MIENTRAS REGRESAS YO PROBARÉ TU LECHO

Mª Dolores Martín del Río Aguiar

 


Toda su sangre corría en desorden, alocada, como huyendo de una catástrofe. En algún lugar había estallado el fuego y lenguas de sangre le daban el aspecto de una duna blanca teñida al atardecer de Septiembre. Sus dientes soltaban poco a poco el labio que había quedado atrapado en la confusión, también éste recuperaba su forma y como una fresa jugosa se dejaba llenar. Los dedos abandonaban mojados su agujero palpitante y descansaban juntos sobre el monte que aún ardía. A borbotones.

A borbotones.

Con los últimos espasmos rompió a llorar, como si fuera una reacción natural, le pasaba en todos los orgasmos que tenía cuando estaba en el periodo premenstrual, eran más intensos, todo era más intenso.

 

Todo era más intenso.

Ana se sentía un poco desbordada, demasiadas cosas para un solo mes. Intentaba darle un poco de sentido al caos, ordenaba en pequeñas cajas con etiquetas todas las cosas, le decía a Tomás el orden que debía llevar y él, como siempre, obedecía.

 Ayer habían recibido dos llamadas y una carta: la primera era de una señora trastornada por el dolor que les vendía su casa, irían a verla hoy por la tarde; la segunda era un chico joven, renovado tras el dolor, que les compraba su ático; la carta tenía la firma de un laboratorio de análisis clínico y teñiría todo lo demás de un asfixiante gris.

 Ana sintió como una bocanada de humo en cada aliento, ya no iba a respirar jamás con ese liviano fluir de aire inconsciente, un peso plúmbeo había transformado su respiración en una agonía dolorosa. A Tomás nunca le saldrían las palabras, como no le salían sus espermatozoides, eso decía la carta: débito cero, como una cuenta corriente, UNA CUENTA CORRIENTE.

 Eran sus vecinos, no se visitaban demasiado pero estaban allí y ella lo sabía. No sería lo mismo cuando se marcharan.

Todo era más intenso.

 Sonó el timbre. Era Ana. Lloraba desconsolada. El azar la había puesto en una situación que nunca había imaginado. Ella, sin embargo, sí había pensado mucho en ello. No ser madre, una alternativa contracultura. Ana lloraba. Ella adivinaba su dolor. A borbotones.

Pasó ese mes. La nueva casa de Tomás y Ana era grandísima, parecían escucharse en todos los rincones los grititos ahogados de ese niño que ahora no estaría. Los espacios eran cínicos reflejos de una soledad indescriptible. Ana y Tomás se abrazaron fuerte, llenarían esto, con niños, con paciencia, con perseverancia o con amor. El amor de Ana era un amor tranquilo pero inagotable.

Cuando Ana se fue, ella quedó frente al vaso de agua prácticamente intacto unos segundos. El agua era un fluido de un extraño efecto que la conducía siempre a un estado de cierta tranquilidad. Si la bebía, si la soltaba o si se bañaba en ella, también si la miraba, la escuchaba o la tocaba con los dedos.

Quería a Ana. Ana le dolía.

 Volvió a su cama. Intentó recuperar su estado previo, se comenzó a acariciar con el dorso de la mano, las piernas muy juntas. Las sienes le palpitaban dolientes. Acarició sus muslos y sintió que la sangre le brotaba a borbotones.

A borbotones.

Esteban Fleitas se preparaba un cortado de pie, apoyado de espaldas en la encimera de la cocina, aquella casa tenía un color especial, buenas vibraciones, una tranquilidad que él no tenía y que lo hacía llorar. Se tomó el café y salió asfixiado. No llamó al ascensor, tenía todo el tiempo del mundo, quería reconocer el terreno. No se cruzó con nadie. La soledad puede que sea un sentimiento que nace en nuestro interior pero tiene un curioso poder que afecta a lo objetivo, lo que está fuera también vacío.

Nadie en la calle. Cruzó la calzada y bajó por entre las casas de este barrio agradable, silencioso, lleno de gente hogareña, familias bien avenidas que no necesitan de nadie, o quizás gente sola que rumia detrás de las ventanas.

