A Ana.
Por su inestimable ayuda a la hora de escribir este relato.
La boda entre Ángel Guttendörf y Berta, su prometida durante diez años,
tuvo lugar en el mes de mayo de 1845.
La luna de miel sería un viaje, un crucero particular para ser más
exactos, por los fiordos noruegos, donde ella tenía un viejo pariente.
Sin embargo, el profesor Guttendörf, explorador científico incansable,
recibió una breve misiva, días antes de las nupcias, que le hizo cambiar
de idea.
Con cierto reparo, dado su noble carácter, se las ingenió para hacer
creer a su reciente esposa que Noruega estaba siendo azotada por
desatados y catastróficos vientos polares, lo cual haría del todo
imposible una tranquila navegación por los fiordos del reino
escandinavo. Berta, mujer de buena educación y no tan inocente como
aparentaba, creyó a ciegas a su marido.
- ¿Qué te parece Egipto?
- Egipto…allí hace calor, y ya sabes que no lo soporto. – Negó ella.
- Sí, pero no vamos a correr por el desierto. En las ciudades grandes
deben tener medios para paliarlo. ¿No te parece romántico un paseo en un
pequeño velero por el Nilo? – Ella lo miró, embelesada como de costumbre
por su expresión, rendida ante un tierno abrazo de enamorados, pero
sabedora de que Ángel, no había elegido el país de los faraones por
casualidad.
- Sólo espero que hagas lo que hagas allí, sea inolvidable para los dos.
– Y se besaron.
Aquella misma noche, el profesor Guttendörf quemó el mensaje manuscrito
recibido desde Egipto, leyéndolo por última vez:
‘’Mi querido amigo’’:
Mi más sincera enhorabuena por tu reciente casamiento, el cual me ha
sido informado por nuestro apreciado maestro Von Hofmann. Es por ello
por lo que me dirijo a ti para invitaros a los dos a un viaje de novios
por Egipto, país en el que vivo desde que dejé la universidad.
Es un país fascinante, y estoy seguro de que os encantará. Mi hogar está
a vuestra entera disposición’’.
Fdo: Jean Poqueline, tu viejo compañero de aula.
P.D.: ¿Crees haberlo visto todo?
La boda del profesor Guttendörf fue una equilibrada demostración de
fastuosidad y sencillez. En el banquete, el novio hizo alarde de sus
conocimientos, construyendo para la ocasión una paloma mecánica, un
autómata, el cual cuidadosamente preparó para que, al tirar la novia
hacia atrás su ramo nupcial, lo cogiera con el pico al vuelo, dejándolo
sobre los brazos de una estatua de Venus erigida en el centro del
jardín. Una vez allí, las jóvenes solteras correrían a recogerlo, pues
discurrió la voz de que quien llegase antes, sería la siguiente novia.
Dicho número, similar al genio renacentista Leonardo, con el que
guardaba cierto parecido en cuanto a genialidad, humanismo y ser
universal, resultó ser la principal atracción de la ceremonia, dejando
al público asistente boquiabierto.
En el Bonn del siglo XIX, siglo de gran esplendor científico para el
país, aunque también de cierta convulsión política (la guerra de los
ducados, la creación del primer parlamento alemán), el profesor
Guttendörf era célebre por su clarividencia, sin olvidar sus logros para
la ciencia dejados para la posteridad, como sus famosas ‘’Leyes
Guttendörf’’, afamadas porque, aun pasados los años, todavía son
incomprendidas. Guttendörf solía decir, que era médico y científico, y
unas veces más lo uno que lo otro, dependiendo del día en que se le
formulase dicha cuestión.
Tras la celebración, inolvidable, no sólo por el autómata volador, el
profesor y su esposa tomaron un tren hasta Brindisi, un trayecto que
Ángel haría en más de una ocasión. Allí, los felices recién casados
embarcaron en una elegante goleta rumbo a Alejandría, la ciudad del
mítico faro y de la, por aquel entonces, perdida biblioteca. En ningún
momento del viaje por las aguas del Mediterráneo, preguntó Berta por el
verdadero motivo de dicho destino, sin embargo, el profesor, en una
muestra de justa caballerosidad y oportunismo, pues ya no había marcha
atrás, se lo confesó.
- ¿Recuerdas a Jean Poqueline, el mulato del aula de ciencias?
- ¿Poqueline?
- Sí, alumno de mi promoción. Estuvo conmigo tres años. Solía
acompañarnos con tu prima por el parque Dublock; aún recuerdo las
cómplices sonrisas que nos dedicábamos al pasar una pareja por el lado
de la otra.
- Sí, lo recuerdo. – Confirmó ella sonriente.
- Me escribió hace un par de semanas. Ahora vive en Alejandría. Nos
invita a pasar en Egipto la luna de miel. También, no quiero engañarte,
me dejó una enigmática posdata. Ya conoces mi curiosidad, y…
- No sigas. – Lo contuvo ella con un beso, abrazados en el camarote – Si
tú eres feliz, yo también lo seré. – Terminó diciendo. Y era en esos
momentos cuando Guttendörf se sentía orgulloso de ser el marido de una
mujer como Berta.
No le resultaba difícil recordar el día que la conoció. Los dos rozaban
los veinte años. Él era un joven capaz de sostener profundos diálogos
con los más prestigiosos maestros y otras autoridades científicas,
dando, incluso, alguna que otra lección ex cátedra. Pero cuando una
señorita paseaba ante sus ojos, o tenía, por cualquier razón, que
intercambiar alguna palabra con una mujer, ese desparpajo se evaporaba
como los mismos líquidos con los que solía experimentar en su periodo de
químico.
Muchas veces solía pensar que conocerla le avivó el carácter, pues antes
de ello, estaba abocado a ser un tímido y acomplejado profesor alejado
de la sociedad de su tiempo, siendo ésa la batalla que mantenía en su
interior. Jamás, antes de conocerla, pensó decir te quiero a una mujer;
ella lo estimuló para que así lo dijera cuando lo sintiese.
- Te quiero, Berta.
- Yo también te quiero, Ángel. – Se decían la noche antes de arribar en
Egipto.
- Tú tendrías que haber sido científica, como yo, como Hypatia de
Alejandría.
- ¿Quién?
- Hypatia de Alejandría. Fue una filósofa Neoplatónica que vivió
alrededor del siglo V; Hypatia era hija de un reconocido astrónomo que
le inculcó todos sus conocimientos y al que superó en muchos puntos.
Lamentablemente, Hypatia existió en el principio del oscurantismo, en el
comienzo de la sombra medieval impuesta por la Iglesia católica, y fue
acusada de bruja, asesinada cruelmente por un grupo de exaltados
cristianos.
- Pobre mujer. – Musitó ella ante tan terrible y auténtica historia.
Llegaron a Alejandría. Según las instrucciones de Poqueline, éste vivía
en un conjunto de cabañas de adobe a las afueras de la ciudad.
Un tórrido sol los recibió, unido al ajetreo de la egipcia urbe, el ir y
venir de animales sueltos, sacerdotes con chilaba, exploradores
protoegiptólogos en busca de los tesoros ocultos por el pasado esplendor
faraónico, coleccionistas de dichos tesoros, los cuales llevaban a los
más importantes museos de Europa, y los primeros arqueólogos venidos
desde el viejo continente.
Berta estaba encantada, sobre todo con una cebra desbocada que corría
delante de su amo, que la seguía asustado tragando polvo.
Al profesor no le costó encontrar la cabaña de su amigo, pues era la
única de la hilera de edificaciones del mismo estilo que tenía un gallo
como veleta, un gallo francés, dijo Guttendörf para sí.
El reencuentro entre los viejos estudiantes fue efusivo. A Berta le
impactó la pobreza en la que vivía el que fuera estudiante de la
universidad de Bonn, y teniendo en cuenta la sociedad de la época en la
que discurre esta historia, sintió un profundo malestar, pues se pensó
que la flamante pareja dormiría en otra clase de vivienda, más lujosa y
con todo tipo de comodidades. El profesor, en cambio, no dudó en
recostarse sobre un camastro de paja, vencido por el calor, agradando a
Jean, que presentaba a su joven esposa y a un quinteto de criaturas,
todas hijos suyos, y demostrando gran calidad humana con su rápida
adaptabilidad. La nueva señora Guttendörf lo miraba, deseosa de una
pronta explicación, mientras los pequeños hijos de Poqueline se
aferraban a su vaporoso y elegante vestido de gasa, que ya perdía cierta
elegancia por el polvo y la suciedad reinante, además de un perro,
perseguidor de un puñado de gallinas, que se le metía por las faldas de
dicho ropaje.
