‘’En una lóbrega, solitaria y fría casa de las afueras de la ciudad,
vivía una extraña y demoníaca anciana que, según contaban, había nacido
a mediados del siglo XVII…’’
- Mi querido Paul, como comprenderá, no voy a dar mi consentimiento a la
publicación de este mamotreto cuyo principio acabo de leer y del que no
espere que continúe. No necesito hacerlo para saber que se trata tan
sólo de las palabras salidas de un joven que anda todo el día en las
nubes; sorteando peligros, matando enormes dragones y rescatando a
inocentes y asustadas damiselas; todo producto de su inútil imaginación.
Le decía el ilustrado profesor Ernest Von Hofmann a Paul, uno de sus
nuevos alumnos. En ese momento, alguien llamó a la puerta del despacho.
- Adelante. Oh, Guttendörf, pase, espere un minuto. Indicó mientras
dejaba en lo alto de la mesa el conjunto de hojas cosidas del novel
escritor y se rascaba el bigote ligeramente.
- Como le decía, la época de la fantasía medieval y la brujería ya está
acabada. Le aconsejo que escriba sobre otra cosa. Mire a su alrededor.
Hay miles de personas, cada una con sus historias. Conózcalas y
expréselo con su buena composición literaria. Déjese de esos cuentos
para niños o no será nunca un gran escritor.
Guttendörf observaba la escena reclinado en una de las estanterías.
Hacía mucho que no se sentía incómodo en el despacho del veterano
director Hofmann, pero aquella imagen le hizo recordar cuando entró por
vez primera en aquel lugar lleno de libros y mapas. El director no era
más que un hombre práctico, de duro discurso, pero buenos modos.
- Ese muchacho me preocupa. Le dijo cuando aquél cerraba la puerta.
- ¿Por qué no le deja escribir lo que le gusta?
- Guttendörf, hay cosas que son inadmisibles. Si usted es bueno haciendo
pan, no debe hacer muebles.
- Eso me recuerda a Larra.
- ¿Larra?
- Sí. Solía decir que si un zapatero decide hacer una botella y le sale
mal, ya no le dejan hacer zapatos. Manifestó Ángel
- Muy lógico. Apuntó el director. Guttendörf sonrió.
- ¿Para qué me ha llamado?
- Claro, no crea que lo había olvidado. Hofmann era célebre por sus
recientes lagunas mentales.
- Necesito que haga un viaje. Es un favor a un antiguo alumno de esta
escuela. Lea esta carta.
<<Querido prof. Hofmann. Hace mucho que no sé nada de usted y hasta me
inquieta saber que, dada su edad, ya no ejerza como autoridad en la
escuela Holstein, a la que estoy orgulloso de haber pertenecido. (…)
Desde que dejé la querida escuela viajé por toda Europa, donde amplié
los conocimientos médicos que usted me enseñó. En una ciudad de la
provincia austriaca de Galitzia llamada Lemberg, conocí a la que fue mi
esposa durante diez hermosos años. Encontré trabajo en el sanatorio de
esa ciudad y fuimos padres de una niña. La vida se portaba bien conmigo
y sus enseñanzas resultaban de gran ayuda, alcanzando cierto prestigio y
consulta propia. (…)
Sin embargo, hace poco más de un año, una extraña epidemia, una peste de
origen desconocido, ha devastado Lemberg casi por completo. Mi mujer y
mi hija fallecieron en seguida junto con cientos de ciudadanos. La
población, que según el último censo de 1847 rebasaba los cinco mil
habitantes, no llega hoy a los doscientos, y de esos, más de la mitad
andan como muertos en vida por las calles o gimen de dolor en el
sanatorio. Lemberg es una ciudad fantasma, a la que nadie quiere o
conviene ayudar. El gobierno polaco, país al que perteneció, se
desentiende. Y los austriacos se excusan en asuntos de mayor
importancia.
Querido maestro, imagino que tal vez su edad pueda ser un obstáculo para
venir aquí e investigar un poco, pero no dudo que hará todo lo posible
por interceder, tal vez, en su gobierno y pueda ayudarnos. Estoy seguro
de que pondrá todo lo que esté en su mano. Lemberg, o Lvov, como fue
conocida, desaparecerá si no se encuentra remedio al mal que la asola>>
Confío en usted.
Dr. Bastian Friedel.
Cracovia, a 11 de febrero de 1850.
- ¿Quiere que vaya a esa ciudad?
- ¿Acaso tiene miedo? Preguntó el director.
- No, no es miedo, pero no es un destino muy agradable para mis próximas
vacaciones. Respondió Guttendörf.
- Entenderá que ese hombre tiene razón. No me encuentro con fuerzas para
ir hasta allí, pero bien es cierto que hace sólo unos años no lo habría
dudado.
- ¿Y qué hay de nuestro gobierno? Podríamos exponer el caso. Quizá
organizasen un comité evaluador. La idea de ir sólo a ese lugar no es
muy atractiva. Señaló él con su prudencia habitual y sin dar todavía una
clara negativa.
- El gobierno no moverá un dedo sin ser de su competencia territorial.
Ya lo he planteado. Amigo Ángel, usted es joven, tiene treinta años. Lo
veo perfectamente capacitado para todo lo que se proponga. Vaya a
Lemberg. Investigue. Redacte un informe. Trate de averiguar una cura
para esa gente y regrese tan pronto como pueda. Lleve todo tipo de
precauciones y mascarillas. Estoy convencido de que no va a ocurrirle
nada.
Guttendörf volvió a coger la carta. La dobló y la guardó en el bolsillo
de su chaqueta.
- Se lo pido como un favor personal. Insistió el director.
- Profesor, si regreso sano de ese viaje, deberá prometerme que
permitirá a Paul escribir sobre lo que le guste, ¿de acuerdo? El llamado
maestro de maestros lo observó incómodo, pero aceptó con un sí casi
inaudible, para terminar de añadir.
- Apresúrese, Guttendörf, telegrafié a Bastian. Viaje hasta Viena y
desde allí a Cracovia, es la única combinación. Allí le espera y le
llevará personalmente a Lemberg.
Esa misma tarde, a la hora acostumbrada, en el parque que los vio
prometerse amor para siempre, se despidió de Berta, la futura señora de
Guttendörf. Era la primera vez que iba a viajar en solitario a un lugar
tan lejano, pero ni a Berta, ni a nadie, informó del motivo de su
partida.
Por la noche tomó el tren acordado, el que lo llevaría a la que fue
capital del Sacro Imperio.
Impecable, como siempre, portaba un par de maletas, las cuales contenían
todo tipo de instrumentos médicos, una buena provisión de mascarillas y
antídotos contra enfermedades contagiosas.
Cuando la locomotora hizo sonar varias veces su voz, tirando de todos
los vagones lentamente, sacó su cuaderno de apuntes en el que anotaría
toda observación que encontrase necesaria, aunque, lógicamente, aún no
había nada digno de mención. Tenía unas doce horas de viaje por delante,
tiempo suficiente para pensar en lo que quizá le esperaba.
Meditaba mientras el tren devoraba los kilómetros como un mar devora los
ríos; ésa era la impresión que tenía siempre de los trenes sobre las
vías y las distancias que recorrían.
Guttendörf era sinesteta, es decir, poseía la particular facultad de ver
sonidos y saborear colores, independientemente de lo uno y lo otro, y
sin ningún factor psicodélico de por medio. Por ejemplo: el sonido de la
locomotora le evocaba un tono grisáceo. Y la sonrosada y pecosa piel de
Berta le hacía pronunciar inconscientemente la palabra magdalena, aunque
claro, con Berta tenía siempre muy dulces símiles. Las vías eran ríos y
las ciudades en las que morían para volver a nacer eran mares.
En ésas retóricas de distracción andaba tras casi cinco horas de
trayecto, mientras degustaba el suave tabaco de su pipa de hueso de
morsa, perdiendo su mirada en el nocturno exterior, cuando el tren se
detuvo en la ciudad de Ingolstadt, en plena Baviera. En la estación se
entretuvo mirando a los nuevos pasajeros que subían, a los cuales
envidió un poco, ya que, seguramente, ninguno de ellos se dirigiría a un
destino tan peligroso como él. Aunque quién lo podía saber, tal vez
alguno de ellos tuviera algún familiar enfermo. Y él, en su mente
incansable de pensamientos, discurría sobre los fines de aquellas
personas.
