y los asistentes zapateaban en consumado jolgorio. El profesor se despertó. ‘’Menudo escándalo han montado los vecinos’’, pensó confuso. Trató de conciliar el sueño de nuevo, sin caer en la cuenta de que la algarabía había remitido. Se quedó con la mirada fija, a la luz de la lamparilla, en un óleo que había colgado a su derecha. Mostraba una escena costumbrista de una fiesta en lo que parecía un jardín. Pero Guttendörf se impresionó al ver, junto al mismo personaje que aparecía en el retrato de abajo y que en éste descorchaba una botella de champaña, una estatua de Cupido idéntica, hasta en la posición, a la que había en el jardín. Le dio la vuelta al cuadro, de mediano tamaño y leyó lo grabado por detrás:

James Bradley, astrónomo real.
1742

‘’Claro, cómo no me di cuenta antes, el descubridor de ‘’la aberración de la luz’’, James Bradley, murmuró Ángel. ‘’Esta casa perteneció a Bradley’’. Y en ese pensamiento tan fascinante, se quedó dormido, esta vez, hasta la mañana siguiente.

Salió de la casa, volviéndose a dirigir a la de la srta. Blanchett, que como la tarde anterior, no estaba allí. El jardín seguía conteniendo aquel fulgor extraño. El quinteto de robles cubría el cielo, evitando que la luz matinal bañara con sus rayos. El profesor dejó de valorar tan misteriosa situación, marchándose a visitar a los enfermos de la ciudad, que era su cometido. Seguía sin haber motivos de alarma; todos los griposos respondían bien a su atención, pues él mismo sabía que la medicina, aunque fuera la natural, no era más que un placebo para cualquier clase de virus, que al igual que viene se va. Salía y entraba de cada domicilio, dejando un tónico aquí, una solución que enfriaría la fiebre allá. El mal por el que había sido recomendado no era una pandemia de las fuertes. Incluso los más jóvenes ya comenzaban a salir a la calle.
Sobre el mediodía pasó a ver al médico de Gloucester. Éste era un hombre grueso, con barba y de mediana edad. Se encontraba en el porche, según sus palabras, tomando el aire fresco que hacía días que no disfrutaba. Guttendörf le informó de todos sus progresos, y que muy probablemente, cuando se restableciera, casi toda la ciudad estaría como antes.

- Cuánto hemos de agradecérselo, profesor. – Exclamó el galeno británico.
- No tienen porqué. Estos días me han venido muy bien. No imagina la cantidad de trabajo que tengo en Bonn.
- Debe de ser usted toda una autoridad. Aquí casi nunca sucede nada. Créame, hay días en los que desempeño tareas tan dispares como labrar o trabajos de carpintería. Y fíjese que paradoja, que para una vez que se requieren mis servicios, enfermo como los demás.

El profesor sonrió.

- No quisiera irme sin conocer mejor a la srta. Blanchett. Me causó una impresión inquietante. – Manifestó.
- ¿A quién? – Preguntó el médico.
- A la srta. Blanchett, la doncella de los Bradley. – El doctor miró a su esposa, que pasaba por su lado sirviendo un poco de limonada, y ésta le devolvió la mirada en mutua sorpresa.
- Profesor Guttendörf, no hay servidumbre en la mansión de los Bradley, ya le dijo el gobernador, y yo lo confirmo, que la casa está deshabitada. Habrá hablado con cualquier mujer de alguna vivienda contigua. – Ángel enarcó las cejas, que levantaron ligeramente los quevedos.
- Pero ella me dijo que vivía en una pequeña casa ubicada tras el jardín. – Afirmó.
- Amigo germano, le aseguro que nadie ha vivido allí desde hace casi cincuenta años. Usted mismo habrá comprobado el deterioro.