- Poqueline, te has hecho egipcio del todo, con esa chilaba y esta casa.
– Le decía Guttendörf en sana camaradería. La mujer, una jovencísima
egipcia de tierna y afable mirada, estaba extasiada ante el porte
aristocrático de Berta, que aún no se había sentado.
- Ya ves, amigo Guttendörf. Me vine hace años con el afán de los
arqueólogos y las excavaciones. Formé parte de un grupo de franceses que
iban a Luxor, la antigua Tebas, una ciudad al sur de aquí y en la que
desempeñé funciones de médico. – Respondió el hombre. – Regresé a
Alejandría, donde conocí a Khjeba. Hago trabajos de veterinaria; como
ves, hay muchos animales sueltos. – Sonrió, acariciando al simpático
chucho.
El profesor le contó cómo le iban las cosas en Bonn, cuando la mujer de
Poqueline servía té. Berta seguía de pie, y Guttendörf, sin dedicarle
una sola mirada. La muchacha egipcia llenó una de las tazas de barro,
ofreciéndole un poco en su idioma.
- No, gracias. – Declinó ella con forzada sonrisa. Khjeba agachó la
cabeza.
- Perdonad a Berta. – Empezó a decir Ángel ahora sí, mirándola – Pero no
está preparada para permanecer mucho tiempo en esta clase de lugares;
qué le vamos a hacer, hay personas que por su gran suficiencia son
capaces de aclimatarse a cualquier medio, y otras como ella, no. –
Sentenció.
La reciente esposa se tomó dicho comentario como un reto, que era lo que
él quería y se sentó en los sencillos almohadones. Tomó una de las
vasijas, rellenó las copas de té y se sirvió a sí misma, sonriendo, esta
vez, de forma natural, aunque con algo de interpretación, a los
presentes. Una de las niñas de Poqueline, de unos siete años, no dejaba
de mirar a una de sus brillantes sortijas, y Berta, que a pesar de la
inicial reticencia, era asimismo una mujer de buen corazón, se la puso
en la manita.
- Para ti. – Ante el asombro de su esposo y amigo.
Y era ésa la escena de los Guttendörf, con su bombín, sus quevedos y su
bastón él, y su, arremangado y refinado vestido ella, frente a la
modesta pareja del otrora estudiante de Bonn, Jean Poqueline, esposa e
hijos.
Al atardecer, Guttendörf y su amigo se sentaron en una mole de piedra
abandonada junto a la casa para conversar: el profesor tenía que saber
el significado de aquella posdata. Encendió su pipa de hueso de morsa y
escuchó atentamente las palabras de su amigo.
- Guttendörf, ¿qué dirías a un pequeño viaje?
- ¿Para ver qué? Estoy seguro de que Egipto es un país fascinante, pero
tú no me has hecho venir hasta aquí para contemplar las pirámides y
demás ruinas ancestrales. Los dos protagonizamos el mismo papel, el de
la sed científica.
- Ángel…Egipto es mucho más que un país fascinante. La gente, el mundo,
vendrá aquí a ver las pirámides, a la esfinge y todo lo demás, pero muy
pocos entenderán de verdad lo que significa Egipto. ¿Te gustaría
acompañarme sí o no?
- Veo que no has perdido tu carácter, amigo mío. – Terció Guttendörf.
Jean era un hombre bajito, de poco pelo y tez oscura, de semblanza
taciturna. Apreciaba mucho a su homólogo alemán, pero desde que llegó a
la tierra de los faraones se irritaba cada vez que un visitante de la
misma o quien fuera, viese a Egipto como sólo el país donde hubo una vez
una gran y milenaria civilización y cuyos restos quedan pasados
milenios. – Está bien, iré contigo. A Berta no le agradará, a buen
seguro, pero no voy a irme sin conocer el motivo de tu enigmática nota.
Poqueline pasó toda la noche preparando el viaje, que si bien no sería
muy largo, sí que precisaba de abundante material médico, cuyo
transporte recayó en cuatro dromedarios y otros cuatro porteadores
ayudantes suyos. Guttendörf temió por la reacción de Berta, pero ésta se
lo tomó con más calma de lo esperado. Definitivamente, se había casado
con un hombre de insaciable curiosidad, y en Egipto, había dado con un
socio en dicho aspecto. Asimismo, encantada con la candidez y simpatía
de la mujer de Jean, no se disgustó por quedarse en su casa. Incluso
cambió su vistoso vestido por un atuendo más acorde con el ambiente. Las
mujeres se hicieron amigas rápidamente, jugueteando con los intentos de
comprensión de las diferentes lenguas.
Por la mañana, la voz de los dromedarios anunció a los viajeros de que
la partida estaba dispuesta. El profesor, rodeado de bártulos, montó en
el más atrasado, dejando el delantero para Jean.
- Nos dirigimos a una aldea cercana a la necrópolis de Giza, al sur,
junto al oasis de Al-Fayyum. – Informó Jean al poco de emprender la
marcha.
Al decir esto, uno de los porteadores, con visible sorpresa en el
rostro, se le acercó, deteniendo la caravana. Discutieron acaloradamente
bajo la atenta mirada de Guttendörf, que veía perplejo como su vista
comenzaba a perderse por entre aquellas eternas dunas, cada vez más
numerosas a medida que abandonaban la histórica Alejandría.
La discusión entre el doctor francés afincado en Egipto y el
transportador acabó con el abandono del viaje por parte de este último y
sus tres fieles ayudantes. De nada sirvió la acalorada súplica de Jean.
Los cuatro hombres desataron los bultos, montaron en sus dromedarios y
se marcharon, dejándolos allí, en el principio del desierto, con sólo un
animal y un montón de material desparramado en la arena.
El profesor preguntó:
- Me acompañaron en los dos primeros viajes. El primero pude pagárselo,
pero el segundo no. – Respondió el francés mientras iba recogiendo los
enseres a la vez que él. – Creyeron que eras un arqueólogo más deseoso
de conocer Giza. – Agregó con leve sonrisa.
- ¿Por qué no me lo has dicho? Podría haberles pagado. – Dijo él.
Jean no explicó nada más.
- Lo mejor que podemos hacer es seguir por nuestra cuenta. Carguemos
esto sobre el animal, seleccionemos lo más imprescindible, aunque creo
que no nos va a servir de mucho, y conduzcámoslo caminando. Tenemos
provisiones más que suficientes. A buen ritmo, en poco más de dos días
estaremos allí. – El profesor iba a decir algo, cuando Poqueline lo
interrumpió – Sé que no es lo que esperabas, pero es un pequeño
sacrificio que tenemos que superar. Aún puedes regresar, si quieres. –
En ese momento, un golpe de viento surgido del Este, abofeteó su faz
dibujada con los quevedos, los cuales hubo de limpiar debido a la arena
acumulada. Profundizó su percepción en la mirada de Jean, que parecía
sincera aun cuando se notaba a mucha distancia que algo ocultaba. Los
porteadores no se habían marchado sólo por la falta de dinero, sino que
algo, al nombrar Jean el nombre del oasis, les había asustado.
- Amigo mío, ya te dije que no volveré a Bonn sin saber para qué me has
hecho venir. – Contestó, atando todo el material.
El doctor Poqueline era un hombre carente de fortaleza interior. Su
carácter, portador de inexplicables melancolías, se apocaba con
facilidad. A medida que caminaban, el sentimiento de culpabilidad por
haber hecho venir a su viejo compañero y ponerlo en aquellas difíciles
circunstancias se acrecentaba. Guttendörf lo percibió, con lo que, para
aliviarlo, lo hizo hablar sobre Egipto, pues no hay nada mejor que hacer
describir a alguien sobre lo que sabe con toda la libertad.
- Hay dos clases de Egipto. – Decía. – Una la que ve el mundo occidental
desde la campaña napoleónica, y otra la verdadera, la que ven los
egipcios. Fíjate en el desierto. Los de fuera sólo ven arena, calor,
desesperación. Para los antiguos, el desierto es la muerte y el Nilo es
la vida. Todo lo que hay aquí es como un escaparate para el exterior.
Para nosotros, ya que yo me considero egipcio más que nada, es nuestra
casa, nuestra alma, nuestra madre, nuestro cuerpo. Y nada hay más
extraordinario aquí que nosotros mismos, herederos de lo que nuestros
antepasados crearon.
- Yo creo que lo fascinante, lo que atrae a la gente de fuera, es que
todavía hoy en día todo siga en pie.
