La noche del cometa

por  María Dolores Almeyda

         

         Al pasar ante el espejo se miró y sonrió como una costumbre, sin darse apenas cuenta de lo que hacía. Efectuó un rápido reconocimiento sin detenerse en detalles, rutinario, ineficaz y absurdo.

         Ni siquiera se veía reflejada en el bulto amorfo y desigual que contemplaba el espejo del pasillo. Pero si hubiese tenido necesidad de verse no se habría reconocido en la mirada perdida y sin brillo que le devolvió el cristal.

         Si se hubiese dedicado un minuto más de tiempo, si hubiese tenido un poco de generosidad al contemplarse, si supiera lo que iba a hacer después de  cruzar el umbral, habría tenido oportunidad de verse como en realidad era. Tal vez se hubiese detenido a tiempo.

        

Pero como siempre, se ignoró por completo. Así no pudo ver que la imagen real que contemplaba el espejo no era en absoluto la que ella se figuraba lucir cuando, sin verse, sólo se imaginaba ser lo que quería

 

¿Por qué permitió que hablara su voz, si solo su corazón tenía derecho?

         Aunque habría sido inútil, pues el corazón no sabe hablar. Tan solo gesticula imprecisiones en el interior del pecho y, como a muchos mudos, nunca se les entiende lo que dice cuando pretenden hablar a toda costa.

         Y sintió que se moría como el pez fuera del agua y que su propia voz iba atada al extremo del sedal, unida al anzuelo. Ahora está como perdida en una voz que no le corresponde, dentro de una mirada vacía, como una hoja de papel que oscila en caída libre desde la torre más alta de la desesperanza. No sabe a qué asirse ni le importa saber dónde caerán sus restos...

         Pero se siente fuerte para seguir alimentando aquél amor sin esperanzas, como una madre que  se enfrentara sola a la educación del hijo. No lo abandonará ni renegará de él, ni en la carestía de la correspondencia dejará de  nutrirlo, ni en la soledad de las ausencias         dejará de sentirlo, y será más fuerte cada día y no permitirá que la abandone el desaliento.

         Pero sucedió lo que no creyó que podía pasar, y ahora sufre la realidad al fin con toda su aspereza, con toda la crudeza de un dolor que nunca pudo imaginarse. Es un daño solapado y ciego que con la fidelidad del mejor enemigo se le acerca y la abraza  y se pega a su piel. Y le ofrece su boca para que sacie en ella la sed que le produce lo amargo de un amor que no pudo imaginarse. Y ella bebe. Y se bebe la sed y se deja querer por el silencio terco que la envuelve en la áspera acritud del desaliento. 

 

-II-

 

 

Aquél día, cuando estaba a punto de acabar la tarde, su lengua se había desatado violentada por la insistencia del ansia, que hasta entonces solo  permanecía anclada en la corteza  de sus dóciles desánimos, como  las ramas más frágiles se adhieren al tronco que las sujeta, con temor a resbalar y besar la tierra. Habló y se perdió como se pierde la semilla arrojada sin tino sobre el viento.

 

No hay premeditación en la llamada. Es toda irreflexión, locura. Llegan voces errantes que no llevan rumbo fijo y no vienen de un lugar determinado, y consiguen incrustarse en la sien subordinada al silencio y permiten el descontrol de todos sus sentidos. Su voz no ha sido oída. Su amor ya no la ama.

        

         Su piel ya no percibe el tacto de nada y su mente es un torbellino sacudido en espirales de viento que se lo traga todo. Recorre con sus dedos la aspereza de la corteza del árbol, y no encuentra nada que le indique sensaciones. El árbol es tan duro como su dolor. Ignora dónde reside su sensibilidad, si es que la tiene. Y piensa que todos los seres vivos tienen sensaciones, menos ella.

        

Del mismo modo, con las mismas manos, dibuja las siluetas de las sombras que se le desvanecen en el silencio terco del aire y huyen por los huecos mohosos de las alcantarillas.

