Tal
vez Ángel Guttendörf, médico, científico y profesor de la
universidad de Bonn, desease, en algunos momentos, otro tipo de
existencia.
Había noches en las que anhelaba ser, haber sido, cuando la
madurez se presentó ante sus quevedos, un científico más
solitario; algo parecido a su viejo y desparecido profesor Larss.
Un ser humano consumido por el afán de nuevos hallazgos, alejado
de toda presencia humana y sin más sentimientos y
consideraciones que hacia su persona pudiera dedicarse. Pero
toda esa imagen se borró el día que se casó con Berta, su amor
desde niño. Ese día hizo algo más que contraer matrimonio;
rechazó para siempre el sueño de dedicar su vida a la ciencia
tal y como él había imaginado; de ser un personaje misterioso,
escondido en su laboratorio, para ser ‘’sólo’’ un profesor
brillante en sus conocimientos y un médico al que casi todo el
mundo recurría.
Sin embargo, a lo largo de su dilatada carrera, numerosas fueron
las veces en las que su vida, de ser relatada, podría
considerarse tan enigmática y asombrosa, como los
descubrimientos con los que soñó desde niño.
Toda esa lucha consigo mismo le llevaba a tener enormes disputas
con Berta, y al borde de los cincuenta años, una de ellas hizo
que se alejara, por un tiempo, de su amado hogar.
No se alejó mucho. Le habían hablado que en una ciudad inglesa
llamada Gloucester, había una epidemia de gripe, enfermedad que
había domeñado incluso a su único médico. Y hasta allí fue
Guttendörf a investigar y como emisario médico internacional que
era, al mayor número de afectados poder sanar.
Su prestigio fue bien recibido por el gobernador del condado de
Gloucestershire al que pertenecía dicha ciudad. Éste, le ofreció
una habitación en su mansión, alejada unos cuarenta y cinco km.
de Gloucester. Pero Guttendörf no quería estar yendo y viniendo,
así que pidió ser alojado en algún hotel de Gloucester. El
gobernador le informó de que el único había sufrido un incendio
semanas atrás, pero le recomendó la mansión Bradley.
- Es la única vivienda acorde con su persona. – Le dijo.
- Gobernador, no creo ser un alto dignatario, le aseguro haber
dormido en sitios inimaginables. No tenga tanta molestia, puedo
pasar los días que dure mi trabajo en cualquier pensión.
- Querido profesor, como ya le he dicho, Gloucester es una
ciudad pequeña y la única pensión es el hotel del que le he
hablado. La mansión Bradley está deshabitada. Se encuentra en
las afueras, junto al río Severn. Es ideal para usted, incluso
en el caso de que quiera llevar algún enfermo desde la ciudad
puede acogerlo allí: tiene más de doce habitaciones, sin contar
las pequeñas viviendas adyacentes en las que vivieron los
criados y demás miembros del servicio de los Bradley. Éstas son
las llaves, aunque no puedo precisarle a qué puerta pertenece
cada una. Supongo que la mayor es la de la puerta principal, las
demás deberá averiguarlas usted mismo. – Añadió el gobernador
con una ligera sonrisa. – Pediré al cochero que lo lleve de
inmediato.
La ciudad de Gloucester amaneció con una espesa niebla; niebla
inglesa, murmuró al llegar y cuando el cochero ya se alejaba.
Pocos eran los ciudadanos que caminaban por sus calles; aunque
la gripe no había sido mortal, eran muchos los que permanecían
en sus casas, tomando jaleas y tratando de pasar el trance como
mejor podían. Ángel visitó al médico, que cortésmente lo recibió
en su cama.
- Muchos aseguran que es un virus que unos viajeros trajeron el
verano pasado desde América. – Dijo sin parar de toser y
atendido por una mujer que también estaba enferma. – Espero que
no se contagie, profesor, aunque creo que va a ser difícil que
no lo haga.
- ¿Cuál es el primer síntoma, doctor?
- La tos, después el sudor frío, la mucosidad y el dolor de
garganta. Créame, es una simple gripe que no va a matar a nadie,
si acaso algún anciano, pero es sólo eso. Siento mucho que haya
venido desde tan lejos para esto.
- No se preocupe, en realidad necesitaba hacer el viaje.
- Por favor, le agradecería que hiciese una visita al párroco de
la catedral y a la familia de mi mujer, los Conlown. Viven en
una pequeña casa de dos plantas junto al molino principal del
río.
- Así lo haré. Me hospedo en la mansión de los Bradley, ¿sabe
algo de ellos?
- Bueno, esa mansión lleva abandonada muchos años, no entiendo
cómo el gobernador le ha recomendado pasar allí su estadía. Como
tranquila y grande sí que es, pero no quedan mayordomos y para
alimentarse tendrá que volver a la ciudad. No hay mucha
distancia, pero cuando aquí llueve no invita mucho andar por
ahí. Allá usted. Ahora, si me lo permite, desearía descansar un
poco. Le agradezco mucho que nos haya visitado, profesor
Guttendörf.
Al salir de la casa del médico, se dirigió a la catedral, cuya
imponente fachada, de estilo gótico, le cautivó. El párroco no
estaba enfermo, así que la visita fue corta. Después encaminó
sus pasos, siempre con su maletín, a la casa de los Conlown,
donde todos estaban enfermos. Administró medicamentos, medicina
naturista más que nada, a cada uno de los integrantes
perjudicados. No había nada con lo que alarmarse, el aspecto de
los enfermos no era muy deplorable, así que en pocos días
estaría de vuelta en Bonn.
