La pieza

por japonuda mente
 

Soy un constructor del tiempo o un reputado anticuario. Lo soy desde que la curiosidad mató al humano. Quizá por eso me dedico a la venta de antigüedades y estudio cosas primitivas desentrañando al uso del policía científico los secretismos del pasado, siendo, al modo moderno, un enamorado de lo arcano con dilección por los enigmas y especial querencia por los rompecabezas. Pretérita inquietud de mi naturaleza que es reconocida por mis colegas de profesión, los mismos que me hicieron llegar la pieza que no han sabido catalogar y que tengo delante de mí; la misma a la que ahora yo, detalladamente, presto atención. Aunque, mientras nos miramos, ella parece que no hiciera otra cosa que distraerse.

Ahora, en este primer encuentro de miradas entre la pieza y yo por insólito que parezca nos permitirá retroceder juntos desde el subterráneo de mi edificio a investigar el fondo submarino. De esa manera, sumergidos, iremos hacia atrás, lejos de la superficie y de espaldas a la realidad. Yo, con mi traje de buzo; ella, vestida de oxígeno y con sabor a mar. Está muy claro que para mí la vida es una curiosa labor de introspección mental, pues no es sólo dominio de la ciencia el ir explorando y descubriendo nuevos hilos para deducir el origen y posterior desarrollo del mundo, o para comprender las secretas claves que nos dan a entender los sucesos actuales, ni indagar el pasado es un rechazo a caminos nuevos ni se opone al presente, sino que, en todas mis andaduras, no conozco mejor razón para existir que hacer el camino de vuelta: desandar, retroceder y desandar hacia la inmortalidad, pues creo yo que si las piezas tienen el anhelo de ser halladas, por esa presunción, son los hombres los que desean ser encontrados, o acaso es el pasado que sabe esperar el que siempre quiere ser rescatado.

Aquí mismo, bajo una realidad mortecina, mientras nos miramos…

 

Pero yo no estoy nunca solo en mi estudio, con frecuencia el resto de mis antigüedades me hacen compañía, y es precisamente un esqueleto quien me escolta esta tarde. Mi mirada se posa sobre otro de mis habituales acompañantes: una muñeca de abundante cabellera que me hace añorar el mundo vegetal, plantas y flores, ahora desaparecidas y letales para mí. El contacto era mortífero, aunque a duras penas mantengo algún recuerdo. Las relaciones extrañas, aquellas tan dulces, son las más difíciles de describir. Como los hombres que tampoco transcendieron como siempre lo hicieron y son hoy una telúrica metáfora. ¿Cómo era aquel tacto? Gozar, gozar, gozar… ¿Cómo se respiraba en la atmósfera sexual? Gozar, gozar… ¿Cómo dibujaban un paisaje lleno de humanidad? Gozar…. Desde el presente, el silencio remoto está lleno de interrogantes y sólo las preguntas permanecen vivas. Sobreviven como las cucarachas de caparazón negro, tan fuertes como peludas, mucho después de que las débiles y presumidas, de un bonito color rojo, dejasen de vivir, resistiendo corajudas las eternas preguntas, las que entonces no temieron al fracaso ni dieron habitación al miedo, las que tenían auténtico corazón de cucaracha, una vez que la poesía se desvaneció y el amor desapareció por completo. Fue, creo recordar que lo estudié en alguna parte, cuando el hombre perdió su alma y lo trasladó a sus objetos predilectos. Después sólo quedamos las preguntas y yo, rodeados de piezas y esqueletos de muñeca, entre los restos del naufragio que es mi estudio, desvistiendo al océano, desnudándolo, donde el agua busca tierra.