- Pero sigue en pie por nosotros. Aquí vienen cientos de buscadores de
reliquias esperando encontrar un santo grial, un faro que les guíe en su
camino, un punto mágico. Pero no lo hacen, por eso dan más valor a lo
que hallan. Profanarán todas las cámaras funerarias que quieran, y
seguirán sin entender nada. Egipto no es sólo los faraones.
Pasaron la noche en las inmediaciones de un poblado bereber, al que Jean
no quiso dar cuenta de su presencia en la noche. Comieron algo y
durmieron con una repentina y exaltada brisa nocturna por encima. Al
amanecer, Jean bajó al poblado; tenía intención de pedir ayuda en forma
de otro dromedario, empresa difícil.
- Por lo que he podido entender, el jefe del poblado está muy
disgustado. Una de sus hijas se ha fugado con un buscador de tesoros
extranjero. No creo que nos ayuden.
- ¿Y qué tal un burro? Veo a muchos por aquí. – Inquirió Guttendörf.
- No es mala idea.
Poqueline habló de nuevo con uno de los hombres del jefe, el cual pidió
algo a cambio. El profesor le ofreció escoger algo entre los utensilios
médicos. El bereber dudó, pues no conocía nada de lo que Guttendörf le
mostraba. Los miró a los dos. Finalmente, se dirigió a Poqueline para
que fuera él el que le ofreciese el objeto a cambio
- Dale el estetoscopio. – Dijo el profesor.
Jean le dio el instrumento indicado, luego de mirar extrañado al
profesor.
- No te preocupes, siempre podemos acercar el oído. – Añadió.
El bereber tomó el utensilio sin saber qué hacer con él. El profesor se
lo cogió, colocándole las olivas en los oídos y poniendo la campanilla a
la izquierda de su esternón, logrando que el maravillado berebere
escuchase los latidos de su corazón con gran nitidez. Sonrió gratamente,
señalando hacia un grupo de burros.
- Llévense el que quieran. – Indicó en su idioma vernáculo, acercándose
a una de las mujeres del poblado para escuchar sus latidos amplificados.
- Parece que le ha gustado el trueque, de haberlo sabido podríamos
haberlo hecho por un dromedario.
- No seas negativo, Poqueline, un burro es más obediente.
Con la carga mejor repartida continuaron la travesía, iluminados por un
cegador sol en la mañana y guiados por las estrellas durante la noche.
En esas noches divisaban sombras lejanas por entre el mar de dunas.
Ángel suponía que eran viajeros, vendedores de esclavos o partidas de
arqueólogos en busca de fortuna en el país de los tesoros.
- El hombre trata de conocerse a sí mismo en esas excavaciones. –
Comentaba.
- Eres un tipo muy extraño, Guttendörf, siempre ves las cosas desde un
punto de vista alejado de la realidad.
- No es eso, pero sí es cierto que no suelo involucrarme en ningún lado.
Soy un hombre de ciencia; para mí, todo tiene una explicación
científica.
- ¿Sabes?, yo antes pensaba como tú, ya lo recordarás. Sin embargo,
cuando llegué a este país y vi lo que hay aquí, algo me hizo pensar que,
incluso la ciencia, cuyo conocimiento nos sirve para hallar respuestas,
está supeditada a algo. Está claro que, por ejemplo, el agua no surge
porque sí y la ciencia nos explica el porqué. Pero yo creo que detrás de
esa respuesta científica, lo que de verdad la muestra es algo que va más
allá de toda lógica científica; algo que no conocemos aún. Y creo que
los antiguos egipcios, con el conocimiento que en aquella época poseían,
estuvieron muy cerca de encontrar ese porqué. Pienso que de vivir en
nuestros días, los egipcios estarían mucho más avanzados que cualquier
civilización del resto del mundo. Podría mencionarte sus enormes
conocimientos matemáticos y geométricos, su medicina…ellos tenían la
ciencia y lo que hay más allá de la ciencia. – El profesor lo miró con
atención – No hagas mucho caso a estas difusas conjeturas.
- No, no, está bien tu exposición. Sucede que mi manera de ver las cosas
está todavía más allá de eso; de la lógica científica, en la cual creo a
ciegas, y el misterio que la engendra. No sé cómo explicártelo, ni
siquiera yo mismo puedo hacerlo. Es como si no fuera de éste, ni de
aquel mundo. Estoy aquí, junto a un viejo amigo en mitad del desierto,
esperando ver lo que imagino que es algo extraordinario y pienso que lo
que sea está ahí, esperando a que lo descubra y lo estudie, usando para
ello mis conocimientos científicos y esperando a que surja, por así
decirlo, esa chispa misteriosa de la que hablas.
Los diálogos durante el trayecto fueron eternos, casi tanto como el
número de granos de arena. Y al cuarto día, las tres pirámides de Giza,
la maravilla del mundo antiguo, surgieron del horizonte. El profesor se
sobrecogió; una cosa era ver las ilustraciones en la vieja biblioteca de
la universidad y otra verlas en vivo. Tres triángulos amarillos bajo un
esplendoroso azul. Parecía como si dichos monumentos hablaran,
diciéndole al viajero: ‘’Aquí estamos, aquí somos, aquí seguimos’’.
Pero la pequeña caravana dirigida por Jean, tomó la dirección de la
derecha, bajando por una duna enorme, cruzando un pequeño oasis, en el
que llenaron las cantimploras. Poqueline se bajó del dromedario,
indicando a Guttendörf que hiciera lo mismo. Estaban junto a un conjunto
de columnas con un pequeño obelisco en medio.
- La aldea a la que nos dirigimos está allí, detrás de aquella duna
rocosa. Sobre ellas puedes ver un remolino de viento que debes olvidar,
ya que es una tormenta de arena eterna, la cual hace que nadie quiera
acercarse. Yo llegué de casualidad, huyendo del ataque de unos
salteadores el día que vine a curar al profesor Lepsius.
- ¿Lepsius de Berlín? – Inquirió Guttendörf.
- Sí, es muy famoso aquí. Está en las pirámides, investigando los
jeroglíficos. Estaba en El Cairo, cuando uno de sus ayudantes vino a
decirme que Lepsius estaba muy enfermo y que no podía seguir trabajando
si no se curaba. Estaba en una tienda cerca de la esfinge. Tenía fiebre
y necesité varios días para curarlo. El caso es que, al volver, a mí y a
mis dos ayudantes nos cogieron salteadores de caminos. Huimos y yo acabé
en el remolino, apareciendo en la aldea.
- ¿Y bien?
- Debemos cruzar con precaución, aunque no hay peligro. Te ataré esta
cuerda a la cintura y a la mía, así no te perderás. ¿Preparado? – El
profesor asintió.
Los dos hombres atravesaron el pequeño torbellino de arena, no tan
peligroso como parecía. Aparecieron en un vasto y desolado llano, con un
conjunto de cabañas de barro y paja en medio.
- Amigo Guttendörf. – Habló Poqueline, mientras ambos desataban la
cuerda, cargados con sendas bolsas de material. – Puede que lo que vas a
ver te asuste, te aseguro que debes estar tranquilo. Y otra cosa, no he
querido decírtelo antes, pero todo este material no nos va a servir de
nada.
El profesor lo miró extrañado, y cuando fue a preguntar que para qué
tanta molestia con la carga, Poqueline, sin hablar, le señaló con el
dedo que mirara hacia atrás. Guttendörf lo hizo y lo que vio casi lo
tira de espalda. Era una figura humana, de mujer podría decirse por el
aire de su ropa. Portaba una jarra en la cabeza, amortiguada en un
turbante. Se trataba de un cuerpo humano de gran estatura y,
asombrosamente, con cabeza de animal. El profesor, boquiabierto,
preguntó.
- Es un ser humano con cabeza de chacal. – Reveló Jean.
El profesor dirigió su mirada hacia el poblado, en el que todos sus
habitantes poseían tan extraordinaria característica.
- El chacal fue un animal muy representado en el antiguo Egipto. –Decía
el médico galo. – Anubis, Señor de la necrópolis, el que guiaba el alma
de los muertos, está representado con la cabeza de un chacal. Recibió
culto en Menfis, Licópolis… Podría decirse que los habitantes de esta
aldea maldita son retratos de Anubis andantes, de ahí el color oscuro de
sus ‘’cánidas’’ cabezas y la delicadeza de su figura. Si te fijas bien,
no sólo sus testas son de chacal, también los son sus manos, los pies y
tienen rabo, como un animal.
