Faltaba como media hora para llegar al lugar deseado donde
repondría mis fuerzas antes de continuar la escalada. Los
cipreses circundan una vieja ermita, y muy cerquita, junto a un
pino frondoso, sabía de un manantial que a través de una vieja
teja, algo rota, un hilillo de agua fresca me serviría para
llenar la botella y continuar mi camino hacia lo alto del cerro.
Pero antes era cuestión de recuperar las fuerzas. El ascenso iba
a resultar bastante fatigoso y el agua sola, hace camino, pero
nunca hacia arriba. Nada como un buen bocado al pan con chorizo
que entraría justo al sitio que me pedía el cuerpo, el motor de
mis ánimos, ayudado con el agua que manaba de la fuente.
El Sol cumplía con su obligación, pero el resguardo del pinar lo
dejaba en ridículo. Escruté la mirada en los alrededores y todo
me resultó familiar, acostumbrado al campo de tonos distintos
lleno de encantos permanentes. Sabía de las chumberas, como
también de las moras silvestres tantas veces encontradas al pie
de los caminos. Conocía de su mala ensaña por sus púas, que si
estaban dispuestas a defenderse de quienes querían robar sus
frutos, no eran estos sus hijos más queridos, pues allí se
pudrirían, entre sus brazos espinosos, abandonados por el padre
arbusto. Ciertamente, luchar contra aquellas enredaderas llenas
de resortes y ataques inesperados, me producía cierta cólera,
porque cuanto más confiado estaba en llenar mi morral, mayores
eran los latigazos sobre mis brazos desnudos rubricados con
rasguños de sangre.
Pero aquella mañana no fue el Sol quien iluminó mis ojos. Más
fue, la agradable sorpresa de un pequeño arbolito a cuatro pasos
de una piedra vestida de musgo, lleno de hojas de verde vivo,
brillantes, y repleto de frutos rojos de piel cubierta de
granitos, agradables al tacto y de fácil y cómoda recolección.
Nada que ver con la agresividad de la zarzamora.
¡Narices con aquello de que todos nacemos iguales! Quizá sea
cierto, que en seis días nacimos todos de la misma mano, pero
ésta no estuvo siempre en las mismas condiciones. Quizá por
aquello de “los renglones torcidos de Dios”, pero ahí está justo
su grandeza.
Está claro que el séptimo día de descanso fue necesario; y pese
a ello no siempre hacemos las cosas bien, lo que nos obliga a
constantes esfuerzos, o al recurso de nuestra personal
creatividad. Por ello, ser diferentes es el mejor estimulo que
nos brinda la naturaleza, pues de ser todos iguales, nada
sabríamos ni de las moras, ni de los higos chumbos, ni siquiera
de los madroños.
Abril 2007-04-18
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