Uno de ellos le hizo observar con más detenimiento. Era un joven de
mediana estatura. Vestía con un traje de noble estilo, sombrero de copa,
un pequeño maletín y un paraguas. El muchacho casi pierde el tren de no
ser por su acelerado paso.
Subió al mismo vagón de Guttendörf, sentándose precisamente en la plaza
que tenía delante.
Un cortés saludo lo reveló como austriaco. Ángel, que a veces no era muy
amistoso, tan sólo respondió con un ‘’buenas noches’’ del que dudó si su
nuevo acompañante habría escuchado. El mismo desenguantó sus manos,
frotándoselas por el frío. Se quitó el sombrero, cuya copa era más alta
de lo normal, y con el maletín sobre sus rodillas, comenzó a tamborilear
con los dedos una musiquilla que Guttendörf conocía, pero que, debido a
la empresa de su viaje y al temor por su destino, no podía recordar.
- Es la marcha Radetzki, de Strauss padre. Dijo él sin nadie
preguntarle.
- ¿Cómo dice? Inquirió el joven profesor.
- La melodía que toco con mis dedos. Se trata de la marcha Radetzki.
Volvió a decirle, pero esta vez acercándosele y en voz baja, como si
fuera un secreto.
- Entiendo. Asintió Guttendörf.
- ¿Por qué dice entiendo, acaso no le sorprende que haya leído su
pensamiento?
- Tal vez sólo lo haya intuido, aunque que duda cabe que ha acertado.
Sonrió al nuevo y extraño pasajero, que aceptó de buena manera tal
deducción. Aún así, Guttendörf estaba sorprendido. Intuición o telepatía
no dejaba de ser algo extraordinario.
- Usted es médico, ¿verdad?
- Así es.
- Me tranquiliza saber que en el tren viaja un médico, nunca se sabe lo
que puede pasar. Guttendörf asentía de nuevo educadamente y esbozando
una ligera sonrisa. Todo ello, sin levantar la vista de su cuaderno, el
cual contenía numerosos dibujos de anatomía y esquemas que hablaban de
las distintas pestes que devastaron Europa años atrás. Sabía que por
aquellas anotaciones el nuevo pasajero se había percatado de su
profesión.
- Recuerdo cuando murió el tío Albert; lo que hubiera dado por haber
tenido a un buen médico a los pies de su cama y no aquel matasanos.
Volvió a hablar el nuevo importunando un poco al profesor, que llegó a
la conclusión de que lo mejor sería entablar un diálogo. Más o menos
aburrido, no era mala idea teniendo en cuenta lo que aún quedaba para
llegar a Viena.
- ¿Y de qué murió su tío? Preguntó tras guardar el cuaderno.
- No lo recuerdo, pero creo que fue un derrame cerebral.
- ¿Y usted a qué se dedica?
- Yo soy músico. Seguro que ha oído hablar de mí. Mi nombre es Hans
Guido von Bülow, aunque me gusta que me llamen Guido.
- Disculpe, pero no he tenido el honor de oír ese nombre. Sostuvo sin
temor a parecer desconsiderado.
- No, no se preocupe. En realidad eso me satisface. Me obliga a
superarme. Soy discípulo de Liszt. A él seguro que lo conoce. Dijo con
algo de orgullo.
- Por supuesto, aunque no en persona.
- Mucho mejor. Y usted, ¿cómo se llama?
- Ángel Guttendörf, aunque puede llamarme como quiera. El chico sonrió
con ironía.
- ¿Y puedo saber para qué viaja a Viena?
- En realidad Viena es sólo la mitad de mi viaje. Voy a Lemberg. La
ciudad ha sido arrasada por una epidemia.
- ¿Y no teme ser contagiado?
- Tomaré todas las precauciones posibles.
El que dijo que era músico lo miraba fascinado. Parecía interesado en
saber más, aunque el escaso conocimiento le impedía hacer más preguntas.
- La música y la medicina se parecen en algo. Habló por fin tras uno de
esos silencios que se intercalan en los diálogos de quienes no se
conocen.
- ¿En serio? Curioseó Guttendörf.
- Sí, por ejemplo: a la música se recurre por una necesidad espiritual y
a la medicina por una necesidad vital. Si espiritualmente se está bien,
se está bien de salud y viceversa. Yo creo que en el futuro, a los muy
enfermos, se les tratará con música de Mozart o Bach.
- Parece una exposición interesante; no la había pensado.
- La música, continuó Guido, sirve para aplacar el interior de las
personas. Aquello de que amansa a las fieras es muy cierto. Pero no sólo
a las fieras. Recuerdo cuando quise conquistar a Cósima, mi prometida.
Es una mujer muy difícil y que no se deja embaucar por una flor o unas
bellas palabras. Con todo, la noche que la invité a cenar doté al
silencioso espacio del comedor con el adagio de Albinoni. Y créame,
desde aquel momento soy para ella el único hombre en el mundo. Los dos
sonrieron en encontrada camaradería varonil. A Guttendörf le estaba
resultando agradable la conversación con aquel joven de delirante mirada
y aflautada voz.
- También le digo que ser músico es ser así mismo un enfermo. Aseveró.
Siguieron departiendo sobre música, mujeres, Viena, medicina…hasta que
el tren llegó a su destino.
Guido, el músico de aspecto bohemio y alma de filósofo, invitó a
Guttendörf a pasar la noche en su casa. Pero el profesor de la escuela
granja Holstein tenía una ciudad enferma a la que debía acudir.
- Un placer, señor Guttendörf.
- El placer es mío, Guido.
- Y recuerde, no fue sólo intuición. Haga como los músicos, déjese
llevar por las notas y por el corazón que albergan sus oídos. Agregó
mientras se alejaba de la estación.
Aquel señorito de teatral paso, había conseguido que el viaje fuera más
entretenido. Pero ahora quedaba otra etapa del mismo; el trayecto hacia
Cracovia.
En ese tramo, Guttendörf empezó a ser consciente del motivo de su
cometido. Llevaba ya horas de tren, recorriendo media Europa, sin
todavía cansarse y desconociendo el horror que se le avecinaba.
Antes de darse cuenta, estaba ya en la ciudad de la llamada ‘’pequeña
Polonia’’. Nada más pisar el andén, alzó la vista en búsqueda del señor
Friedel, recordando la descripción de Hofmann. Fue Friedel quien lo
encontró a él.
- ¿Doctor Guttendörf? Era la voz a su espalda de alguien que hablaba
alemán con acento polaco. Y resultó ser la primera vez que alguien lo
llamaba doctor.
- ¿Doctor Friedel?
- El mismo. No hay tiempo que perder, la diligencia nos espera.
- ¿Diligencia?
- Sí, ya no hay trenes a Lemberg. Nos quedan trescientos kilómetros de
viaje y créame, si el cochero supiera lo que ocurre tendríamos que ir a
pie.
- Entiendo. Dijo Ángel lacónico.
La mañana sobre Cracovia dejó ver alguna de sus riquezas góticas en la
que era la ciudad más antigua del país.
- ¿Lleva usted máscaras anticontagio, doctor Guttendörf? Quiso saber el
médico de Lemberg cuando la diligencia ya había emprendido la marcha.
- Desde luego.
- Espero que no sea una de esas con pico de pájaro que tanto usaban los
médicos alemanes.
- No, claro que no, aquellas son del siglo pasado. Ya no se usan. Y
Guttendörf sacó de su maleta una de ellas para que la viera.
- ¿Me deja ver sus credenciales, por favor? A lo que Guttendörf accedió.
- Dígame una cosa, doctor, ¿por qué su apellido lleva diéresis en la o?
Preguntó examinándola.
- Mi bisabuelo era suizo. Respondió.
Parecía extraño, pero el doctor Friedel, cuyo aspecto era irrisorio,
dada su bajísima estatura y unos ojos tan pequeños a los que costaba
creer que podían ver, no había hablado aún del asunto. Su imagen, con el
melancólico tono de su voz, invitaba a la tristeza. Cuando hablaba,
trataba de recuperar la pérdida de su mirada.