Guttendörf andaba atónito por entre el conjunto de casas en las que los
aldeanos, supuestamente ajenos a la horrible imagen que mostraban,
proseguían con sus cotidianas labores. Sus gestos eran perrunos,
lamiéndose algunos las delgadas extremidades y rascándose como cualquier
semejante de dicha especie. Pero su forma de caminar –bípeda- y la
manera de mirar a la hora de dirigirse los unos a los otros o de coger
las cosas, eran totalmente humanas.
- ¿Por qué has dicho aldea maldita? – Quiso saber.
- No me cabe duda de que esto no es una epidemia orgánica ni nada que
tenga que ver con la medicina y sus patologías; con la ciencia misma.
Puede ser un embrujo, una maldición, supongo. Amigo mío, ni siquiera la
ciencia puede decirnos lo que aquí sucede. Los he examinado uno por uno.
No pueden hablar, se comunican mediante pequeños ladridos y gruñidos, y
tampoco hallé nada en los animales de alrededor de los que se alimentan,
las cabras con las que pastorean o el agua del oasis.
- ¿Crees que son conscientes de su aspecto?
- Creo que sí. Mira, fíjate en aquel niño, bueno, en aquel cachorro con
ropaje infantil, está dibujando en la arena caras humanas, probablemente
las recuerde.
- O quizá sean las nuestras.
- No. En mi primera visita encontré pinturas en aquella casa de allí, la
que está adornada con cirios y velos, imaginé que sería la de su jefe, y
así es, di con un chacal ataviado con colgantes y el típico ornamento de
sacerdote. Lo encontré inscribiendo representaciones humanas en una
tablilla.
Guttendörf se acercó a uno de ellos, uno que trabajaba artesanalmente
sobre un trozo de arcilla. El profesor se agachó, señalando dicho
trabajo. La criatura, mitad hombre, mitad animal, estaba sentado con las
piernas cruzadas igual que él. Con habilidad, se ayudaba del rabo para
trabajar con mayor facilidad, demostrando que no era la primera vez que
lo hacía.
- ¿Cuándo los viste por primera vez? – Le preguntó a Poqueline.
- Hace poco más de un mes. – Respondió éste expectante. - ¿Por qué?
- Creo que esta pobre gente lleva así mucho tiempo. Incluso creo que los
más jóvenes han nacido de esta forma.
- ¿Y tienes alguna teoría?
- No, considero que la observación es lo único que nos queda.
- Ahora ya sabes la respuesta a mi posdata.
Hasta ese viaje, en alguna que otra misteriosa ocasión, el profesor
Guttendörf había sido testigo de varios acontecimientos de carácter
sobrehumano. Es por ello por lo que, ante la perplejidad de Jean por su
serenidad, no perdió la calma, limitándose a estudiar, a simple vista, a
aquellos individuos de mirada humana y cánido cuerpo.
Era como estar en un mundo donde los animales, los chacales,
concretamente, lo dominaban todo. El profesor imaginaba qué ocurriría si
toda la humanidad fuese así, entendiendo que, si bien no es su exclusivo
aspecto, no dificultaría, en casi nada, su existencia como ser vivo en
la Tierra. Por otro lado, meditó la posibilidad de que a los habitantes
de la aldea, de ser conscientes de su estado, no les gustase mucho
parecer un chacal. En cambio, el doctor Poqueline se veía abrumado por
tal acontecimiento, y era en aquel momento cuando Guttendörf comprendía
el motivo de su atormentado y retraído proceder.
- ¿Y si tratamos de hablar con su cabecilla, con el que viste? – Sugirió
Ángel, tras varias horas de de observación.
- Ya lo intenté. – Negó Jean abatido. – No paraba de gruñir
inofensivamente, señalando con ladridos hacia un punto de su cabaña en
el que no había nada.
- Vamos a intentarlo de nuevo, tal vez tengas más suerte.
Sin llamar ni decir nada, los dos galenos entraron en la casa más
decorada de la aldea, la del sacerdote, el cual se encontraba sentado
sobre almohadones, ataviado con un religioso ropaje blanco, engalanado
con todo tipo de símbolos, los cuales Jean describió. Portaba una
pequeña filacteria o talismán, aullando al cielo y con una estatuilla
que el francés identificó como Amón.
El profesor se dirigió a él, queriendo saber por qué estaba así, lo que
había pasado. El sacerdote siguió aullando. Guttendörf puso su mano en
el lomo de la criatura, insistiendo en la elemental cuestión. El
sacerdote, quizá nervioso o crispado, gruñó, jadeando a continuación.
Volvió a aullar y algunos de los de fuera, respondieron con otro aullido
igual. Finalmente, el portador de la estatuilla de Amón dejó caer ésta,
ladrando en dirección a un lado del interior de la casa, una zona en la
que una pila de de madera y trozos de piedra de colores, restos de su
ornamentación, se amontonaban sin más.
- Lo ves, no lo comprendo. – Dijo Poqueline.
- ¿Y si está viendo algo que nosotros no vemos?
- Diría que no, aunque, a decir verdad, es difícil saberlo.
El profesor meditó unos minutos, volviendo a observar la dirección del
ladrido, pensando:
- Un momento. – Exclamó sin alzar la voz. - ¿Qué hay en esa dirección?
- Giza; la esfinge, las pirámides, Lepsius... – Declaró Jean.
- ¿Y si es allí hacia donde señala? – Planteó Guttendörf. – Puede que no
sea algo de esta cabaña, sino de aquel lugar. ¿Y si uno de nosotros va a
Giza y trae aquí a un arqueólogo? Lepsius, quizá, podría ayudarnos.
- No es mala idea. – Dijo Jean, un tanto excitado. – Yo iría, Guttendörf,
pero no tengo muy buenas amistades entre los arqueólogos, y por otro
lado, no quiero quedarme aquí solo.
- Tú decides. Podemos ir los dos, si lo prefieres.
- No, es mejor que uno siga aquí. Nunca he observado sus costumbres
nocturnas. Me quedo yo. ¿Estás de acuerdo?
- De acuerdo. – Respondió enérgico el profesor. – Me voy ya. Está
anocheciendo.
Cuando la noche ya era la dueña del desierto, con su fría corriente y
los aullidos en la lejanía, el profesor, montado en el burro, marchó a
través del remolino de la entrada hacia Giza y sus incalculables
reliquias del pasado. La luna llena proporcionaba una gran iluminación
en la arenosa oscuridad. Las pirámides, al fondo, le servían de guía, y
a medida que se iba acercando a ellas, una extraña sensación nunca antes
experimentada, recorrió su cuerpo vestido con tirantes y una larga
túnica abierta como abrigo prestada por Poqueline. El profesor, en su
fuero interno, lo achacó a la vistosidad, al halo de misticismo otorgado
por la desértica noche y el paso del tiempo en aquellos milenarios
restos.
Las mastabas, comunicadas casi todas con sus respectivos hipogeos,
comenzaban a proliferar en el camino; resultaban ser monumentos
funerarios dotados de gran solemnidad, a pesar de la lógica ruina.
Al fondo, una mole que daba la espalda a la luna, lo esperaba, por
decirlo así, majestuosa. A Guttendörf le entró prisa por verla de cerca,
pues era una estampa de indudable belleza, con pequeñas nubes que
ensombrecían el destello lunar y esporádicas palmeras en lontananza.
Al llegar, bajó del burro, y de haber sido un hombre de personalidad más
voluble, se habría arrodillado. Estaba ante la Esfinge y su eterna
mirada por los siglos de los siglos. Fue en dicho momento cuando se
percató realmente del país en el que se encontraba, y cuando comprendió
lo que pretendía decirle el francés con aquello de que Egipto no es sólo
lo que se ve, sino lo que no se ve y sí se siente.
Y lo que él sentía desde lo más profundo de su ser ante aquella mítica
construcción, era la idea de ser un viajero temporal, hechizado por la
mirada de la Esfinge y su pasado. Absorto en dichos pensamientos, el
sonido de caballos cercanos lo devolvió a la realidad y a su cometido.
Montó en el burro, acelerándolo para dar alcance a los jinetes.
Eran cinco, y Guttendörf gritó, deteniendo su paso.
- ¿Quién es usted? – Preguntó de mal modo uno de ellos, vestido con ropa
occidental.
- Me llamo Ángel Guttendörf, soy médico de Bonn, busco al profesor
Lepsius. – Contestó Ángel muy sereno.
El jinete lo miró de arriba abajo, tratando de domar a su caballo,
inquieto por la inesperada parada.