 

 

III-   

  

        

 

La noche la dejó caer sobre una esquina herida, y en mitad de la calle, sangrando estrellas y vomitando auroras boreales, recogió una luna que tiritaba desnuda sobre las huellas del tiempo, la acurrucó con mimo, le dio calor  y la hizo suya.

 

         Desde entonces, y para el resto de los tiempos que habían de venir, quisieron convertir en milagro (la luna y ella), la posesión mutua de un sueño que no tenía paralelos.

 

         Pero la lluvia las arrastró insolente y muda sin darles tiempo para materializar sus deseos. Las convirtió en barro espeso y consistente que taponó sin reparos los resquicios de la calle. Las disolvió en esperas impacientes y las precipitó, callada y torpemente sobre un volcán que eructaba soledades.

 

 

-IV- 

 

 

         Aquélla noche atravesó de un grito las esteparias y áridas soledades de todos los desiertos del planeta. Chocó contra aristas  que surgían inesperadamente desde los  muros creados por la fiebre, como visiones fugaces vistas desde un tren, en aquélla extraña noche de sueños transitada por escalofríos.

         Pernoctó sobre un leche de aguas estancadas y durmió sobre el lodo de lo que fue un oasis de sombras sin penumbras.

         Deambuló por estancias irreales; por pasadizos y laberintos misteriosos sin salidas ocultas ni disimuladas en las incorrecciones del insólito mundo que conoció aquélla noche, durante una muerte que no tuvo consecuencias.

         Conoció los dolores ajenos y los sumó a los propios sin saber lo que hacía. Callejeó por las ruinas de una ciudad que carecía de nombre, deshabitada  y  hueca. Tropezó con un sol que no brillaba y que segó de un tajo su memoria.

         Se escondió en la herida abierta en la muralla para soñar lo que quedaba de la noche sin saber que vivía en el interior de un nudo que no sabía desatar. La gruta era de sal, pero no le escocía sobra la herida intacta.

         Y conoció otra soledad. Le dio otro nombre. Le buscó otro silencio. Este era el final del cuento, así debería ser la historia de un amor destinado a morir sin conocer la consumación, el epílogo de una historia diferente en la que  por fin un beso no une en complicidad ambas ternuras.

 

 

-V-

 

 

Aquélla tarde que quiere olvidar y no consigue, mientras hablaba sin preámbulos, sin premeditación, iba sintiendo que el pequeño mundo que la rodeaba se deshacía y caía dividido en partículas, difuminando y desfigurando al mismo tiempo sus palabras, vaciándolas de contenido, errando su sentido, configurando una inútil sopa de letras incomprensible, confusa y marginal.

         Ahora no comprendía cómo había sido capaz de vaciar su alma de aquél modo sabiendo que su  contenido inundaba otra alma sensible, ocasionando un dolor gratuito y evitable. Se sentía insultante y mezquina.

         Llevaba media vida lamentando errores. Por su espontaneidad y su franqueza, su forma directa de llamar a las cosas por su nombre. Y no es que ahora se arrepintiera de amar, pero sí de haber hecho aquélla declaración transgresora.  “Los sentimientos bellos no deben esconderse nunca” –se decía- “aunque duelan y nos amarguen la vida o ayuden a crearnos conflictos emocionales, o nos hagan sentir especialmente insultantes o mezquinos”.

         Si los sentimientos bellos no deben esconderse nunca, se contradecía después, ¿por qué sentía aquél remordimiento, y se lamentaba por el dolor que había causado…?

         Aquél sentimiento del que no se arrepentía, -aunque sí sentía haber expresado-, en cierto modo la humillaba y la empobrecía. Antes, el silencio era su escondite y su mayor tesoro era aquél amor incorregible.  Ahora, es el alegato de su voz huyendo y salpicando lo que la asombra, mientras  ve cómo  ha quedado esparcida por la perplejidad de unos oídos atónitos que desde  hacía rato se habían negado a seguir escuchándola.

 

 

-VI-

 

 

Como una incoherencia, también aquélla noche conoció una sensación sustitutiva de la felicidad en un rasgo humano espontáneo, sincero y tierno.

 

         Un beso, -una especie de tributo al dolor que se le declaraba-, sobre la mejilla húmeda, fue suficiente para que sus pies se posaran resolutivamente sobre la piel del mundo.

