LA ZARZAMORA Y EL MADROÑO

por Julio Cob Tortajada

 

Faltaba como media hora para llegar al lugar deseado donde repondría mis fuerzas antes de continuar la escalada. Los cipreses circundan una vieja ermita, y muy cerquita, junto a un pino frondoso, sabía de un manantial que a través de una vieja teja, algo rota, un hilillo de agua fresca me serviría para llenar la botella y continuar mi camino hacia lo alto del cerro. Pero antes era cuestión de recuperar las fuerzas. El ascenso iba a resultar bastante fatigoso y el agua sola, hace camino, pero nunca hacia arriba. Nada como un buen bocado al pan con chorizo que entraría justo al sitio que me pedía el cuerpo, el motor de mis ánimos, ayudado con el agua que manaba de la fuente.

 

El Sol cumplía con su obligación, pero el resguardo del pinar lo dejaba en ridículo. Escruté la mirada en los alrededores y todo me resultó familiar, acostumbrado al campo de tonos distintos lleno de encantos permanentes. Sabía de las chumberas, como también de las moras silvestres tantas veces encontradas al pie de los caminos. Conocía de su mala ensaña por sus púas, que si estaban dispuestas a defenderse de quienes querían robar sus frutos, no eran estos sus hijos más queridos, pues allí se pudrirían, entre sus brazos espinosos, abandonados por el padre arbusto. Ciertamente, luchar contra aquellas enredaderas llenas de resortes y ataques inesperados, me producía cierta cólera, porque cuanto más confiado estaba en llenar mi morral, mayores eran los latigazos sobre mis brazos desnudos rubricados con rasguños de sangre.

 

Pero aquella mañana no fue el Sol quien iluminó mis ojos. Más fue, la agradable sorpresa de un pequeño arbolito a cuatro pasos de una piedra vestida de musgo, lleno de hojas de verde vivo, brillantes, y repleto de frutos rojos de piel cubierta de granitos, agradables al tacto y de fácil y cómoda recolección. Nada que ver con la agresividad de la zarzamora.

 

¡Narices con aquello de que todos nacemos iguales!  Quizá sea cierto, que en seis días nacimos todos de la misma mano, pero ésta no estuvo siempre en las mismas condiciones. Quizá por aquello de “los renglones torcidos de Dios”, pero ahí está justo su grandeza.

 

Está claro que el séptimo día de descanso fue necesario; y pese a ello no siempre hacemos las cosas bien, lo que nos obliga a constantes esfuerzos, o al recurso de nuestra personal creatividad. Por ello, ser diferentes es el mejor estimulo que nos brinda la naturaleza, pues de ser todos iguales, nada sabríamos ni de las moras, ni de los higos chumbos, ni siquiera de los madroños.

 

Abril 2007-04-18

 

 
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