- El profesor Lepsius ya no está enfermo, no creo que quiera ver a otro
médico. – Manifestó el mismo con desaire.
- Disculpe, caballero, pero yo sí necesito su ayuda. Le agradecería me
dijera dónde puedo encontrarlo. – Los demás se mantenían callados, muy
tranquilos.
- Lo siento, pero insisto… - Y al seguir con la negativa, uno de los que
estaban más atrás, el que parecía mayor, no sólo por su encanecido
cabello, sino por el porte solemne, lo interrumpió.
- Ya basta, Franz. – El que habló primero se calló, dejando a que el
nuevo lo hiciera. - ¿Cómo ha dicho que se llama? – Preguntó,
dirigiéndose al profesor.
- Ángel Guttendörf, de Bonn. – El otro lo miró atentamente.
- He oído hablar bastante de usted, profesor. – Dijo finalmente. - ¿Qué
hace en Egipto?
- He sido invitado por un viejo amigo. Halló una aldea no muy lejos de
aquí cuyos habitantes creemos que han caído en una poderosa maldición.
Busco al profesor Lepsius, una autoridad en la materia, para que pueda
ofrecernos una explicación al inexplicable hallazgo.
- Soy Lepsius, dígame, ¿de qué se trata?
- Le agradecería que viniera usted a verlo con sus propios ojos,
profesor. – Sugirió Guttendörf.
- Lamento decirle que resultará del todo imposible. He recibido un
mensaje urgente de Berlín. He de viajar hasta allí de inmediato.
- ¿Y no puede perder un poco de tiempo? Le aseguro que no se
arrepentirá.
- Estoy seguro de ello. Me consta que es usted toda una eminencia en el
campo científico. Quizá a mi regreso en el mes próximo. – El profesor
suspiró. Había llegado hasta allí para nada. – No se preocupe, en estas
excavaciones hay muchos arqueólogos deseosos de dar con algo
extraordinario, no tiene más que buscar por estos alrededores. – Le
indicó Lepsius. – Ahora, honrado y celebrando el haberle conocido, ha de
disculparme, nos queda un viaje muy largo.
El profesor Guttendörf tendió su mano a la de Lepsius.
- Karl Richard Lepsius a su servicio, profesor Guttendörf. – A Ángel le
pareció exagerado, casi chocante, que un personaje como Lepsius le
reverenciara de aquel modo. Se despidió, volviendo a quedar solo en la
vasta aglomeración de ruinas, derruidos obeliscos y demás perduradas
construcciones presididas por las pirámides y la cautivadora Esfinge.
Ahora ya no sabía qué hacer sin Lepsius. Podría encontrar, como le dijo,
algún anónimo arqueólogo que quisiera acompañarlo hacia la misteriosa
aldea. Caminó, tirando del burro, contemplando las excavaciones en las
que, para su sorpresa, no había señales de actividad humana. Sin darse
cuenta, sin saber si volver con Jean o seguir buscando, topó con la
dominante y esplendorosa Gran pirámide de Giza, la mayor de todas y la
única de las antiguas maravillas citadas por Antípatro que aún seguía en
pie. Si la Esfinge lo impresionó, la Gran Pirámide lo hizo aún más.
Era verdad, Egipto conquistaba por una extraña razón que iba más allá de
lo encontrado en los restos del mundo antiguo. La construcción, a la que
Guttendörf observaba por sus ocho lados, se erigía grandiosa, como una
gran señora que, pese al paso del tiempo, aún domina con su presencia.
En la cara norte, salida de una de las galerías subterráneas a la que
accedió por un pasaje descendente, Guttendörf observó el brillo de una
luz. Ató el burro a uno de los pilares de granito y entró en la,
seguramente, excavación de algún grupo arqueológico. Anduvo por el
corredor con tablas en la superficie y restos de actividad reciente,
guiado por la luz del fondo. Llegó a una pequeña cámara funeraria hecha
de granito igualmente, de suelo y techo rectangular y muy irregular. El
granito le causo sensación desasosegante a Guttendörf, de dureza y
rigidez, así como de vacío, unido a un silencio sepulcral.
Al fondo, subida a un inclinado andamiaje, vestida a la manera
occidental, (pantalón, camisa, tirantes), había una persona, tan
abstraída en su tarea, que no reparó en la presencia del profesor.
- Disculpe. – Pronunció Ángel tras toser levemente. La persona, una
mujer joven, se volvió sin mostrar sobresalto.
- Vaya, ¿qué se la ha olvidado a tío Karl esta vez?
- No, soy Ángel Guttendörf, soy médico. – Su tono revistió credibilidad.
La mujer bajó, secándose el sudor, sujetándose el pelo y ofreciendo
educadamente su mano al profesor.
- Perdone, creí que era uno de los ayudantes. Yo soy Anne, Anne Lepsius.
- ¿Lepsius?
- Así es. – Afirmó ella. Parecía una chica muy sensata y segura en su
modo de hablar. – Soy sobrina del profesor Lepsius. Él se ha marchado
ya. Creo que me he quedado sola, quitando a los italianos que hay más
allá de Jafra.
- Lo sé, acabo de cruzarme con él. Encantado de conocerla, y siento
haberla interrumpido.
- No, no se preocupe, de vez en cuando necesito que alguien lo haga, o
no puedo parar hasta desfallecer. En lo que ando – Dijo, señalando a la
zona del andamio en la que estaba subida. – O paro por mi salud, o
alguien viene y lo hace.
- ¿Acaso la he cogido en un difícil acertijo? – Indagó él.
- Más o menos, aunque la palabra acertijo es más sensacionalista que
otra cosa, muy propia de quien no conoce Egipto.
- Excelente apreciación; es mi primer viaje. – Confirmó Guttendörf.
- Salgamos fuera; llevo horas aquí metida. Tengo un poco de ron. Lo
invito.
La brisa nocturna aclaraba y despejaba al mismo tiempo. El profesor, sin
dejar de pensar en Jean y en el lugar en el que lo había dejado, se veía
ahora sentado en los restos de un muro con la sobrina del berlinés
Lepsius. La mujer, de complexión delgada y dinámica figura, sustrajo de
una mochila escondida una botella de ron. Dio un trago y se la dejó al
profesor, que bebió también. Ella encendió un cigarro y se sentó a su
lado. Al él le gustó la delgada línea que trazaba sus cejas, en
contraste con sus enormes ojos
- Bien, señor Guttendörf, ¿Qué le ha hecho venir a la tierra de los
faraones y caminar por entre sus restos a la luz de la luna?
Normalmente, los turistas y los caza tesoros suelen traer un gran
comparsa de acompañantes.
- Estoy buscando a algún arqueólogo que quiera venir conmigo.
- ¿Ir adónde? – Inquirió ella.
- No es muy lejos, un poco más al sur del primer oasis al oeste. A una
aldea. Pero ha de ser una persona preparada, exenta de miedo y
debilidad.
- Vaya. – Sonrió la mujer. – Dicho así, nadie querrá ir con usted, por
muy atrevido que sea. ¿No le parece?
- Sí, disculpe, me he explicado mal, no tengo mucho tacto con las
mujeres.
- Pues no me mire como a una mujer. – Dictó Anne con vivaz mueca.
- Sinceramente, estoy inquieto por Jean, un amigo que me espera en ese
lugar. Por favor, si no tiene inconveniente y quiere ver algo realmente
asombroso, venga conmigo; necesitamos que alguien nos ayude. – Rogó el
profesor.
- Supongo que si le pregunto antes de qué se trata, usted no me lo va a
decir, ¿verdad? – Guttendörf sonrió levemente.
- Venga conmigo, tal vez le interese.
La joven se dejó convencer. Apagó el cigarro, guardó la botella en la
mochila y se dirigió hacia un pequeño dromedario que permanecía
demasiado calmado. Al profesor le atrajo su pasmosa facilidad para
subirse al animal. Subió al burro y juntos, tomaron la dirección que
Guttendörf trajo, dejando atrás a la Gran Pirámide, a la Esfinge y a
todas las demás construcciones del pasado remoto para adentrarse en el
desierto, aún bajo la luz de la luna.
- Es impresionante todo esto. – Apuntó él.
- ¿A qué se refiere?
- A todo lo que hay aquí; a estas grandes pirámides. En la que se
encontraba usted es imponente, aunque la que está junto a la Esfinge
parece mayor.
- No, es sólo que está hecha sobre una meseta superior, pero Jufu es más
grande.
- ¿Jufu?
