LA SOMBRA DE PIER. |
por Agustín Serrano Serrano |
Lo que más agradeció Pier cuando despertó y abrió la ventana, era el buen tiempo, y eso que durante toda la semana había llovido mucho, pero aquel amanecer apartó todas las nubes y el sol asomó su corona con fuerza radiante. Ya había convencido a su madre, mucho después de convencerse a sí mismo, de lo que iba a hacer, y no es que a sí mismo le costara, pues el deseo era más grande que nada, pero la inseguridad personal, la desconfianza, unida al recelo, casi lo derrotan. Aun así, no se acobardó.
- Hijo, déjame que vaya contigo. Te prometo que la chica no me verá. – Le pedía su madre, ocultando su preocupación. Él se negó de nuevo y lo haría las veces que hiciera falta; tenía tantas razones, casi la misma cantidad que su madre en la petición. - Mamá, tranquila, que no me va a pasar nada. De sitios donde haya mucha gente no me moveré, y Raquel me ha dicho que no se separará de mí. – Mantuvo seguro.
Hacia la estación de autobuses hablaron de los pormenores: que cuidado con quién vas, que no te metas en líos. Y en el caso de Pier había que añadir alguno más: no bebas, no andes por lugares inseguros, ten el móvil siempre a punto, llámame cuando llegues y a la hora que sea…y él asentía, sin dejar de pensar en el desplazamiento. En su viaje. La estación era la frontera, lo que le separaba del regazo materno, del misterio que le aguardaba, de su primera gran salida desde el accidente. Era como un segundo nacimiento. Como ese sol que había salido tras días de recogimiento, todo muy simbólico, y dichas sensaciones le proporcionaron gran fuerza. El ir y venir de autocares de línea le rememoró a aquella excursión escolar que hizo a Lisboa. Fue inolvidable, pero también recordó que aquel día subió las escalerillas de entrada con facilidad, y eso lo apenó un poco. Desayunaron juntos; todavía faltaba casi media hora para la salida. Ella lo observaba con más detenimiento que nunca: parecía tan indefenso mientras movía el azúcar del café y comía con la misma mano. Y ahora se disponía a hacer un viaje de más de mil kilómetros, solo, con la esperanza de que aquella chica que había conocido por Internet, siempre Internet, lo acogiera más en su corazón que en la supuesta diversión que decía le iba a dar.
Empezó a temer por su hijo. Y una idea la invadió, la de seguir al autocar hasta Barcelona; una vez allí, vigilarlo como celosa madre. Para nada la vería, así no habría problemas de que pensase que no confía en él y en su capacidad para ir solo adonde quisiera. Pero no lo iba a hacer, sería traicionarlo, y seguro que Dios lo protegería. Su móvil sonó con la Romanza de Bacarisse como melodía; la música la auxilió de tanta inquietud. Hablaba por teléfono sin apenas atención. En aquel instante sólo tenía ojos y pensamientos para Pier, para su hijo.
Pier fue un bebé corriente, con los mismos problemas, los mismos lloros. También fue un niño muy normal. Jugaba con los demás al fútbol, y hasta su tío, entrenador del Recreativo alevín, aseguró más de una vez que el crío iba para portero. Su padre había fallecido cuando contaba las velas de los diez años, y aquello lo cambió un poco, cosa comprensible a tal edad. La viuda tuvo que dejarse la piel para que no se torciera y la pérdida paterna degenerase en malas compañías. Y lo consiguió. Sin embargo, lo que ni ella ni nadie en el mundo pudieron evitar sucedió una noche de verano en la misma puerta de casa. Pier, ya adolescente, volvía en su motocicleta de las clases de guitarra, que lo tenían más que ocupado desde días atrás. Al torcer la esquina, un perro se le cruzó, y en el atropello al inoportuno animalito, cayó. No fue una caída violenta, incluso varios testigos afirmaron que el joven no iba nada rápido, a pesar de eso, el golpe fue fatídico, casi mortal. No se hizo ni un sólo rasguño, ni una herida, ni una contusión, pero la cabeza chocó y el impacto le truncó la vida para siempre. Un solo golpe cambió la existencia de este muchacho y la de su madre, sufridora, más si cabe, de tan amargo trance. << Si sale del coma, se quedará hemipléjico >>, fueron las palabras del médico cuando Pier aún no había salido de cuidados intensivos. La madre quiso saber más. Desconocía lo que era hemipléjico, algo malo, seguro, parecido a parapléjico, tetrapléjico… Algo duro, por la cara del doctor que se lo dijo, que tuvo que evitar que se desmayara. Se lo explicó; <<se trata de un trastorno motor; una parálisis severa e irreversible, habitual en el lado derecho del cuerpo, provocada por accidentes cerebro vasculares >>.
Y así fue, Pier consiguió superar el coma que lo custodió durante tres meses. Tras ello, lo que ya se sabía, la hemiplejia; una nueva forma de vida. Atrás quedaron las clases de guitarra, el fútbol, la moto intacta, las salidas con la pandilla y una novia frustrada. Con la desagradable señal de la traqueotomía, que lo acompañaría para siempre, tuvo que volver a aprender a hablar y a caminar, todo a base de gran fuerza de voluntad y una madre abnegada, completamente entregada, pagando el precio con una voz muy dificultosa y lenta, además de una boca torcida eternamente y una forma de andar esforzada, sujetándose el brazo derecho para no dejarlo colgando, arrastrando literalmente la pierna del mismo lado. Los pasillos del hospital desaparecieron, culminando en una fase estable del problema, en la aceptación de la discapacitada condición. Pier viviría con esta suerte hasta el final de su vida. La buena noticia era que no empeoraría, y con el tiempo, podría mejorar su voz, haciendo que las charlas con la gente fuesen más fluidas. Lo más importante estaba en su cabeza, intacta emocional e intelectualmente. Por lo demás, debía caminar siempre a su modo, con la pierna izquierda como guía de la derecha, que se arrastraba lentamente barriendo el suelo.
Se oyó el claxon del autocar, <<en 5 minutos va a efectuar su salida>>, anunciaron por megafonía, y la madre hubo de realizar el mayor esfuerzo de su vida para contenerse y no llorar.
- Venga mamá, me voy. No te preocupes, que no me va a pasar nada. En cuanto llegue te llamo, ¿vale? – La madre no se atrevió a decir nada; temía que las lágrimas se le escapasen al hacerlo, esbozando una pequeña y obligada sonrisa de despedida.
