HERMOSA HIGUERA

por Camelia

 

Los cambios de temperatura de los últimos días habían sido constantes. Se había pasado del frió de abrigo al calor de bañador.

 

Se casaba en una semana y solo pensaba en que el día acompañase al traje que había elegido para la ceremonia.

 

Estaba en los últimos preparativos y apenas descansaba así que terminó de comer, se dirigió a la habitación en la que tenia su despacho. Echo un ojo al correo por si había algo importante y dejo los documentos en los que había trabajado, listos para la firma, en el primer cajón.

Saco una carpeta para revisar y calculó que estaría fuera un par de horas, así que la dejo sobre la mesa para mas tarde.

 

Cuando salio de casa por la mañana, lucia el sol y la brisa era calida; busco en el armario del dormitorio ropa cómoda y ligera y en unos minutos estuvo lista.

 

Ya en el portal, miro a derecha e izquierda para decidirse si iría a pie o en coche.

Tomó el camino de la derecha y de ese modo cruzaría por el parque. Caminaría y disfrutaría del sol. Necesitaba tomar un poco el aire y disfrutar del paseo entre algo más que cemento y ladrillos.

 

Había recorrido apenas a la mitad del camino, cuando el cielo empezó a cambiar y se puso cada vez más negro.

-No me digas que se va a poner de tormenta- se dijo- mientras veía como aparecían las nubes a toda velocidad.

 

Como si de un eclipse se tratara el cielo se oscureció, haciéndose de noche. En unos segundos la gota a gota espaciada paso a formar gotarrones que derivaron en una lluvia torrencial.

Para que no faltara de nada, en esta ciudad del valle del Ebro, el cierzo se sumo soplando de tal manera que la temperatura descendió rápidamente.

 

 No había donde guarecerse: ni una casa, ni una marquesina, ni una cornisa, ni un portal…no pasaba un taxi, los autobuses llenos hasta la bandera no paraban y los pocos transeúntes que llevaban paraguas iban detrás de ellos intentando que no se hiciesen añicos. La basura de las calles se arremolinaba y volando llegaban bolsas de plástico, hojas, porquería en general, que se pegaba de forma machacante, a los nuestros cuerpos chorreantes de agua sucia.

 

En ese momento pensó en lo que decía, Jaume, su maestro de yoga:

 

-          “En occidente cuando llueve echamos a correr, nos mojamos igual, tenemos riesgo de caidas o atropellos y además nos acompaña el stress. En la India cuando llueve todos siguen al paso que llevaban, se mojan pero no tienen stress.

 

Decidió poner en práctica este pensamiento y no correr. Lo único que le faltaba es que se pegase un tozolón. Así que en el viaje de vuelta a casa, se calo hasta los huesos. Con las pintas que llevaba no podía ir a ningún sitio.

Nada más entrar por la puerta fue en dirección al baño. Se quito la ropa empapada y se metió tiritando en la bañera para darse una ducha caliente. A medida que entraba en calor sintió lo afortunada que era por poder disponer de una vivienda con comodidades.

Se arropo, frotó vigorosamente su cuerpo y se seco el cabello.

 

Tras ponerse ropa cómoda fue a la cocina donde se preparo una tisana de té verde con miel y limón. Los recados decidió dejarlos para el día siguiente.

 

Saboreando el contenido aromático de su taza, se sentó en el sillón más próximo a la ventana, desde donde veía el exterior. Estaba a refugio. Los árboles iban de un lado a otro y algunos mas jóvenes se doblaban de forma peligrosa.

 

Se fue acurrucando hasta que la sensación de relax invadió su cuerpo ahora seco y caliente. Así permaneció unos minutos en los que para no moverse de la posición en la que estaba decidió leer un poco. Busco lectura en la mesita que tenía justo al lado y entre los libros eligió uno.

- Poesía .Abrió el libro al azar y empezó a leer.

 

 

 

LA HIGUERA

 

Porque es áspera y fea,

Porque todas sus ramas son grises

Yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos:

Ciruelos redondos,

Limoneros rectos

Y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras

Todos ellos se cubren de flores

En torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste

Con sus gajos torcidos, que nunca

De apretados capullos se viste...

Por eso,

Cada vez que yo paso a su lado

Digo, procurando

Hacer dulce y alegre mi acento:

“Es la higuera el más bello

de los árboles todos del huerto.”

Si ella escucha,

Si comprende el idioma en que hablo,

¡qué dulzura tan honda hará nido

en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,

Cuando el viento abanique su copa,

Embriagada de gozo le cuente:

-¡ hoy a mí me dijeron hermosa!

 

(JUANA DE IBARBOUROU)

 

 

Al terminar la primera lectura volvió a releerla y al llegar a “es la higuera el más bello de los árboles…” paró de leer y pensó, que lo que para ella era un momento de placer, para otro seria un aburrimiento y que aquí podría aplicarse el refrán:

“En este mundo cruel nada es verdad o mentira, todo es según el color, del cristal con que se mira”.