- Jufu, así se llamaba el faraón que ordenó su construcción; en
occidente helenizado es Keops.
- Parece que los griegos sabían mucho del Antiguo Egipto.
- Los griegos escribieron gran parte de su historia, pero dieron muy
diversas y erróneas interpretaciones. – Puntualizó la joven egiptóloga.
- Más allá de todo eso, yo sigo conmovido por la magnificencia de las
pirámides, por la de Jufu, concretamente.
- Debería saber que su construcción no está exenta de sombras, profesor.
El faraón, según el cuento hecho en el Primer Período Intermedio,
esclavizó a su pueblo. Incluso mandó a su hija a prostituirse,
obligándola a que, con cada hombre con el que se acostara, le diera una
piedra, y con ellas levantó la gran pirámide.
- Con Jean mantengo una ínfima disputa, por llamarla así. ¿Qué cree
usted que hace que Egipto y su aureola de misticismo atraiga tanto?,
aunque se conozcan, como usted conoce, alguna de sus sombras. – Indagó
el profesor, sabedor de que la sobrina del profesor berlinés, cuyo
alemán parecía haber sido aprendido recientemente, resultaba toda una
autoridad en el tema.
La chica, que se diría llevaba mucho tiempo allí, seguía contemplando
las ruinas con la fascinación del primer día. Era evidente que estaba
enamorada de todo aquello.
- Egipto, la mitología que lo rodea, es tan atractiva más que nada por
la cantidad y la calidad de información que tenemos de ella, cosa que
apenas sucede con las demás. ¿Qué hay de las otras?, de la griega, por
ejemplo, sólo una obra importante de Hesíodo, cuatro columnas y dos
templos. Por no hablar de la nórdica, la china o la precolombina. Entre
todas, no logran igualar el inmenso legado dejado por esta civilización,
la cual veía al mundo, a su mundo, desde un prisma desde el cual nadie,
pasados los siglos, ha vuelto a ver. Y lo que conocemos hoy, no es nada
para lo que se conocerá mañana. – Guttendörf asentía cortésmente.
- ¿Y qué es lo que estaba investigando cuando he llegado?
- Un jeroglífico. – Respondió Anne. – Son mi perdición, casi tanto como
el ron.
- ¿Y qué son en realidad los jeroglíficos?
- Simplemente símbolos con un único cometido.
- ¿Cuál?
- Verá, para los egipcios, el Más Allá era algo más que morir. Ellos
entendían que, aun muertos, tendrían las mismas necesidades que en la
vida terrenal, por eso, en un principio, los hijos del difunto llevaban
ofrendas en forma de pan, carne y agua. El paso del tiempo hacía que
dicha necesidad fuera casi una molesta obligación, y para ello, idearon
los jeroglíficos, algunos, como ha visto, con representaciones de panes,
bueyes, patos, peces, sendas fluviales… Monsieur Champollion los definió
como ‘’un sistema complejo figurativo y fonético al mismo tiempo, con
casi una frase en un solo símbolo’’. Pero créame, muchos están por
descifrar, y soy de la teoría de que más de uno revela algo más que una
frase cotidiana, sin caer en la manida definición del acertijo. – Y el
profesor volvió a sonreír. Estaba encantado, aunque no le gustaba esa
palabra, con la expresividad y elocuencia de la joven Lepsius, la cual,
cosa que Ángel no esperó, no se amedrentó al cruzar el extraño remolino
de entrada a la aldea.
Jean Poqueline estaba recostado sobre un camastro en una de las cabañas.
Amanecía, y el profesor, tras despertarlo, le presentó a Anne, que, como
es lógico, no daba crédito a las extrañas criaturas que estaba viendo.
- ¿Qué es esto? – Preguntó.
- Eso es lo que queremos saber nosotros. – Contestó Guttendörf. – La he
traído por si puede ayudarnos. Creemos que puede ser una maldición, pues
no hay explicación científica que lo resuelva.
Ella ladeó la cabeza.
- No puedo creer lo que estoy viendo.
- Ya le dije que sería asombroso.
- Probablemente nos marchemos de aquí, dejándolos en paz y sin descubrir
nada. – Añadió Poqueline con resignación y cabizbajo.
- En la cabaña más grande hay un sacerdote. – Dijo el profesor.
La llevaron al mismo, y la mujer se quedó petrificada. Lo identificó del
mismo modo que lo había hecho Jean. El hombre chacal seguía en la misma
postura, ladrando, aullando, jadeando y señalando hacia Giza.
- No han dejado de aullar en toda la noche. – Indicó el médico galo,
visiblemente cansado a diferencia de Ángel, cuyo afán investigador no
era aún paliado.
- Nuestra teoría se centra en Giza. – Dijo el profesor. – El sacerdote
no deja de mirar hacia allí, la respuesta ha de estar allí.
- Puede que tengan razón, caballeros. Hay numerosas muestras en
jeroglíficos y tablillas que cuentan las crueldades de Jufu hacia su
pueblo, pero ninguna habla de maldiciones de este tipo. – Detalló Anne.
Los insólitos habitantes no dejaban de realizar sus tareas, ajenos todos
a su presencia. Unos sacaban agua de los pozos, los más pequeños jugaban
como si tal cosa, otros ordeñaban las cabras; la normalidad en sus
actividades contrastaba espantosamente con lo increíble de su imagen.
Finalmente, Anne Lepsius decidió volver a Giza, pues no había nada allí
que pudiera revelar tan insondable misterio.
- Oye, Guttendörf, ¿crees que si permanezco aquí mucho tiempo podría
convertirme en uno de ellos? – Consultó Poqueline.
- No sabría responder a esa pregunta. Te aconsejo que vengas con
nosotros.
En ese momento, el sacerdote chacal cogió una vara con sus manos
perrunas, trazando una pirámide en el arenoso suelo de la cabaña.
- ¿Qué va a hacer? – Preguntó Poqueline. Ángel lo silenció con un siseo.
Trazó la pirámide con un sol en lo alto. A la derecha del garabateado
monumento, dibujó una aldea, a la que Anne dio por sentado que era la
suya, y a la izquierda, cada vez más trémulo y aullante, representó una
figura humana de gran dimensión, con un brazo que señalaba, en desigual
surco, hacia la dibujada aldea, la cuál borró de repente.
- Creo que tienen razón, se trata de una maldición. – Aseveró la chica
con la mirada perdida. El aullido del sacerdote se hizo escandaloso.
Jean Poqueline quiso correr el riesgo, quedándose de nuevo en la aldea.
- Si la respuesta está aquí, uno de nosotros debe estar presente. –
Sostuvo sin apenas firmeza. El profesor respetó la decisión.
- Considero que debemos hacer algo por ellos, hay tristeza en sus
miradas. – Dijo ella.
Cuando el sol ya bañaba con fuerza todo el lugar, el profesor y la
sobrina de Lepsius se dirigieron nuevamente a Giza. Allí, un grupo de
arqueólogos británicos habían invadido la entrada a las cámaras de la
Gran Pirámide. El profesor propuso no decirles nada de lo que sucedía
más allá del oasis. Sin embargo, los dos sabían que sería difícil
trabajar con tanta muchedumbre. Pero Anne, tan inteligente como bella y
avispada, tuvo una idea. Les hizo creer que junto a Mikerinos, nombre
helenizado de Menkaura, la más pequeña de las pirámides principales,
habían encontrado una máscara de oro y diamantes del faraón ‘’Nahumosis
II’’. Y el quinteto de egiptólogos no dudó en recoger sus cosas y
dirigirse hasta allí.
- ¿Por qué tengo la impresión de que se acaba de inventar ese nombre? –
Preguntó Guttendörf.
- Bravo, profesor. Con ello le demuestro que algunos vienen aquí guiados
por la codicia, sin importarles nada más, y ya lo ha visto, sin saber
apenas nada de la historia egipcia. Rápido, tenemos poco tiempo.
- ¿Poco tiempo, para qué?
- No tardarán en volver. Vamos a entrar en la cámara de Jufu,
estudiaremos sus jeroglíficos, tengo la sensación de que podemos
averiguar algo.
Dejaron al burro y al dromedario en la entrada, entraron por el mismo
pasaje que el profesor ya conocía, regresando a la misma sala fúnebre en
la que se conocieron. Anne encendió las dos lamparillas, accionó una de
las manivelas y la piedra granítica que hacía de puerta, se cerró por
dentro.