Aquella sonrisa precedió a un intenso abrazo, que duró hasta el momento de separarse. El muchacho no dejó ni que le ayudase a meter la maleta en el portaequipajes, << cuando llegue nadie la sacará sino yo >>, pensó. Por fin subió al autobús, con la firme idea de no bajar hasta que llegase al destino. Se sentó junto a la ventanilla, y el asiento le pareció comodísimo, ideal para pasar las siguientes once horas. Miró por el cristal y allí, como no podía faltar, estaba su querida madre. La mujer seguía en su férrea lucha de aguantar el llanto, de pié, con las manos en los bolsillos de los pantalones y los puños cerrados, haciendo fuerzas con el estómago. Aguantando. Pier la volvió a mirar y fue cuando sintió deseos de dar una voz al conductor para bajarse arrepentido. De abandonar la idea y decirle a su madre que tenía razón, que en el pueblo hay cientos de agradables chicas por conocer, y que si no congeniaba con ninguna, siempre tendría a la mejor madre del mundo. Y el deseo se hizo más grande, como una sensación de falta de comodidad, de verse en el coche de mamá de regreso a casa; una congoja mayúscula, un nudo enorme en la garganta y, sin embargo, no lo hizo. Se vio en su casa con todo lo que le gusta, sin tener ni una sola preocupación y haciendo lo que le diese la gana, pero se vio derrotado, y vio lo mal que quedaría consigo mismo y también por qué no, con su madre, que, pese a la tristeza y la preocupación, se sentiría muy orgullosa de que su hijo permaneciese en el autobús hasta el fin del trayecto, conociese a la chica que lo estaba esperando y volviese como un héroe. A ello le unió su afán de superación. Imaginar que aquello era como una olimpiada con opciones al oro, ya que el premio era lo más parecido a dicho metal, y no era otro que Raquel, la chica que conoció en la red hacía unos meses y que, pese a su minusvalía y sus limitaciones, le abrió el corazón con simpatía y encanto. Todo eso bien valía un largo paseo en carretera. Un salto de punta a punta de España, con una mochila, una sola pierna y un solo brazo. Cuando el vehículo de línea tomó el desvío para adentrarse en la autopista, cuando ya no se divisaba desde la estación onubense, la madre lloró de emoción, y no dejó de hacerlo hasta que llegó a su casa.
<< Hola, preciosa. Ya he salido de Huelva. Llegaré por la noche. Un beso de los nuestros >>, le escribió en un mensaje a su amada barcelonesa. Al momento, recibió la respuesta. << No creí que vendrías. Llámame cuando estés aquí >>. Ella no le devolvió el beso escrito, pero eso no importaba. A sus veinticinco años, Pier se había enamorado por primera vez. La chica era rubia, muy delgada, simpática, sincera y muy tierna, aspecto éste que le volvía loco. De la cartera, con su dificultad particular, extrajo la foto que había impreso la noche anterior, la primera y única foto que ella le había mandado. No era más que el cuadrado recorte de papel de impresora con la imagen de una chica sonriente, como una foto de carné, y con ella, tomaría las alas necesarias para no quedarse en el autocar y volver cuando éste comenzase el viaje de vuelta.
Bordeando las cinco horas de viaje, leyendo, como buen amante del fútbol, el extra del mundial sin leerlo, el conductor anunció la inminente parada para comer en la ciudad manchega de Manzanares. Una noticia así ya la esperaba, aunque no por ello estaba preparado para saber qué iba a hacer. Fue en dicho momento cuando se arrepintió de rechazar la avispada idea de su madre de echarle un par de bocadillos, así, no tendría que bajarse, los comería tranquilamente en el mismo asiento en el que estaba y no temería que, por su pausada forma de hacerlo y su lento caminar, el autocar saliera de la venta dejándolo atrás, solo, descompuesto y con el objetivo perdido. Pero Pier era un chico valiente, aunque pocas veces lo demostrase. Aquella era la mayor aventura de su vida, y un riesgo como el que se avecinaba, formaba parte de dicha odisea.
- No se olvide usted de mí, ¿vale? – Le dijo al conductor, que lo miró con simpatía, bajando los dos del vehículo.
Y no lo hizo. Pier volvió a subir al autocar, con el estómago lleno, la vejiga vaciada, las piernas estiradas y un botellín de agua en el ancho bolsillo del pantalón. Quedaba la segunda parte del trayecto, la aproximación hacia tierras de levante. Ya en la comunidad valenciana, decidió apoyar la cabeza en el asiento, quedándose profundamente dormido, soñando con un romántico viaje de regreso, con Raquel como agraciada compañía, y el satisfecho rostro de su propia madre. Pero como todos los sueños, éste, que no era más que la proyección de su más anhelado deseo en su ilusionada mente, divergió en otro muy extraño. En él, Pier era un lozano y fuerte muchacho que jugaba al fútbol por pasatiempo y volvía a casa a media tarde. Pero no era la casa en la que vivía, la del patio enlosado que su madre regaba en verano. Se trataba de un pequeño apartamento en el que una muchacha lo recibía con un cariñoso beso, y en el que un niño pequeño jugueteaba en un parque infantil. Se fijó más en el crío, tan parecido que era él mismo. Lo cogió en brazos, pues Pier en sus sueños siempre podía mover los dos, y se fijó en que la tierna criatura, sonriente ante su llegada, tenía la traqueotomía hecha y, como él, como el Pier que viajaba en el autobús rumbo a Barcelona, tampoco podía mover la parte derecha de su cuerpo. Una extraña sombra surgió de la pared del fondo: << Es culpa tuya >>, le dijo con su misma voz.
Despertó y ya estaba en la capital catalana. Tenía los auriculares puestos con la marcha imperial de ‘’La guerra de las galaxias’’, saga de la que era aficionado. Con dicha música, entrando en la ciudad del tibidabo, imaginó ser el comandante de las fuerzas rebeldes al rescate de la princesa Raquel. Y a Raquel avisó de que ya estaba allí, pues posiblemente, la chica vendría a la estación para verse por primera vez.
<< Ya he llegado. ¿Vienes a la estación? >> Le envió. A continuación, con el autobús situado en un semáforo, sorprendido ante la inmensa cantidad de gente que cruzaba el paso de peatones, llamó a su madre. Mientras hablaba con ella, escuchando los mismos consejos de por la mañana, notó como el móvil vibraba, era Raquel respondiendo a su mensaje:
<< Ya son casi las nueve de la noche. ¿Quedamos mañana? >> << Vale. Mañana por la mañana te llamo. Un beso de los nuestros, guapísima. >>
No le afectó que ella no quisiera venir a verlo nada más llegar. Realmente, él estaba cansado y, además, debía de buscar una pensión cercana cuanto antes, desoyendo la voz materna, que le había dicho que reservara habitación por la red o por teléfono. Su tozudez le llevó a preguntar a un guardia de seguridad en la salida de la estación.
- En la calle de atrás hay dos. Más al centro, hacia la plaza, hay varias más.
