INNOCENCE. 

 

Por Cecilia Prado.

”Innocence”. Óleo sobre lienzo. (0.97 m. x 1.30 m.). Cecilia Prado

 

La niña se acercó a la jaula donde moraba el pájaro. Se quedó un buen tiempo mirándole en
silencio, detrás de los barrotes oxidados.

 

–¿Quieres salir? –le preguntó al rato, asaltada por un ansia nueva.

 

El animal no se movió, continuó oscuro y cabizbajo sobre la delgada varilla de metal pero de su garganta rosada ascendió, como un grito de muerte, un graznido lúgubre y grave, el cual la niña debió de interpretar como un “sí”, pues acto seguido abrió las puertas de su cárcel. Un chirrido espantoso cortó entonces el mutismo estéril y el pájaro pasó de la inmovilidad perpetua a la repentina y aireada libertad y se volvió loco. Le vio alejarse rápido en el espacio para luego mirarla de reojo desde la enmarañada copa de un árbol que cubría casi todo el cielo con sus negras ramas de alambre.

 

Al día siguiente se despertó sobresaltada. El persistente llanto de un niño le arañaba el sueño
haciéndolo pedazos. La niña se asomó por la puerta para averiguar lo que pasaba. Advirtió al bebé en su blanca cuna berreando y clavándole las uñas a una blanda pelota de goma.

 

 Decidida a hacer algo al respecto, avanzó hacia él por los grandes mosaicos del cuarto en estado de tierna somnolencia. Salvo por el pequeño catre y unas pocas cajas de manzana que se hallaban por el piso, la habitación lucía en su extensión completamente vacía. Las paredes irregulares y descarnadas desprendían un olor a encierro o a humedad difícil de soportar. ¿Dónde está mamá?, se preguntó. Pero mamá no estaba, mamá dijo que se iba y que nos portáramos bien, imaginó. ¿A dónde se iba? mamá siempre tiene mucha prisa, mamá luna, mamá bosque, mamá va a la casa del lobo. Mamá había dicho algo sobre la libertad, recordaba, algo que ella no entendió. Dijo: “la libertad es como un plato de sopa bien caliente, hay que probarlo un poquito antes, para no quemarse la lengua”. Y luego dijo: “volar es como nadar… Volar es como nadar o como amar. Has de hacerle caso a mamá”. ¿Y papá? ¿Dónde está papá?

 

Miró al bebé aún lloroso detrás de los barrotes blancos. Éstos ascendían altos y ribeteados como finas estatuillas de marfil. Mientras los mimaba a fin de sentir los suaves nudillos resbalando torpemente entre sus manos, recordó de pronto la jaula, el pájaro, y esa dicha inmensa que le entraba al cuerpo seguida de un cosquilleo dulce o un tintineo alegre, hasta dejarle los dedos temblando… También la cuna era una inmensa jaula de madera con un triste animalito dentro ansioso por salir. Así que subida a un cajón de manzanas, se inclinó sobre la alta cama y cogió al niño.

 

El bebé, cegado por esa extraña noche que le cubría el rostro enteramente, cesó de llorar. Luego la luz blanca del día se extendía ante los dos calma y nívea en un cielo bien abierto. La niña respiró profundo, daba gusto la frescura del aire llenándola por dentro con su líquido invisible.

 

¿Qué hago ahora con él?, se preguntó. El cuerpo pesado del infante le empezaba a zozobrar. Pensó dejarlo en el suelo como a un conejito de indias pero luego recapacitó: ¿y si se va al bosque?. Su madre había advertido una vez en el cuento de Gretel, los animales feroces que llegan con la noche, los ruidos macabros que se escuchan escondidos.

 

El bosque quedaba lejos pero cerca. No era cuestión de distancias, bastaba levantar la vista porencima del tendedero de ropa y ahí estaba, oscuro y susurrante, coronado de plata; porque detrás de todo bosque, y esto es lo bueno, siempre hay un lago.

 

Apartó al niño de su pecho y lo indagó:

 

-¿Y tú? ¿A dónde quieres ir pequeñín? Pero el niño estaba azul. El niño no respondió. Tampoco lloró. Parecía contento en sus brazos con los ojos bien abiertos.

 

La tarde volaba y era vital apurarse. Nada malo podía acontecer durante el día. Las cosas malas solo suceden por la noche, se dijo así misma para darse ánimo. Además con un poco de suerte hasta encuentro una casita de chocolate y me como todos los confites. Relamiéndose del gusto por esta preciosa idea se encaminó al follaje, cuando varias tandas de sábanas, firmemente asidas, le salieron al paso.

 

Le era difícil sortearlas, saber que camino emprender, pues por todos lados aparecían como inflados fantasmas alados. No semejaba en absoluto aquello a un tendedero de ropa, sino a un gran laberinto de paredes blancas, húmedo y perfumado con olor a jabón. Un laberinto sin fin. Cansada de este juego estéril ya iba a desistir, cuando de pronto vio la rueda de una bici asomando tímidamente por detrás de un lienzo claro: el niño viejo la venía a visitar.