A media tarde, bajo una llovizna que apenas le molestaba, llegó
a la mansión de los Bradley. Era una residencia victoriana, con
un sinfín de ventanas y aspecto aletargado. Ciertamente, estaba
abandonada: el moho se acumulaba alegremente por las laderas del
tejado, las telarañas habían creado, con lenta, pero perfecta
exactitud, un ecosistema propio, la fuente de la entrada estaba
seca, sus tritones, incluso, parecían haber perdido la alegría
que contienen invisibles las figuras de piedra cuando el agua
discurre por sus figuras. El ambiente era de calma total, casi
lúgubre. Las hojas de los árboles se amontonaban por doquier y
un par de sillas rotas, del jardín, supuso el profesor, andaban
desperdigadas. Era como si un glorioso pasado, jalonado por
voces y concurridas visitas, se hubiera desvanecido para
siempre.
Subió los escalones de la entrada, sacando las llaves, pero al
introducir la más grande, la puerta no se abrió.
- Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle en algo? – Era la voz de una
mujer detrás de Guttendörf. Éste, sorprendido, se giró.
- Buenas tardes, pensé que no había nadie, de hecho, así me han
informado. – La mujer no respondió. Saco del bolsillo de su
delantal una llave y abrió la puerta de la casa. Parecía una
sirvienta.
- ¿Puedo saber quién es y para qué ha venido? – Volvió a
preguntar imperturbada.
- Me llamo Ángel Guttendörf. Soy médico y he venido por la
gripe.
- ¿La gripe?
- ¿Acaso no sabe lo de la gripe?
- Todos los de esta casa han muerto, pero no de gripe. – Aseveró
ella con la mirada perdida y algo triste.
- Lo lamento. El gobernador de Gloucester me permitió pasar aquí
las noches mientras trato de encontrar una cura. ¿Vive usted
aquí? Según tengo entendido, esta casa está deshabitada.
- Vivo aquí, en aquella caseta junto al jardín. Celebro tener un
huésped tan importante, si me necesita no tiene más que cruzar
el jardín y llamarme.
- Muchas gracias, Srta.…
- Llámeme Blanchett. Si lo prefiere puedo enseñarle la casa,
aunque imagino que deseará hacerlo usted. No se preocupe a la
hora de coger una habitación, todas están vacías, puede dormir
donde quiera. Aquí tiene la llave.
- Muchas gracias, Srta. Blanchett.
La entrada a la casa era todo eclecticismo y abandono en uno,
aunque la decoración atesoraba todo lujo de detalles. La mezcla
de varios estilos, englobados todos bajo el omnipresente
victoriano, era la nota predominante, reuniendo lo mejor de cada
doctrina decorativa. El mueble del vestíbulo demostraba haber
sido un mueble importantísimo para el hogar, siendo el sitio
donde se dejaban los sombreros, los paraguas, bastones... El
reloj de pared seguía en perfecto estado, produciendo un tic tac
eterno y que, debido al silencio pululante por toda la casa, se
escuchaba desde cualquier rincón.
El salón principal estaba profusamente ambientado en ricos
colores sobre las alfombras, las cortinas y las paredes, aunque
el penumbroso silencio dotaba a la estancia de una atmósfera
opresiva.
Predominaban las lámparas, algunas zooformes; los cuadros, en
especial los retratos, y uno de ellos presidía a todos los
demás. Era de un hombre de unos sesenta años, tocado con una de
aquellas pelucas grises y rizadas tan de moda en el s. XVIII en
los abogados y en la aristocracia. El cuadro contenía una placa
que rezaba:
James Bradley, astrónomo real.
1739
El mueble biblioteca, de madera de nogal, como casi todo, era
enorme, con ejemplares de todos los campos habidos y por haber
del saber humano. Guttendörf se sintió como un pirata ante el
tesoro que anda buscando toda su vida. Supuso que era en dicho
comedor donde se reunía la familia para comer e incluso para
rezar. La mesa, también de nogal, era rectangular y aunque el
polvo la arropaba como si de una fina capa de nieve se tratara,
no había perdido su majestuosidad. Había un lujoso aparador con
un espejo tallado con arcángeles y demás bienaventurados seres
del orbe religioso. El profesor estudiaba cada detalle, cada
elemento decorativo con profundo interés, como los dos
escritorios – algo poco usual – las mesitas, todas a juego,
ovaladas, redondas. Figuras de porcelana y de presumible gran
valor. Guttendörf reconoció varias porcelanas chinas y dos
candelabros judíos, y no negó su vista hacia un hermoso y
coqueto piano vertical, cuya última obra interpretada, según el
libreto consultado, era ‘’Las variaciones canónicas’’, de Bach,
casualmente, uno de sus músicos favoritos. No dudó en colocar
sus dedos sobre las teclas del instrumento, aunque como casi
siempre que hacía algo así, sentía grima por no ser algo menos
rudo para la música que tanto le fascinaba.
Sin más dilación, recorrió todas las habitaciones de la casa,
casi todas iguales, excepto una de ellas, de gran abalorio y con
un tocador exageradamente lujoso. Guttendörf imaginó que sería
la habitación de la señora de la casa. Al final del tercer
pasillo, había una puerta que parecía estar atascada, aunque no
le dedicó demasiada importancia. El ocaso era ya patente y se
estaba quedando sin luz natural. Pensó en encender las lámparas,
aunque para ello necesitaba fósforos.