No insistió. No deseaba ser tomado por un loco. A lo largo de su vida había presenciado numerosos hechos extraordinarios, y pudiera ser que la srta. Blanchett fuese uno más. Debía de resolverlo. Se propuso hacerlo antes de regresar a Bonn.
El paseo crepuscular hacia la mansión Bradley fue tranquilo, aunque en su interior se fraguaba la inquietud.
Entró en la casa, que seguía manteniendo la misma atmósfera lóbrega y enigmática. Encendió las lámparas, así como su vieja pipa de hueso de morsa. Mientras fumaba, toqueteando las teclas del piano, miraba por la ventana que daba al jardín. El silencio reinante era patente, casi tanto como un ensordecedor estruendo. Y allí estaba ella de nuevo; era la srta. Blanchett, que con una ramita en su mano, bailaba en la entrada a la casa, dirigiendo su extraño, y algo demente baile, hacia el jardín. El profesor no dudó. Dejó la pipa sobre el piano y salió al exterior. Tenía que hablar con esa mujer.
La siguió, con el susurro de ella como hilo conductor y por entre el vistoso sendero del jardín. El ulular de las lechuzas danzaba con el canto de los grillos. La halló recostada en una de las fuentes y en sugerente, casi lasciva, posición. Iba ataviada con un rasgado vestido color negro, tan negro como su cabello, húmedo y el cuál le caía por el rostro. Un rostro triste, pálido, como la luz misteriosa que inundaba todo el jardín. En cambio, la imagen de dicha mujer provocó en el profesor cierta sensación sicalíptica.

- Srta. Blanchett, no se mueva, por favor. – Rogó.
- ¿Qué desea, profesor? – Inquirió ella lánguida.
- ¿Quién es usted?
- No soy nadie. Ya no lo soy. Fui la última criada de esta residencia. La última que trabajó para el señor Bradley. Ahora todos están muertos. – Sentenció con algo de fuerza lunática en sus palabras.
- ¿Cómo era el señor Bradley?
- Era tan bueno con todos nosotros. Tan generoso. – Gimoteó, pasando de un estado anímico a otro casi sin pensar – Éramos como una gran familia.

Guttendörf estaba asombrado, asustado con las mangas de su camisa aún remangadas por el trabajo y los tirantes aflojados. Recolocaba una y otra vez los quevedos, que debido al sudor, difícilmente se sostenían. Pensó en preguntarle cómo es que ella estaba viva, si como rezaba la placa del cuadro de Bradley, éste había fallecido más de cien años antes. Pero intuyó que no sacaría nada en claro. Aquella mujer, fuese quien fuese, estaba trastornada y no respondería coherentemente. Ella se incorporó alterada:

- Usted no entiende nada. Ni siquiera debería estar aquí. – Le espetó con mal modo, alejándose hacia el que dijo era su domicilio.
- Pero…

La dejó, casi inconsciente, balbuceando palabras desconocidas y regresó a la casa. El sueño, un terrible e invencible sueño, se apoderó de él, logrando que se tumbara en la cama nada más entrar. Y aunque en un principio no los oyó, los misteriosos ruidos volvieron.
Esta vez se trataban de un duelo. La puerta estaba cerrada, tan cerrada como la noche. Alguien hablaba en la lejanía de la casa:

<< Caballeros, amigos todos de la familia, me es muy difícil comunicarles la noticia del fallecimiento de nuestro querido amigo James Bradley, astrónomo de S. A. R>>

Y los llantos inundaban toda la casa. Había murmullos, un grito de alguien que recibía la noticia. Era la música de la tristeza. El sonido de la desgracia que golpeaba cada pared.
Con ese alarido, Guttendörf despertó. Sudaba y creyó que ya amanecía. Miró su reloj de bolsillo y no era mucho más de medianoche. Se sentó al borde de la cama, fijando su vista en las estrellas que coquetas asomaban por entre las nocturnas nubes. Había un cuadro en la pared más escondida del cuarto, la que estaba tapada por el descomunal armario. Se trataba de otro óleo y era la representación, en sencilla calidad, de un deceso. Contenía otra placa:

James Bradley, astrónomo real.
1693-1762

Aún retenía en su mente los ruidos que lo habían despertado. Los llantos de mujer resonaban todavía en su interior. Investigó toda la casa y todo estaba inalterable, como cuando entró. Tal vez la respuesta al enigma se hallara en el panteón familiar, pensó. Y hasta él se dirigió con una lamparilla para iluminarse y sin temor a encontrarse con la siniestra, pero sugerente, Srta. Blanchett. Cruzando el jardín no necesitó la luz de la lámpara, debido a la ya citada luz misteriosa, pero siguió conservándola. Del cobertizo cogió un hacha de doble filo. Las cadenas que había en la puerta del sepulcro sólo se romperían con una. No se asustó por el par de golpes que efectuó para romper la cadena. Abrió la puerta de la cripta y entró, iluminándola con la lámpara, la cuál reposó en una vitrina con un jarrón lleno de raíces, moho y telarañas. El polvo le hizo toser, mirando en derredor a cada una de las lápidas. Había muchas, más de las que esperaba. La del centro era la de más ornamento. El epitafio había sido grabado con letras bañadas en oro:

‘’Aquí yacen los restos de James Bradley, astrónomo real. Nacido en Sherborne en 1693 y fallecido en Chalford en 1762’’

‘’Que su alma sea acogida por los astros y demás objetos del universo a los que tanto amó y a los que su vida entera dedicó’’

Había más tumbas.

Emma Bradley, 1699-1769
Jonathan Bradley, 1696-1755
James Bradley JR, 1723-1788
Megan Bradley, 1726-1807
Allison Bradley, 1727-1736
Harper Bradley, 1729-1800
Benjamín Bradley, 1733-1819

Más al fondo, casi a ras del suelo, había otra lápida, de mayor tamaño que las demás y cuya inscripción decía:

‘’Restos de la servidumbre de la casa Bradley’’
1712-1840

A la que seguía una lista de nombres que Guttendörf desempolvó con las uñas a la luz de la lamparilla.

Dawson Major.
Loreta Flanagan.
Jason Mctagath.
Andrew Flaw.
Orville Perlman.
Mr. y Mrs. Trenton.
Salomón.
Elizabeth.
Oliver.
(…)

El último de los nombres fue el que aterró, por así decirlo, al decidido profesor:

Amanda Blanchett.

De repente, confuso por lo leído, un portazo lo levantó. Alguien había cerrado la puerta del panteón. Las cadenas eran de nuevo colocadas y cerradas con un candado. Guttendörf corrió hacia la puerta. Ya era tarde, estaba cerrada, y a través del cristal vio a la srta. Blanchett alejarse. El hueco de los barrotes de hierro de dicha puerta era demasiado estrecho. Ni siquiera la mano de un niño pasaría para romperlo. Estaba encerrado. Desesperado, aulló.

- ¡Socorro, qué alguien me ayude! – Gritó.

Nadie le oiría. Estaba ante uno de los momentos más delicados de su vida. ¿Quién iba a preocuparse por él? Todos supondrían que habría regresado a Bonn, y para cuando alguien de allí se alarmase, sería demasiado tarde. Habría muerto de sed, en primer lugar, rodeado de tumbas, de esqueletos ocultos tras una fría lápida y eternos epitafios:

- Curiosa costumbre tenemos los humanos. Comunicarnos hasta después de vivir. – Murmuró, tratando de conservar la calma.

