LA APARICIÓN DEL DIFUNTO MARIDO

por Isidro R. Ayestarán

 

Esa misma noche, al llegar a mi mausoleo coplero de Castelar, todo mi mundo estaba plenamente derrumbado por muchas ilusiones que tuviera por la inminente salida procesional de mis niños del Luna Llena. Y es que si la muerte de mi Monchito me había dejado en un abismo sin fondo, la incertidumbre por el destino de mis amigos don Matías y Sor Visi me angustiaba de una manera apoteósica e inenarrable.
Para colmo, yo que confiaba en que mi sobrino Félix me aguardaría en casa para preguntarme por mis cosas y cosotas y darme su particular soplo de aire fresco, el muy ingrato me había dejado una nota explicándome que se iba de farra con los amigotes. Por lo que solo, más solo y angustiado que nunca, me pasee por todo el pisazo pasillo va y pasillo viene, intentando buscar una solución a mis neuras e inquietudes. Y tan embutido me encontraba yo en mis asuntos cofradieros y personales, que no me percaté hasta pasados unos minutos de que el sonido de un piano había comenzado a retumbar por toda la casa.
– Pero coño… - me dije para mí – Pero qué es esto, qué invento es este… –(que para eso uno es fan incondicional de la Montiel).
Y lo que parecía a todas luces imposible e improbable, se hizo real. Vamos, que ni la vida misma. Y es que, rápidamente, entré en el salón del piano, donde tantas veladas había pasado con mi gente, y donde mi Monchito del alma, el corazón y la entrepierna nos había amenizado con su arte instrumental y musical, y pude comprobar cómo el piano estaba sonando solo, como si fuera una pianola de las de antes. Y lo que estaba sonando me estaba desquiciando aún más. El clásico de siempre “Toda una vida”, la canción por antonomasia de las quimeras amatorias y la canción con que mi Moncho y yo nos enamoramos hará cosa de unos cuantos lustros, sonaba que daba gusto amén de erizarme todo el vello corporal, que no era poco. Cosas de quedarse viudo antes de hora.
– ¿Te acuerdas, cariño mío? – dijo una voz de ultratumba.
Y ahí me quedé muerto. Era la voz de Moncho, mi Moncho.
– Ay, Dios mío que no puede ser – dije anonadado a no poder más – Que debo seguir soñando; que debo continuar en el limbo; que aún sigo penando en la penumbra por el adiós dolorido cuando la muerte nos alcanza; que dejo a la Teresa de Jesús en mantilla viviendo sin vivir en mí; que…
– ¡¡¡Que te calles ya, puñeta!!! – bramó el Moncho desde el Más Allá.
– ¡Eres tú! ¡Moncho! ¡¡Vivo!!
– ¡¡¡Muerto!!! – aclaró con rotundidad – Lo que pasa es que Dios me ha enviado esta noche a consolarte, pues sabe de tu angustia, tu tormento y tu ansiedad.
– Ya ves tú con Dios, para que el clero diga que su Jefe no nos quiere ni se preocupa de los mariquitas… Bueno, ¿y qué te cuentas? ¿Qué tal te están tratando los ángeles en los Cielos? ¿Te has ligado a alguno? ¿Es cierto que estos tíos no tienen sexo? Lo digo porque tú siempre fuiste algo promiscuo y puñetero, que en más de una ocasión conseguiste llevarme por el camino de la desesperación y…
– ¿Quieres dejar de decir gilipolleces?
– Es que si por lo menos pudiera verte. Esa voz de muerto tuya de ahora no me gusta nada y me provoca sarpullidos en los pabellones auditivos.
– Pues te jodes, que Dios no me deja estar en persona por si me agarras y no me sueltas.
– Joder con Dios, se las sabe todas el tío…
– Pues eso, a lo que te iba. Que este se ha enterado de lo que estás penando, y que como eres un tío de ley, me ha mandado esta noche para consolarte como al James Stewart de “Qué bello es vivir”… Y que no te preocupes, que aunque ahora estés angustiado por don Matías y la Sor, no tardarán en aparecer por estos lares norteños en los que tanto se les echa en falta.
– Pues me das una alegría, Monchín, ya que don Matías los tuvo bien puestos para saltarse a la torera las normas de sus superiores para casarnos en nombre de Dios a ti y a mí.
– Es que Dios siempre ha creído en el amor verdadero.
– Ese que yo ya no tengo…
Y volví a ponerme mustio. El volver a escuchar la voz de mi maridín me hizo recordar los buenos momentos vividos a su lado y en su regazo. Me acerqué al piano y lo acaricié como si el instrumento fuera la prolongación ideal y apropiada de mi Moncho y el inmenso amor que sentía pese a su ausencia física.
– También Dios me ha enviado por otro motivo – me dijo casi en un susurro.
Le interrogué con la mirada mientras las notas del Toda una vida se continuaban clavando en mi alma y mi corazón.
– Dios está triste porque hace mucho que no te oye cantar.
– ¿Y ha de ser precisamente esta canción?
Moncho no me contestó. Él sabía tan bien como yo que pedirme que entonara las notas del himno de nuestro amor perdido prematuramente era la peor de las torturas para alguien como yo. Que el significado de cada estrofa y todo lo que de ellas se desprendía, era como la justificación necesaria y la confirmación oportuna y eterna del profundo amor que profesaba a mi difunto marido. Y Dios debía saberlo y por eso la eligió para mí. Para confirmar que no estaba equivocado en el momento en que inspiró a don Matías para que nos casara en su nombre.
Por eso, sabiendo todo esto, me acerqué aún más al piano, y creyendo que era el auténtico Moncho quien lo interpretaba en las teclas correspondientes, me lancé a cantar por primera vez en mucho tiempo:


Toda una vida me estaría contigo
no me importa en qué forma
ni dónde ni cómo, pero junto a ti.

Toda una vida te estaría mimando
te estaría cuidando
como cuido mi vida, que la vivo por ti.

No me cansaría de decirte siempre,
pero siempre, siempre,
que eres en mi vida ansiedad,
angustia, desesperación…

Toda una vida me estaría contigo
no me importa en qué forma
ni dónde ni cuándo, pero junto a ti.


Después, silencio. Un silencio sepulcral con el que envolver mis lágrimas por el recuerdo de lo vivido y perdido, la rememoración y evocación de mis constantes anhelos y mi rechazo unánime y constante a la desaparición del gran amor de mi vida.
Inmediatamente después, el sonido del piano cesó, como si también quisiera llorar en silencio conmigo a mi lado. Y como si una fuerza superior se apoderara de mí, sentí que algo me arrastraba hacia mi solitario dormitorio.
– Este es el regalo de Dios por haberle cantado esta noche – volvió a susurrarme Moncho.
Y ya no hubo más explicaciones por parte de uno o de otro. Me adentré en la habitación, me acosté en mi fría cama de matrimonio y sentí como una luz que se filtraba a través de los ventanales de mi dormitorio, se adentraba en mi cuerpo.
Y a partir de ahí, otra clase de silencio.
El de las caricias y el del amor reencontrado.

 

 

© Isidro R. Ayestarán, de mi novela EN UN MUNDO NUEVO – LA DIVINA SORAYA EPISODIO II - 2007

 

 

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