         Antes, un rato antes o muchas vidas antes de ahora, --no lo sabe aún, lo ignora por completo-- aquélla tierra que pisa la engulló hacia sus adentros, succionando desde el interior toda la materia descompuesta de su triste organismo.

         Hasta entonces sólo supo que sus pies pisaban indolentes, necesaria y despreocupadamente, la superficie de algo llamado tierra, pero nunca tuvo interés en su materia o la cualidad de las piedras puestas en los caminos. Ahora supo de la tierra todos los detalles como si la degustara, como quien se interesa en conocer los ingredientes de un plato favorito.

        

Retrocedió de golpe hasta reconocer la dureza de otras huellas por las que hacía mucho que nadie caminaba.

 

 

  -VII-

 

 

 

 

         ¿Las cebollas ya no hacen llorar como solían o ella había perdido la facultad del llanto?

        

         Las heridas no duelen como antes ni están cicatrizadas. Los cuerpos ya no son de una pobre materia lastimosa que se abre al contacto del puñal o teme ante la presencia del daño. Sus fibras más sensibles ya nunca más se verán afectadas ni los dolores dolerán como dolían antaño…

 

         “¿Soy un robot capacitado para no sentir nada?” –se pregunta hurgándose en los ojos y en el alma con urgencia de víctima, buscando inútilmente la sensación del llanto y el dolor de la punzada--. Quería sentirse viva y no podía. Era como el árbol aquél que no exhalaba sensaciones junto a su resina.

 

         No sentía nada y nada le parecía tan doloroso. Ni siquiera la soledad que antes tanto le dolía. Era una incongruencia lastimosa y triste.

Ni las cebollas, que antes la hacían llorar, lo conseguían.

 

 

 

-VIII-

 

 

 

--¿Y ahora, qué?--Le preguntó con la mirada a la pared desnuda y blanca que tenía enfrente.

 

         --Ahora nada--le contestó la pared fría e impasible. --Ahora intenta vivir de las rentas del brillo de unos ojos que querían llorar, y no podían.

 

         Se dio la vuelta y se quedó mirando al infinito gris de otra pared cercana, envuelta en sombras. La pared, vacía de sentimientos, le dio la espalda.

         Lloró hasta el amanecer creyendo que lloraba, sin lágrimas, sin rabia, vaciándose hacia dentro como si el pudor al llanto pudiese más que la pena. Pero no lo hacía adrede. Nadie miraba, ni siquiera un espejo le devolvía la imagen de su paradoja.

         Durante mucho rato sus manos distraídas resbalaban por la textura de la sábana formando surcos desairados, dibujando nombres sin sentido, perfiles de sombras que jamás estuvieron a su lado, de gente de quien hubiese querido estar más cerca.

         Más tarde se durmió, cuando la luna ya se despedía dejando paso libre al aliento del sol que rezumaba vida.

 

 

-IX-

 

 

        

El sol le permitió dormir mientras fue tenue, concediéndole licencia para un descanso corto al cabo del cual una fatiga intensa terminó volcándola sobre el suelo.

         Los párpados hinchados y la boca sedienta y un millón de enanos saltarines brincando por sus tripas, le hicieron comprender que era inútil seguir insistiendo en la penumbra de las persianas bajas y las cortinas densas para volver a recalar sobre un sueño intenso, inmerso en espumas  que le llenaba la boca de afluentes extraños. Creyó que lloraba por los labios y se tapó la cara con la duda.

 

Se bañó de sol en compañía de uno de los enanos que se quedó observando su tristeza  y trataba inútilmente de alegrarla haciendo piruetas en el aire mientras ella vomitaba insinuaciones, pronosticaba calamidades e insultaba con torpeza  una sombra obstinada en salir de la esfera.

         Pero no era imposible distraerla ni animarla. El enano lo advirtió después, cuando al mirarla de cerca notó una mueca que no era de tristeza formando en su boca un pliegue casi invisible en la distancia. Sonreía… No era una sonrisa feliz, pero tampoco era la tristeza de antes lo que asomaba al rostro, como tallado en llanto seco sobre piedra.