Salió al exterior, dirigiéndose bajo la ya indudable lluvia a la
casa señalada por la Srta. Blanchett. Atravesó el jardín que,
sorprendentemente, estaba más iluminado que ninguna otra parte
de la mansión. El jardín era un extraordinario – casi
laberíntico – recorrido lleno de estatuas de leones, pájaros,
sapos gigantes, criaturas mitológicas, efebos griegos, un cupido
que apuntaba con su arco hacia un banco, seguramente donde se
sentaban las mujercitas. Dicha colección de estatuas
contrastaban con los ángeles bíblicos y una representación en
bronce de Brahmá, deidad hindú y que a Guttendörf le recordó un
viejo viaje. Había numerosas fuentes, y, para su asombro, de
todas brotaba agua, cuyo gorgoteo proporcionaban al lugar una
ambientación relajante, sin descontar la belleza de todo el
conjunto.
Al final del sendero, el profesor se encontró con el panteón
familiar que, afín al abandono de la vivienda y no al del
jardín, estaba cubierto de enredaderas. La puerta del monumento
funerario era de hierro forjado y una cadena la mantenía
cerrada. Era de cristal, y su interior, desde el enrejado,
estaba muy oscuro, por lo que Guttendörf no pudo distinguir
nada.
Siguió caminando, sobrecogido en parte, animado por otro lado,
ante tan extraño y sorprendente lugar. Llegó a la vivienda de
Blanchett:
- ¿Srta. Blanchett? – Golpeó en la puerta – Soy yo, Guttendörf.
¿Está usted ahí? – Pero nadie respondía. Trató de abrir, pero no
pudo, la vivienda estaba cerrada, y, asimismo, en visible estado
de abandono.
Contrariado, decidió volver por el jardín a la casa y buscar los
fósforos o velas: ‘’como en Lvov’’, farfulló. Podría pasar la
noche sin cenar, pero sin luz era poco aconsejable. Bajó a la
sala de calderas, en desuso y tuvo suerte. Encontró varias cajas
de cerillas con las que encendió todas las lámparas que pudo.
Escogió la habitación más cercana a la escalera que bajaba al
piso principal, cuya decoración resaltaba por su sencillez. Pero
antes de dormir, decidió investigar la biblioteca. Se entretuvo
hojeando un tratado botánico. Le sorprendió no encontrar nada
sobre astronomía, teniendo en cuenta el retrato del supuesto
señor Bradley. Guttendörf no era muy versado en dicho campo,
aunque si tenemos en cuenta los conocimientos de la sociedad de
aquella época, podría mantener una charla de astronomía con
cualquier persona que no fuese astrónomo, claro. Sin embargo, en
aquellas baldas no había un solo tomo que hablase de astronomía.
Era muy raro.
Acomodado frente a la apagada chimenea, arropado por una manta,
con los quevedos semicaídos y el tratado botánico sobre su
pecho, Guttendörf se quedó dormido plácidamente. Fuera, el
incesante repiqueteo de la lluvia hacía que dicho momento fuese
reconfortante, a pesar de la soledad y el misterio que
supuestamente rodeaba a la vivienda. En su sueño, tal vez el de
un prodigioso hallazgo científico o el de un viaje
extraordinario, oyó ruidos, pero su mente no pudo separarlos de
los de sus sueños y los de la realidad. Eran pasos en el piso
superior, y risas, como si hubiese una fiesta en la casa y
Guttendörf fuera un vecino al que no habían invitado. El sonido
explosivo del descorche de una botella de champaña fue lo que lo
despertó. Aturdido, sin saber realmente si había sido allí o en
su sueño, restregó sus ojos y se tumbó en la sobria habitación
escogida. Durmió apaciblemente. Los ruidos regresaron. Tras la
cerrada puerta se oían carreras y risas de niños. Un señor,
probablemente el anfitrión, daba la bienvenida a todo el mundo y
los asistentes zapateaban en consumado jolgorio. El profesor se
despertó. ‘’Menudo escándalo han montado los vecinos’’, pensó
confuso. Trató de conciliar el sueño de nuevo, sin caer en la
cuenta de que la algarabía había remitido. Se quedó con la
mirada fija, a la luz de la lamparilla, en un óleo que había
colgado a su derecha. Mostraba una escena costumbrista de una
fiesta en lo que parecía un jardín. Pero Guttendörf se
impresionó al ver, junto al mismo personaje que aparecía en el
retrato de abajo y que en éste descorchaba una botella de
champaña, una estatua de Cupido idéntica, hasta en la posición,
a la que había en el jardín. Le dio la vuelta al cuadro, de
mediano tamaño y leyó lo grabado por detrás:
James Bradley, astrónomo real.
1742
‘’Claro, cómo no me di cuenta antes, el descubridor de ‘’la
aberración de la luz’’, James Bradley, murmuró Ángel. ‘’Esta
casa perteneció a Bradley’’. Y en ese pensamiento tan
fascinante, se quedó dormido, esta vez, hasta la mañana
siguiente.
Salió de la casa, volviéndose a dirigir a la de la srta.