Con la mochila a la espalda, que no era muy pesada, con su forma de andar, sus gafas y la curiosa vista tras éstas, se dirigió a la calle indicada. ‘’Hostal El gallego’’, anunciaba un cartel blanco con las letras negras y una estrella del mismo color. Una señora mayor, de desiguales arrugas, pelo blanco, e impertinentes para la vista, -estampa típica-, lo recibió.
- Hola, buenas noches. - Buenas noches. - Quisiera una habitación, por favor. – Solicitó él con su entrecortada y dificultosa voz. - ¿Individual? – Inquirió la veterana recepcionista, tan seca como una colilla abandonada. Él, inexperto, arrugó el ceño. - ¿Viene solo? - Sí, vengo solo. - Individual. ¿Me permite el DNI o pasaporte? – La mujer comenzó a rellenar la ficha, mientras él, lento de movimientos, sacó su cartera, que abrió con ayuda de la boca, mostrando el documento. - ¿Sabe cuántos días va a quedarse? - Pues…hoy es viernes…hasta el domingo, lo más tardar el lunes. – Dijo Pier dubitativo. - Son treinta y ocho euros. Firme aquí y le daré la llave. Si se queda hasta el lunes, deberá comunicarlo aquí el domingo a lo largo del día. - Sí. - Aquí tiene.
Pier, algo intimidado por la seriedad de la recepcionista, cogió la llave y subió a la número veinticuatro. La habitación era muy limpia, aunque pequeña y vacía. Tenía un baño individual con un plato de ducha y una televisión sobre una plataforma flotante sobre la puerta del mismo. La cama era pequeña, aunque según sus posaderas, confortable, y estaba cubierta por una sencilla colcha azul. Había una baja mesita de noche con una simple lámpara, un mando a distancia con cable antirrobo y un teléfono con el número de recepción escrito con bolígrafo en la parte superior. Una ventana y sus blancas cortinas, daba al exterior, a la calle por la que había venido. A la derecha de la puerta de entrada, un ropero empotrado, que Pier, como todo visitante curioso, abrió con su brazo útil. Había perchas vacías y unas zapatillas de invierno. Junto a la puerta del baño, un panel con el plano de la pensión y los números a los que debía llamar en caso de urgencia. Le gustó, por ejemplo, el intenso brillo de la solitaria bombilla del baño. Y es que Pier era feliz fuera del alcance de visión materno, que si bien nunca había sido posesivo ni dictatorial, si que, en contadas ocasiones, le impedía disfrutar de la libertad de la que ahora gozaba. El problema, por así decirlo, estribaba en qué hacer con tan único tesoro.
Se asomó al ventanal, en el que un estrecho balcón permitía hacerlo de cuerpo entero. Pero él sólo se asomó, dando la espalda a lo que ocurría en la habitación. En la calle, no muy concurrida, vio un bar con una serie de sillas sobre la misma acera. Era verano, y los barceloneses se sentaban al fresco nocturno. El deseo de verse sentado al aire libre, igual que aquellos desconocidos, le abrió el apetito. Palpó el bolsillo del vaquero, asegurándose, -siempre lo hacía cuando iba solo- de que la cartera seguía en su sitio. De la cama cogió las llaves, y al abrir la puerta sin usarlas, pensó que cuando volviese cerraría con las mismas. Abandonó la estancia, dejando en su vacío lo que en ella sucedía.
- Voy a salir a cenar. – Le dijo a la recepcionista que, muy tranquila, sabedora de la ingenuidad de su nuevo huésped, le pidió las llaves con los ojos por encima de los impertinentes. - Ah, sí, perdone. – Se disculpó Pier con disimulada sonrisa.
Llegó con parsimonia a la pequeña terraza nocturna, desde la que podía ver la ventana de la habitación. Tuvo suerte y pudo sentarse en la única mesa libre, pegada a la pared, junto a la puerta del local. Temió que fuera un bar de éstos en los que se piden las consumiciones en la barra y es el mismo cliente el que se las sirve en la mesa. Pero una camarera, joven, rubia y esbelta, salió a limpiar la mesa. Pidió una coca cola y algo de cenar. La chica, de acento extranjero, le dijo que sólo tenían tapas o raciones. Como tenía hambre, pero no muchas ganas de buscar otro sitio, pidió una ración de calamares fritos. Y allí se vio cenando, en aquella callejuela de la capital catalana, solo, rodeado de miradas desconocidas: dos parejas de turistas extranjeros, un cuarteto de sudamericanos, un matrimonio joven con un bebé en carrito, y un tipo solitario, como él, que posiblemente no lo estaría mucho tiempo. En ese instante, se sintió algo desprotegido, fuera de lugar, como en un salto al vacío. Su inseguridad personal, relacionada con diversos aspectos, le hacían inquietarse con lo que pudiera pasarle en las próximas horas: una caída, un robo, una desaparición… Pero él estaba allí por algo. Por amor, por deseo, por orgullo personal de hacer algo que lo cambiaría de por vida. Aquellas personas, que lo rodeaban pacíficas, tenían sus historias, sus cosas, y él tenía la suya y se llamaba Raquel. Con el refresco ya en la mesa, cogió el móvil, siempre en el bolsillo de la camisa para sentir su vibración, seleccionó el número de la chica que lo había llevado hasta allí y pulsó el botón de llamada. Un tono y colgó. Al momento, el aparato vibró. Raquel estaba presente:
<< Estoy cenando en la calle de mi hotel. Te quiero >>.
Por qué no, ya era hora de decirle algo así, algo que justificara lo que había hecho para conocerla. Ella respondió:
<< Yo también siento algo parecido por ti, pero prefiero decírtelo cuando te vea >>.
Pier sonrió, justo en el momento en el que la camarera trajo los calamares. Dio cuenta de todos ellos con su sola mano, terminándose la coca cola y pidiendo la cuenta, como un personaje novelesco, sintiéndose, sólo a veces, dueño de sí mismo. Apareció un barbudo violinista con pinta de rabino. Él esperaba que cuando acabara sus preciosas notas, pasara, mesa por mesa, con un platillo o el sombrero del revés. Sin embargo, el músico acabó su triste, pero genial composición, y se marchó con una discreta reverencia a los presentes.
- Barcelona contiene esta clase de personajes. Barcelona es genial. Los músicos tocan sólo por amenizar las solazadas concurrencias. – Pensaba, cuando cruzaba la calle para llegar a la pensión. – Creo que me gustaría vivir aquí. – Continuó diciéndose, feliz, alborozado, imaginando un futuro barcelonés junto a su querida Raquel.
Cerró con llave la puerta de la número veinticuatro, tal y como había pensado. Se tumbó en la cama sin desvestirla y encendió el pequeño televisor. Buscaba fútbol, como gran aficionado. Detuvo el televisivo recorrido en un partido de la liga brasileña.