 

El niño viejo era su amigo. Su rostro era de una blancura cruda, descarnada. Tenía una cabeza desproporcionadamente amplia y ovalada con dos ojos dentro que flotaban como peces y una boca pequeñita. La ausencia de pelo hacía resaltar unas orejas salidas para afuera como setas y una nariz horriblemente torcida, también con forma de seta, por la que siempre introducía un dedo. Además de esto, varias rayas paralelas le surcaban la frente de lado a lado y un centenar de pequeñas estrellitas le poblaban las mejillas y los párpados, apretujándose en fila por debajo de sus ojos.

 

Aparcó la bici en el sitio y avanzó hacia ella entre las blancas sábanas frotándose las manos como mosca.

 

–¿Quieres jugar conmigo?- tartamudeó con voz aflautada.

 

-Bueno –dijo ella hincándose de hombros- ¿pero qué haremos con él? Los dos miraron al bebé envuelto como un capullo y se quedaron pensando.

 

Resultaba impensable regresarlo a la cuna dónde lloraría y protestaría otra vez sin la vaga
atención de nadie. Los pájaros se van al cielo, las liebres al bosque, ¿y los niños? ¿A dónde van los niños?

 

Así que volvió a preguntarle:

 

-¿Y tú? ¿A dónde quieres ir pequeñín? Pero el bebé estaba azul. El bebé no respondía. Parecía
indagarlo todo con sus ojos de vidrio.

 

-¡Pero míralo! -señaló el cabezón divertido –¡es un niño azul!

 

-Habrá que llevarlo al lago -concluyó.

 

La niña sonrió y los dos se marcharon juntos por encima de un pulóver rojo y de tres pantalones grises que goteaban y colgaban de la soga, despreocupados y alegres mecidos por el viento.

 

Por el camino los árboles se movían como sombras y todo el bosque semejaba una inmensa noche sin estrellas; sin embargo y extrañamente, el cielo se atisbaba desde allí abajo blanco y sereno, sin mancha alguna, ni siquiera un pájaro o un cable que lo surcara, inmóvil y frío, como una nada insobornable. 

 

Ascendieron callados por un largo sendero polvoriento siguiendo las huellas de un ciervo y luego por una espesa manta de hojas secas. Era hermoso marchar entre los árboles transidos del intenso aroma de los troncos, de los frutos reventados en el suelo, de la oscura tierra removida. A veces un olor a quemado quedaba flotando en el aire tras un ligero velo de humo. Eso significaba que había estado el leñador. Así anduvieron largo rato y justo cuando ella comenzaba a sentir que las piernas desfallecían del cansancio y los brazos le tironeaban del esfuerzo, vislumbraron de lejos el lago.

 

Brillaba por entre los gruesos troncos y relucía con luz de diamante. La niña parpadeó tres veces. Costaba trabajo acostumbrarse a él. La luz era tan intensa que hacía pestañear. Podía escucharse la resonancia del líquido, su tañido fresco y cristalino. Todo el lago era un inmenso piano de agua tocado y exaltado bajo los rayos de luz.

 

El niño viejo se acercó a la orilla y tocó el agua con la punta de un palo. Entonces unas ondas blandas comenzaron a expandirse, ágiles y delicadas con movimientos muaré, y en la superficie inestable apareció una cara blanca. La niña se dijo que aquella debía ser la cara del lago y se agachó en cuclillas para observarla de cerca. El rostro, que parecía una máscara ovalada, temblaba intermitentemente. No se sabía si lloraba o reía pues la mueca de la boca cambiaba constantemente de la alegría al dolor.

 

–Dame al pequeño- dijo la efigie sin cesar de temblar.

 

La niña dudó un instante y retrocedió un paso acuciada de un temor repentino.

 

–No, no te lo daré ¿Es que acaso eres bueno?-le chilló desconfiada.

 

–Sí, soy más bueno que el pan. –aseguró la voz con ternura de madre. -¿Y el niño? ¿Es bueno el  niño? –Preguntó la voz.

La niña miró la máscara, miró al bebé, pero el niño no respondió, el niño estaba azul. Y la voz del lago ascendía de entre los múltiples destellos plateados y tintineaba con resonancia musical.

 

-Dáselo -dijo la voz del niño viejo por detrás. ¿O era aquella la voz del lago?

 

-Dáselo.-volvió a insistir la voz.

 

-Dáselo. (como un eco)

 

La niña giró hacia atrás, volvió hacia delante, pero cuando fue a asomarse al lago, la máscara
había desaparecido, al igual que el bebé que cayó sin hacer ruido. Desapareció sin una sola queja, sin luchar siquiera, inocente, como se hunde una pequeña piedra engullida por el agua blanda. Entonces una multitud de ondas rítmicas comenzaron a fluir desde el centro y a expandirse hacia la orilla, sonoras y divertidas. Y aquello era decididamente hermoso. Luego cesó.

Los dos permanecieron pensativos y en silencio delante del gran lago inmóvil.

 

-Es extraño… – susurró en voz baja el niño viejo.

 

-¿Qué cosa?- musitó la niña, buscando su mano (y los dedos le temblaban).

 

-El agua… se vuelve cada vez más transparente, más transparente… ¡mira!

 

Unos ojos invisibles y grandes como el mismo Dios surgieron de pronto y con infinita inocencia miraron  al cielo.

 

©Cecilia Prado

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