- ¿Puede contarme algo sobre esa peste? Decidió interesarse por sí
mismo.
- No estoy seguro de que sea peste; en realidad no sé lo que es. Afirmó
Friedel agachando la cabeza resignado y con el traqueteo constante de la
diligencia.
- ¿Cuál fue el primer caso?
- La señora Roth, una madura solterona que acudía a misa todas las
mañanas. Vino a verme sintiendo ciertas molestias estomacales y una tos
angustiosa. En una de sus rodillas le había salido un bubón de raro
aspecto, como una nuez azulada a punto de reventar. Murió tres días más
tarde. Según su vecina, entre imponentes espasmos y aullidos. A partir
de aquel día, las visitas de los habitantes de Lemberg aquejados con los
mismos síntomas fueron creciendo a un ritmo alarmante, haciendo que
trasladara mi consulta al sanatorio, donde había más espacio. En ese
momento, Friedel calló, añadiendo tras un suspiro: las estancias en mi
hogar se fueron acortando y fue mi esposa la que trajo a mi hija al
sanatorio. Para entonces, ya habían muerto más de cincuenta personas,
hasta el mismo sepulturero. Yo mismo las enterré. Musitó en un quedo
lamento.
- ¿Y usted por qué no se ha contagiado?
- Eso es lo más extraño. Mi única teoría es que la enfermedad sólo
afecta a los habitantes oriundos de Lemberg, digamos, los de raza
caucásica. Yo y los demás ciudadanos austriacos huimos cuando vimos que
poco podíamos hacer. Todavía quedan dos personas allí que no han
enfermado. Uno es el sereno, un gigante irlandés que ya ha dejado de
salir por las noches a hacer su ronda, y el otro es el párroco, un
austriaco al que no se le ha vuelto a ver desde que la epidemia comenzó
con su siembra de muerte. No obstante no deje de extremar las
precauciones.
- ¿Durante su atención a los enfermos no dio con algún tipo de vacuna,
algo que al menos frenara el proceso? Interrogó Guttendörf.
- Nada, sollozó Bastian Friedel cada vez más desconsolado. Ni un simple
antibiótico es capaz de remitir el dolor o la tos. La enfermedad es
mortal irremisiblemente. Quizá con suerte usted pueda encontrar algo.
- ¿Y qué cree que puedo aportar yo? Continuó con su serie de preguntas y
esta vez algo conmovido.
- No lo sé. Yo no puedo seguir viviendo allí, en el lugar en el que he
perdido a toda mi vida. Puede que haya alguna cura y puede que alguno de
los enfermos la albergue en sus infectadas bacterias, pero yo no puedo
seguir en Lemberg, ¿me entiende? Él asintió consternado. Aquel hombre
desesperado trataba por todos los medios de que no se arrepintiera de
haber viajado.
El doctor Friedel siguió relatando algunos de los casos de enfermos, con
datos sobre sus síntomas y todo lo relacionado con el proceso de la
enfermedad hasta la muerte del sujeto.
- Cuando los vea con los ojos del revés, aullando y recubiertos de
tumores purulentos, olvídese y ofrezca su tiempo a otro de estado
enfermizo menos avanzado.
El profesor de Bonn se acomodó en su asiento, acostumbrándose al tiro de
los caballos y cruzándose de brazos, dedicando su vista a la inmensidad
nublada del exterior.
- El bosque de Białowieża. Dijo Friedel al rato señalando al mismo
exterior. Es el coto de caza del zar Nicolás y aquellos montes que ve
allí son los Cárpatos. Ya estamos muy cerca. Indicó.
La diligencia proseguía su camino, y él, cada vez más inquieto,
sospechaba de todo.
Las nubes iban juntándose cada vez más, ennegreciéndose y descargando
una fina capa de agua. El bosque del que le habló debía de ser hermoso;
digno de ser visitado en verano, pero en aquella circunstancia, bajo la
atmósfera cada vez más triste que los dominaba, resultaba ser un
siniestro lugar.
De pronto, el cochero se detuvo, bajó y abrió la puerta a los dos.
- Me dijo que parase cuando divisara la torre de la iglesia.
- ¿Ve la torre de aquella catedral? Le preguntó Friedel al profesor tras
bajar del carruaje.
- Sí.
- Es la catedral romana, del siglo XIV, la única católica en la ciudad y
en la que se ha encerrado el sacerdote. El viaje termina aquí, pues no
deseo arriesgar más al cochero. Sé muy bien que las condiciones no son
muy favorables, pero es todo lo que puedo hacer. Diríjase al sanatorio
tomando la avenida más grande hasta el final. Escoja cualquier
habitación, casi todas están ya vacías y puede que aún viva algún
enfermero. Hay muchas provisiones, además de conservas en el almacén,
coja cuanto quiera sin temor, el germen no ataca a los alimentos.
Telegrafíeme desde Sknilov, una estación a unos seis kilómetros al
norte, para llevarlo de nuevo a Cracovia. Si no lo hace en una semana,
entenderé que no, ya sabe, que no ha sobrevivido. Tras el deprimente
discurso, a Guttendörf no le quedó otra opción que dar las gracias y
despedirse cuanto antes. Las nubes se cerraban adelantando el ocaso y no
era un panorama muy halagüeño.
- Hasta la vista, doctor Guttendörf. Y la voz de arreo del cochero
sirvió para que los dos pares de jamelgos y su carruaje se alejaran por
el mismo camino que habían venido.
La sensación de encontrarse en aquel solitario lugar era desagradable,
así que con paso acelerado llegó a las puertas de la ciudad de Lemberg,
en la que un olor insoportablemente fétido lo recibió sin nada de brazos
abiertos. Se colocó la máscara y comenzó a caminar por las empedradas y
vacías calles. Los cuervos se habían adueñado de las aceras y los
letreros de los edificios. No escuchaba nada más que el ulular del
viento y los graznidos de aquellos pajarracos que lo miraban con deseo.
Paró, tratando de recobrar el aliento. Los nervios y la máscara no
facilitaban la respiración y en aquel lúgubre ambiente necesitaba estar
en plenas facultades. Caminó de nuevo, tratando de encontrar la avenida
principal. La población era más grande de lo que esperaba. Miraba de un
lado a otro, en todo momento alerta. No temía por la hostilidad de algún
ciudadano enfermo y trastornado, pero cuando encontró los primeros
cadáveres esparcidos por sendos lados de la calle, empezó a sentir algo
de miedo. Miedo que se transformó en sorpresa, cuando al fondo de la
espantable vía por la que transitaba con sus dos maletas, divisó a una
encorvada mujer que caminaba en la misma dirección. Podía ser una
superviviente, y aunque enferma, podría mostrarle la dirección del
hospital.
- ¡Disculpe! Exclamó a sabiendas de que tenía que gritar con fuerza
debido a la mascarilla.
Pero la mujer, una anciana de caminar lento y extraviado, no atendía y
Guttendörf le puso la mano en el hombro al alcanzarla. Le dio la vuelta
y el espanto casi lo tira de espaldas. La mitad de su cara no existía.
Nada, no había nada en esa mitad, ni piel, ni músculos, ni ojo, ni
huesos, nada. Sólo un oscuro y vacío hueco. La otra mitad estaba bien y
el contraste era horroroso. Ángel trató de serenarse. Después de todo,
no era más que una pobre persona aquejada de una terrible enfermedad que
le había devorado medio rostro. El otro medio farfulló ‘’ayúdeme’’ en su
lengua vernácula, pero él no logró entenderla. Rodeó su cuerpo sin dejar
de observarla y con cierto resentimiento continuó caminando.
Un grito se oyó en la lejanía y un lamento de dolor en la cercanía.
Atravesó una plaza, con una fuente y varios muertos en su interior, con
su oscura agua estancada, levantada en el mismo centro. Un gran edificio
había al final. Las cajas de fruta podrida y llenas de nidos de ratas
revelaban que aquello era el mercado. A la derecha, la imponente
catedral romana, cuya torre fue la que se divisaba a las afueras.
Recordó lo dicho por Friedel y pensó que tal vez el sacerdote le
ayudaría. Golpeó con la aldaba una y otra vez. Si seguía vivo, debería
estar allí. A su derecha, escuchó abrirse una de las ventanas. Miró
hacia arriba.