Tierra fría, como palabra ahogada…

 

Disciplinado, renuncio a la compañía, y mientras vuelvo a dirigir mi mirada hacia la pieza procuro fijarme, minucioso, en el detalle de su relieve.  Y lo primero que encuentro son las huellas crueles de un manipulador que ha querido pasar por moderno lo que es viejo, destrozando su apariencia para restarle valor. Imagino la queja quebrada, el grito ahogado de aquellas piezas y objetos que como algunos hombres fueron manipulados, sólo porque eran los mejores, de modo que voy quitando la capa de mentira con ayuda del pincel y, ante mis ojos, ella se me revela prístina, enigmáticamente pura. Una estética única e irrepetible. Desde los colores originales, nuevas posibilidades se me ofrecen, ¿sentirá que puedo arrancarla de la oscuridad?, ¿sentirá las caricias del pincel? Esta pieza encebollada, replegada en sí misma, parece que me irá entregando su alma soterrada, lenta, como se ofrece el tiempo desmenuzado en un reloj; ¿y qué otros espacios mudos serán posibles? Pero al igual que con todo lo demás, estoy atado al mar y mi viejo tesón me hace limpiar, una y otra vez, el esbozo de esta pieza ancestral.

Pronto descubro su forma oblonga, sus ojos que son dos agujeros pardos. Si mi cerebro no me engaña, estoy delante de una pieza de la generación cincuenta mil, anterior a nuestra era, huella de nuestros antepasados: los que moraban en la superficie de los continentes y terminaron destruyendo el alma de las cosas. Ellos  fueron los que  acabaron con el esplendor de los inventos, después rebasaron los límites del dolor. Si al menos hubiese permanecido la poesía, pero fue la primera en caer, luego cayeron las rosas trepadoras, el vino añejo, la magia, los tiempos litúrgicos… todo lo que contenía alma y que parecía ser interminable murió de abandono en archivos y catedrales, en bibliotecas o monasterios, y no quedó un resquicio por donde pudiese entrar un haz de luz. Y no quedó un lugar que no se llenase de sombra, en ausencia de sol.

Es la noche, aquí siempre es la noche…

 

Y a oscuras llego al interior de la pieza, siempre bajo el cuidado del pincel que me pide que vuelva a limpiar y, por primera vez, hago el hermoso recorrido hacia su corazón. Por un camino lleno de frescura, avanzo en el espacio y retrocedo en el tiempo. Es mi regreso, pues, no sólo al alma de la pieza, sino a la esencia del hombre. ¿Qué me oculta esta pieza que irradia tanta potencia?, ¿qué fuerza primitiva estoy contemplando? La pieza ha guardado el secreto durante siglos de oscuridad, al tiempo que yo indago en la intimidad de su jardín, y en el que, a tientas, me concede descubrir que lo que fue su corazón es una leyenda de desamor; una pelea triste y reiterada que latió con la fuerza de mil tronadas como cuando cerraron para siempre todos los museos y las voces de los hombres se acallaron todas a la vez. La misma tristeza infinita, en derredor… Y sigo mirando profundamente en su interior para percibir unas palabras broncas de ella para mí: “¿En verdad supones que tengo corazón?” No voy a contestar nada, sobre la mesa sigo limpiando con mi pincel, pero he sentido como nuevamente la humedad penetraba en mí, violenta, una noche más.

Y vienes cansada, entre tinieblas, renaciendo…

 