- Mañana iré con Raquel al Camp Nou. – Pensó, dejando caer la cabeza en el brazo bueno.
Y es que Pier siempre fue barcelonista, aunque el ‘’recre’’ tiraba más. Y ya se veía disfrutando de las enormes gradas del estadio ‘’culé’’, cuando sintió sed, una sed terrible provocada por el pescado frito. Cayó en la cuenta de que debió de haber comprado una botella de agua en el bar. La inexperiencia en dicha lid, la cabeza y sus pensamientos, dedicados a otras cosas en todo momento, hicieron que lo olvidase. No quería bajar de nuevo. Pensó en llamar a la recepcionista y preguntarle si el agua del hotel era potable, pero tampoco quería dar la sensación de tacaño. No tenía otra alternativa que probarla directamente y ver qué pasaba hasta el día siguiente. Por mojarse un poco el paladar no le iba a pasar nada. Podía no ser saludable, pero tampoco debía de ser dañina. Encendió la luz del baño, la de la luminosidad que tanto le agradaba. Abrió el grifo. Se inclinó y dio dos pequeños sorbos. Tras hacerlo, se miró en el espejo, sin las gafas, quitadas para beber; no era, para nada, un tipo horrible, concluyó, << a Raquel le gustaría más en persona >>. Secó los labios con la mano, y algo a su derecha se movió, sorprendiéndolo. No fue, a sus ojos, algo rápido. Tampoco fue algo con forma o tamaño. Su impresión le dijo que fue una sombra.
Se colocó las gafas y observó sin miedo. La ventana del baño, tan pequeña como un cuadro de electricidad, no tenía cortinas. Por su diáfano cristal sólo entraba la luz común de la calle en la noche. El plato de ducha sí tenía su juego de cortinas. Sin embargo, lo que sus ojos, sin gafas, habían distinguido, surgió de su derecha. Se dio la vuelta hacia la puerta, desde la que podía ver la cama, la mesilla y las cortinas del balcón. Miró en completo derredor, con cuidado de no caerse, y no vio nada, aunque si no lo hizo fue porque no esperaba ver lo que realmente era. Pensó en una cucaracha, en un ratón, quizá, asustado y arrinconado quién sabe dónde.
Pier acostumbraba a rascarse la cabeza cuando los nervios pretendían atenazarlo. Comenzó a mesarse el pelo, sustitutivo de un buen rascado, -consejo materno-, pensando en lo que había visto, o no, en el baño de una pequeña y austera pensión barcelonesa. Y lo vio de nuevo. Bajó el brazo de su cuero cabelludo, miró, esta vez a su izquierda, y sí, lo estaba viendo, era, aunque ligero e imposible de palpar, real. Era su propia sombra que repetía sus movimientos con un par de segundos de retraso.
- ¡Qué paranoia es ésta! – Exclamó.
En un principio quiso creer que alguien realizaba aquellos imitadores movimientos; alguien escondido. Pero no había sitio donde pudiera esconderse ese alguien. Era él mismo, no había duda. Era su propia sombra rendida a su derecha, sobre los zócalos de la ducha. Realizó unos cuantos movimientos más. Acciones con su maltrecho cuerpo que, de haber sido vistas desde la ventana de en frente, habrían sido catalogadas como de un pirado. Un salto a la pata coja, y su sombra saltó con él, siempre un instante más tarde. Alzó el dedo pulgar de su brazo bueno, y el de su sombra repitió el gesto. Apoyó todo el cuerpo en el lavabo, levanto la pierna buena, y su sombra hizo lo mismo, en un ejercicio calcado. No obstante, la sombra que su cuerpo mostraba en el espacio, en dirección opuesta a aquella por donde venía la luz, parecía algo más hecha, más perfecta. Pier se restregó los ojos y caminó con su renqueante forma. La reflejada silueta, que se perdió al llegar él al quicio de la puerta del baño, anduvo los mismos pasos, sólo que su caminar fue normal, con las dos piernas en perfecto estado, como si perteneciese a alguien sin minusvalía. Salió del baño sin conocer ese detalle, entrando en la habitación propiamente dicha, cuya lámpara, de sencillo plafón, proyectaba la luz de forma vertical, con lo que su sombra se ubicaba en el suelo. Se sentó en la cama con gran flojera en la pierna. La sombreada aparición despareció momentáneamente pero sólo para colocarse detrás de él, sobre la parte superior de la colcha y la almohada. Desde los pies de la cama, agitó el brazo sano todas las veces que pudo y a gran velocidad, viendo como el reflejo lo imitaba con ligera intermitencia por el desacuerdo temporal, como uno de aquellos librillos de dibujos que, al pasar rápidamente sus hojas, parecían tener vida propia.
Fue en dicho momento cuando Raquel, su madre y todo lo concerniente a sus peripecias en la capital catalana, desaparecieron. Pensó en llamar a recepción. No era mala idea. Pero en un segundo se vio rodeado de gente curiosa, extraña y desconocida. Y todo en el hipotético caso de que le creyeran, pues cabía la posibilidad de que su nueva e inexplicable realidad sólo fuese apreciada por él mismo. Tenía miedo. No deseaba jugar con aquello que no podía entender. Apagó todas las luces. Sólo la de la farola callejera más cercana lo iluminaba a través de las cortinas. Sudando, sin desvestirse, se acurrucó sobre la colcha, mirando, sin querer, hacia el armario. Imaginado a la juguetona sombra de su cuerpo realizando movimientos circenses. Pasaron varios minutos. Cogió el móvil de la mesita, señaló las anteriores llamadas y pulsó, esperando un solo tono al otro lado. Raquel le respondió con otro, siendo ésa su señal. Decidió llamarla:
- Hola, guapísima, ¿qué tal? - Bien, ¿y tú? - Bien. Ya estoy en la cama. - ¿Y eso? ¿no te gusta Barcelona? - Sí me gusta, pero prefiero descansar para el día de mañana. – Ella sonrió al otro lado. – ¿A qué hora vamos a quedar? - Pues…por la mañana no podré, he de ir a coger apuntes a casa de Nina. Por la tarde, ¿vale? - Yo he pensado en visitar el campo del barça, que nunca lo he visto, y me gustaría que vinieras conmigo. – Pier hablaba de forma automática, sin dejar de pensar en lo que lo mantenía impresionado, bajo la oscuridad de la habitación. - Ya te dije que a mí el fútbol no me gusta. Es mejor por la tarde. Nos vemos a eso de las ocho por el ‘’Eixample Dret’’. - ¿Dónde está eso? - Tú ve a la Sagrada Familia. Hay muchas terrazas; te llamo y me dices en cuál estás, ¿vale? – Afirmó ella, con su inconfundible acento catalán. - Sí. Pero oye, yo quisiera comentarte algo que me ha pasado. - ¿Qué? - Bueno, mejor mañana. - No, no, dime, ¿qué te ha pasado? - Si es una tontería, mañana te lo cuento. - Bueno, como quieras. – Aceptó la joven. - Ahora voy a descansar, que entre una cosa y otra no he parado. - Sí, descansa. - Hasta mañana, preciosa. Un besito. - Hasta mañana.