 

¡Sí, que feliz sería la higuera, cuando la llamaran bella...!

 

Y ensimismada como estaba, su mente voló años atrás, viendo las “tres casas”, nombre con el que se conocía a las de sus tíos en el pueblo y sus recuerdos sobre su higuera se hicieron presentes:

 

-Mis recuerdos de una higuera son sabrosos y olorosos. Nunca me pareció fea.

Sus frutos, higos muy dulces, ya fuesen verdes muy claros o entre azules y violetas, muy maduros, casi negros, y saborearlos con deleite, uno tras otro, sin prisa pero sin pausa, un placer casi supremo.

Yo recuerdo, aquella higuera, colocada en una esquina, que tenia muchos años y todavía paría, y que regalaba sombra, a todo aquel que venia.

 

Y prendían en sus ramas, torcidas sí, pero fuertes y vigorosas, dos sogas gruesas que sujetaban un asiento hecho de tabla que formaban un columpio, y yo muy firme me agarraba y sentada cómodamente, mientras me balanceaba, sentía todo su aroma.

 

Y soñaba despierta o dormida, y soñando, sueños limpios de niña, tenía.

Cuando el viento ligero soplaba, se escuchaba solo en el ambiente que la rodeaba, un sonido musical y melodioso. Al acariciar mi cuerpo todo el aire que pasaba, impregnaba de inconfundible perfume, toda la piel, toda el alma y este olor que solo ella da, en mis sentidos quedaba.

 

Y si se tornaba en cierzo, aparecían, escondidos hasta entonces, fantasmas que con su eco, emitían, pitos, aullidos, gritos o broncas. Eran entonces los ojos, los oídos y la boca los que se abrían buscando: de izquierda a derecha, de arriba abajo, donde estarían metidos.

Hasta que alguien decía:

- “Que van a ser los fantasmas, que van hacer aquí, a estas horas; es el cierzo que gozando sopla y sopla sin cesar”.

 

Yo recuerdo, aquella higuera, con sus espléndidas hojas, grandes, medianas y chicas, que con formas tan curiosas, cubrían todas las ramas y que entrelazadas formaban en lo mas alto como un tejado, tupido pero aireado.

 

Cuando el sol en pleno día, como una bola de fuego, socarraba mi cabeza, yo huía bajo sus ramas y al amparo de estas alas, me transportaba al instante y pasaba del calor intenso, del infierno que quemaba, a la más dulce y fresca gloria, que su sombra proyectaba. Entonces, en ese instante, era cuando el cielo estaba abajo, aquí, en la tierra.

Y que más podía pedir, si ella no pedía nada.

Y que más podía pedir, si ella todo me lo daba.

 

A sus pies había un banco de madera con dos patas, ni muy grande ni muy chico donde me gustaba estar después de cada comida. Y tumbada por completo, allí me desperezaba, y miraba hacia arriba y en su copa divisaba un maravilloso manto, que tenia agujeritos punteados con colores: blancos puros, grises medios y oscuros y azules y de cualquier otro tono que el cielo pueda mostrar. Y en los días que llovía, por sus costados bajaba, desde el agua más fina, a la más torrencial, y aun así, debajo me metía, y el suelo seco seguía.

Pero la lluvia al caer se mezclaba con el polvo, formando ríos de lodo, que corrían hasta aquí, y el hoyo que labraron, muchos pies desde el columpio balanceados, se anegaba con el agua, y también se tornaba barro.

 

Y para no mojarme, levantaba bien los pies, y después eran las piernas, y me subía en el banco o en la soga o en una gruesa rama en la que cabía sentada. Y allí, me hacia la tonta, cuando todos se marchaban a recaudo, a buen cobijo. No, yo no quería entrar. Pero entonces oía mi nombre, que sonaba alto y claro, y bajaba como un rayo y me metía en la cuadra.

 

Por las noches, grandes y chicos sentados en un corrillo, pasábamos un buen rato, cada uno con lo suyo, mientras se contaban: trabajos, chismes e historias. Y hablando, hablando, hablando algunos quedaban dormidos e incluso alguno roncaba.

 

El cielo estaba negro, y las calles en penumbra, y en la higuera...

Que placer, que resguardada, estaba yo allí sentada, tumbada, de pie, estirada y no me costaba nada.

 

En las noches más oscuras, sin candiles ni bombillas, las luminosas estrellas brillaban, y no había luz más hermosa que la que allí se veía; hacían miles de guiños, muchas pequeñas y diminutas, otras que distribuidas de manera peculiar, formaban el Carro, la Osa Menor y la Osa Mayor, y mirando, mirando, veías la de allí, la estrella Polar, la más grande y brillante de todas.