         El enano se retiró despacio y sin hacer ruido, queda y lentamente, pero con la premura de quien  sabe que está de más ante aquella mirada   

         Era el único enano que quedaba.

 

 

-X-

 

 

 

         Después de aquélla moche, que ha querido olvidar y que no puede, los siguientes días con sus correspondientes noches, los dedicó a fabricarse un claustro donde poder estar a solas y permanecer a oscuras,  en el más absoluto de los silencios.

         Más que olvidar, necesitaba pensar, meditar. Quería reunir todo lo bueno que le quedara en el corazón y en el cerebro y apuntalar bien los cimientos de su nueva prisión para que pudiera resistir cualquier ataque desde el exterior. Nadie la había atacado, pero toda su fortaleza estaba herida y se venía abajo.

         No fue fácil, pero consiguió construirse un bunker hermético, una casi perfecta obra de ingeniería cibernética, que una vez finalizada quedó a prueba de recuerdos y memoria.

Y se aisló de todos y de sí misma dentro de su propio cuerpo.

         Mas le fue imposible resistir por mucho tiempo. Después de no sabe cuántos días temió volverse completamente cuerda y volvió a la superficie de donde provenía y buscó un médico anti- psiquiatra que le sanara los primeros síntomas de cordura notados durante el encierro.

 

         Había preferido seguir siendo natural, como hasta entonces. Irreflexiva, atolondrada, despreocupada, basculante, inmoral… Humana.

 

-XI-

 

 

 

Después de aquélla noche, insospechadamente, sin premeditación ni alevosía, comenzó a practicar un cambio rotundo en sus hábitos y costumbres. Alteró los horarios sin contar con la complicidad de los relojes; recuperó viejos vicios que creía olvidados desde hacía mucho tiempo y aprovechó los insomnios para crear fantasías que estampaba en blanco y negro sobre el gris de la pared que oscilaba petulante y en ocasiones parecía que quería aplastarla.

 

         Pero por más que lo intentaba no conseguía llorar.

 

         Creía que el dolor no era tanto dolor sin la presencia del llanto. Que a cualquier dolor sólo el llanto le daba su consuelo, y si ella no conseguía llorar es que en lugar de corazón tenía una piedra incrustada en el pecho,  dura como el pedernal.

         La imposibilidad del desahogo físico mediante la explosión del sistema que desatara el llanto, sólo conseguía mantener apretada la tensión de su pecho, mientras abría nuevas vías de silencios cancerígenos que minaban poco a poco sus interiores maltrechos y deshabitados.

 

 

-XII- 

 

 

 

Le atrae el vacío. Ese espacio inmenso desprovisto de nada, esa corta distancia que linda con la locura.

 

         Persigue sombras con una mano tendida detrás del desvarío mientras que con la otra se aferra fieramente al punto de partida, al comienzo de lo que ya es pasado,  lo que quisiera borrar a toda costa y a lo que sigue atando todas las líneas que se cruzan en su mano.

         La rudimentaria cara del día le muestra un paisaje tétrico y grisáceo que sigue empeñándola con la melancolía. Los charcos de la calle ya no son figuraciones ni el sueño de la niña que fue, estrenando ilusión y botas nuevas. Son violentas y enérgicas olas fragmentadas de mares iracundos las que castigan sus costas apacibles, sus playas de finísima arena que desde hace tan poco olvidaron la calma.

 

Entre el torbellino de hoy  y la serena apariencia de los tranquilos días en los que conoció el edén, no sabe en qué momento se le olvidó la dicha, en qué lugar se le quedó perdido el sueño, en que rumbo sin norte dejó escondida la esperanza.

 

 

-XIII- 

 

 

 

Cuando  no deforma la realidad  la está inventando. Paladea el miedo de sentirse vacía; le aterra el silencio cuando no sabe a qué ruido asirse.

 

         Para seguir  alimentando su propio antagonismo, asegura que no es tan grave admitir que fue un sueño, que tuvo un sueño del que despertó viendo que sus manos estaban vacías, como haber carecido por siempre de él.