- No hay cosa que más deteste que un puñado de señoritos ociosos y
adinerados que se creen arqueólogos; a nuestros amigos momificados no
les haría mucha gracia que no creyeran en ellos. – Manifestó la joven
con firmeza. El profesor se ajustaba los quevedos, ciertamente no se
alegraba de estar encerrado en un lugar como aquel. Ella, no obstante,
estaba decidida a resolverlo todo.
- ¿Qué cree que pudiera haber hecho Jufu con unos personajes así? –
Indagó casi por curiosear algo. Anne no contestó. Se limitó a mirar al
suelo, pensando, con la mano en la boca.
- Un momento, creo que ya lo tengo. – Dijo con emoción.
- ¿Qué?
- Verá, profesor, Egipto cayó más que nada por el clero. Cuando los
templos, que fueron erigidos a los dioses a los que los faraones rendían
culto, adquirieron poderío económico, el clero, la nobleza, arrebató el
mando a la realeza, pero claro. – Decía, sin dejar de pensar. – Todo eso
sucedió durante el Reino Antiguo, hasta que llegó Ajenatón y cambió de
dios, lo cuál no fue más que una maniobra política muy propia de un
sabio como él.
- Pero, ¿hasta dónde quiere llegar?
- Creo que lo que ocurre en esa aldea es una maldición del mismísimo
Jufu, Keops para los griegos, por dejar, si no de creer, sí de
mencionarlo en los posteriores textos. El faraón Jufu pasó al olvido. Ha
de saber, profesor, que todo lo que ve en las tumbas, los jeroglíficos,
las representaciones, o incluso la arquitectura de los templos tiene su
simbolismo y no está ahí para adornar. Hay más pragmatismo que otra
cosa. – Sentenció, cuando ya se había subido al andamiaje, comenzando a
estudiar profusamente el jeroglífico; la misma imagen que el profesor
había visto de ella por primera vez. – Acomódese, profesor. Puede beber
ron de mi mochila, si quiere.
Quizá fue en aquella ocasión, encerrado en la cámara funeraria de un
faraón medio olvidado, con una vivaz egiptóloga y un suceso tan
asombroso como enigmático en la mente, cuando el profesor Guttendörf se
sintió falto de conocimiento. Él, tan versado en muchísimos campos del
saber humano, tan docto en muy diversas ciencias, se sintió iletrado,
carente de cognición, sabedor de que no podría resolver dicho misterio
por sí mismo. La joven Lepsius continuaba con su disertación sobre la
civilización egipcia; atractiva, seductora, enigmática por donde quiera
que se empezase: Ajenatón, ‘’el hereje’’, Nefertiti, su esposa;
Tutanjamón, y todos los demás personajes y conjuntos de reliquias que, a
su paso, dejaron para las generaciones futuras, como un mensaje de que
una vez existieron.
La mención en su subconsciente de su querida Berta, que estaría en
Alejandría junto a la joven esposa de Jean, le sumió en un inevitable
sopor, desembocando en ligero sueño, con la plácida e inalterable voz de
Anne de fondo, y la esperanza de dar con la respuesta.
En el sueño, Berta era una princesa egipcia, esposa del faraón ‘’Guttehamón’’,
‘’Príncipe de la ciencia’’, ‘’Señor de la sabiduría’’; un Salomón de
tiempos modernos, con geniales ensayos científicos adelantados a su
tiempo como Cantar, y la felicidad de todo su pueblo como única riqueza.
Y Anne, Anne era la más aventajada discípula del reino, capaz, con su
conocimiento, de diseñar fortificaciones que se defendían por sí mismas
de las hipotéticas invasiones extranjeras, algo así como Arquímedes. Y
Jean, Jean era un sacerdote, un sacerdote de túnica blanca y cara de
chacal. Dicho sobresalto, unido a la llamada de Anne desde el andamio,
lo despertó.
- ¡Ya lo tengo! – Exclamó. – ‘’Todo lo que eres…
- ¿Ha encontrado algo? – Preguntó él, muy aturdido.
- Aquí creo que dice: ‘’Todo lo que eres, lo soy yo. Todo lo que soy, lo
eres tú. Te veo desde el mismo día en que naciste. Pero tú, con tus
propios ojos de carne, aún no me has mirado’’. Sí, creo que es eso.
- ¿Y qué quiere decir?
- Parece un verso. O un aviso. Una advertencia para que el recuerdo, la
figura de Keops, no caiga en el olvido. Voy a repetirlo.
Y la joven Lepsius, alborozada, repitió lo mismo, mientras el profesor
se incorporaba, mirando hacia arriba, hacia el jeroglífico interpretado
por Anne.
- …Pero tú, con tus propios ojos de carne, aún no me has mirado’’.
De repente, del sarcófago principal, mecánicamente, surgió un pequeño
báculo rodeado por una estela brillante y lechosa que iluminó toda la
sala.
- No lo toque, profesor. – Gritó ella. – Lo haré yo. – Dijo, al bajar,
viéndose merecedora de su particular gloria.
El profesor guardó silencio, alucinado. Anne se atusó el pelo, tragó
saliva y tiró del bastón hacia arriba. Al hacerlo, toda la cámara, la
pirámide, incluso, comenzó a temblar. La pared del fondo inició una
lenta apertura, liberando una fresca corriente impropia del interior de
la construcción. La brisa provenía de una inmensa llanura desértica
bañada por el sol. A lo lejos, en una estampa tan real como la aldea
azotada por el mal, las pirámides, las esfinges, los obeliscos y demás
templos egipcios, brillaban secundados por el lustre de un río.
Era el antiguo Egipto es su máximo apogeo; inalterable, como si nunca
hubiese desaparecido.
Al atravesar la puerta, Ángel y Anne, osados y curiosos, bajaron por una
escalera de piedra, llegando a la orilla del mismo río. Una pequeña
embarcación de madera se acercó hacia ellos, guiada por un sacerdote de
similar vestidura del hombre chacal y varios hombres más.
- ¡Es una barca solar! – Afirmó ella entusiasmada. – Nadie ha visto
ninguna todavía.
El profesor permanecía cauteloso, sin dejar de mirar a la puerta de la
cámara, temeroso de que pudiera cerrarse. La barca llegó a la orilla y
de su cabina salió el sacerdote.
- El faraón Jnum-Jufu desea ver a los hijos del mañana. – Dijo en un
idioma que sólo Anne podía entender, dados sus avanzados conocimientos.
- Vamos, Guttendörf, esto es fantástico. Subamos.
La duda lo asaltó, pero la curiosidad pudo más, bajando de la escalinata
y subiendo junto a la mujer en la barca.
Recorrieron una pequeña distancia por aquellas aguas, contemplando la
vida misma del Egipto faraónico. El profesor había ya presenciado
numerosos hechos extraordinarios, lo que explicaba su aparente
tranquilidad sin dejar de pensar en la mágica puerta abierta. Sin
embargo, la joven sobrina de Lepsius no parecía estar muy sobrecogida.
Era tal el entusiasmo, que no se interesaba por otra cosa que por
conocer, como anunció el sacerdote sin saberse por qué, al faraón.
Era fabuloso verse zambullido en una época del tiempo extinguida, como
si nada hubiese ocurrido. Las pequeñas aldeas ribereñas rodeaban la
fastuosa ciudad; inmensa, con toda su magnificencia, gloria y la máxima
representación de su civilización, simbolizada en multitud de monumentos
y otras demostraciones de poder arquitectónico.
El sacerdote estaba en cubierta, con la vista puesta en el palacio al
que se dirigían, cuyas entrañas, excavadas por sinuosos túneles,
atravesaba el río. La residencia real había sido construida
recientemente. Se levantaba al final de una avenida con esfinges y
pilonos a ambos lados, con colosales estatuas de Anubis en su entrada.
Los obeliscos, los estandartes, los bajorrelieves, los mosaicos
policromados, las fuentes, el perfecto acabado de la piedra tallada;
todo ello dotaba al palacio, que rivalizaba en belleza con el templo
religioso del otro lado de la avenida, de gran poderío y grandiosidad.
El faraón estaba sentado en la entrada. Por el estilo de las
construcciones y demás, Lepsius confirmó que era Jufu, el Keops
helenizado.
- Faraón, he aquí a los visitantes. – Anunció el sacerdote.
Guttendörf iba detrás de Anne, la cual, sin dudarlo, se arrodilló ante
el monarca. Un visir y varios escribas, rodeaban al soberano, además de
los guardianes y un atractivo séquito. Daba la impresión de que todos
esperaban la visita con la misma expectación con la que ellos habían
llegado.