 Se escuchaba en la calle el sonido apagado de un tema lleno de energía cantado por un tío (creía Esteban), en realidad era  Feeling good interpretado por Nina Simone que salía retumbando por las paredes de una vecina. Esa vecina vivía en el Bajo de dos portales más allá. Si, nuestra protagonista, de la que sabemos que se derramaba a solas, que era amiga de Ana y que le gustaba la música muy alta.

Esteban Fleitas era ese joven renovado por su dolor, llevaba tres años casado y dos semanas separado, estaba emprendiendo esa aventura solitaria de hacer su propia vida, rara aventura que no todo el mundo se atreve a emprender.

Esteban Fleitas se enfrentaba al abismo del futuro, esa incertidumbre falsamente controlada por el espejismo del amor  producía palpitaciones, sequedad de boca, dolor no claramente reconocido y carencias afectivas, sexuales y sociales. Dejaba atrás su nuevo hogar, tan distinto de cómo lo había imaginado, tan distinto del que había hecho suyo junto a Ana, si, así se llamaba su ex y así se llamaba la dueña de este piso que ahora era suyo.

 Ana y Tomás habían vivido sus tres primeros años de matrimonio en ese ático, casi como el que juega a las casitas, habían proyectado su vida y habían empezado a ser otros, no sólo a conocerse, sino a reinventarse juntos. El resultado era ese color especial y ese silencio que dejaba fuera a Esteban, que lo ahogaba.

Descubrió una tienda de barrio donde compró el periódico, un pan integral y un helado, ¡ah! y  una  caja de condones, ¿que no tienen?, vale, si, pues nada, eso, ¿cuánto le debo?.

Esa sería su tiendita de barrio, allí iría a servirse de provisiones, se acercaría para estirar las piernas un Domingo a mediodía, sería su vínculo con la vida normal. ¿Para qué quería comprar condones?, ¡qué imbécil!, era optimista. Se le caducarían en la gaveta.

De regreso no repitió el camino sino que dio una vuelta a la manzana pasando bajo la ventana de la que seguía saliendo el sonido de una música demasiado alta para vivir en comunidad, esta vez sonaba algo en español que él no conocía, se escuchaba además una voz superpuesta, una voz grave  y potente de mujer que cantaba con pasión algo así como “polvo nada más”. A Esteban le pareció muy sugerente. Polvo nada más.

Comenzó a colocar y recolocar la ropa, buscando un sistema propio de clasificación. Era alucinante descubrir la autonomía: ¿que ese criterio era incomprensible?, ¡qué más daba! seguiría así hasta que él lo decidiese. Todo estaría donde mismo lo había dejado, todo estaría igual excepto el polvo que se acumula imperceptiblemente hasta que parece haberlo esparcido una mano negra de repente. Polvo nada más.

La vecina desconocida le había estimulado su vena melómana. Sacó de las cajas sus cedés, se puso a ordenarlos y dejó sonar uno de Sabina que no tardó en quitar, demasiado poeta, güisqui y noche. No. M. Clan estaría bien, ligerito y alto ¡y a cantar! como la vecina del bajo, a ver.

Se preparó un bocadillo de atún. No sabía aún que es necesario esforzarse para sobrevivir sólo y no ser atrapado por la decadencia. Tener  ilusión para hacerse un buen desayuno, mantener la casa limpia y acogedora, cocinarse con mimo y comer a la mesa. Hay un mecanismo secreto que nos pone en marcha cuando estamos acompañados y parece fundirse y dejarnos como peleles tras la puerta cuando ésta se cierra y quedamos a solas.

 Encendió el televisor y quedó hipnotizado con el dedo en el cursor de canales que de vez en cuando se detenía, porque había un color más intenso, una frase concreta, una tía buena, una promesa de acción. A los treinta y cinco minutos se estaba durmiendo. Se fue a la cama.

Es deprimente despertarse a media noche y darse cuenta de que llevas cuatro horas durmiendo con el cuello torcido y que no había nadie para decírtelo, pensó.