- ¿Quién es usted? Preguntó alguien en la misma lengua de la anciana.
- Me llamo Guttendörf. Soy médico. Vengo por recomendación del doctor
Bastian Friedel. Pronunció en alemán recordando la nacionalidad del
párroco, intuyendo la pregunta y esperando ser entendido.
La ventana se cerró, y al momento, las puertas de la iglesia se
abrieron.
- Ayúdeme, con la lluvia la madera se hincha y cuesta abrirla. Dijo una
voz desde dentro. Tras ello, el profesor ya estaba en el interior de
aquel enorme templo de reminiscencias góticas.
- Me alegro de verle. Soy el padre Fritz Baumann. Se trataba de un
hombre muy alto, extremadamente delgado y nariz aguileña. Vestía sotana
negra, sin alzacuellos y un cordón franciscano de tres nudos de color
escarlata.
- Ángel Guttendörf, temía que no estuviese aquí.
- ¿Y dónde cree que puedo estar? Dijo el clérigo. Sígame, le serviré un
poco de sopa caliente, debe de estar hambriento.
El profesor siguió al religioso, que portaba una enorme vela y el cual
lo condujo por un pasillo de piedra, comenzando a subir una escalera
retorcida. Se sintió aliviado ante la amabilidad del sacerdote.
Llegaron al comedor que antes se usaba como sala de reuniones con los
párrocos vecinos, según comentó.
- Espero disculpe el deterioro de esta vieja iglesia. Cuando la peste
arrasó con media ciudad, la otra media vino aquí solicitando piedad,
pues la iglesia armenia había sido casi devastada por un incendio el año
anterior. Obviamente no les negué el paso, ésta es la casa del Señor,
aunque muchos de aquellos enfermos fueran ortodoxos. Los tuve aquí hasta
que uno por uno murieron. Algunos, en su histeria por las últimas horas
de vida, destrozaron todo cuanto veían, incluso el cristo en la cruz que
hay junto al altar, como usted ha visto. No se reprima, sírvase la sopa
que quiera. El huerto está intacto y mientras dé frutos…
- Le agradezco su hospitalidad, Padre. Habló Guttendörf reconfortado por
el calor de las cucharadas y cómodo ante la agradable expresión de su
devoto acompañante y bajo la mirada de antiguos papas retratados en
varios cuadros; elemento distintivo de la decoración medieval de aquella
estancia.
- Puede quedarse aquí cuanto quiera.
- Me temo que no podrá ser. Me dirijo al sanatorio, he de ver cómo está
la situación. Examinar los cuerpos, tanto de los vivos como de los
muertos e intentar al menos completar un informe que pueda aproximarse a
la obtención de una vacuna. El sacerdote titubeó.
- ¿De verdad espera encontrar a alguien con vida allí? El hospital es la
zona más afectada, debido al número de personas infectadas en tan poco
espacio.
- También será la zona donde más medios se pusieron a la hora de frenar
el progreso de la enfermedad. He venido aquí para permanecer en una de
las habitaciones del sanatorio.
El eclesiástico consintió lo dicho, invitando a que, al menos, dejase en
la iglesia todo lo que no iba a necesitar de sus maletas.
Con el sabor de la sopa y la satisfacción de haber encontrado al que
podría ser el único resto de cordura en Lemberg, se dirigió, siempre
mascarilla en boca, al susodicho sanatorio.
En las calles volvió a toparse con cadáveres y rastros de hedionda
putrefacción. Pero tan aterradores cuadros no provocaban en él el mismo
efecto de pavor de cuando entró en la ciudad. La seguridad de que en el
santuario católico residía alguien de tan buena naturaleza, le hacía
caminar algo más seguro y ver las cosas desde otro punto de vista menos
inquieto.
La rojiza fachada de ladrillos del dispensario estaba dotada de un halo
turbador. Al negro vació de las incontables ventanas, se le unía el
reflejo en algunas de ellas de un cercano y pequeño incendio;
posiblemente provocado por la demencia en algunos enfermos relatada por
el cura. La entrada principal conservaba intacto un sencillo jardincito,
poblado de rosales y un espeso seto que lo separaba de otro de más al
fondo. A la derecha había un discreto estanque artificial de estrechas
dimensiones, el cual otorgaría a toda la edificación, en los días
anteriores a la epidemia, un ambiente relajado y alegre. Sin embargo,
los pececillos que flotaban muertos en el agua contaminada, mostraban el
evidente síntoma de lo ocurrido. Y más claro se presentaba el suceso en
el centro, de cuyo interior sobresalía una mano tiesa y arrugada por el
líquido, señalando con sus inertes dedos el reciente paso de la muerte.
Un perro ladraba insistentemente. El edificio, de nuevo estilo
arquitectónico, tenía la puerta principal abierta, ocultando un apagado
y silencioso vestíbulo. Con total decisión entró, cerrando los cerrojos
de hierro. La única luz era la de las llamas del incendio de fuera, que
asomaban sus reflejos por las ventanas. El suelo resbalaba, debido a las
gotas de lluvia que habían entrado por las mismas aberturas de las
llamas; unas abiertas y otras con los cristales rotos. El primer
objetivo era encontrar una lamparilla, o cuanto menos, velas. A sendos
lados dos escaleras que subían y bajaban. En el centro sillas y mesas
desperdigadas. Optó por subir por la escalera de la derecha, la que le
pareció más iluminada por el fuego. El silencio no pasaba del crepitar
de las llamas y las gotas del aguacero. El olor a productos médicos;
alcoholes, líquidos de desinfección…se fundía con el de los seguros
cuerpos que poblaban yacidos las plantas del sanatorio, creando un aroma
detestable. Guttendörf se cambió de mascarilla, pues la primera estaba
empapada de vaho y pudiera ser que no fuese efectiva. Enguantó sus manos
con guantes de cirujano, los cuales le sobraban. De nuevo estaba sólo,
bajo aquél babel de enfermiza destrucción. Al final de la escalera se
adentró por un ancho y largo pasillo encalado y con multitud de puertas
a los lados.
- ¿Hay alguien aquí? Vociferó.
Un triste lloro escuchó desde una de las puertas: indicadoras de las
habitaciones del pabellón. Entró en la de donde provenía el lamento y
encendió un fósforo. Sobre la cama, tapada hasta el cuello, volvía a
gimotear una mujer, cuyas piernas estaban enrolladas con las sábanas,
sin poder ocultar la incesante descomposición estomacal que padecía. Sus
mejillas, blancuzcas y compungidas, de caucásico rostro, presentaban las
pústulas que Friedel le refirió. Los ojos vidriosos, macilentos, casi a
punto de salírsele de las órbitas, solicitando ayuda en su mirada. Tenía
los brazos atados a los barrotes de la cabecera. En su desesperación, se
expresó de nuevo con palabras en su lengua natal y con gran esfuerzo por
decirlas. Guttendörf no podía comprenderla. Se acercó a ella,
silenciándola con ese tranquilizador siseo que cualquier humano, de
donde sea, entendería con sólo escucharlo. Tenía ante sí al primer
paciente de aquella supuesta peste. El mal que lo había llevado hasta
allí. La estancia carecía de luz, probablemente debido a la necesidad de
otros de la lámpara.
Gracias al salvo funcionamiento del sistema de agua del hospital, sólo
con la luz del fósforo, pudo lavar a la desdichada mujer. Sustrajo
toallas y sábanas limpias del ropero, notando su gratitud. Dedujo que
posiblemente ella misma se había atado los brazos al cabecero; los nudos
de la cuerda no estaban muy apretados y el de la muñeca derecha se
encontraba demasiado cerca de la boca en caso de querer desatarse. Quizá
la infortunada intentó no vagar por ahí como los demás, como alma en
pena, evitando también una segura defunción en cualquier acera y
esperanzada a que alguien viniera a curarla. Y ese alguien era
Guttendörf: profesor de ciencias, doctor en medicina, además de joven
científico. Un ángel de nombre y misión humanitaria en aquel virulento
naufragio.