Blanchett, que como la tarde anterior, no estaba allí. El jardín
seguía conteniendo aquel fulgor extraño. El quinteto de robles
cubría el cielo, evitando que la luz matinal bañara con sus
rayos. El profesor dejó de valorar tan misteriosa situación,
marchándose a visitar a los enfermos de la ciudad, que era su
cometido. Seguía sin haber motivos de alarma; todos los griposos
respondían bien a su atención, pues él mismo sabía que la
medicina, aunque fuera la natural, no era más que un placebo
para cualquier clase de virus, que al igual que viene se va.
Salía y entraba de cada domicilio, dejando un tónico aquí, una
solución que enfriaría la fiebre allá. El mal por el que había
sido recomendado no era una pandemia de las fuertes. Incluso los
más jóvenes ya comenzaban a salir a la calle.
Sobre el mediodía pasó a ver al médico de Gloucester. Éste era
un hombre grueso, con barba y de mediana edad. Se encontraba en
el porche, según sus palabras, tomando el aire fresco que hacía
días que no disfrutaba. Guttendörf le informó de todos sus
progresos, y que muy probablemente, cuando se restableciera,
casi toda la ciudad estaría como antes.
- Cuánto hemos de agradecérselo, profesor. – Exclamó el galeno
británico.
- No tienen porqué. Estos días me han venido muy bien. No
imagina la cantidad de trabajo que tengo en Bonn.
- Debe de ser usted toda una autoridad. Aquí casi nunca sucede
nada. Créame, hay días en los que desempeño tareas tan dispares
como labrar o trabajos de carpintería. Y fíjese que paradoja,
que para una vez que se requieren mis servicios, enfermo como
los demás.
El profesor sonrió.
- No quisiera irme sin conocer mejor a la srta. Blanchett. Me
causó una impresión inquietante. – Manifestó.
- ¿A quién? – Preguntó el médico.
- A la srta. Blanchett, la doncella de los Bradley. – El doctor
miró a su esposa, que pasaba por su lado sirviendo un poco de
limonada, y ésta le devolvió la mirada en mutua sorpresa.
- Profesor Guttendörf, no hay servidumbre en la mansión de los
Bradley, ya le dijo el gobernador, y yo lo confirmo, que la casa
está deshabitada. Habrá hablado con cualquier mujer de alguna
vivienda contigua. – Ángel enarcó las cejas, que levantaron
ligeramente los quevedos.
- Pero ella me dijo que vivía en una pequeña casa ubicada tras
el jardín. – Afirmó.
- Amigo germano, le aseguro que nadie ha vivido allí desde hace
casi cincuenta años. Usted mismo habrá comprobado el deterioro.
No insistió. No deseaba ser tomado por un loco. A lo largo de su
vida había presenciado numerosos hechos extraordinarios, y
pudiera ser que la srta. Blanchett fuese uno más. Debía de
resolverlo. Se propuso hacerlo antes de regresar a Bonn.
El paseo crepuscular hacia la mansión Bradley fue tranquilo,
aunque en su interior se fraguaba la inquietud.
Entró en la casa, que seguía manteniendo la misma atmósfera
lóbrega y enigmática. Encendió las lámparas, así como su vieja
pipa de hueso de morsa. Mientras fumaba, toqueteando las teclas
del piano, miraba por la ventana que daba al jardín. El silencio
reinante era patente, casi tanto como un ensordecedor estruendo.
Y allí estaba ella de nuevo; era la srta. Blanchett, que con una
ramita en su mano, bailaba en la entrada a la casa, dirigiendo
su extraño, y algo demente baile, hacia el jardín. El profesor
no dudó. Dejó la pipa sobre el piano y salió al exterior. Tenía
que hablar con esa mujer.
La siguió, con el susurro de ella como hilo conductor y por
entre el vistoso sendero del jardín. El ulular de las lechuzas
danzaba con el canto de los grillos. La halló recostada en una
de las fuentes y en sugerente, casi lasciva, posición. Iba
ataviada con un rasgado vestido color negro, tan negro como su
cabello, húmedo y el cuál le caía por el rostro. Un rostro
triste, pálido, como la luz misteriosa que inundaba todo el
jardín. En cambio, la imagen de dicha mujer provocó en el
profesor cierta sensación sicalíptica.
- Srta. Blanchett, no se mueva, por favor. – Rogó.
- ¿Qué desea, profesor? – Inquirió ella lánguida.
- ¿Quién es usted?
- No soy nadie. Ya no lo soy. Fui la última criada de esta
residencia. La última que trabajó para el señor Bradley. Ahora
todos están muertos. – Sentenció con algo de fuerza lunática en
sus palabras.
- ¿Cómo era el señor Bradley?
- Era tan bueno con todos nosotros. Tan generoso. – Gimoteó,
pasando de un estado anímico a otro casi sin pensar – Éramos
como una gran familia.
Guttendörf estaba asombrado, asustado con las mangas de su
camisa aún remangadas por el trabajo y los tirantes aflojados.
Recolocaba una y otra vez los quevedos, que debido al sudor,
difícilmente se sostenían. Pensó en preguntarle cómo es que ella
estaba viva, si como rezaba la placa del cuadro de Bradley, éste
había fallecido más de cien años antes. Pero intuyó que no
sacaría nada en claro. Aquella mujer, fuese quien fuese, estaba
trastornada y no respondería coherentemente. Ella se incorporó
alterada:
- Usted no entiende nada. Ni siquiera debería estar aquí. – Le
espetó con mal modo, alejándose hacia el que dijo era su
domicilio.