 El lunes a trabajar. Apagó la luz y se lo comió la noche.

 

Pensó. La noche era fresca y agradable, ella se había preparado un plato de pasta con orégano, sal y aceite de oliva, se sirvió una copa de vino blanco del sur, estaba fresco y delicioso. Se dejó atrapar por su lectura, era magnífico evadirse, soñar, salir en volandas sobre todo-como decía Serrat que te lleva la vida de vez en cuando-, como viajar, como hacer el amor.

Cerró las páginas, pensó largo rato, se topó en su vuelo de nuevo con los postes de la realidad. Cerró los ojos. Abrió los ojos. Apagó la luz y se la comió la noche.

A veces cuando estaba a punto de dormirse se giraba a un lado y sentía todo el peso de la soledad o mejor dicho esa ausencia de peso, una suerte de ingravidez desagradable, un vacío, un sinsentido, una especie de terror. Se arrebolaba de nuevo y cubría sus hombros con la sábana hasta que pasaba, porque pasaba enseguida, era extraño.

 

Era extraño. Juraría que había dejado las llaves sobre la mesa de la entrada y estaban en la silla de la cocina. Él todavía no había adquirido esas manías que lo harían sobrevivir a solas de los despistes que podrían hacer que se quedara en la calle. De pronto pensó que si perdiera la llaves se vería en la calle, nadie más tenia las llaves.¿Qué hacer?, en el trabajo era absurdo dejar unas copias porque si se encontraba sin llaves una noche ¿qué?. No se le ocurría nada, empezó a sentir una desazón, sudaba, tenía el estómago cerrado, le dieron ganas de vomitar o de llorar, estaba peor de lo que imaginaba. …también podría dejarle unas copias a su ex, pero ¿en qué coño estaba pensando?

 La soledad era esto.

 Pensó que si se dejaba las llaves alguna vez llamaría a la cerrajería de 24h y, aunque le cobrasen un pastón, le abrirían la puerta ipsofacto. Pensó que no le pasaría e ideó un sistema que le hiciese siempre recordar. La soledad era esto.

 

La soledad era esto, recordaba esta frase como uno de esos grandes títulos. Tenía un amigo que decía que no todo escritor o autor de una obra cualquiera es un buen titulista o titulador  y viceversa, pero es un arte eso de colocar títulos. Ella, que no había sido capaz de sintetizar nada en su vida, amaba los títulos, por ejemplo la mayoría de los surrealistas eran grandes tituladores o titulistas, en ocasiones abarcaban con ellos y con la explicación de su obra lo que no rozaban con sus pinturas o escritos. A veces amaba los títulos, a veces amaba sólo las obras y otras veces  los títulos eran puertas por las que entraba a las obras: Amanece que no es poco. Me acaricia una mentira. Cien años de soledad. Amantes y enemigos. Septiembre. Los Miserables. Las afinidades electivas. La insoportable levedad del ser. Tu rostro mañana. O Cesar o nada. Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. Polvo enamorado. París no se acaba nunca. Si te dicen que caí. Por quién doblan las campanas. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Ojos de perro azul. El amor en los tiempos del cólera. Fausto. El origen del mundo. Espera ponte así. Cómeme. Los 400 golpes…Y las primeras frases de un libro, ah, eso también era un arte que dominaba a la perfección García Márquez: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Pensaba que los artistas tiranizados por la critica, por las ventas, por la difusión, por el éxito, por su perdurabilidad, por su ego, olvidan-si acaso llegan a saber-lo que aportan no ya a la sociedad, sino al simple lector, oyente, ser sensible que se llena y se vacía ante la obra que tiene delante. Pensaba cuánto habían dado de sí cinco minutos delante de un cuadro, noventa minutos delante de una pantalla, cinco minutos de escucha, setenta horas de lectura. Pensaba esto y sentía una enorme gratitud que no podía hacer llegar a nadie, le rebotaba como un eco. En eso consistía el arte, es en realidad como el amor, el acto más altruista del que somos capaces y el único que nos separa por idiosincrasia de los otros seres no humanos.