La pieza se está definiendo, aún no se muestra completamente. Nadie dice que será fácil resucitar a los muertos. El primer escollo es el óxido que envuelve sus entrañas que muta en pieza falsa y corrupta. Entiendo que las sombras de antaño son el  cobijo perfecto para lo que está falsificado, y eso lo va retirando despacio mi pincel, semejante a las negruras que reciclaron los amores para convertirlos en odios solapados y, aquel horrible luto, supuso el final para la ternura y la bondad no encontró gruta donde refugiarse, ¿acaso nadie entonces tuvo un pincel?, ¿o una escoba para barrer? Nunca en toda mi vida de anticuario me han disuadido los lamentos y las simulaciones; nunca sentí tantas ganas de traicionarme, por tanto, voy dejando atrás la inmundicia en búsqueda de la pureza dentro del corazón de la pieza. Y empiezo a comprender. El segundo escollo sucede cuando evoco el eco de su voz y ni siquiera el absoluto silencio que hay en mi estudio me permite escuchar con nitidez. De pronto, aquí están sus palabras en el aire, casi perdidas: “No creas que no me doy cuenta desde el principio que tienes ojos de reptil”. De nuevo, ella se escuda en el disimulo y en la extrañeza mostrándose grosera. Pero yo sigo sin estar preparado para su sorna como tampoco lo estuve la primera vez. Tan pequeña me pareció que le había creído incapaz de contener crueldad, una ingenuidad impropia, un delito de explorador. Luego el tercer escollo está dentro de mí y tengo que decidir. Bien sé que me ha llegado la hora de dejar de divagar, de errar por la espesura mental. Bien sé que este es el momento de resolver y despejar dudas, de pronunciar su nombre como si fuera otra vez su bautizo en la pila bautismal, ahora que he quitado todo su musgo y que la certeza es posible. Sin embargo, mientras las dudas se desvanecen, he confirmado lo pulcra que parece cuando apartas la maleza. Desde dentro, veo toda su magnitud, y mi pincel, ligero, resuelve el enigma: “Es la pesadilla de los hombres la que renace junto al corazón de la pieza, pues no sólo lo que les atormentaba está en su interior sino que comparte el mismo corazón de los hombres”.

Definido el secreto, se hace presente y para protegerse se encierra con fuerza. Al igual que la noche tenebrosa, en que, tomándose totalmente por sorpresa, los hombres acabaron con su especie y asolaron la superficie que dio origen a la era actual: la era de la tierra seca.

A la creación marchita, mustia, a mí…

 

Pronto va a cumplirse un nuevo aniversario de la victoria seca que devolvió la supremacía a mi especie, génesis esplendente, en realidad derrota de la naturaleza y sensibilidad humana. Y puede parecer curioso el hecho de que no tuviésemos entonces nada que ver, ni que mostráramos el mínimo interés cuando los grandes ejércitos contaminaron el agua y los hombres murieron de sed, pero unos pocos fuimos los únicos en adaptarnos a los mares envenenados. A partir de entonces y hasta la actualidad, la evolución de mi especie hace que me sienta honrado, sobre todo cuando desarrollamos miembros y ternura, cerebro y espiritualidad, en suma, nuestra civilización, y con ella la cultura venenosa de mi pueblo, indisolublemente unidos al desarrollo de la ciencia de hogaño, de la técnica y del arte, fue un lento proceso evolutivo que no hizo florecer, sobresalientes, hasta superarlos. Cuentan de aquellos mediocres que se peleaban entre sí y con sus dioses a diario. Por eso, satisfecho, sensible a la belleza del pasado y al destino de las cosas, yo contemplo la pieza que renace ante mí sin adornos. Afortunadamente, su interior tiene un rasgo distintivo que trasunta en su impronta y que le asemeja a otras piezas al describir sus relaciones con los hombres, pues, en su análisis que ahora doy por finalizado, aprecio la emoción escondida en la forma y el color, incluso la sensibilidad que me hace certificar la mano armada, siniestra, del objetivo deseado y mortal sin necesidad: las mil y una maneras de matar. Y lo que queda de aquellos tiempos de batalla, remotos, hace siglos que se pudre en el fondo de los océanos intoxicados: mar de mares, cabrilleante, peligroso, donde ya no queda una gota de magia. Excepto las pocas piezas que me traen para ser analizadas y catalogadas, a través de un intrincado sortilegio, parejo a ésta que coloco dentro del cajón, antes de silenciarla para siempre con el resto de objetos que no saldrán a la venta y que se despide fríamente de mí: “No eres mejor que yo, reptil”. Es el lenguaje inicuo que emplea conmigo de forma vil, un don innato en la pieza, pero no atiendo sus palabras y cierro el cajón. Después, parsimonioso, guardo el pincel que ha desnudado la frontera entre mi curiosidad y su crueldad, porque, dentro de un momento y como acostumbro, saldré a dar mi paseo matinal, tímido, por los alrededores del estudio que se alargan hasta el infinito. Además de la necesidad de orearme, otras escamas asoman entre las sombras y, sibilinas, efunden secas hacia mí…

A la serpiente del jardín.

 

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