Se serenó. Debía de mantener la cabeza despojada de todo pensamiento y ocuparla con una sola idea, la que lo sacara de allí.
Pasados unos minutos de reflexión, se fijó en los peldaños que había de una tumba a otra en la pared, y en la pequeña ventana ubicada en lo alto del monumento funerario. Un círculo de cristal cercano a la cruz que coronaba la edificación por fuera y cuya base se distinguía por dentro. Tendría que calcular si cabría por tal abertura en caso de poder romperlo, pero tenía que intentarlo. O hacía algo o moriría allí, abandonado, solo, en la más profunda oscuridad. Era una escalada casi imposible. Había poco margen para colocar los pies. La ventana estaba en el punto más alto, casi en la unión de los dos tejados, a unos cinco metros. Puso un pie en uno de los peldaños de losa, aferrando los dedos a la siguiente de arriba. Ya estaba subido en una, la de Emma Bradley, que seguramente fue la sra. Bradley. La piedra era lisa y fría, y su propio sudor la hacía resbaladiza. A la lámpara ya le quedaba poco gas. La iluminación se hacía escasa. Pronto tendría que hacerlo a oscuras, a tientas. Había una distancia considerable desde la lápida superior, la más cercana al techo y la repisa de la ventana. Tendría que impulsarse y colgarse de ella. Casi una actuación de trapecista.
Le llevó casi una hora llegar a la más alta. Pisó con fuerza, flexionó las rodillas y saltó, extendiendo los brazos hacia dicha ventana. Chocó con la pared, lastimándose las piernas. Pero ya estaba cerca. Volvió a apoyar los pies contra la pared, esta vez sin apoyo y golpeó con fuerza el cristal. Estaba muy duro, no había imaginado romperlo a la primera. Ya supuso que habría de dañarse el puño, pero tenía que salir de allí, aunque fuese manco de por vida. Se desabrochó la camisa y se la quitó con una mano y ayuda de la boca. El otro brazo lo mantenía suspendido. Se enrolló la prenda en el puño y golpeó con fuerza, con angustia. Los nudillos comenzaron a sangrar, pero también el tallado cristal a resquebrajarse. Siguió con la tanda de puñetazos, mientras cerraba los ojos al hacerlo, aunque no necesitó ver la rotura de la ventana, los oídos lo avisaron. Ya estaba hecho. Con cuidado limpió la abertura de cuantos cristales pudo. Soltó la protectora tela, se agarró con los dos brazos y volvió a impulsarse con las piernas. Si al menos no cabría, podría sacar la cabeza y estar allí toda la noche voceando hasta que pasara alguien. Pero la circunferencia era mayor de lo que parecía desde abajo. Arañándose, por supuesto y clavándose pequeños restos de cristal en el cuello y los hombros, Guttendörf pudo sacar medio cuerpo de la cripta en la que creyó que iba a morir.
Con medio cuerpo fuera y las piernas colgándole por dentro, subió al tejado, dejándose caer exhausto, abatido por el esfuerzo realizado y bajo una tenue lluvia nocturna.
Respiró cuantas veces pudo, sonriendo ligeramente. Había salido. Se estaba empapando, sangraba levemente y tenía frío, pero no iba a morir allí abajo.

Se incorporó pasado el momento de satisfacción. Calculó la altura desde el punto más bajo hasta el suelo. De pie, procurando no resbalar. Y desde dicha altura descubrió una vista total del jardín y de la mansión. Y fue en la vivienda donde su vista se detuvo en aquella plácida noche. Estaba contemplando una especie de bóveda acristalada y que el muro principal de la casa impedía que se viera al entrar. Dicha bóveda se ocultaba caprichosamente y sólo desde gran altura podía divisarse. El profesor no tardó mucho en responder sobre lo que sería aquello:

- Es el observatorio.

Pero había recorrido cada habitación y no lo había visto.

- ¡La puerta que no pude abrir! – Soltó.