- Pero…
La dejó, casi inconsciente, balbuceando palabras desconocidas y
regresó a la casa. El sueño, un terrible e invencible sueño, se
apoderó de él, logrando que se tumbara en la cama nada más
entrar. Y aunque en un principio no los oyó, los misteriosos
ruidos volvieron.
Esta vez se trataban de un duelo. La puerta estaba cerrada, tan
cerrada como la noche. Alguien hablaba en la lejanía de la casa:
<< Caballeros, amigos todos de la familia, me es muy difícil
comunicarles la noticia del fallecimiento de nuestro querido
amigo James Bradley, astrónomo de S. A. R>>
Y los llantos inundaban toda la casa. Había murmullos, un grito
de alguien que recibía la noticia. Era la música de la tristeza.
El sonido de la desgracia que golpeaba cada pared.
Con ese alarido, Guttendörf despertó. Sudaba y creyó que ya
amanecía. Miró su reloj de bolsillo y no era mucho más de
medianoche. Se sentó al borde de la cama, fijando su vista en
las estrellas que coquetas asomaban por entre las nocturnas
nubes. Había un cuadro en la pared más escondida del cuarto, la
que estaba tapada por el descomunal armario. Se trataba de otro
óleo y era la representación, en sencilla calidad, de un deceso.
Contenía otra placa:
James Bradley, astrónomo real.
1693-1762
Aún retenía en su mente los ruidos que lo habían despertado. Los
llantos de mujer resonaban todavía en su interior. Investigó
toda la casa y todo estaba inalterable, como cuando entró. Tal
vez la respuesta al enigma se hallara en el panteón familiar,
pensó. Y hasta él se dirigió con una lamparilla para iluminarse
y sin temor a encontrarse con la siniestra, pero sugerente,
Srta. Blanchett. Cruzando el jardín no necesitó la luz de la
lámpara, debido a la ya citada luz misteriosa, pero siguió
conservándola. Del cobertizo cogió un hacha de doble filo. Las
cadenas que había en la puerta del sepulcro sólo se romperían
con una. No se asustó por el par de golpes que efectuó para
romper la cadena. Abrió la puerta de la cripta y entró,
iluminándola con la lámpara, la cuál reposó en una vitrina con
un jarrón lleno de raíces, moho y telarañas. El polvo le hizo
toser, mirando en derredor a cada una de las lápidas. Había
muchas, más de las que esperaba. La del centro era la de más
ornamento. El epitafio había sido grabado con letras bañadas en
oro:
‘’Aquí yacen los restos de James Bradley, astrónomo real. Nacido
en Sherborne en 1693 y fallecido en Chalford en 1762’’
‘’Que su alma sea acogida por los astros y demás objetos del
universo a los que tanto amó y a los que su vida entera dedicó’’
Había más tumbas.
Emma Bradley, 1699-1769
Jonathan Bradley, 1696-1755
James Bradley JR, 1723-1788
Megan Bradley, 1726-1807
Allison Bradley, 1727-1736
Harper Bradley, 1729-1800
Benjamín Bradley, 1733-1819
Más al fondo, casi a ras del suelo, había otra lápida, de mayor
tamaño que las demás y cuya inscripción decía:
‘’Restos de la servidumbre de la casa Bradley’’
1712-1840
A la que seguía una lista de nombres que Guttendörf desempolvó
con las uñas a la luz de la lamparilla.
Dawson Major.
Loreta Flanagan.
Jason Mctagath.
Andrew Flaw.
Orville Perlman.
Mr. y Mrs. Trenton.
Salomón.
Elizabeth.
Oliver.
(…)
El último de los nombres fue el que aterró, por así decirlo, al
decidido profesor:
Amanda Blanchett.
De repente, confuso por lo leído, un portazo lo levantó. Alguien
había cerrado la puerta del panteón. Las cadenas eran de nuevo
colocadas y cerradas con un candado. Guttendörf corrió hacia la
puerta. Ya era tarde, estaba cerrada, y a través del cristal vio
a la srta. Blanchett alejarse. El hueco de los barrotes de
hierro de dicha puerta era demasiado estrecho. Ni siquiera la
mano de un niño pasaría para romperlo. Estaba encerrado.
Desesperado, aulló.
- ¡Socorro, qué alguien me ayude! – Gritó.
Nadie le oiría. Estaba ante uno de los momentos más delicados de
su vida. ¿Quién iba a preocuparse por él? Todos supondrían que
habría regresado a Bonn, y para cuando alguien de allí se
alarmase, sería demasiado tarde. Habría muerto de sed, en primer
lugar, rodeado de tumbas, de esqueletos ocultos tras una fría
lápida y eternos epitafios:
- Curiosa costumbre tenemos los humanos. Comunicarnos hasta
después de vivir. – Murmuró, tratando de conservar la calma.
Se serenó. Debía de mantener la cabeza despojada de todo
pensamiento y ocuparla con una sola idea, la que lo sacara de
allí.
Pasados unos minutos de reflexión, se fijó en los peldaños que
había de una tumba a otra en la pared, y en la pequeña ventana
ubicada en lo alto del monumento funerario. Un círculo de
cristal cercano a la cruz que coronaba la edificación por fuera
y cuya base se distinguía por dentro. Tendría que calcular si
cabría por tal abertura en caso de poder romperlo, pero tenía
que intentarlo. O hacía algo o moriría allí, abandonado, solo,
en la más profunda oscuridad. Era una escalada casi imposible.