Volvió a quedar junto a la penumbra. Llamó a su madre, a la que ni siquiera insinuó algo. Se dieron las buenas noches y de nuevo el silencio entrecortado por su dificultosa respiración. Dada su condición física, dormía mejor boca arriba. Con ello, sus pulmones trabajaban mejor. Una pululante sombra con vida propia debía de estar escondida por algún rincón de la habitación, y eso no era un buen motivo para estar tranquilo, para poder dormir como siempre y tener que hacerlo como un animal asustado. Todo para alcanzar un sueño hermoso para el día siguiente.
Sin saber cómo ni cuándo, Pier se durmió hasta que la alarma del reloj logró despertarlo. Abrió los ojos con esa sensación que se tiene cuando en la noche anterior se ha recibido algo, ya sea bueno o malo. La sombra, sin luz artificial, más tenue, seguía haciendo lo mismo. Tumbado en la cama, aún sin incorporarse, levantó el brazo, contemplando como ésta, caída bajo el ventanal y el suelo, se alzaba con su peculiar retraso. A pesar de lo asombroso, de lo que podía aquello inquietarle, resultaba una sensación excitante. Pier comenzó a creer que era alguien especial en todo el mundo: un mago, tal vez. Un ser único en la faz de la tierra. Pero el Pier terráqueo continuaba en la cama; vestido y sin descalzar. Hacía un día espléndido. Ideal para salir a conocer Barcelona.
Se cambió de ropa, se lavó y salió de la habitación rumbo al desayuno. Por el pasillo, la perseguidora sombra caminaba detrás, a unos dos pasos de distancia, y fue cuando el amo que la proyectaba y la permitía caminar con vida propia, se fijó en que ella andaba con las dos piernas correctamente, como cualquier ser humano desprovisto de cualquier anomalía física. Cruzó sus pasos con una madrugadora limpiadora, que empujaba un carro de sábanas y almohadas, y se preguntó si lo habría visto andar con la mirada perdida en la pared derecha del pasillo, alumbrado por luces circulares. Se sentó en la barra de la cafetería más próxima, en uno de esos taburetes de vuelta floja. La sombra, omnipresente con más o menos distinción, según la luminosidad reinante, hizo lo mismo en perfecta simetría con su cuerpo. Desayunó a su modo, preguntándose si alguien veía lo que él, además de qué pensarían los presentes de un chico que, con tan complicado caminar, se sentaba a desayunar como cualquiera de ellos. Y eso que no sabían de lo lejos que venía.
El camarero le indicó la línea de autobús que llevaba hasta las mismas puertas del estadio blaugrana. Y en media hora, entraba en el "Museu President Núñez". La sombra de Pier tenía que ser, como lo era él, barcelonista, puesto que con sus estilosos pasos, pasos sin discapacidad, lo seguía a todas partes. Y allí los recibieron inamovibles y esplendorosas a sus gafas, las ligas, las copas y la gran multitud de trofeos conseguidos por la institución catalana, además de los fondos artísticos de temática deportiva realizados por varios artistas catalanes como Dalí, Miró, y que Pier, no muy cultivado en tales disciplinas, pasó por alto. No pudo contener la emoción cuando el itinerario lo llevó, junto con otros turistas y su eterna sombra, hacia la zona de los banquillos, a pie de campo, y es que allí estaba el gran capitán del barça, allí estaba Puyol. Según dijo uno de los encargados, concedía una entrevista para la televisión local. Pier vio como mucha gente se quedó a su lado, esperando que, cuando acabase, pudiera firmarles a todos un autógrafo. Y su turno, tras atender uno por uno a cada turista, llegó en pleno éxtasis. El capitán del FC. Barcelona, pelo suelto, rizado y mojado; polo de marca y sencillos vaqueros, le firmó a Pier en un balón que había comprado momentos antes. Mientras veía como el capitán ponía su firma en la parte roja del esférico, con un rotulador negro y generosa sonrisa de personaje famoso, él trataba de controlar el equilibrio con su pierna amiga, mientras la sombra viviente, sobre el verde césped del estadio, sujetaba el balón, mirando, entusiasmado, como él, al gran futbolista. El Camp Nou, Puyol, su sombra y Raquel al fondo, todo en uno. Era como si descubriera América y se encontrase con cuatro ‘’Américas’’. Ya era, por tantas razones y sólo una, un viaje inolvidable.
Al salir del estadio, tomó un taxi para no tener que esperar a un nuevo autobús, dirigiéndose a Las Ramblas, lugar de obligada visita en la ciudad condal. Una vez allí, su madre lo llamó, la cual fue testigo de su alegría por haber visitado el campo del equipo de sus amores. Después de la llamada, anduvo por el emblemático paseo, rodeado de gente, de pájaros, de pintores y de actores callejeros, seguido, como no, por su mágica compañía. Pier comenzaba a aferrarse a la idea de que era alguien muy especial, caminando por Las Ramblas. Ya no era minusválido. La inseguridad y el complejo habían desaparecido. Vagaba renqueante sí, pero su sombra era la de un chico como otro cualquiera de los que por allí paseaban. Libre de defectos, como su espíritu. Para una persona como él, tan escasa de intensidades e inquietudes emocionales, tan sencilla como insegura, aquello fue como un nuevo nacimiento. En Las Ramblas, bajo un animoso sol, Pier dejó de ser lo que era. Y siempre, a cada minuto, con el rostro de Raquel en el horizonte.
Se sentó en una de las concurridas terrazas. Una con pinta de ser de alto copete. Su nuevo ser tenía que darse un homenaje. Del compartimiento ‘’ultrasecreto’’ de la cartera, extrajo un gran billete de quinientos, los ahorros secretos de dos meses. Observó a su alrededor mientras lo colocaba más a mano. En dicha acción, su nueva amiga no podía imitar sus movimientos, pues donde debería estar, en el suelo a su izquierda, una enorme sombrilla del local lo impedía. Por un momento casi le viene la inseguridad, pero aún así, decidió quedarse en aquella atractiva terraza. Comió lo que quiso y más. De postre, helado y batido. Era el rey de Barcelona. Llegado el sopor de la tarde, se sentó en un banco a mirar cómo un aficionado a la pintura, quizá un genio incomprendido, pintaba un bello paisaje. Allí estuvo hasta las siete, más o menos. Ya sólo faltaba una hora. En otro taxi llegó al punto de encuentro, junto al Templo Expiatorio de Gaudí. Pidió un café en una nueva terraza, y dejó pasar los minutos. Su sombra se proyectaba tenue a un lado. Expectante, como él. Escribió un mensaje a Raquel.