Con cuidado, se dejó caer de bruces sobre el embarrado suelo. La fatiga en su cuerpo era incesante y el temor de ser atacada por la srta. Blanchett, que no había dudado a la hora de encerrarlo en la cripta para siempre, lo mantenía en estado de alerta. El hacha que usó para romper las cadenas ya no estaba. Pero la extraña mujer no reapareció en ningún momento, pudiendo Guttendörf llegar a la casa salvo, aunque no muy sano.
Se curó en el botiquín los cortes, superficiales todos, tras encender nuevamente las lámparas. Y sin más retraso, se presentó frente a la puerta que no pudo abrir cuando llegó, entrando tras abrirla a empujones. La cerró al dar el primer paso, cosa que hizo sin darse cuenta; caía lentamente en un estado de sopor provocado, supuestamente, por la ambientación de la descubierta habitación. Ahora sí le encajaban algunas dudas. Aquella sí era la sala de estudio, coronada por el abovedado techo, del astrónomo James Bradley.
A su derecha se conservaba en perfecto estado, aunque polvorienta y con telarañas, una completa y oceánica biblioteca, la cual contenía volúmenes de astronomía en su totalidad: ‘’Óptica’’, de Newton; ‘’Sobre las revoluciones de las esferas celestes’’, de Nicolás Copérnico; una edición elegante de ‘’Almagesto’’, de Ptolomeo, ‘’Uranometría’’, de Johann Bayer, <<el filósofo científico de Ingolstadt>>, dijo Guttendörf para sí…
Había también diversos elementos decorativos con motivos científicos, astronómicos. Uno era un sistema solar cuyas órbitas eran finos alambres dorados y cuyos planetas se asemejaban a perlas y amatistas. Una pequeña araña pasaba de un planeta a otro igual que si de un gigantesco invasor alienígena se tratara. Entre un mueble y otro, con lámparas que el profesor encendió, los retratos de Brahe, Huygens y Kepler, al que miró fascinado. Era una sala increíblemente jalonada de detalles y de curiosidades, sobre todo por la gran cantidad de relojes: de pared, de arena, de sol, de péndulo, un cucú, clepsidras. Casi todos funcionado incomprensiblemente. En la parte izquierda había un espejo, uno de esos en los que la persona reflejada cambia de forma dependiendo de su posición: aquí se es tan largo y fino como un sedal; al otro lado bajito y obeso como un tonel. En su base, una leyenda:

<<En ningún universo serás igual>>

- Muy apropiado, sr. Bradley. – Sonrió Guttendörf.

Junto al humorístico espejo un cofre con la cerradura rota. Contenía un grueso montón de cartas, algunas de ellas auténticos tesoros, pues estaban firmadas por los más importantes hombres de ciencia del S. XVIII, incluyendo a Newton, que escribía a un niño llamado James Bradley por su precocidad científica. De recopilarse, podría escribirse una obra memorable con toda aquella correspondencia. Había discursos, diplomas, galardones, felicitaciones, hasta de la prestigiosa universidad rusa de Vilna, que desde hacía siglos estaba considerada como uno de los centros científicos y culturales más importantes del mundo.
Las baldosas de la habitación eran diferentes a las del resto de la vivienda. Con excepcional trazo tenía dibujado la mayoría de las constelaciones del firmamento, así como las galaxias, elementos químicos que se hallarían en el espacio, instrumentos y demás cuerpos estelares. En el centro, la representación, con algunos planetas en relieve, del sistema solar.
Más al fondo del estudio había un telescopio reflector que apuntaba hacia el observatorio bajo las estrellas. Y a su lado, un caballete similar al de un pintor, sosteniendo no un cuadro cubierto, sino la obra cumbre de James Bradley, encuadernada en un tomo de grandes dimensiones, con tapa dura y escrito en latín:

‘’LUX ABERRATIōNE’’

El profesor lo abrió por el principio y leyó un poco de su introducción:

<< Has de saber, mi curioso amigo lector, que he aquí, en estas páginas, donde se describe y se define la luz como algo más que lo que el ojo humano puede ver. Tanto como el poder inmenso de su brillo, como su formación, su desplazamiento y su aberración (…)

Son los principios de la ciencia las leyes de la vida misma. Y son éstas tan rígidas como moldeables (…)

Si te preguntaste alguna vez por qué hablas, por qué tienes voz y hasta dónde puede ésta llegar, pregúntate después por qué la luz es un destello a la vista humana, una energía muda capaz de transformarse y ocupar cualquier espacio. Y si como tú y yo sabemos, que la luz no dispone de voz, sí que posee la facultad de comunicarse. Y es ésa su aberración (…)