Entendió que para poder seguir con todo el trabajo que tenía por delante
necesitaba luz. Las llamas iluminadoras de la noche decrecían a medida
que la lluvia arreciaba. Con la escasa que aún quedaba, observó un batín
blanco manchado de sangre sobre un butacón de madera. Registró los
bolsillos, extrayendo de uno una cartulina amarilla con nombres en
latín, -perfectamente entendibles para él-, de medicinas y una firma
manuscrita. La grafía rezaba: Ludmila. Ella asintió cuando Ángel se la
enseñó. No había duda de que se trataba de un miembro del personal
sanitario, una enfermera tal vez. Desafortunadamente no podía
comunicarse con ella, o tal vez sí. Tenía el latín a su servicio, y es
que la opción de registrar a oscuras el edificio, habitación por
habitación buscando la cocina o alguna lámpara no era muy alentadora.
Tomó la mano de la paciente y preguntó:
- Alimentum, lux…En gesto de querer saber dónde. Ella habló de nuevo en
su idioma, señalando con el brazo hacia la parte contraria del pasillo
por la que él había entrado y volviendo a señalar hacia la planta de
abajo.
Meditó unos segundos sin dejar de acariciar su mano, mientras la mujer
respiraba por el esfuerzo realizado al hablar; había que seguir el
pasillo hacia delante y bajar supuestamente por la otra escalera, la más
oscura.
Salió de la habitación y anduvo, casi a tientas. Afuera seguía lloviendo
y un tenebroso relámpago alumbró fugazmente el interior de una de las
habitaciones del siguiente pasillo. En ella, advirtió la presencia de
varios cuerpos semitapados en unas seis camas, asistiendo a otra escena
dramática. En cambio, la luz de su esperanza, la iluminación tan
deseada, la halló por fin en aquel infausto espacio. En la mesilla del
centro había una lámpara que encendió con otro fósforo. Pese a lo que
alumbró: nauseabunda y contaminada expiración, hizo a Guttendörf
sentirse como si fuera un extraviado viajero en un campo helado y
encontrase una confortable cabaña. La luz de la lamparilla le hizo
sentirse más seguro y confiado, a pesar del horror que alumbraba.
Inspeccionó todas y cada una de las habitaciones en su camino hacia la
cocina, convencido de que ésta estaría en la planta baja.
La idea de que nadie más había sobrevivido se hacía más evidente. La
sucesión de cadáveres era la constante, y Ludmila parecía ser la única
persona viva en el sanatorio, el cual se asemejaba a un abandonado
hospital de campaña en el que la muerte había campado libremente sin
batalla.
El profesor seguía avanzando a través de aquellos blancos pasillos
despojados de toda vida y cubiertos de una espeluznante oscuridad, que,
con los fósforos, iba iluminando con cada lámpara en buen estado que iba
encontrando. La tormenta y su respiración eran el único sonido de fondo,
exceptuando ese ruido silencioso que siempre se oye en situaciones
similares; el sonido del miedo en un lugar solitario y oscuro.
Al fondo del tercer tramo, divisó la escalera que supuestamente le
llevaría a la cocina, pero al dar el siguiente paso notó que pisaba
algo. Se trataba de una muñeca de trapo vestida de mariposa. Estaba
junto a una puerta cerrada, que, sin dudar, abrió, confirmando su
sospecha; se encontraba en el pabellón infantil.
Si la contemplación en todo momento de muertos desgarrados por una
terrible epidemia era escalofriante, la de una decena de niños,
igualmente fallecidos, fue aún más lastimosa. Contuvo las lágrimas. En
una de las estanterías había más muñecas y un par de caballitos
balancines de madera. Junto a éstos encontró una caja, también de
madera, con una pianista dibujada en la tapa. La abrió, y de su interior
ascendió un pequeño autómata representando a una niña que, con una, casi
viviente, sonrisa, tocaba un minúsculo piano. La caja de música
encarnaba la felicidad anterior en aquel hospital convertido ahora en un
improvisado cementerio de cuerpos sin sepultura.
En la base de la pianista leyó una placa:
1834 – Impromptu nº 4 ‘’Fantasie’’
Chopin.
Que era el título de la melodía que el grácil juguete tocaba. Al
profesor no le pareció correcto, pero le gustó tanto y el ambiente que
tenía alrededor era tan sombrío, que se la guardó en el bolsillo de la
chaqueta, intuyendo también un futuro uso.
Salió del que fuera lugar de gorgoteos y gracias infantiles para bajar
por la mencionada escalera, llegando enseguida a la planta baja, la
misma que había pisado nada más abrir la puerta principal. Bajó un piso
más, dando con la cocina y una gran despensa en su interior, en la que
las latas de conserva no faltaban. Abrió uno de los tarros de fruta,
quitándose la mascarilla momentáneamente y tomando varias piezas. En un
anaquel bajo halló un rollo de unas diez velas. Ahora, con iluminación y
el estómago medio lleno, decidió regresar con su única paciente y
comenzar a trabajar, retornando por el vestíbulo y subiendo por el mismo
lado del principio.
La rotura de las ventanas ya no mostraban la luz de las llamas; la
exagerada lluvia las había apagado, dejando caer por las rajas una gran
cantidad de agua que encharcó el suelo. Era una noche terriblemente
tormentosa.
Pero no fueron los truenos los que lo volverían a sobrecoger. Al borde
del pasillo que antes tomó había un cuerpo más, y no era normal, ya que
antes, cuando pasó por la misma zona, éste no se encontraba allí.
Estaba acurrucado, en posición fetal. Vestía bata de médico y Guttendörf
le tomó el pulso rápidamente.
- Todavía vive. Murmuró.
El aparente defenestrado balbució algo en su idioma, conteniendo en sus
pómulos los mismos bultos. Lo reanimó como pudo y el enfermo reaccionó
positivamente a la voz de Ángel. Lo incorporó, seguro de que había
llegado por su propio paso, abatido por la escasez de fuerza. Apoyándolo
en su hombro fue capaz de llevarlo junto a Ludmila.
Ya eran dos los pacientes que tenía a su cargo, sin estar seguro de si
habría más.
Gracias al relajante intravenoso, los dos afectados entraron en un
profundo sueño. El avance de la enfermedad era imparable, pero al menos,
con su atención y vigilancia, el único médico presente les había
prestado el cuidado que necesitaban.
En la soledad de la noche, a la luz de la lámpara y las velas, comenzó a
examinar con el microscopio las muestras de sangre infectada tomadas de
la pareja de contagiados. Un mal que había que descubrir dónde y cómo se
originó. La impresión de que, en caso de ser peste, se habría formado a
partir de las pulgas de las ratas era admisible, pero no convincente.
La sangre de ella presentaba una mayor inestabilidad celular, con lo que
hacía entrever que su estado era peor que el del hombre de identidad
desconocida. Sin embargo, para poder establecer un diagnóstico más
fiable, debía conocer el modo que la enfermedad tenía de acabar con la
vida de la persona infectada. Para ello, necesitaba examinar a uno de
los muchos cadáveres.
Cambió de nuevo de mascarilla y de guantes, ataviándose con una bata
blanca de las halladas en el armario. Con los primeros rayos de sol
cubiertos por espesas y oscuras nubes, trasladado a otra sala y con todo
el material necesario, practicó la autopsia al cuerpo de un hombre
joven. El análisis sanguíneo del cadáver revelaba que las células
infectadas aún vivían, devorando lentamente todo a su paso en el
interior. Los órganos estaban más dañados unos que otros, siendo el
estómago, los pulmones y el cerebro los que más. Las pústulas,
auténticas firmas de la epidemia, brotaban por la sangre contaminada y
acumulada bajo la piel, debilitándola en primer lugar.
Supuso que el Dr. Friedel habría dado con las mismas conjeturas, pero la
solución a tan catastrófico enigma corría a cargo de su sobresaliente
inteligencia. De pronto, mientras seccionaba la región occipital del
expirado, un infrahumano aullido procedente de la habitación contigua,
la de los supervivientes, le paralizó. Raudo, llegó a la misma; era
Ludmila, que se retorcía por el dolor, chillando, convulsa y con los
ojos casi vueltos del revés; el mismo cuadro de muerte que le detalló el
pupilo del profesor Hofmann.
Le sujetó los brazos, susurrándole que se calmara y hablándole en latín.