<< Ya estoy al pie de la Sagrada Familia. En una cafetería de toldos azules llamada Gramanet. Te quiero >>
<< Vale. En media hora estoy ahí >>
Henchido de gloria, sin pensar en que tal vez, su misteriosa compañía pudiera hacer algo, dentro de lo que se puede imaginar en un suceso paranormal como aquél, comenzó a ensayar para sí mismo, su reacción al verla. Ella lo vería como lo que era por fuera, como un discapacitado que se mueve con dos extremidades por el mundo. No conocería su nueva dicha, por lo tanto, debería esforzarse mucho para parecerle alguien muy especial. Las ocho, la hora convenida, dieron en el segundo café. En ese momento, una familia numerosa aguardaba su turno para poder sentarse. Y él, sentado en una gran mesa, les indicó que la tomaran. Amable, dirigió sus renqueantes pasos hacia la barra, pero algo, y no su enigmático acompañante, le atrajo la atención hacia el otro lado de la calle, en la esquina. Fueron dos fugaces rostros femeninos, uno de ellos conocido. Como no estaba seguro, volvió a mirar, pero allí ya no había nadie. El súbito hizo que se tambaleara, a lo que el camarero, que pasaba por allí, lo tuvo que sujetar del brazo inerte. Resultaba imposible que una de aquellas dos caras fuera la de Raquel. Pero algo, quizá la similitud entre una foto enviada por la red, a un rostro real, le decía lo contrario. Envió otro mensaje.
<< Si no me ves en la terraza, entra, que estoy en la barra >>
Pero por el reloj de Pier, por el calcado de su sombra, desaparecida en la barra, pasaron dos horas sin recibir respuesta alguna. Entre unas ocho y diez veces salió Pier a la terraza, esperanzado en que Raquel llegara en cualquier momento. Pero Raquel, la hacedora de alegrías y anhelos, no apareció. El onubense viajero, sentado de nuevo, se dejó los dedos escribiendo mensajes, llamando en pequeños y grandes tonos. La noche se presentó lenta, proyectando con luces viarias a su fiel sombra. Empezaron a lagrimearle los ojos; ni siquiera la misteriosa experiencia podía consolarlo. Apareció una bailarina de ritmos caribeños, que se movía estupendamente, haciendo sonar los huesos y cascabeles que colgaban de su tropical vestimenta. Una niña pequeña, familia de la artista por el parecido, pasó con un cesto por cada mesa. Le sonrió gentilmente cuando él le echó unas monedas con su parsimonia habitual.
- En estos viajes hay que apartar un pequeño sueldo para estas cosas. – Dijo entre dientes, con ánimo melodramático.
Pero el baile de la exuberante morena, brasileña o cualquiera sabe de dónde, no había estado mal. Se lo había ganado. Merecido. Casi como él tener a su lado a Raquel, tras un largo y esforzado viaje y una inexplicable experiencia a cuestas. El móvil vibró en su bolsillo.
<< Lo siento, pero no puedo ir. Tengo un fuerte dolor de barriga, mareos y vómitos. No me encuentro muy bien. De verdad que lo siento. Un beso >>
<< Vale. No te preocupes. Mañana te llamo y, si estás mejor, nos vemos. Te quiero >>
Le respondió.
A Pier, al Rey de Barcelona, al ser especial, único en la faz de la tierra, se le quedó cara de tonto. Porque sí; pudiera ser verdad que la chica se sintiera mal. Pero estaba jodido. Estaba en una ciudad enorme, lejos de su casa, lejos de su madre, medio amedrentado por una compañía irracional que quizá lo volviese loco de un momento a otro. Y todo por una chica que le prometió amor y cariño fuese como fuese. Sin rumbo, con la mirada perdida, con la estela de su esbelta aparición, deambuló por callejuelas. Quería andar hasta hartarse, hasta que no pudiera más. Hasta que, quizá, su viviente sombra, se cansara de él y desapareciera.
En la zona antigua, cuyo estilo, diferente de la céntrica, le hizo marchar con recelo, dio con una pequeña puerta con un luminoso de neón:
‘’Madre Esperanza’’
Adivina y no sólo adivinanzas.
En la puerta, una gitana de espectacular belleza, bailaba rumba catalana al son de un imitador de Peret con su guitarra. Una maravilla de chica. Tembloroso, entró.
- Buenas noches. Es usted nuestro primer cliente, acabamos de abrir. Siéntese. – Le invitó otro gitano, viejo, con sombrero y bastón. – Madre, salga usted, que hay trabajo.
De la habitación del fondo, una anciana, gitana también, de pelo blanco y pañuelo negro en la cabeza, abrió un visillo. Era una estancia muy pequeña, decorada con motivos flamencos, figuras de vudú y muchas fotos de gitanos antiguos; unos en sus carros cruzando ríos y otros célebres, como Lola Flores o el guitarrista Django Reinhardt. Había lunas dibujadas, fotografiadas y esculpidas en multitud de materiales. La pitonisa miró a Pier, sentado, inquieto.
- No te hagas ilusiones con la de fuera que es mi bisnieta y está ‘’apalabrá’’.
El joven se sonrojó sin querer.
- A ver, ¿qué quieres tú saber? – Le preguntó la mujer, cogiendo una baraja para tales usos del bolsillo de su negro delantal. Pier carraspeó, y con su dificultosa forma de hablar, mezcla de nerviosismo y deficiencia por la traqueotomía, preguntó. - Yo quiero saber si Raquel, que es la chica que quiero, me quiere.
La gitana, con gran destreza y práctica, barajó las cartas, exponiéndolas una a una, sobre la mesa cubierta por un raído tapete.
- Las cartas, que embusteras no son, me dicen que no, que ella no quiere a tu corazón.
Entonces Pier cayó, incluso, más profundamente; no deseaba irse de allí sin más. Creyendo en la supuesta sinceridad de las cartas, quiso que aquéllas, le dijeran algo más.
- ¿Y qué le dicen las cartas de mí, de mi vida? – Inquirió, esperando que aquella mujer le adivinara algo referente a su particular compañía, que se mesaba el cabello dos segundos después de que él lo hiciera para cerciorarse de que estaba presente. La enlutada y verrugosa anciana volvió a echar las cartas, y dijo: - Tú has venido a Barcelona para ver a alguien, pero ese alguien, tras verte sin tú saberlo, no ha querido hacerlo. El miedo a un sacrificado compromiso, ‘’pa’trás’’ la ha echado, y como el deseo de la juventud se seca tras el físico, abandonado y frustrado tú te has quedado. Hallarás amor muy pronto, pero no a orillas de este ponto.