Imagina una estrella, una cualquiera de las que ves y que sólo algunos observamos noche tras noche. Su posición en tu campo visual es ilusoria. La luz que emite viene de muy lejos, viajando, desplazándose. He ahí la aberración de la luz…>>

(…)

Ángel imaginaba cómo sería la voz de tal eminencia científica leyendo su obra. Bradley se comunicaba con él. Ése era el mejor legado que un científico podía dejar para la posteridad.
Al texto lo acompañaban numerosos esquemas, diversos dibujos y muchos ejemplos matemáticos. Uno de los dibujos llamó su atención. Se trataba de un calco de las representaciones del suelo, dibujado en el libro a doble página y conservando todo su color, pese al amarillo de las páginas. En el centro del sistema solar, alguien, Bradley probablemente, escribió un comentario con los renglones elípticos, a modo de órbitas planetarias. Las letras estaban cambiadas. Un sencillo anagrama, pensó él:

‘’TAMESIS MEJAS DE JAEDDO EH YO VASERT LARBYED ASPIR CUNAN A LAROS ELD’’

Guttendörf lo tradujo sin problemas:

‘’YO, JAMES BRADLEY, NUNCA HE DEJADO DE PISAR A TRAVÉS DEL SISTEMA SOLAR’’.

Lo que no entendía era su significado. La intención de escribir aquello.

El profesor Guttendörf fue siempre un hombre de ciencia. Para él, todo lo acontecido en la naturaleza, por asombroso que pareciera, tenía una explicación científica. Dicha naturaleza no era más que un simpático mago capaz de levantar al público mortal de su terráqueo asiento, pero cuyos numeritos tenían un truco. Sin embargo, fueron muchas las situaciones que experimentó y que resultarían inexplicables para cualquier rama de la ciencia. La misteriosa srta. Blanchett era una de ellas. Tal vez fuese un fantasma que por alguna razón no descansaba en paz. Ésa y otros más, le invitaban, a veces, a ser más místico que práctico, más fantasioso e imaginativo, que sensato hombre de ciencia. Y es por ello por lo que, pese a no encontrar un significado al anagrama, sí creyó estar ante un enigma que, de resolverlo, le abriría la puerta a quién sabe qué situación fantástica.
Se atusó los quevedos, miró al suelo y trató de localizar la relación entre uno y otro dibujo. Por ejemplo, cada cuerpo celeste, instrumento o elemento grabado en el suelo, con las letras del anagrama resuelto:

La Y griega del ‘’YO’’, la cambiaría por la z, pues era el zinc el elemento con esa letra dibujado, así que pisó el dibujo que representaba al zinc, Zn30. La O con la O del oxígeno. La J de James la asoció con Júpiter, ubicando su pie en dicho planeta. La A con la galaxia de Andrómeda. La M con Mercurio. La E…y así fue de un lado a otro, a pequeños saltos entre un símbolo químico, un planeta o una galaxia, esperando con ello, abrir o descubrir algo sorprendente. Pero al acabar de completar su hipótesis, nada sucedió. La sala de estudio de Bradley se encontraba en el mismo estado semioscuro y silencioso, con el tictac de los relojes y el sonido de su cansada respiración.

- Muy travieso, sr. Bradley. – Masculló entre dientes.

La conjetura había naufragado. En aquella habitación no había nada increíble, sólo los maravillosos instrumentos y demás tesoros para la historia, de un hombre que fue toda una institución para la ciencia.
Dicha ciencia era la respuesta a todo. Hasta podía ser que la oscura srta. Blanchett no fuese más que una alienada escapada de un sanatorio mental cercano que se estaba haciendo pasar por sirvienta de los desaparecidos Bradley. En el mundo no había más respuestas que las que la ciencia y el saber científico concedían. Con esa premisa ya casi se marchaba, aunque antes se detuvo en un retrato de Bradley colocado en la pared junto al ventanal. No le había prestado atención hasta entonces, seducido por los retratos de los demás astrónomos más célebres. La pintura era del mismo estilo:

‘’James Bradley, astrónomo real’’
1755

Con una leyenda al pie:

‘’Viajero, deja aquí tu huella antes de partir’’

Guttendörf observó que la cara de Bradley estaba desencajada, como mal pintada. Pero no se trataba de un mal trabajo artístico, sino que la faz del astrónomo era en realidad una especie de interruptor circular.