Había poco margen para colocar los pies. La ventana estaba en el
punto más alto, casi en la unión de los dos tejados, a unos
cinco metros. Puso un pie en uno de los peldaños de losa,
aferrando los dedos a la siguiente de arriba. Ya estaba subido
en una, la de Emma Bradley, que seguramente fue la sra. Bradley.
La piedra era lisa y fría, y su propio sudor la hacía
resbaladiza. A la lámpara ya le quedaba poco gas. La iluminación
se hacía escasa. Pronto tendría que hacerlo a oscuras, a
tientas. Había una distancia considerable desde la lápida
superior, la más cercana al techo y la repisa de la ventana.
Tendría que impulsarse y colgarse de ella. Casi una actuación de
trapecista.
Le llevó casi una hora llegar a la más alta. Pisó con fuerza,
flexionó las rodillas y saltó, extendiendo los brazos hacia
dicha ventana. Chocó con la pared, lastimándose las piernas.
Pero ya estaba cerca. Volvió a apoyar los pies contra la pared,
esta vez sin apoyo y golpeó con fuerza el cristal. Estaba muy
duro, no había imaginado romperlo a la primera. Ya supuso que
habría de dañarse el puño, pero tenía que salir de allí, aunque
fuese manco de por vida. Se desabrochó la camisa y se la quitó
con una mano y ayuda de la boca. El otro brazo lo mantenía
suspendido. Se enrolló la prenda en el puño y golpeó con fuerza,
con angustia. Los nudillos comenzaron a sangrar, pero también el
tallado cristal a resquebrajarse. Siguió con la tanda de
puñetazos, mientras cerraba los ojos al hacerlo, aunque no
necesitó ver la rotura de la ventana, los oídos lo avisaron. Ya
estaba hecho. Con cuidado limpió la abertura de cuantos
cristales pudo. Soltó la protectora tela, se agarró con los dos
brazos y volvió a impulsarse con las piernas. Si al menos no
cabría, podría sacar la cabeza y estar allí toda la noche
voceando hasta que pasara alguien. Pero la circunferencia era
mayor de lo que parecía desde abajo. Arañándose, por supuesto y
clavándose pequeños restos de cristal en el cuello y los
hombros, Guttendörf pudo sacar medio cuerpo de la cripta en la
que creyó que iba a morir.
Con medio cuerpo fuera y las piernas colgándole por dentro,
subió al tejado, dejándose caer exhausto, abatido por el
esfuerzo realizado y bajo una tenue lluvia nocturna.
Respiró cuantas veces pudo, sonriendo ligeramente. Había salido.
Se estaba empapando, sangraba levemente y tenía frío, pero no
iba a morir allí abajo.
Se incorporó pasado el momento de satisfacción. Calculó la
altura desde el punto más bajo hasta el suelo. De pie,
procurando no resbalar. Y desde dicha altura descubrió una vista
total del jardín y de la mansión. Y fue en la vivienda donde su
vista se detuvo en aquella plácida noche. Estaba contemplando
una especie de bóveda acristalada y que el muro principal de la
casa impedía que se viera al entrar. Dicha bóveda se ocultaba
caprichosamente y sólo desde gran altura podía divisarse. El
profesor no tardó mucho en responder sobre lo que sería aquello:
- Es el observatorio.
Pero había recorrido cada habitación y no lo había visto.
- ¡La puerta que no pude abrir! – Soltó.
Con cuidado, se dejó caer de bruces sobre el embarrado suelo. La
fatiga en su cuerpo era incesante y el temor de ser atacada por
la srta. Blanchett, que no había dudado a la hora de encerrarlo
en la cripta para siempre, lo mantenía en estado de alerta. El
hacha que usó para romper las cadenas ya no estaba. Pero la
extraña mujer no reapareció en ningún momento, pudiendo
Guttendörf llegar a la casa salvo, aunque no muy sano.
Se curó en el botiquín los cortes, superficiales todos, tras
encender nuevamente las lámparas. Y sin más retraso, se presentó
frente a la puerta que no pudo abrir cuando llegó, entrando tras
abrirla a empujones. La cerró al dar el primer paso, cosa que
hizo sin darse cuenta; caía lentamente en un estado de sopor
provocado, supuestamente, por la ambientación de la descubierta
habitación. Ahora sí le encajaban algunas dudas. Aquella sí era
la sala de estudio, coronada por el abovedado techo, del
astrónomo James Bradley.
A su derecha se conservaba en perfecto estado, aunque
polvorienta y con telarañas, una completa y oceánica biblioteca,
la cual contenía volúmenes de astronomía en su totalidad:
‘’Óptica’’, de Newton; ‘’Sobre las revoluciones de las esferas
celestes’’, de Nicolás Copérnico; una edición elegante de
‘’Almagesto’’, de Ptolomeo, ‘’Uranometría’’, de Johann Bayer,
<<el filósofo científico de Ingolstadt>>, dijo Guttendörf para
sí…
Había también diversos elementos decorativos con motivos
científicos, astronómicos. Uno era un sistema solar cuyas
órbitas eran finos alambres dorados y cuyos planetas se
asemejaban a perlas y amatistas. Una pequeña araña pasaba de un
planeta a otro igual que si de un gigantesco invasor alienígena
se tratara. Entre un mueble y otro, con lámparas que el profesor
encendió, los retratos de Brahe, Huygens y Kepler, al que miró
fascinado. Era una sala increíblemente jalonada de detalles y de
curiosidades, sobre todo por la gran cantidad de relojes: de
pared, de arena, de sol, de péndulo, un cucú, clepsidras. Casi
todos funcionado incomprensiblemente. En la parte izquierda
había un espejo, uno de esos en los que la persona reflejada
cambia de forma dependiendo de su posición: aquí se es tan largo
y fino como un sedal; al otro lado bajito y obeso como un tonel.