Pier se impresionó. La adivina había acertado. Sin embargo, sus naipes no decían nada de lo que le ocurría; de su sombra sin hemiplejia.
- ¿Y sus cartas no ven nada más de mí? - Has venido de muy lejos, del sur… - No me refiero a eso. – La gitana dio un respingo, con una mueca contradictoria. - ¡Ay, Dios mío! – Exclamó. – Aquí hay algo que va contigo, pero no sé qué es. – Dijo tras santiguarse. Lo miró con rostro compungido. Se levantó y habló por última vez. – Vuélvete con tu madre, no vengas más por aquí, la sombra que de ti se abre no quiere seguir aquí, pues es aquí, sin nadie, donde se sentirá como un niño sin padre. Dale a mi Diego el dinero y que desquiciado no te vuelva lo que te persigue espero. Ve con Dios.
Sobrecogido, quiso saber más, pero la adivina volvió a ocultarse tras el visillo. Pagó el dinero y siguió su camino por las callejuelas, a cada momento, más bulliciosas de juventud. Apareció en una explanada colindante con un puente, el que conectaba con la salida a las afueras de la ciudad. Los jóvenes hacían botellones debajo. Se apoyó, sin pasar desapercibido, en una de las bases de hormigón del tendido eléctrico. Al poco, llegaron dos motos con dos parejas de chicas. Una de ellas se bajó, besando a varias de las que allí había. Y de nuevo volvió a percibir la misma sensación de la cafetería.
- Es un espejismo. Estoy obsesionado. – Murmuró.
Pero la imagen seguía allí cuando parpadeó. No desapareció. Saludaba a las amigas, quitándose el casco, mesándose el aplastado cabello. Era Raquel, no había duda. Era la chica que lo había llevado hasta allí. Recordando inocentemente las palabras de la adivina, imaginó que el destino le brindaba una segunda oportunidad. Así que, con el valor que sólo el amor y el deseo carnal otorgan, se acercó a la chica, que ya portaba, sedienta, un enorme vaso de plástico.
- Hola, Raquel. – Saludó amable y sonriente, sosteniendo el brazo inútil y respirando.
Las demás lo miraron, alternando vistas con la aludida, que mantuvo la compostura, evitando la inesperada impresión de quien hubiese visto a un fantasma.
- Hola, Pier. – Saludó cálida. – ¿Me perdonáis un momento? – Pidió a las demás.
Cogió la mano del chico y lo llevó junto a uno de los coches.
- Espero que estés bien, me tenías preocupado. - Sí, ya estoy mejor. Éstas me han convencido, me han sacado de la cama casi a la fuerza. Iba a llamarte, pero pensé que estarías durmiendo en el hotel. - No, llevo toda la noche dando vueltas. - ¿Solo? - Sí, yo es que aquí no conozco a nadie, y tenía ganas de despejarme.
Raquel entendió la frase, aunque no supo que ésa no era la intención de Pier, la de decirle, sutilmente, que necesitaba estar solo por el desengaño y esas cosas. Ella era consciente y consecuente con su acto. Pier, todo amor, no. Sin embargo, aún quedaba en su interior algo de orgullo, orgullo materno.
- Sé que no he actuado del todo bien, pero no creo que tenga que pedir perdón. Lo que no quiero es que andes por ahí solo. Quédate conmigo, te presentaré a mis amigas y, cuando quieras, alguna te llevará al hotel sin problema.
Él miró al grupo de chicas que departían mirando de vez en cuando hacia donde estaban los dos. Se vio en mitad del botellón, fuera de sitio. En un instante lúcido, lleno de amor propio, pensó que estaba lejos de su casa, expuesto a cualquier cosa, por ella, para estar con ella, como se habían escrito en el Chat. Los dos juntos, sin nadie más.
- Raquel, yo me voy a ir: prefiero seguir caminando. - Pero yo no quiero que vayas solo. Espera, le digo a Paloma que te lleve, sólo tienes que decirle dónde es. No me hagas esto. - Yo no te hago nada, pero quiero ir andando. Si me canso, llamo a un taxi. No te preocupes, sé cuidarme solo.
La incansable sombra apareció fugazmente al paso por el puente de un coche. Raquel recogió la intención de Pier con asumida y responsabilizada mirada.
- Vale, como quieras, pero ten cuidado, ¿vale? Y, oye, ¿cuándo te vas a Huelva? - Mañana. - Bueno, pues cuídate. Y ya hablaremos por Internet, ¿no? - Sí, lo haremos.
La chica lo miró. No quería aparentar compasión, pero, consecuente con su comportamiento, entendió que algo le debía a aquel muchacho que con tan dificultoso caminar, se había cruzado España por ella. Lo abrazó y lo beso tiernamente en los labios. Y Pier, tan privado de momentos como aquél desde años atrás, lo recibió como el premio a tanto esfuerzo, y no un premio de consolación.
Salió de la explanada, dejando en ella algo más que una chica divirtiéndose en la noche del sábado. Con su brazo sano se sujetaba el otro a la altura de la muñeca. Cojeando cada vez más por la fatiga y las numerosas experiencias, se adentró por una calle especialmente estrecha. Cuatro jóvenes se cruzaron. Su instinto de minusválido nunca fue del todo bueno. Pier era un chico más inocente de lo normal. Es por ello por lo que no pudo advertir la burla en la pregunta de uno de ellos.
- Eh, chaval, ¿me das fuego? - Yo es que no fumo. – Respondió ingenuo, aunque la ingenuidad no era mal plan.
Los chicos rieron, se rieron de él.
- Venga, dejadlo ya. – Dijo uno.
Continuó andando, mirando de reojo, como de costumbre en las últimas horas, a su derecha. De algún modo, necesitaba la compañía de su sombra. Se había aferrado a ella como si fuera lo único fiel que le quedaba. Podía irse al hotel, a descansar, a descargar las lágrimas impedidas de tanta frustración. Pero ella seguía detrás, a dos pasos, igual que con Puyol, con la pitonisa, con Raquel, con los graciosos, y se sentía protegido. Sin darse cuenta había rebasado la medianoche caminando por lugares desconocidos. Calles que su madre le habría prohibido terminantemente pisar. Y también, sin darse cuenta, entró en un club de alterne: un prostíbulo sencillo, en el que la opresiva luz azul, impidió que su sombra apareciera. Cuando supo dónde estaba, ya había pedido en la barra un refresco de naranja. Al momento, una chica rubia, alta, con pinta de ser de fuera, se le acercó garbosa cigarro en mano.
- Hola guapo, ¿cómo va la noche?
Pier, que en dicho momento, más inseguro sin su sombra, trataba de acomodarse en el vencido taburete, colgando la pierna mala y asegurándose con la otra, se sobresaltó, vertiéndose el refresco en la blanca camisa.