- ¿Viajero, deja aquí tu huella antes de partir? – Se repitió extrañado.

Sin dudar, giró el rostro pintado hacia la derecha; éste se volvía más joven a medida que lo hacía, hasta que se oyó un clic y ya no pudo girar más. De pronto, de menos a más, un ensordecedor ruido invadió la sala, acompañado de un fuerte movimiento que hizo que todo temblara. El profesor casi pierde el equilibrio. El suelo giraba con rapidez, alzándose y hundiéndose de un lado a otro. Las lámparas caían, los libros, incluida la gran obra de Bradley, también. Los cuadros y todo lo demás se amontonaban en el suelo, dando vueltas todo al unísono, igual que un torbellino. Guttendörf, con dificultad, logró llegar al centro de la sala. El observatorio se abrió igual que si alguien lo accionara a distancia. Todo el decorado del cuarto cambió.
Asustado, pero fascinado, contempló como miles de estrellas de incalculables tamaños y formas lo rodeaban hasta casi rozar su piel. Era un coro lento estelar en el que Guttendörf, con sus botas negras, su camisa blanca, sus tirantes y sus eternos quevedos, caía irremediablemente. Sentía miedo acompañado de vértigo; era una caída al infinito del espacio. A la inmensa oscuridad del vasto universo que se presentaba por descubrir ante los ojos de un impresionado humano.
La caída cesó, ahora permanecía suspendido. Las estrellas seguían rodeándolo, además de las galaxias y todos y cada uno de los elementos del espacio sideral, algunos aún por revelar. Todo el secreto cósmico se presentaba ante él, pensando, mientras trataba de serenarse por el espectacular conglomerado de luces al que asistía, si aquel viaje no lo había hecho años atrás James Bradley y era a eso a lo que se refería con su incomprensible frase:

‘’Viajero, deja aquí tu huella antes de partir’’

Y allí estaba Guttendörf, extasiado, insignificante, como una mota de polvo ante el vasto firmamento, rodeado de galaxias, estrellas, planetas y demás cuerpos cósmicos. Era el universo, el mismo que tal vez, en el futuro, el hombre recorrería con su genio y su intelecto. El mismo que gracias a hombres como Bradley, podría comprender con el paso del tiempo.

Despertó en el jardín, iluminado por una estrella, una de aquellas vistas en el viaje. Ahora ya podía comprender qué era lo que lo iluminaba permanentemente. Despertó fatigado, dolorido, como si hubiese estado un año sin poder moverse. Miró a su alrededor, esperando encontrar a la srta. Blanchett y sus malas intenciones y sin dejar de recordar lo visto en la sala del astrónomo.

Amanecía. Recogió sus cosas y se dirigió a la ciudad, tomando un coche que lo llevaría al puerto. Ya era hora de regresar a su tierra, a Bonn, con Berta, con sus alumnos, con sus estudios y sus recuerdos.
El cochero pasó de nuevo frente a la mansión Bradley. En lo alto de la colina, con su cabello negro al viento y su rostro enfermizo, estaba ella, la srta. Blanchett, que lo saludó levemente con la mano al paso de los caballos. A su espalda, el jardín, la cripta, el terreno de los Bradley y la casa. La casa con su sello victoriano, el moho en sus tejados, la bóveda del observatorio y la sala del astrónomo.
Nunca fue el científico que deseó ser, pero lo que vio en su vida dedicada a la ciencia, le hizo ser, sin proponérselo, algo parecido, y muy satisfecho de haber sido lo que fue.




FIN

©Eminente prof. Keimplatz.
 

 
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