Pero Ludmila se moría inevitablemente, rozando ya la agonía, y los
chillidos eran insoportables, así como también sus fuertes temblores.
Guttendörf forcejeó un poco, pidiendo que se calmara. En el cruce de
brazos y achuchones, la caja con la lenta melodía de Chopin,
‘’interpretada’’ por la grácil autómata, cayó al suelo, y al profesor de
Bonn no se le ocurrió otra cosa que abrirla, permitiendo que dicha
figura tecleara el piano. Sorprendentemente, la música del gran maestro
polaco sirvió para sosegarla, logrando que Ludmila dejara de contraerse,
de gritar por el dolor y aflojara sus puños.
La volvió a tumbar, insistiendo en su relajación con voz baja, cayendo
en su interior en que Von Bülow, el peculiar personaje que había viajado
con él hasta Viena, tenía razón sobre el efecto de la música en los
enfermos. Sin hallar una explicación científica, entendió que la dulce
melodía que la cajita proporcionaba, hacía que los sentidos se
aplacasen, y, aunque Ludmila muriese tarde o temprano, no sería en
aquella noche.
Fatigado de tan intensa e impresionable actividad, el joven profesor
quedó dormido en una de las butacas, con el sonido de los ronquidos y la
suave nota de Chopin en sus oídos. Cuando despertó, su reloj de bolsillo
indicaba que habían pasado cuatro horas. Era mediodía y el chubasco
proseguía sin remisión. La molestia cervical no debía de ser obstáculo
para no continuar el trabajo, pensó. Los dos afectados aún dormían, y la
más grave, Ludmila, mantenía sus constantes vitales estables. Cerró la
caja musical, cuya autómata pianista no se había cansado de tocar,
volviendo a la sala de autopsia.
Descorrió todas las cortinas para ganar mayor claridad; pese a la
perpetua nubosidad, la luz del día concedía a los rincones del lugar un
entorno más grato. Prendió la pipa y fumó un rato junto a la empapada
ventana. Las calles de Lemberg seguían igual de desiertas. El fuego
vecino de la noche anterior humeaba sus cenizas igual que su tabaco. Los
cuervos y las ratas eran ahora los viandantes, morando tranquilos por
las aceras. El escenario, salido del mismo infierno, se completaba con
los cuerpos, mojados y negros bultos cubiertos de lana y tela, inertes
por doquier. En cambio, lo más inesperado que le quedaba por ver, fue al
sacerdote caminar bajo la lluvia a vertiginoso paso y con una humosa
vara de incienso en la mano. Su fe religiosa lo había sacado de la
iglesia, aun con el mal tiempo, para bendecir las calles, y él,
recordando su recibimiento, decidió devolverle el favor a aquel pobre
hombre. Bajó a la entrada y lo llamó:
- ¡Padre Baumann!
- Buenos días, doctor Guttendörf. ¿Ha pasado usted una buena noche?
Preguntó con cortesía.
- A medias. Pero pase, no es un día muy propicio para derramar la fe y
conversar en la calle. Está usted calado.
- Para la llevar la palabra de Dios todos los momentos son apropiados.
Afirmó con rotundidad.
- Disculpe, no pienso rebatirle. Entre, le prestaré mi mascarilla.
El cura vio todo lo que Guttendörf le enseñaba, siguiéndole hasta la
habitación de los únicos pacientes y escuchando los pequeños progresos
que había hecho. Baumann apenas dijo nada, limitándose a aprobar.
- Padre, el dr. Friedel me dijo que quedaba otra persona que no había
sido contagiada además de usted. El sereno, creo. ¿Sabe algo de él? Se
interesó.
- Supongo que seguirá encerrado en su casa, como desde el primer día que
dejó de trabajar.
- Me gustaría hablar con él.
- ¿Acaso cree que puede ayudarle en esto? Indagó el religioso.
- Diría que no, sólo es pura intuición, pero quizá me dé alguna idea. No
pierdo nada.
- Dr. Guttendörf, el problema al que usted se enfrenta es una obra del
diablo. La ciudad ha caído bajo una de sus maldiciones y está próxima a
una destrucción sin remedio. Por primera vez el padre Baumann parecía
algo más retraído que lo que se podía esperar tras sus buenas palabras y
finos modales. La inmortal disputa religión contra ciencia estaba
servida. Guttendörf respetaba a todos aquellos que basaban sus creencias
y encontraban respuestas a la inexplicable razón de la naturaleza en la
religión, pero no las compartía. ‘’La única religión es la ciencia’’,
una cita de Huygens que él había tomado como máxima. Sin ánimo de entrar
en debate, reiteró:
- En cualquier caso deseo encontrarlo. ¿Sabe dónde vive?
- Desde luego, no ha sido mi intención interferir en su labor. Afirmó
con buen talante. Su casa está a la salida del Este. Es la más grande y
la reconocerá por el haya que hay en su puerta. Su nombre es Warren.
- Gracias, Padre. Si quiere puede acompañarme.
- No, no se preocupe, he de volver a la parroquia.
Tras despedir al párroco y observar de nuevo a los enfermos, Ángel se
dirigió a la casa del sereno. Efectivamente, era la más grande de todas
las que había a las afueras y el árbol se veía desde muy lejos. Era una
vivienda visiblemente deteriorada. El huerto junto a la entrada estaba
seco y el haya parecía ser el solitario espectador de tan evidente
estado de abandono.
- ¡Señor, Warren! Exclamó. Nadie respondió.
Un extraño ruido provenía de la parte trasera de la casa; algo así como
si estuvieran azotando a alguien con un látigo. Con sigilo, rodeó la
vivienda. Los supuestos golpes venían de arriba. Con una oxidada
escalerilla subió hacia la ventana que encontró abierta, viendo que el
sonido lo causaba el mismísimo señor Warren, que, arrodillado en el
suelo, frente a un cristo y con el torso desnudo, se auto flagelaba con
una fusta, pronunciando con cada golpe la palabra culpable.
Quiso irrumpir desde la misma ventana, considerando que lo mejor era
llamar a la puerta civilizadamente. Llamó una y otra vez, y el señor
Warren tuvo que abrir obligado. Su aspecto, orondo y sucio, la cabeza
rapada a trasquilones, cubierta de heridas, la boca abierta en todo
momento y una mirada extraviada, contrastaba con la imagen serena y
elegante del Padre Baumann.
- Buenas tardes, señor Warren. Soy el doctor Guttendörf, de Bonn. He
venido a Lemberg por la epidemia y me gustaría hablar con usted.
El sereno, un hombre más joven de lo que esperaba, ni siquiera asintió,
careciendo de todo modal. Vestía una vieja y larga sotana abotonada
hasta los tobillos. La boca abierta, babosa, y la vista al techo fue su
bienvenida, pero al entrar de nuevo en su casa, sin cerrar la puerta,
dio a entender al profesor que podía pasar.
- Usted es el sereno, ¿verdad? Le preguntó para romper el congelado
diálogo. El obeso inquilino seguía sin responder.
El interior de la casa debía llevar meses sin limpiarse. A Guttendörf no
le costó percibir el mal olor pese a la mascarilla. Las latas de
conservas y las sobras de comida se amontonaban por todos los rincones,
mezclándose con un sinfín de crucifijos y desperdigadas cuentas de
rosario. Sobre la apagada chimenea, que servía de letrina, colgaba la
fusta con la que le vio fustigarse arriba; curiosamente, en la
empuñadura, tenía cosido el emblema de la orden de San Francisco, mismo
sello del cordón franciscano que portaba el clérigo.
- ¿Quiere que le prepare un té? Le ofreció y sin antes decirle que se
sentara, sin dirigirle la mirada, la cual seguía incrustada hacia
arriba, como si estuviese ida. La aguda e inesperada voz de Warren le
asustó levemente.
- No, muchas gracias.
- Yo voy a tomar una taza, es para la medicación.
- ¿Está usted enfermo?
- Sí…bueno, en realidad es una enfermedad de la mente, fue el Padre el
que me la mandó.
- ¿El Padre? ¿Baumann le mandó tomar medicinas?