- ¡Ay, perdona! – Exclamó la chica, colocando el pitillo en la boca, cogiendo servilletas y limpiando la anaranjada mancha. - No te preocupes, es culpa mía, que soy muy torpe, si mi madre me viera…
La prostituta ya supo qué clase de hombre era aquél. Aún así, era un posible cliente y se quedó.
- ¿Qué bebes? Te invito. - Naranja sin hielo. - Teo, pon uno de los míos y naranja sin hielo para él.
Se sentó en el taburete de al lado. El local no estaba muy lleno, pero tampoco vacío. La música obligaba a hablar a voces.
- Toma, ‘’chin chin’’. ¿Cómo te llamas? – Preguntó ella. - Me llamo Pier, ¿y tú? - Yo me llamo Vanesa, pero aquí mi nombre es Samantha. No eres de aquí, ¿verdad? - No, soy de Huelva. De un pueblo que se llama Bollullos Par del Condado. ¿Y tú, eres extranjera? - No, yo soy gaditana, de la misma tacita. – Sonrió la joven. – Lo que pasa es que con este pelo tan rubio y mi piel parezco sueca.
Pier sonrió con ella. La chica parecía muy amable, aun cuando su labor no dejaba de ser lo que le habían dicho: algo deshonroso. Pasaron varios segundos en los que ninguno de los dos dijo nada. Él quiso saber más de ella, incluso desahogarse contándole su infortunio. Sin embargo, la mujer cerró sus labios con el dedo índice, susurrándole algo al oído. Pier, algo sonrojado, no supo qué responder. Ella le guiñó un ojo.
- Vale, tengo dinero, no me importa subir contigo, y mejor contigo que con otra. - Venga, deja la copa en la barra, ¿quieres que te ayude? - No, qué va, puedo ir solo. - Digo de cogerte del brazo, iremos mejor agarrados. – Dijo ella.
Cuando ya se disponían a subir al ascensor, su móvil vibró, emitiendo el tono de llamada materna.
- Será mejor que lo apagues, digo yo. – Recomendó la prostituta.
Y Pier rechazó la llamada, apagando el teléfono. En la habitación, una vez que ella encendió la luz, la sombra volvió a dejarse ver. Y cuando él, su emisor, ya estaba desnudo en la cama, con la gaditana en todo su esplendor, acariciando con sus labios su pecho, la sombra seguía imitando sus sexuales movimientos. Pier no era virgen. Ya supo, semanas antes del accidente, lo que era el sexo, pero esta vez no fue como la primera vez, fue más excitante. Al acabar, la chica, bondadosa y gentil, le practicó un masaje en la espalda. Incluso le permitió que le abrochara la camisa y los zapatos, algo que ni a su madre dejaba. Ella se encendió un cigarro, sentada junto a él al borde de la cama, y él le pidió un par de caladas. La sombra, proyectada en el cabecero, fumó con su retraso conocido, hasta tosió como casi todos los que jamás han fumado y lo hacen por primera vez.
- Me pregunto si te ha gustado. – Habló Pier. - Qué casualidad, yo iba a preguntarte lo mismo. – Contestó ella. - A mí me ha gustado mucho. - A mí también: ojalá todos fueran tan tiernos y delicados como tú. – Afirmó Vanesa, mostrando las particularidades de su oficio. - Eso es porque no todos se mueven sólo con la mitad de su cuerpo. – Argumentó él, expresando las peculiaridades de su existencia.
Se despidió de la gaditana con algo más de cariño mutuo que de Raquel. Y como ya era hora de volver al hotel, hizo que le llamaran un taxi. A la habitación donde su sombra surgió, la sombra que a todas partes en sus correrías barcelonesas lo siguió, llegó, preguntándose si ésta seguiría mostrándose tan inexplicable, tan espectacular, cuando saliese de la capital catalana. Sin el miedo de la noche anterior se durmió; eran muchas las sensaciones vividas. Pier había evolucionado en aquella corta estancia, en aquel viaje inolvidable. Durmió a pierna suelta. Despertó junto a la juguetona sombra. Desayunó, pagó la habitación y a la estación de autobuses de línea se dirigió. Regresaba días antes de lo deseado, por eso no quiso decirle nada a su madre cuando lo llamó en la mañana. Iba a darle una sorpresa.
- Mamá, no he estado con Raquel, pero no he estado solo y no me importa. Tu hijo ya está aquí.
Y con esa idea subió al autocar que en unas horas, lo llevaría a casa. El conductor era esta vez una mujer de unos treinta y pocos años. Una de ésas delgadas como un palillo. Una de pelo rizado teñido, de labios exiguos, que para no aburrirse, le dejó conversar amigablemente. Pier era otro chico, más seguro de sí mismo, más curtido, más extrovertido. Y más feliz se sintió, cuando el autobús ya había abandonado Barcelona y él, con un rápido movimiento, comprobó gustoso como su sombra hizo el mismo movimiento, siempre con su retardo.
Los dos, conductora y pasajero, se divirtieron charlando. Incluso sonrieron juntos cuando en la única parada, la del almuerzo, una chica, seguramente modelo de profesión, semidiosa de la belleza y desapercibida en los asientos traseros, dejó babeando a los pasajeros masculinos con los que su culito se cruzó, a lo que la chofer dijo:
- No la mires, chaval, eso es demasiado para ti. Seguro que tiene un modelo masculino semejante, que la satisface y no la hace sentirse diferente.
Entonces él recordó el momento con la gitana pitonisa, cuando le dijo que se olvidara de la hermosura de la puerta, que estaba ‘’apalabrá’’, y entendió que no fue un extraordinario toque de acierto. Tal vez aquella anciana no fuese menos impostora que algunas de las de sus artes. Pero eso ya no importaba. Su amor barcelonés estaba ya muy lejos, y lo mejor era olvidarlo. El autobús entró en Huelva con el crepúsculo. La conductora, que ya sabía que era de Bollullos, le dijo:
- Si no viene alguien a por ti, puedo llevarte yo en mi coche, aunque tienes que esperar a que deje mis cosas y meta el autobús en las cocheras.
Pier, que ya era un buen aprendiz del atrevimiento, respondió:
- Pensaba llamar a mi madre, pero si no es molestia, me voy contigo.
Y con ella se fue. Con ella, tiempo después, se quedó como pareja hasta la vejez. Con ella y con su sombra, que le acompañaría hasta el fin de sus días. Y aquella noche, relajado, con la protección de su añorada habitación, durmió con la luz encendida, tras jugar con su fiel compañía, y decirle:
- En verdad, tú y yo somos iguales.
***************************** Agustín Serrano. Fuengirola, Málaga. |
Copyright © por Asociación Canal Literatura 2004-2009/ Derechos Reservados. |