 

Por las mañanas, como cada día muy temprano marchaban, cada uno a su faena, hombres, mujeres y niños y la higuera se quedaba, a veces sola, muy sola pero nunca protestaba.

 

Y muy cerca en un sillón, del color más natural que se teje en suave anea, se sentaba cada día, sobre una gruesa almohada, de colores estampada, un hombre muy singular.

Un hombre fuerte, curtido, que trabajo muchos años, duro, muy duro. Y un día de repente postrado sobre su cama, no se pudo levantar.

Se le murió medio cuerpo, y tuvo que aprender a hablar a comer y a caminar.

 

Pero tenia la fuerza que no se llevo el mal, y estaba en su cabeza, lúcida, tranquila dedicada a recordar.

 

¡Pobre, el abuelo Félix, que viejo que está, pronto se morirá! Eso cuchicheaban muchos, cuando se quedaba atrás.

Todo lo hacia despacio: despacio se levantaba y caminaba despacio.

Después para descansar ocupando su sillón, despacio se acomodaba.

Pero veía sin gafas y guardo todos sus dientes hasta el ultimo día, que huesos de oliva cascaban y las sardinas enteras desde la cabeza hasta la cola con raspas y espinas masticaba.

 

Mirando desde este trono recorría velozmente todos aquellos caminos, tantas veces por él pateados, con las mulas y aparejos: cerros, llanuras, lomas, piedras, riscos y castillo y las casas, eras, tríllos , pajares, graneros, callejones, cuadras y corrales con machos, mulas, caballos, burros, cabras, cerdos, conejos,  ovejas, gallos, gallinas, pollitos, pavos y  cochinos...

 

Y después se paseaba con la mente despejada, sin perderse ni un segundo por las acequias, y por sus tajaderas, y las fuentes naturales o de obra, y el río serpenteando con sus peligrosos pozos, las choperas, los trigales, el maíz, la hierba recién segada, los zarzales llenos de moras, las setas, los caracoles escondidos en los ribazos, y la alfalfa hecha montones dispuestos a ser cargados...

Y los árboles frutales: perales, manzanos, melocotoneros, cerezos, ciruelos, nogales, almendros, avellanos; y las vides extensas, repletas de uvas; y los campos con garbanzos y sus punzantes rastrojos...

Y las ricas huertas: con coles, tomates, pepinos; pimientos rojos, verdes y amarillos; lechugas de hoja lisa, rizada o florida; acelgas, patatas, borrajas, judías, calabazas, calabacines...

 

El abuelo dormitaba. Entre parras, flores, higueras y niños.

 

Con su camisa tan blanca, de hilo fino; con su pantalón de paño negro, y su cinturón de piel merino.

Prendida por una anilla, de un ojal de su chaleco, se descolgaba en un extremo, la cadena plateada, que llegando hasta el bolsillo, sujetaba carcasa y esfera de un reloj muy antiguo.

De vez en cuando se acercaba temblando la mano a este reloj, para sacarlo un instante. Y pasaba largo rato, mirando: horas, minutos, segundos. Y después se lo guardaba otra vez en su bolsillo.

En la cabeza, peinando canas antiguas se colocaba una boina, que aunque bien sujeta, torcíasele con el sueño.

En los pies cómodas pantuflas, para unos pies doloridos, cansados, deformados por los años.

Pies que pisaron mil campos: blandos, sembrados, áridos, duros, y que portaron abarcas la mayor parte del tiempo, filtrando entre sus dedos: agua, barro, tierra y cantos finos.

 

Así recuerdo a un abuelo que no era mío, ni tuyo, pero que yo le llamaba abuelo.

Y una torcida gayata sujetaba su estructura que caminando temblaba.

 

 Así recuerdo al abuelo, como recuerdo a la higuera que tenia aquel lugar, en el que yo siendo niña me ponía a jugar.

 

Y la Tula, una perra, blanca y negra, con poco instinto animal. Sin malicia, sin mentiras, que jugaba con nosotros, como una niña más.

 

Solicita a la voz de: “Tula ven, que el abuelo va a pasear”. Entonces era cariñosa y tierna.

Esta era, la misma, que acompañaba a su dueño mientras iba al corral y al campo, cogiendo las culebras con la boca y apretando bien los dientes no las dejaba escapar.

 

Ahora a su lado, junto al sillón se acostaba y atentamente velaba, el sueño de aquel anciano...

 

Y el abuelo que marchaba con los pasos de un bebe, tenia siempre a su lado, unos ojos que observaban sus tullidos movimientos... y que le lamía la mano, que no podía mover, como si con esto pudiese devolverle de nuevo vida.

¿Y cuando ladraba? : Solo, cuando algo pasaba. Y alguien había, que se presentaba, para comprobar que todo estaba, donde tenia que estar.

Y saliendo de la casa, también allí estaba, la preciosa higuera que nunca pidió nada…

 

 

 

 

 

© Camelia        

 

 

 

 

 

 
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