Era muy
importante para un aspirante a banquero tener un buen patrimonio y
más en aquellos tiempos de penuria cuando los créditos estaban mal
vistos o simplemente no existían. Sabíamos la hora en que paraba
el tren en la estación y allí acudíamos a la caza de viajeros para
pedirles el billete usado. Era un billete de cartón duro y
perforado como señal de haber sido utilizado en su viaje de
cercanías. Eran de varios tamaños y los había hasta de colores
siendo la mayoría grises. Eran los “caicos”, y si llegabas a
completar hasta los bordes una caja de zapatos, ya te podías
considerar banquero y ser el dueño del juego.
Los finales de los años cuarenta juntos los inicios de los
cincuenta fueron para mí los de los juegos en la calle. “La calle”
se convertía en el lugar más apasionante en aquellos años
infantiles al que acudíamos con multitud de propuestas, fruto de
tradiciones que venían de nuestros padres y también de nuestros
abuelos. Costumbres que ocupaban nuestras horas de juegos en las
que no había tiempo para el aburrimiento. Sensación ésta
desconocida para todos, pues la más usual era la del agotamiento
junto con el dolor producido por algún chichón, producto de alguna
pedrada, convertido en meritoria herida y blasón de guerras
imaginarias. La calle se prolongaba hasta el anochecer en los
meses veraniegos, cuando se buscaba la “fresca” exenta de temores
a peligro alguno. En la calles no habían coches en aquellos días
de mi infancia. Eran como grandes estadios abiertos para el
disfrute de unos juegos en los que todos participábamos. Era el
lugar de encuentros en donde todos conocíamos a todos y que ante
cualquier desmán o necesidad de la chavalería era corregido o
atendido raudo por cualquiera de la vecindad. El sonido de una
sirena que anunciaba el fin de la jornada laboral, nos indicaba la
hora de la merienda: la más habitual, la de bocadillo de pan y
chocolate. Tras ella, la vuelta a los juegos era el tiempo de las
revanchas o del cambio de la distracción.
Los juegos de temporada ocupaban todo el año: los había de tardes
cortas, las del invierno, y mucho más largas, en las del verano.
Y eran en éstas, ya libres de la escuela, cuando con mayor
profusión gozábamos con aquellos pasatiempos.
Como con los juegos de birlas; o los de canicas o al gua y con los
bolsillos llenos de bolas de piedra o de barro. Como cuando íbamos
a saltar acequias en busca de chapuzones; los juegos de botones
(con mi Zamora de gabardina); o jugar a escondites o capitules; a
la una la mula; al churro media manga mangotero; a correr el aro;
a robar tomates; a las chapas; a las guerras con canutos o
cerbatanas y los arcos tensados; a las de tiradores hechos con
pequeños troncos o recios alambres y las espadas de madera. Y a
hincar la lima; a subir los árboles, sobre todo los frutales; las
meriendas de higos y moras cuando era la temporada. Y los juegos
de cucañas: romper pucheros, carrera de sacos; la velocidad de los
patines de roces; la pericia en empinar cachirulos pascueros; los
cromos, con sus juegos y cambios; las carreras y “samboris”; las
batallas de arcas (¿de arcas o de harcas?). Y siempre el fútbol,
convertido en el juego rey; y la caza de pajarillos y lagartijas;
y a romper trompas (la mía de carrasca y clavo de piano); el
fútbol de arbellones; los estribos de tranvías, y… muchos más
juegos. Y en todos ellos, variantes a raudales.
Un tiovivo popular desordenado e ilimitado a la imaginación,
formaba todo aquel conjunto de juegos en los que la amigable
confrontación, el deseo de triunfo o la aceptación de la derrota,
así como el liderazgo o el papel segundón, iban formando nuestra
personalidad. Y las tardes de los domingos que las ocupábamos en
la plaza de la Iglesia para recaudar unas perras, chicas y gordas,
de los “padrinos roñosos” en la ocasión del bautizo de un nuevo
vecino. No eran aquellos, tiempos de bicicletas, pero si de
paseos en carro, aupados sobre los sacos y demás aperos de
labranza, aprovechando las idas o llegadas del labrador hacia los
cercanos campos de la huerta.
Todos aquellos juegos fueron ocasión de grandes disfrutes en
nuestras vidas. ¿Lo más importante? la innecesaria aportación
económica, pues cada uno participaba con los útiles que tenia y
sólo de ellos, dependía el juego. Resultaban juegos baratos, pues
únicamente la imaginación era el necesario coste para la
distracción.
Los días abrileños de Pascua eran los más esperados. Los de las
meriendas en “la alegría de la huerta”: las del saquito con la
“mona” y los huevos duros coloreados, y que junto con la
lechuga, con la longaniza pascuera y la “llimoná” completaban el
sencillo festín. Tardes de fiesta que terminaban con los saltos de
cuerda y los juegos de prendas. Eran días en los que niños y
niñas cogidos de la mano participábamos en juegos infantiles
vestidos de juveniles ensueños. Aquellos días significaron para
todos, hechos ya unos mozalbetes, el inicio de guiños o los
principios de sensaciones extrañas: eran más bien la ocasión de
pellizcos y de algún beso furtivo, ganado al vuelo, pues era el
precio a pagar en las prendas tras el juego de la gallina ciega y
la correa, o el san vicen con sus “chinches y caparres”
Las tardes cortas de invierno, en las que el anochecer llegaba
rápido, eran las mejores para las horas de trampas al peatón, en
las que asustarles con cualquier broma, que terminaba embadurnando
sus ropas, eran motivos de risas y algún que otro enfado.
Todo aquello era un conjunto de divertimentos en los que la
distracción estaba asegurada para todos. Lamentablemente han
desaparecido de nuestras calles sin haberlos sustituido por algo
semejante. El nuevo hábitat urbano, la motorización, la
inseguridad y la multitud de peligros, hacen que la calle deje de
ser aquel pabellón abierto a la imaginación. Ejercicios aquellos
que se convertían en el primer impulso de nuestras vidas,
convertido en un resorte que incidía en el mejor desarrollo de
nuestra personalidad, gracias a las habilidades individuales de
cada uno y a los deseos de sobresalir en aquellos juegos
callejeros.