- Faraón. – Pronunció en egipcio antiguo y arrodillada. El profesor no
lo hizo, a pesar de sus indicaciones. El visir, que hablaba en nombre de
Jufu, habló
- ¿Quiénes sois y qué habéis venido a hacer aquí?
- Somos los hijos del mañana, ya lo ha dicho su sacerdote. – Respondió
Anne decidida. El visir intercambió una mirada con el sacerdote, el cual
insistió en el aviso de la llegada de unos extraños visitantes a los que
denominó ‘’Los hijos del mañana’’.
Jufu no dejaba de mirarlos, tan curioso como ellos mismos y
especialmente a ella.
- ¿Qué queréis? – Inquirió de nuevo el visir. El escriba no dejaba de
rellenar con tintas de varios colores, su paleta de trabajo.
- Faraón, hay una pequeña aldea que está siendo afectada por un extraño
mal. Te rogamos que levantes el castigo, que tu recuerdo no será
olvidado. – Dijo Anne, evitando al valido. Cuando éste se disponía a
hablar de nuevo, el faraón, dejando estupefacto a todos los presentes,
se levantó de su trono.
Era un hombre alto, esbelto y de porte divino. En su mirada, había deseo
por aquella decidida joven de ojos profundos y sinceros. La tomó del
brazo y dijo:
- Sabemos por nuestro sacerdote que en el futuro mi figura será
olvidada. La aldea de la que hablas abandonó el culto a Inpu y a Ra, es
por ello por lo que deben sufrir la maldición.
- Faraón, te ruego que levantes tu castigo. En donde venimos, tú y todos
tus descendientes han desaparecido, dejando muchas huellas como legado.
No hagas que en dicha época seas recordado como un faraón despiadado.
Pedidme lo que sea, pero perdonad a esa pobre gente.
Jufu la miró, seducido por sus palabras. El profesor, que no podía
entender nada de lo que hablaban, permanecía en segundo plano,
tranquilo. Jufu volvió a hablar.
- Soy Jufu, hijo de Seneferu, faraón, y de Hetepheres. Llevo muchos años
en este trono desde el que he visto cosas maravillosas; desde la
sabiduría de Imhotep, hasta los relatos que mis hijos relatan en sus
papiros, pero jamás había encontrado a unas gentes como vosotros. Mi
sacerdote tenía razón, por ello será elevado. Te tomaré para mí, si
estás dispuesta a hacer lo que sea, y levantaré el castigo a esa aldea.
Al decir eso, Anne miró al profesor Guttendörf, mero asistente a la
escena sin saber qué estaba pasando.
- Si así lo desea, faraón, vuestra soy. Permitid que me despida del
hombre que me acompaña.
El profesor no podía creerlo. ¿Por qué iba a sacrificar la existencia en
su época para vivir junto al faraón? Con los hallazgos que había hecho
en la cámara funeraria, sería célebre en todo el mundo. Le esperaba gran
reconocimiento al regreso.
- ¿Qué dirá su tío, qué le diré si me lo encuentro?
- No tiene que preocuparse de eso, profesor. Le aconsejo que ni siquiera
le hable de mí, no lo olvide. – Dicho consejo también le causó estupor.
Tal vez su tío no supiera nada de la estancia de su sobrina en Egipto. –
Ahora váyase. Acuda a la aldea y compruebe que Jufu cumple su palabra.
Retire el báculo que abre la cámara y llévelo consigo, como el secreto
de este extraño pasaje al mundo antiguo, como el recuerdo hacia mí.
El profesor, abrumado, era incapaz de articular palabra. Abrazó a la
egiptóloga, agradeciéndole su compañía. A continuación, esta vez sí, se
arrodilló ante Keops faraón.
El crepúsculo que avanzaba a la noche llenó el despejado cielo. El
faraón tomó del brazo a Anne, dirigiéndose, seguido de todo el séquito,
hacia su barca solar. El profesor los vio partir río abajo, quizá hacia
otra residencia real, quizá hacia otro plano intemporal.
Cuando apenas se distinguían, fue llevado por el sacerdote en otra
embarcación más pequeña. Subió los escalones y, antes de cerrar la
puerta introduciendo el báculo, miró por última vez hacia lo que fue el
admirable Imperio Egipcio.
Salió del interior de la pirámide, guardándose el instrumento que abría
el incomprensible pórtico, donde el viejo Lepsius y sus ayudantes le
esperaban.
- Profesor Guttendörf. – Saludó. – Celebro volver a verle.
- Herr Lepsius.
- He tenido que volver, pues un imprevisto sabotaje ha impedido mi
viaje. Me pregunto qué demonios hace ahí encerrado. ¿Su curiosidad no es
satisfecha con la mera contemplación?
El profesor se lo pensó dos veces antes de nombrar a Anne, aunque se vio
obligado a hacerlo, pues odiaba tener que faltar a la verdad.
- Mi curiosidad nunca es satisfecha, amigo Lepsius, como tampoco la
pasión y el indeleble espíritu de su sobrina lo son.
- ¿Sobrina? ¿De quién me habla? – Preguntó el bigotudo egiptólogo
contrariado. – Que yo sepa no tengo más que una sobrina, y créame, no
creo que su marcial esposo y las labores de su casa la dejen viajar
hasta aquí. – Y Ángel recordó las palabras de la chica al partir junto
al faraón. Fue cuando no tuvo más remedio que mentir. – Disculpe,
Lepsius, he bebido un poco y he debido de quedarme dormido. Entré
invitado por un grupo de arqueólogos británicos. – Manifestó,
reubicándose los quevedos, desatando la cuerda del borrico y encaminando
sus pasos hacia el desierto. – Ha sido un honor haberle conocido, Herr
Lepsius. Puede que algún día coincidamos en el nuncio de alguna
universidad y podamos satisfacer nuestra curiosidad mutuamente.
- Desde Belzoni no había conocido a un tipo tan singular. – Dijo Lepsius,
cubierto por la risotada de los demás caballeros.
El profesor Guttendörf, colmado por la sucesión de acontecimientos
vividos; el pequeño viaje al auténtico Egipto faraónico, el encuentro
con Lepsius, y la esperanza de encontrarse con Jean y una aldea liberada
de la maldición, sabría años después del éxito obtenido por Karl Richard
Lepsius en sus investigaciones sobre Egipto, como la excavación del
llamado ‘’Laberinto de Egipto’’ o la interpretación de incalculables
jeroglíficos hallados en las notas de Anne, verdadera descubridora de
dichos avances. La auténtica identidad de la falsa sobrina se quedó en
un profundo misterio. Y Lepsius fue encumbrado, pasando a la historia
como el padre de la egiptología alemana, avanzando en dicha ciencia para
siempre.
Cuando ya casi estaba cerca de la aldea, se asustó levemente. El
misterioso remolino de la entrada sobre la duna había desaparecido, y
creyó estar perdido. Subió a dicha duna, desde la que vio a un pueblo
tranquilo, casi como lo había dejado. La alegría lo envolvió cuando
advirtió a un grupo de bellas egipcias regresar del pozo, con los
jarrones sobre sus cabezas; sonrientes, alegres con sus túnicas y su
esbeltez. Jean se encontraba junto a un pastor de cabras, un hombre de
simpática mirada que recibió con gusto la presentación de Guttendörf de
su parte. La maldición de Jufu había desaparecido. El faraón había
cumplido, y quién sabe qué clase de vida tendría la joven Anne a cambio,
tal vez la única duda de toda esta historia.
- Toda la aldea es humana, amigo Ángel. ¿Qué ha pasado? – Inquirió el
galo.
El profesor le contó toda la verdad. Poqueline, que afirmaba creerse
cualquier cosa tras lo presenciado en la aldea, lo felicitó.
- ¿Recuerdas al cachorro que dibujaba en la arena rostros humanos,
Guttendörf?
- Desde luego.
- Pues ahora dibuja chacales. – Dijo Jean.
Y los dos, felices, aun cuando ninguna de sus capacidades científicas
había logrado nada, sabedores de que la ciencia tiene algo más allá de
la ciencia misma, regresaron a Alejandría junto a sus respectivas
esposas, las cuales, para su sorpresa, habían sido invitadas a una boda
local y se divertían en el baile.
Berta estaba preciosa, con una túnica y un velo blanco, medio ocultando
sus rubios cabellos. Se abrazó a su marido, entendiendo que jamás podría
evitar su afán, su avidez de explorador científico, pero qué iba a
hacer, se había casado con el profesor Guttendörf; con él y con todas
sus historias.
FIN
©Prof.
Keimplatz.
|