Formaba una equis desnuda en la cama y seguía pensando. En esa posición pensó que quizás la equis nos activaba inmediatamente una asociación inconsciente con lo erótico no sólo por la equis, que es una letra de baja frecuencia léxica contenida en la palabra SEXO y se identifica con ella, sino por esta postura abierta, posiblemente la más receptiva y menesterosa.

Si, no había leído ningún estudio al respecto pero podría asegurar que a todo el mundo le decías “X “y pensaba inevitablemente en la palabra sexo. A no ser que fuera un profesional del saxo, o que trabaje haciendo perfiles cromosómicos, o que sea una activista feminista que todo lo vea XX, o que sea un matemático que suele despejar muchas incógnitas. O sea que, bueno, quizás sólo a ella y a unos pocos más, se le activaba la palabra sexo cuando veían la letra X.   

Intentaba moverse pero la intención se esfumaba para ocupar su mente de nuevo con otro fugaz y estúpido pensamiento, y así pasaron algunas horas.

 Es increíble, pensaba, pero hoy era un día de esos en los que la cama abría sus fauces y se la tragaba, como los pantanos en las pelis de los sábados por la tarde de cuando tenía siete años.

Se levantó de la cama a las 13.30, fregó los platos, tazas y otros enseres del desayuno, lavó sus dientes, puso música-hoy toca Monteverdi y luego Edith Piaf- pensó en la ropa que se pondría y se metió en la ducha.

Mientras disfrutaba cantando también bajo la ducha pensó que Ana y Tomás no le habían pedido la copia de la llave de su ático y que ya se habían mudado.

Sabía algunos detalles del nuevo propietario. Salió de la ducha y fue a buscar la llave que estaba donde siempre, en la caja detrás de la puerta. Sabía perfectamente que la llave seguiría allí, silenciosa, y, en efecto, allí seguía, la tocó con la punta de los dedos y la hizo tintinear levemente, la miró moverse mientras se sabía en posesión de un inusitado poder, cogió la llave acariciándola unos segundos con vocación fetichista y fue a vestirse.

 

Se equivocó con la puerta del garaje, se fue al sótano primero donde tenían los coches los vecinos de los portales uno y dos, incluida la vecina del bajo, la que se derramaba sola, que era amiga de Ana, a la que le gustaba la música alta, los libros y los grandes tituladores. La orientación de los coches era diferente, por eso Esteban Fleitas se dio cuenta de su error, pero ya estaba dentro del coche sintiendo una mezcla de miedo y culpa. El coche estaba abierto. Primero pensó que lo habría dejado así, luego sintió una extrañeza, un olor, un nosequé y pensó que se lo habrían abierto. Cuando se dispuso a tantear la guantera cayó realmente en la cuenta de que el garaje que Tomás le había enseñado una semana antes tenía una orientación diferente, que ese coche no era su coche y que, probablemente, todo el mundo pensaría que era él el que lo había forzado. Todos menos él que creía firmemente que estaba perdiendo la razón.

En lugar de salir disparado se quedó como ensimismado, sentía el efecto de la adrenalina como el que comete su primer delito y no ha aprendido a controlarla, aunque sí a saborearla porque, por inesperado que parezca, comenzó a fijar su atención en detalles del coche: lleno de cintas de música desordenadas, con dibujos y frases como carátulas en sus cajas; en el antideslumbrante del conductor asomaba un papel viejo o en malas condiciones en el que se podía leer “…de unos pocos”, tiró de él sin apercibirse de que estaba siendo presa de un morbo para él insólito, “el amor es privilegio de unos pocos”. Tocó el volante con vocación  fetichista y salió.

 

Era media tarde y no tenía ni idea de los horarios de Esteban, ni del nombre de Esteban, ni de la cara de Esteban. Eran las cuatro de la tarde, una hora más temprano que la hora implacable, pero como estaban en Canarias, pues eran como las cinco de Lorca.