         “No soñar es no vivir” –dice-- “es vegetar al lado de la col y la lechuga”, como si tales elementos vegetales fuesen el no va más de la simpleza animal de los humanos.

         Todavía se atreve con sentencias tan firmes como peregrinas cuando afirma que “El sueño es el olvido del pasado y la aceptación del futuro en los simples y llanos términos planteados por la vida, sin miedo, aunque también sin confianza.” Admite su desaliento, y continúa despierta. “Quien sueña espera que el sueño se materialice en perfumes y esencias. No en materia rompible y maleable”.

 

         Y lo ignora aún, pero sigue esperando ese olor imposible que creará la vida desde un origen primitivo, que llegará sin vientos ni corrientes marinas hasta la oquedad de su carne muerta sin caricias ni heridas. Sin las caricias que no tuvo y sin las heridas que pretende curar con bálsamo de olvido.

 

 

-XIV-

 

 

        

Antes de aquélla noche que ahora quiere olvidar, recuerda a intervalos de memoria fragmentada. Y recuerda que el juego es subterráneo, furtivo. El juego las incita a socavar las superficies áridas, a horadar colmenas de increíbles laberintos, a buscarse y profundizar en distancias siempre cercanas. A mantener la incógnita encerrada en el interior de un nido de abejas intentando que las reglas del juego no rompan  la propia magia del juego.

         El juego es la desconocida cualidad que las vuelve locuaces, hábiles, valientes, permisivas…

         Es la sombra que las devuelve a la claridad cuando lo oscuro tienta, incita, provoca y desconcierta…

         El juego es la experiencia  de verse retratadas en la infantil tarea de creer y soñar que el mundo que las rodea es de invención propia, hecho a la medida del sueño y de las propias evasiones…

 

         …El juego es la imitación más perfecta que existe del sueño que no les estaba permitido.

 

 

 

-XV- 

 

 

 

         Sus demonios se dividen entre elementos más o menos buenos o traviesos, y verdaderos diablos con todo el cargamento de crueldad y antagonismo que ningún otro espíritu maligno es capaz de superar.

         Sin duda, estos visitantes frecuentan los interiores de todo ser humano, pero a ella sólo le importan los inquilinos que habitan en sus resquebrajados pasillos interiores a través de los cuales se accede a los salones en los que impera la maldad, la perversión más absoluta. Quisiera conocer dónde radica el vicio sin dejarse dominar por los demonios nefastos, pero tampoco sucumbir ante la empalagosa dulzura de los querubines.

 

         Se concedió una pausa, aunque le preocupaba el tiempo. Le inquietaba, como si a partir de ahora sólo le quedaran unos segundos de existencia, de vida, y de posibilidad de alcanzar algún día un poco de la felicidad que sin duda le correspondía.

         Tenía que decidir sin demorarse nada, con frialdad, sin concederse una tregua para la duda.

         Apretó la cara contra las almohadas y dejó que sus propios demonios decidieran por su cuenta, a su libre albedrío, la adquisición y el disfrute de sus distintas parcelas.

 

          

-XVI- 

 

 

 

         Soñó que era de nieve y levitaba en el espacio como una nube blanca, errática y volátil. Era verano y buscaba una sombra y no la hallaba…

         …Y era la única bola de nieve que hacía ejercicios en el aire y parecía una nube blanca en mitad de un espacio inmenso y desolado…

 

         …Y soñó que comenzaba a derretirse. Con la rapidez del pensamiento se quedaba sin dedos y sus signos faciales perdían con prontitud las marcas que lo distinguía. No sabía dónde caían los restos derramados y le faltaba espacio para moverse, y le faltaban dedos con los que asirse a nada…

 

         Y cada vez era más redonda y más perfecta. Y cada vez era menos alguien y más desconocida.

         Soñó que despertaba.

 

         Estaba desnuda y sollozando. Su cuerpo reposaba sobre un lago de lágrimas salobres donde ella flotaba. Lloraba y se sentía feliz.