- ¿De verdad que no quiere tomar un té? Es de moras, le gustará. Al
segundo ofrecimiento dijo sí, imaginando que con ello, obtendría alguna
respuesta coherente en lo que indudablemente era un desequilibrado
mental. A mi madre le gustaba mucho el té. Pronunció mientras calentaba
el cacillo y el profesor se sentaba en una apolillada silla.
- Ya está, pruébelo. Guttendörf, no sin esfuerzo, se mojó los labios. Se
trataba de agua hervida; el té sólo residía en su imaginación.
- ¿Le gusta?
- Está muy caliente, pero no está mal. Y ahora dígame, ¿desde cuando no
sale a hacer su ronda nocturna?
- Desde que el diablo me sustituyó.
- ¿Es el diablo el que hace ahora de sereno?
- ¿No lo ha visto?, está por todas partes. El Padre Baumann lucha con él
por todos nosotros; yo fui el primero en verlo, desde entonces pago mi
culpa.
- ¿Qué culpa?
- La culpa de verlo y no delatarlo al Padre. Sostuvo cabizbajo.
- ¿Le importaría que le hiciera un chequeo? soy médico, no debe
preocuparse.
- ¿Quiere que le prepare otra taza de té?
- No, muchas gracias, ya estoy servido. Sonrió. ¿Le importaría enseñarme
los medicamentos que le recetó el Padre Baumann?
- Mi madre hacía té de mil sabores diferentes; lástima que ya no esté
con nosotros. Y el señor Warren se puso a llorar como un niño.
- ¿Cómo murió? Se interesó Guttendörf.
- No murió, aunque lo habría hecho de no ser por el Padre. Estaba muy
enferma y él se la llevó a un balneario en los Alpes. Debería probar el
té de fresas, delicioso, ¿quiere? El profesor comprendió que de aquel
hombre, que lloraba y se entusiasmaba al hablar del té de su madre con
la misma velocidad, no iba a sacar nada en claro, percatándose de que lo
que parecía solamente una epidemia de casi irrealizable diagnosis, se
transformaba en un misterio casi inescrutable. La sospecha de que el
cura no era un hombre tan ingenuo y amigo, cuajaba cada vez más.
Se despidió del señor Warren, declinando una nueva invitación a tomar
té. Al salir, caminando en dirección al sanatorio, el olor a incienso
resultaba reciente. Sin duda, el sacerdote había estado merodeando muy
cerca en su guardia bendita, o tal vez muy atento a la charla con el
dueño de la casa del haya.
Llegó al hospital; Ludmila seguía inconsciente, aunque viva todavía. El
compañero de habitación había despertado. El profesor quiso hablar con
él, pero el latín no sirvió esta vez, haciendo en lenguas distintas
imposible la comunicación.
Decidió involucrarse más en la resolución del misterio que no le dejaba
pensar en otra cosa.
Se desplazó a la iglesia para informar al párroco de que iría a la
estación más cercana a enviar un telegrama. Baumann, tan cordial como de
costumbre, hizo creerle que ya era hora de que alguien más viniese a
Lemberg a ayudar. Pero Guttendörf no pensaba salir de la ciudad. Dejó a
un lado la medicina para vestirse de detective, y escondido en una
esquina, esperó a que el cura saliese para vigilar sus movimientos. Su
instinto le decía que, tras el disfraz de manso y sirviente cordero,
podría esconderse el verdadero conocedor de la causa de aquel mal.
No tuvo que esperar mucho. La lluvia volvió a hacer acto de presencia, y
Fritz Baumann, el párroco de la iglesia católica, con un oscuro camauro
que cubría su cabeza y el perpetuo cordón púrpura, encaminó sus pasos
hacia las afueras, a la casa de Warren.
Cuando llegó, abrió la puerta de dicha casa como si fuera suya. El
profesor, escondido en el abandonado huerto, agudizó los oídos.
- Yo evitaré que Satanás te castigue por la libertad de tu emponzoñada
lengua. Fustígate hasta que no te quede piel, sólo así Satanás se
sentirá complacido y te perdonará la vida. Culpable. Pudo oír en la voz
del clérigo, cuya vehemencia era ahora incuestionable, mezclando la
fanática arenga con los ya familiares azotes y llantos.
- Eso es, llora, mitiga tu culpa en falsas lágrimas. Yo te maldigo hijo
de Gomorra. Sólo cuando llores azufre y fuego y dejes caer tu sangre te
absolveré. Toma y bebe el brebaje de la Santa Cruz; expía tu culpa y
limpia tu alma en la soledad del pecador. No vuelvas a olvidar a quién
sirves y odia sin recibir a ese curandero que ha venido y que nada tiene
que hacer aquí. El profesor estaba boquiabierto.
- ¿Y mi madre, cuándo podré verla? Preguntó el martirizado y deplorable
señor Warren.
- Ella está a salvo, velando por tu salvación.
Tras un fugaz silencio, el sacerdote salió de la casa y Guttendörf
prolongó con su acecho; la incógnita se concebía insólita.
El sacerdote tomó la avenida que desembocaba en el hospital y con la
misma libertad que en la casa del sereno, abrió su puerta y entró.
¿Cómo era posible que el cura tuviera llaves para entrar en el
sanatorio? Y de ser así, ¿por qué no se lo dijo?
Pasado un minuto, Guttendörf entró también. Siguiendo el rastro de las
huellas embarradas y el olor a incienso, llegó a una de las tres
capillas, en ella estaba Baumann y su misterioso comportamiento. Éste
giró una palanca camuflada en un cáliz sobre el altar. Con fatiga y
mirando a su alrededor en todo momento, empujo el mismo, descubriendo lo
que claramente era una entrada secreta. Al cabo de meterse en ella y
cerrar por debajo, el profesor hizo lo mismo, moviendo el altar con
menos esfuerzo por la juventud y accediendo a un gran escalón que saltó
ágil. Ante sus ojos, un largo y estrecho corredor construido por la mano
del hombre, pues las lámparas de gas abundaban, las paredes estaban
pintadas de blanco y el suelo enlosado en su totalidad.
Se oyó un portazo al final de dicho pasaje, el cual era de una sola
dirección. Anduvo hasta llegar a una puerta, en la que escuchó hablar al
cura en voz baja:
- No te preocupes, ya he hablado con él y ha recibido su castigo. Muy
pronto podrás verlo. A propósito, ha venido un médico de Alemania; un
hombre joven, de buena estampa y muy listo. Cree que podrá descubrirnos,
pero no sabe que muy pronto caerá en mi trampa y arderá junto con todas
esas decrépitas y enfermizas sombras de este corrupto sanatorio. Me
sentaré a la izquierda del Señor, que me concederá un paraíso inmortal,
y seré como Él, un dios…
Las palabras escuchadas se sucedían malignas y más tenebrosas que todo
el mal que había hundido a la ciudad. El profesor, dudoso por el miedo,
debía de acabar con aquello y resolver el enigma: << Vamos, Guttendörf,
sólo es un cura>> se decía a sí mismo.
Con ímpetu pateó la puerta, abriéndola de par en par e invadiendo la
oculta sala del lunático sacerdote.
- Bienvenido, doctor, ha llegado antes de lo que esperaba. Dijo con la
frialdad ya conocida, analítica mirada y las manos unidas. Su calma era
diabólica y su imborrable sonrisa cautivaba a cualquier hombre de frágil
espíritu.
- Le he descubierto, Padre Baumann. Espetó él enérgico en aquel
trascendental momento.
- Es cierto. Convino el párroco de testa afeitada, vestido con sotana,
estola y cordón rojos como la sangre.
La sala en la que se encontraban era reducida. Igual que en la vivienda
del señor Warren, había rosarios y crucifijos por toda la pared, los
cuales brillaban por una decena de cirios. Libros de anatomía e
innumerables tubos de ensayo, conferían a la subterránea estancia una
extraña mezcla entre capilla y laboratorio científico.
- ¿Quién es usted, Padre? Inquirió Guttendörf.
- La pregunta es, ¿qué soy? Mire detrás de usted. El profesor no había
visto que, al lado de la puerta, había una jarra con la cabeza en formol
de una anciana; el sacerdote había estado hablando con aquella cabeza
sin cuerpo. Una escena terrorífica.
- Le presento a la señora Seaber, la madre de Warren.