Se encontraba con la llave en la mano frente a la puerta del ático, al abrirla sintió una fuerte descarga dentro, sentía el efecto de la adrenalina como el que comete su primer delito y no ha aprendido a controlarla, aunque sí a saborearla. Sentía todos sus pulsos, sudaba. Ni siquiera tocó el timbre para asegurarse- Esteban podría estar dentro- entró rápidamente, como tomando conciencia de la gravedad de lo que hacía, pero no tomaba conciencia, no. Conocía la casa de sobra, la había visto transformarse lentamente desde que Ana y Tomás empezaron a vivirla, pero la casa no era la misma, se habían llevado su esencia con ellos, la casa estaba llena de nada, las cajas aún sin abrir estaban amontonadas en medio del recibidor, la zona cercana a la terraza estaba prácticamente vacía y las puertas de cristal estaban totalmente abiertas. De pronto un escalofrío le recorrió el espinazo haciéndola sudar, por un momento pensó que podría estar acostado allí mismo haciendo la siesta, qué hacer, qué decir. Se asomaría al cuarto, eso es, sin miedo. No, allí no estaba. No estaba allí.

 

No estaba allí. Se daba cuenta de que le hablaban y él no interrumpía su cadena de pensamientos por muy banales que fueran. Estaba empezando a preocuparse de sí mismo, él que nunca había tenido conciencia de tener algún estado psicológico. Estaba empezando a sentir las esencias, estaba empezando a ser un poco mujer, llenas de autopercepciones y autoconceptos conscientes. No soportaba esto, hay que espabilarse y salir. Follar un poco, entretenerse. No tenía a quien llamar, ni un solo nombre probable, nada.

 

No tenía a quien llamar, ni un solo nombre probable, nada. Estaba en la casa de alguien desconocido, se sentía sumamente excitada y extrañamente asustada. Como si hubiera sufrido un ataque de amnesia y regresara a su casa en medio de la tarde y su marido no estuviera y no, no tenía por quién llamar, ni un solo nombre probable, nada.

 La ducha no tenía cortinas. Abrió el grifo y sintió inmediatamente un fluir hipnótico. Se mojó los dedos, con ellos los labios, saboreó la humedad de su boca y comenzó a desnudarse.

 

Saboreó la humedad de su boca y comenzó a desnudarse.

 Decidió salir un poco antes aduciendo cuestiones de la mudanza. No engañaba a nadie, eran cuestiones de la mudanza, se había mudado de vida. Quiso pasar por Ikea y comprar una cortina para el baño, un par de toallas y algo más para vestir la cama. Cuando entró en su coche deseó que éste tuviera cintas de música y una frase en el antideslumbrante. Arrancó el motor y puso la radio, su antena no alcanzaba bien las frecuencias, hizo el silencio a golpe de botón, echó de menos un coche ruidoso, una música alta y una voz apasionada que coreara sus pensamientos. Se preguntó si aquel coche seguiría aún abierto, si la dueña-estaba convencido de que era una mujer hetero: lleno de detalles (descartado el hombre hetero y la lesbiana) y hecho un desastre (descartado el hombre hetero y el gay)-habría ya encontrado su coche abierto. Pensó en cómo sería la dueña, fantaseó con su imagen, pensó que quizás tenía la voz grave y apasionada, que le gustaban la música alta y el “polvo nada más”. Sintió una sensación de placer que palpitaba en su entrepierna, se apretó suavemente y un cierto rubor coloreó sus mejillas. Quiso estar en ese coche, oler y tocar esas cintas, sentarse en sus sillones y acariciarlos. La sensación de placer tibio se convirtió en una erección insoslayable. Tuvo que quedarse un momento más aparcado en batería en los estacionamientos del centro comercial antes de salir. En lugar de desviar sus pensamientos se hundió en ellos y una suerte de humedades y caricias se evocaban sin esfuerzo como por una imaginación independiente. No recordaba haber tenido esta clase de fantasías tan poco funcionales, no estaba acostumbrado a soñar. Cuando regresó al coche a penas había entrado y salido del recinto. Demasiada gente, demasiado ausente él. Compró un zumo de piña que estaba fresco y con un punto delicioso entre la acidez y la dulzura.

