LA DIGNIDAD

Por  Julio Cob Tortajada

 

La música salía de sus labios a través de un viejo saxo acariciado por unos dedos largos que se estiraban pausados hacia las notas. La melodía nacía de los movimientos  acompasados de un músico con los ojos cerrados, quizá soñadores quizá autómatas, pero siempre atentos a las acciones del público en un  concierto, en el que el único invitado en un principio,  era él, su propio autor. No eran soplos de desgarros, ni influjos de musas, ni siquiera el alimento de una pasión. La Pantera Rosa de Mancini, de andar vacilante, llegaba a mis oídos dispuestos a mezclarse entre los sones de lo que sólo representaba la busca de un jornal diario. Sin embargo aquella orquesta era algo más que un sólo saxo. Le acompañaba la batería de una ingeniosa pandereta que llevaba acoplada a su pierna y que con ligeras sacudidas de su rodilla, marcaba el compás. Aquel era el mejor acompañamiento que podía soñar un músico callejero que nos ofrecía lo mejor de si mismo.

 

La tarde húmeda y mohosa bajo unos árboles quietos, me mostraba su cielo algodonado, muy espeso, en el que el azul quería abrirse paso, quizá porque le llegaba la música lejana del saxo, mezclada con los murmullos viajeros de la gente, los chirridos de la sillas arañando el suelo y el choff de un vaso caído al suelo por la travesura de un niño junto a su madre en aquel salón a la intemperie de una calle peatonal y en el mismo instante que pedía pipí.

 

Cuando llegó el momento de pasar el plato por los pasillos de la platea,  era algo así como la hora del veredicto al que se asiste con la  esperanza de un premio justo. Pero no siempre la justicia viene de los jueces, pues al primer intento alguien sentenció con una moneda de cinco céntimos, que igual era de dos o quizá de uno. La pretensión del huraño espectador no era otra que salir al paso con su aportación ante la cordial exigencia de aquel mercader que convertía su melomanía en especia para su alimento.

 

La autoestima del músico cuya melodía se había extendido por la bóveda plomiza estaba muy por encima de aquella retribución que ni siquiera se correspondía con la entrega de una limosna. Y con semblante simpático que no defraudado, devolvió la moneda a su dueño con afecto y cariño, quien la recogió de forma indecisa pero sonriente, como si de la misma Pantera Rosa de Mancini se tratase.    

 

Septiembre 2006-09-07

 

 

 
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