En su base, una leyenda:
<<En ningún universo serás igual>>
- Muy apropiado, sr. Bradley. – Sonrió Guttendörf.
Junto al humorístico espejo un cofre con la cerradura rota.
Contenía un grueso montón de cartas, algunas de ellas auténticos
tesoros, pues estaban firmadas por los más importantes hombres
de ciencia del S. XVIII, incluyendo a Newton, que escribía a un
niño llamado James Bradley por su precocidad científica. De
recopilarse, podría escribirse una obra memorable con toda
aquella correspondencia. Había discursos, diplomas, galardones,
felicitaciones, hasta de la prestigiosa universidad rusa de
Vilna, que desde hacía siglos estaba considerada como uno de los
centros científicos y culturales más importantes del mundo.
Las baldosas de la habitación eran diferentes a las del resto de
la vivienda. Con excepcional trazo tenía dibujado la mayoría de
las constelaciones del firmamento, así como las galaxias,
elementos químicos que se hallarían en el espacio, instrumentos
y demás cuerpos estelares. En el centro, la representación, con
algunos planetas en relieve, del sistema solar.
Más al fondo del estudio había un telescopio reflector que
apuntaba hacia el observatorio bajo las estrellas. Y a su lado,
un caballete similar al de un pintor, sosteniendo no un cuadro
cubierto, sino la obra cumbre de James Bradley, encuadernada en
un tomo de grandes dimensiones, con tapa dura y escrito en
latín:
‘’LUX ABERRATIōNE’’
El profesor lo abrió por el principio y leyó un poco de su
introducción:
<< Has de saber, mi curioso amigo lector, que he aquí, en estas
páginas, donde se describe y se define la luz como algo más que
lo que el ojo humano puede ver. Tanto como el poder inmenso de
su brillo, como su formación, su desplazamiento y su aberración
(…)
Son los principios de la ciencia las leyes de la vida misma. Y
son éstas tan rígidas como moldeables (…)
Si te preguntaste alguna vez por qué hablas, por qué tienes voz
y hasta dónde puede ésta llegar, pregúntate después por qué la
luz es un destello a la vista humana, una energía muda capaz de
transformarse y ocupar cualquier espacio. Y si como tú y yo
sabemos, que la luz no dispone de voz, sí que posee la facultad
de comunicarse. Y es ésa su aberración (…)
Imagina una estrella, una cualquiera de las que ves y que sólo
algunos observamos noche tras noche. Su posición en tu campo
visual es ilusoria. La luz que emite viene de muy lejos,
viajando, desplazándose. He ahí la aberración de la luz…>>
(…)
Ángel imaginaba cómo sería la voz de tal eminencia científica
leyendo su obra. Bradley se comunicaba con él. Ése era el mejor
legado que un científico podía dejar para la posteridad.
Al texto lo acompañaban numerosos esquemas, diversos dibujos y
muchos ejemplos matemáticos. Uno de los dibujos llamó su
atención. Se trataba de un calco de las representaciones del
suelo, dibujado en el libro a doble página y conservando todo su
color, pese al amarillo de las páginas. En el centro del sistema
solar, alguien, Bradley probablemente, escribió un comentario
con los renglones elípticos, a modo de órbitas planetarias. Las
letras estaban cambiadas. Un sencillo anagrama, pensó él:
‘’TAMESIS MEJAS DE JAEDDO EH YO VASERT LARBYED ASPIR CUNAN A
LAROS ELD’’
Guttendörf lo tradujo sin problemas:
‘’YO, JAMES BRADLEY, NUNCA HE DEJADO DE PISAR A TRAVÉS DEL
SISTEMA SOLAR’’.
Lo que no entendía era su significado. La intención de escribir
aquello.
El profesor Guttendörf fue siempre un hombre de ciencia. Para
él, todo lo acontecido en la naturaleza, por asombroso que
pareciera, tenía una explicación científica. Dicha naturaleza no
era más que un simpático mago capaz de levantar al público
mortal de su terráqueo asiento, pero cuyos numeritos tenían un
truco. Sin embargo, fueron muchas las situaciones que
experimentó y que resultarían inexplicables para cualquier rama
de la ciencia. La misteriosa srta. Blanchett era una de ellas.
Tal vez fuese un fantasma que por alguna razón no descansaba en
paz. Ésa y otros más, le invitaban, a veces, a ser más místico
que práctico, más fantasioso e imaginativo, que sensato hombre
de ciencia. Y es por ello por lo que, pese a no encontrar un
significado al anagrama, sí creyó estar ante un enigma que, de
resolverlo, le abriría la puerta a quién sabe qué situación
fantástica.
Se atusó los quevedos, miró al suelo y trató de localizar la
relación entre uno y otro dibujo. Por ejemplo, cada cuerpo
celeste, instrumento o elemento grabado en el suelo, con las
letras del anagrama resuelto:
La Y griega del ‘’YO’’, la cambiaría por la z, pues era el zinc
el elemento con esa letra dibujado, así que pisó el dibujo que
representaba al zinc, Zn30. La O con la O del oxígeno. La J de
James la asoció con Júpiter, ubicando su pie en dicho planeta.