         No recordaba ya desde cuándo no lloraba…

 

 

-XVII-

 

 

 

 

         Aún con cierta tristeza admitió que “algo bueno que tiene la soledad es que no duele”. No dolía físicamente. Todo lo más, posiblemente, es que pudiera conducirla por recintos cerrados de espacios catatónicos y la hunda irremediablemente en un estado de irrecuperables locuras.

         En otro momento piensa que, la soledad, además de indolora, es incolora, inodora e insípida. Cambian los grados de valoración, pueden variar las opiniones y los puntos de vista dependiendo de los distintos estados anímicos a que su espíritu se ve abocado.

 

         Pero después sostiene que lo mejor que la tiene la soledad, además de que no duele, es que le da la oportunidad de hacerla dueña del mundo con sólo cerrar los ojos y desearlo.

 

         Sería malo si le diese por desear hacerse dueña de la muerte.

 

         Y conquistarla.

 

 

-XVIII-

 

 

 

 

         “Nada es tan hermoso como admitir al corazón su insaciable capacidad de amar y dejar sus riendas sueltas para que campee a sus anchas por las vastas extensiones del albedrío humano. Pero no hay nada tan triste como apretar su bocado a la mínima expresión del paso permitido…”

         Se sintió satisfecha con aquélla reflexión, tanto que para celebrarlo se prometió a sí misma que a partir de mañana dejaría de fumar. Aquélla decisión de no sacrificar su corazón cerrándole las puertas a un posible nuevo día, merecía aquél tremendo sacrificio.

         Casi inmediatamente dejó de pensar en su íntima y profunda decisión y olvidó para siempre su promesa. Su discurso se borró antes de ser escrito.

         Cuando le da por sentirse culpable, no tiene nada que añadir a su defensa. Pero sabe que solo es culpable de amar, y eso no es delito. Amaba y ella era la única damnificada. Amaba sin fe y con la aceptación del no como respuesta. Amaba, y si existiera dios la alentaría a que siguiera amando, doliera donde  doliera. Amaría otras cosas, lo que fuera. Ya amaba la vida. De momento no podía pedirle más a la vida.

         Pero ya era suficiente con aceptar las premisas de su discurso. Sólo el amor le daría sentido a su vida y a su existencia gris. Sólo el amor corregiría las mediocres páginas de su imperfecto libro cuajado de borrones y de supercherías.

 

 

-XIX- 

 

 

 

         Quiso recuperar a los viejos amigos, y fue como pretender ir a la busca de un tiempo pasado y muerto, irrecuperable. Pero eran restos de vivencias que no podía perder y a los que creía tener derecho por encima de otras consideraciones. Indagó acerca de los antiguos dígitos que señalaban nombres y direcciones, desocupados ya de su listín mental, antes tan precavido y tan privilegiado. Todos eran erróneos.

         Cambios de domicilios o series interminables de números que no correspondían a lugares ni nombres conocidos. Le tomaba el teléfono alguien que desconocía; o habitaba la vivienda otro que ignoraba el paradero del anterior inquilino. Otros estaban de vacaciones o habían cambiado de trabajo o hacían lo imposible para que no los encontrara.

         Simplemente se había quedado sola. Sola, aislada, incomunicada por el olvido al que ella misma los obligó; imposibilitada para seguir compartiendo con ellos la antigua historia, como quiso en su momento que pasara.

         A base de no transitar por ellos, había dejado que se borraran muchos caminos; prácticamente los había perdido todos. Ya no recordaba que ella misma levantó un muro y estableció unas defensas que igual que la protegían la hacían inaccesible. Ahora se daba cuenta de que su soledad no le servía para nada.

         Solo para extrañar a los amigos. A los que había alejado por que no le interesaban y a los otros, a los que quiso desterrar creyendo que funcionaban unas supuestas leyes del olvido.

 

 

-XX-

 

 

         Se parapeta tras el trabajo físico y pretende embrutecer sus sentidos a través del esfuerzo que consigue dejar sus músculos doloridos. Pero sólo eso.

         La mente, mientras tanto, desarrolla su propio trabajo en paralelo, ajena al ajetreo del cuerpo y de las manos que pulen con insistente rabia una superficie limpia, dorada desde hace rato.