- ¿Qué es todo esto, Padre?, exijo una explicación.
- Doctor Guttendörf, aún le queda mucho por aprender. ¿Sabe usted lo que
es la vida, el cuerpo humano?
- Dígamelo usted.
- Ha sido testigo de un desafío. El cuerpo humano es la creación de un
dios omnipotente. Una obra maestra; una máquina perfecta que respira, se
alimenta, expulsa lo innecesario, se desplaza y es capaz de razonar y
preguntarse en ciertos casos qué es. Yo he desafiado esa obra.
Permítame. El eclesiástico cogió uno de los tubos, el cual contenía
sangre en su interior, se lo pasó a Guttendörf y siguió hablando:
- Tiene en sus manos mi obra, mi reto a dios. De ese alterado plasma
sanguíneo, extraído de la señora Seaber, erigí mi monumento. Todos los
muertos que ha contemplado desde que llegó, incluyendo a esos dos
pacientes que mantiene con vida inútilmente, son la prueba de que el
fruto de dios, el cuerpo humano, no ha podido vencer a lo que yo he
creado; ni por su propio organismo, ni por su intelecto.
- ¿Quiere decirme que usted es el creador de la epidemia sólo por
competir con dios?
- No es una competición, es demostrar que soy más poderoso que Él.
Exclamó el sacerdote elevando su puño y rabiosamente enfurecido. Su
usual quietud había desaparecido.
- ¿Y el señor Warren, qué me dice de él? ¿Por qué le hace creerse
culpable?
- El débil sereno era uno de esos hombres bien recibidos por toda la
ciudad. Vio lo que no debía ver en una de sus rondas, quiso impedir mi
labor y paga por ello. La medicación sólo es opio.
- Usted está loco. Afirmó Guttendörf.
- No achaque a la mundana locura la tarea de un siervo de dios que
pronto ocupará su lugar. Es usted un hombre de muy poca fe.
- Cierto, yo soy científico, no religioso.
- Ah…claro, ustedes los científicos lo supeditan todo a la ciencia.
Vaciló Baumann de nuevo con maléfica sonrisa. La ciencia, como sola
herramienta, es algo muy sencillo de tomar. Basarlo todo en ella y en
sus teorías es muy simple. La verdad de la vida es mucho más profunda.
Para usted, el agua no es más que química, sustancia compuesta por
moléculas. Pero tras esa composición se esconde un poder divino que hace
que caiga de las nubes para paliar sequias o inundar tierras. Ese es un
poder que la ciencia no puede explicar.
- La función o acción del agua no niega su naturaleza química, y la
ciencia es la que hace posible que sepamos qué es, no lo que representa.
Usted se ha aprovechado de la ciencia para crear la enfermedad que ha
quitado la vida a miles de personas. No es más que un asesino. Aseveró
Ángel. El sacerdote se sintió ofendido, sentenciando al profesor con sus
fanáticos ojos.
- Usted pierde, doctor. Ahora asista al acto final de mi designio.
Presencie el alzamiento a la gloria divina de este pastor que ha vencido
al Todopoderoso. El padre Baumann cogió uno de los cirios, prendiendo
con su llama una lámpara que había en el suelo.
- ¿Qué va a hacer?
- Doctor Guttendörf. Vociferó. Contemple como dios me acoge en su mano.
Espero que le haya reservado un lugar en el cielo pese a su profano
espíritu, pues será allí donde continuaremos esta interesante
conversación.
Tiró al suelo la encendida lámpara, la cual hizo arder la estancia de
forma súbita. Fue entonces cuando el profesor, gracias al olor
desprendido, se dio cuenta de que las demás lámparas del pasillo ardían
una tras otra al ser alcanzadas por las llamas de la primera, porque las
botellitas que tenían anudadas en su base eran de brea. El plan del loco
párroco era un prodigio de cálculo maquiavélico. En segundos, las flamas
se apoderaron de todo.
- Oh, Padre Mío, recibe al poderoso hijo que llevabas esperando miles de
años. Arrodíllate ante él y ante su genio y asume su victoria. Gritaba
el sacerdote casi ahogado por el fuego y con los brazos hacia arriba.
Guttendörf echó a correr; nunca antes había estado tan al borde de la
muerte. Al abandonar el pasillo oyó los chillidos del controvertido y
genocida religioso que, a pesar de su supuesto poder, sentía el dolor
del fuego como cualquier otro mortal. Para su sorpresa, cuando subió el
escalón y llegó a la capilla perseguido por las llamas, vio como todas
las lámparas contenían la misma botellita de brea, las cuales, junto con
las cortinas y todo el mobiliario, serían antorchas en una granja de
madera. El cura las había puesto en aquellas cuatro horas que estuvo
dormido. En poco tiempo, el hospital ardería completamente.
Subió a la habitación donde estaban los dos enfermos. Ludmila había
muerto. Despertó al otro que parecía agonizar:
- ¡Rápido, hay que salir de aquí!
Se lo subió a la espalda y portó con él como cuando lo encontró. Las
lámparas explotaban al contacto del fuego, el sanatorio se veía
arrastrado a un apocalíptico fin.
Exhausto y cuando casi el techo de la primera planta le cae encima, el
profesor logró salir por la puerta. Para mayor maldad, había dejado de
llover, y las fachadas del edificio sanitario ardían como la tea.
Con mucha dificultad llegó a la casa del señor Warren. Llamó a la
puerta.
- Señor Warren, el hospital se está incendiando y puede que el fuego se
propague por toda la ciudad, debe usted acompañarme a la estación más
cercana. Llevo un superviviente conmigo que necesita ayuda médica de
inmediato.
- Yo no me voy sin que venga mi madre. Murmuró. Guttendörf quiso decirle
la verdad, pero no había tiempo, lo mejor sería engañarle.
- Señor Warren, si quiere volver a ver a su madre, venga conmigo.
En pocos minutos de penoso caminar en el profesor, debido al peso, e
hipnotizado en el sereno, sin desclavar su vista del cielo, salieron de
Lemberg. El contagiado comenzó a convulsionar. Paró y lo tumbó en el
suelo, cogió la cajita de la pianista y dejó que la música cumpliera con
su relajante función. El enfermo se desmayó, pero seguía con vida.
Guttendörf se secó el sudor, observando a Lemberg en la lejanía bajo un
espeso humo negro. Warren permanecía con su mirada hacia a lo alto,
ajeno a todo lo ocurrido, y el profesor consideró que para él sería
mejor no saber nada.
- Hay que seguir caminando, señor Warren, anochecerá en una hora.
La ciudad, arruinada por la terrible infección y ahora por el fuego, se
perdía en la lejanía y en el silencio del horizonte. El Padre Baumann ya
se habría hecho ceniza y su diabólico plan, aunque efectivo, carbonizaba
junto a él. Ángel pensó entonces en si habría más supervivientes.
De nuevo empezó a llover, lo que seguramente apagaría el incendio.
Llegaron a la estación de Sknilov, como le dijo Friedel, al cual
telegrafió y tras dejar al enfermo oculto; si alguien conocía su
existencia, podría provocar el pánico y tal vez fuera complicado volver.
Friedel llegó de madrugada, encontrándose con un casi cadáver
superviviente de Lemberg, al conocido sereno que ahora no reconocía a
nadie y al profesor de Bonn cansado y conmovido por todo lo que había
visto. Los llevó a Cracovia, dejando al pobre enfermo internado de
nuevo, donde murió días más tarde.
Por fin regresó a Bonn junto con el alienado señor Warren, que fue
ingresado en un psiquiátrico. Nunca se pudo desvelar la causa y el
remedio para la peste, o lo que fuese aquello que había destruido a casi
toda la población de Lemberg, la cual fue reconstruida con el paso del
tiempo y a la que el profesor, siempre curioso, volvió, sin dejar de
olvidar a aquel fanático sacerdote que casi acaba con su vida y que
tantas dudas sobre religión científica o ciencia religiosa, le dejó.
A nadie contó lo sucedido; excepto a Paul, el joven escritor, que con lo
narrado, publicó un libro y se hizo célebre. Pero ésa es otra historia
del eminente profesor Guttendörf.
FIN
©Eminente prof. Keimplatz.
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