La A con la galaxia de Andrómeda. La M con Mercurio. La E…y así
fue de un lado a otro, a pequeños saltos entre un símbolo
químico, un planeta o una galaxia, esperando con ello, abrir o
descubrir algo sorprendente. Pero al acabar de completar su
hipótesis, nada sucedió. La sala de estudio de Bradley se
encontraba en el mismo estado semioscuro y silencioso, con el
tictac de los relojes y el sonido de su cansada respiración.
- Muy travieso, sr. Bradley. – Masculló entre dientes.
La conjetura había naufragado. En aquella habitación no había
nada increíble, sólo los maravillosos instrumentos y demás
tesoros para la historia, de un hombre que fue toda una
institución para la ciencia.
Dicha ciencia era la respuesta a todo. Hasta podía ser que la
oscura srta. Blanchett no fuese más que una alienada escapada de
un sanatorio mental cercano que se estaba haciendo pasar por
sirvienta de los desaparecidos Bradley. En el mundo no había más
respuestas que las que la ciencia y el saber científico
concedían. Con esa premisa ya casi se marchaba, aunque antes se
detuvo en un retrato de Bradley colocado en la pared junto al
ventanal. No le había prestado atención hasta entonces, seducido
por los retratos de los demás astrónomos más célebres. La
pintura era del mismo estilo:
‘’James Bradley, astrónomo real’’
1755
Con una leyenda al pie:
‘’Viajero, deja aquí tu huella antes de partir’’
Guttendörf observó que la cara de Bradley estaba desencajada,
como mal pintada. Pero no se trataba de un mal trabajo
artístico, sino que la faz del astrónomo era en realidad una
especie de interruptor circular.
- ¿Viajero, deja aquí tu huella antes de partir? – Se repitió
extrañado.
Sin dudar, giró el rostro pintado hacia la derecha; éste se
volvía más joven a medida que lo hacía, hasta que se oyó un clic
y ya no pudo girar más. De pronto, de menos a más, un
ensordecedor ruido invadió la sala, acompañado de un fuerte
movimiento que hizo que todo temblara. El profesor casi pierde
el equilibrio. El suelo giraba con rapidez, alzándose y
hundiéndose de un lado a otro. Las lámparas caían, los libros,
incluida la gran obra de Bradley, también. Los cuadros y todo lo
demás se amontonaban en el suelo, dando vueltas todo al unísono,
igual que un torbellino. Guttendörf, con dificultad, logró
llegar al centro de la sala. El observatorio se abrió igual que
si alguien lo accionara a distancia. Todo el decorado del cuarto
cambió.
Asustado, pero fascinado, contempló como miles de estrellas de
incalculables tamaños y formas lo rodeaban hasta casi rozar su
piel. Era un coro lento estelar en el que Guttendörf, con sus
botas negras, su camisa blanca, sus tirantes y sus eternos
quevedos, caía irremediablemente. Sentía miedo acompañado de
vértigo; era una caída al infinito del espacio. A la inmensa
oscuridad del vasto universo que se presentaba por descubrir
ante los ojos de un impresionado humano.
La caída cesó, ahora permanecía suspendido. Las estrellas
seguían rodeándolo, además de las galaxias y todos y cada uno de
los elementos del espacio sideral, algunos aún por revelar. Todo
el secreto cósmico se presentaba ante él, pensando, mientras
trataba de serenarse por el espectacular conglomerado de luces
al que asistía, si aquel viaje no lo había hecho años atrás
James Bradley y era a eso a lo que se refería con su
incomprensible frase:
‘’Viajero, deja aquí tu huella antes de partir’’
Y allí estaba Guttendörf, extasiado, insignificante, como una
mota de polvo ante el vasto firmamento, rodeado de galaxias,
estrellas, planetas y demás cuerpos cósmicos. Era el universo,
el mismo que tal vez, en el futuro, el hombre recorrería con su
genio y su intelecto. El mismo que gracias a hombres como
Bradley, podría comprender con el paso del tiempo.
Despertó en el jardín, iluminado por una estrella, una de
aquellas vistas en el viaje. Ahora ya podía comprender qué era
lo que lo iluminaba permanentemente. Despertó fatigado,
dolorido, como si hubiese estado un año sin poder moverse. Miró
a su alrededor, esperando encontrar a la srta. Blanchett y sus
malas intenciones y sin dejar de recordar lo visto en la sala
del astrónomo.
Amanecía. Recogió sus cosas y se dirigió a la ciudad, tomando un
coche que lo llevaría al puerto. Ya era hora de regresar a su
tierra, a Bonn, con Berta, con sus alumnos, con sus estudios y
sus recuerdos.
El cochero pasó de nuevo frente a la mansión Bradley. En lo alto
de la colina, con su cabello negro al viento y su rostro
enfermizo, estaba ella, la srta. Blanchett, que lo saludó
levemente con la mano al paso de los caballos. A su espalda, el
jardín, la cripta, el terreno de los Bradley y la casa. La casa
con su sello victoriano, el moho en sus tejados, la bóveda del
observatorio y la sala del astrónomo.
Nunca fue el científico que deseó ser, pero lo que vio en su
vida dedicada a la ciencia, le hizo ser, sin proponérselo, algo
parecido, y muy satisfecho de haber sido lo que fue.
FIN
©Eminente prof. Keimplatz.
|