         Cree que nadie puede ver sus pensamientos. Y no es cierto. Nadie puede verlos, excepto yo. Pero yo no soy nadie para ella, ella no quiere que yo sea alguien para ella. Me mantiene ignorada y permanece absorta mientras me hace pulir y pulir trasladándome su rabia, su ira, su impotencia.

        

Ni siquiera repara en mí ni se percata del exhaustivo examen que hago después de seccionar pacientemente cada rincón, cada vena oculta tras su capa de miedo, cada esquina sin ángulo de su masa encefálica, apelmazada y obtusa.

        

Pretende mantenerme lejos de ella, pero por mucho que lo intenta, no lo consigue. Por eso no sabe, ni se imagina, que mientras suda como una aljofifa exprimida, estoy poniendo en el papel todo lo que piensa.

 

 

 

-XXI-

 

 

 

No logra establecer un orden de prioridades que determine la gravedad de los distintos órganos afectados. Siempre sostuvo que el corazón era inmutable y que en razones de amor se convertía en un símbolo, que sólo recogía emociones enviadas desde el cerebro, pero incapaz de sentir nada por iniciativa propia sin antes recibir las órdenes imperantes que le llegaban desde arriba.

         Sostenía que si no era posible eliminar el mal localizado en su cerebro, todos los otros elementos dañados seguirían teniendo motivos para quejarse.

 

         Sin embargo había comenzado a advertir que los aullidos que se le clavan en la frente como estiletes de hielo le nacen directamente del corazón. O al menos provienen de ese lugar  del pecho en el que el poderoso músculo está encajado y de donde parece que en ocasiones, quiere salir corriendo.

 

         Y no sabe qué hacer.

         Tal vez acuda voluntariamente para que le practiquen una lobotomía o haga que le trasplanten un corazón de fibras artificiales que solo tenga facultad para latir y pueda dejarla vivir sin alterar sus ritmos, protegiéndola de todas las emociones durante un equis periodo  de tiempo.

 

 

-XXII-

 

 

        

Era una noche distinta y extraña aquélla noche, aunque parecida a todas las anteriores en el formato de calor insufrible y terco, con vaharadas de aire caliente que penetraba en los entresijos de los instintos.  Habían pasado muchas noches entre ésta y aquélla otra que no consigue olvidar, pero no había sucedido nada  digno de recordar; sólo que ella creyó morir, que su reloj, en muchos momentos, se paraba. Había subido la temperatura considerablemente,  el cielo se veía altísimo, intensamente negro y estrellado. Había un brillo especial en las luces de la calle, un brillo salpicado de opacidad y hasta el silencio parecía estar expectante de algo inaudito que estaba por ocurrir.

Parecía reflexionar en la grandiosidad de aquélla noche cuando fijó los ojos en la bóveda inmensa, brillante y negra que se sostenía sobre el mundo, y se sintió pequeña hasta la enormidad, insignificante y nula. Pensó que el hombre no podría nunca ser tan perfecto como todo aquello. Y entonces fue cuando lo vio, mayestático y hermoso  ante la nebulosa de su estela plateada.

Solo, errante, por los siglos de los siglos. Y supo que un hombre sólo, una mujer, solos bajo aquella noche, como estrellas sin luz y extraviados entre millones de estrellas, no son nadie, no son nada. Apenas dos migajas de una nada enorme, perdidos en una enorme soledad desértica.

Y sintió algo indescriptible en su interior, como si de pronto se reconociera en una edad lejana, cuando aún se sabía una romántica incorregible, cuando aún era rebelde  y subversiva y guerreaba en las calles y portaba estandartes y gritaba consignas y se sentía capaz de cambiar el mundo y sus sistemas, porque sabía que vivían en un mundo imperfecto y soñaba con hacer otro maravilloso, como si de la nada de un sueño pudiera cambiar las cosas… 

 

 

…Y comenzó a elevarse sin despegar los pies del suelo hasta alcanzar al cometa que la esperaba solo en la altura, en la bóveda estrellada y negra del firmamento


           María Dolores Almeyda

 

 

 

 

 

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