 

Un punto delicioso entre la acidez y la dulzura.

Adoptó la posición en equis sobre la cama deshecha. Las sábanas estaban un poco tiesas y olían a nuevo con un mínimo resto de olor a cuerpo, un cierto perfume fresco y con un punto delicioso entre la acidez y la dulzura, quizás gel de baño. Ella sí olía, su rastro de olor era algo que lo impregnaba todo, en pocos minutos aquellas sábanas la retendrían para siempre. Sintió el peso de su propio cuerpo al contrario que por las noches cuando estaba a punto de dormirse y se giraba a un lado y sentía todo el peso de la soledad o mejor dicho esa ausencia de peso, una suerte de ingravidez desagradable, un vacío, un sinsentido, una especie de terror. No, ahora sentía el peso de su propio cuerpo tibio abierto sobre la cama de un extraño, empezó a sentir un conocido calor ascendente y sus brazos comenzaron  a moverse lentamente hacia el centro, acariciando sus senos con la cara interna, sentía cómo el sudor empapaba su espalda y sus piernas se frotaban doblando las rodillas. No iba a dejarse llevar, intentaba de nuevo ser una equis pero su cuerpo se rebelaba formando una i griega o una theta. Imparable. Estaba mojándolo todo. Mientras regresas yo probaré tu lecho.

Escuchó el clic de una cerradura abriéndose. Notó una pequeña corriente de aire. Sintió el sonido de unas llaves colgando de una puerta al cerrar. Sentía el efecto de la adrenalina como el que comete su primer delito y no ha aprendido a controlarla, aunque sí a saborearla porque, por inesperado que parezca, comenzó a buscarse los senos en una caricia violenta,  los estrujaba estirando ligeramente los pezones erectos, abría la mano y la pasaba apretándola contra ellos en una fricción casi dolorosa, los masajeaba con las muñecas y su cuerpo estremeciéndose se giraba y contorneaba con las piernas muy juntas dibujando un arco de carne palpitante en el lecho de Esteban Fleitas.

 

Saboreó la humedad de su boca y comenzó a desnudarse. Hacía mucho calor. Todavía sentía en los labios ese sabor con un punto delicioso entre la acidez y la dulzura. Se había dejado las puertas correderas de la terraza abiertas de par en par. Agradeció la corriente ligeramente fresca que lo alcanzó en el recibidor. Notó, simultáneamente, un sonido que provenía del dormitorio y una extrañeza, un olor, un nosequé. Rápidamente giró el cuerpo hacia el baño, la ducha sin cortinas, un gotear lento y casi imperceptible, aguzó el oído, sintió un jadeo como una saeta entrar en su diafragma.

Toda su sangre corría en desorden, alocada, como huyendo de una catástrofe. En algún lugar había estallado el fuego y lenguas de sangre le daban el aspecto de una duna blanca teñida al atardecer de Septiembre. Sus dientes soltaban poco a poco el labio que había quedado atrapado en la confusión, también éste recuperaba su forma y como una fresa jugosa se dejaba llenar. Los dedos abandonaban mojados su agujero palpitante y descansaban juntos sobre el monte que aún ardía. A borbotones.

A borbotones sintió correr a su sangre llenando todos sus tensos vasos, el rubor en su cara y el latir de todos sus pulsos. La adrenalina excitaba todo a su paso y un calor de placer recorrió su periné haciéndolo estremecer y casi perder el equilibrio. Esto no está pasando, logró escuchar a la incredulidad dentro de su cabeza antes de asomarla con expresión boquiabierta en el quicio de la puerta de la habitación.

Su cuerpo de torso desnudo acarició todos los rincones vacíos, llenándose. Se dejó abrazar en un intento agónico de vencer alguna batalla, lograr llegar a un cierto cielo, desprenderse de un infierno temible, beber con desesperación la pócima, antídoto secreto, de un veneno que corrompe.

Atrapó con su boca la boca sedienta y saboreó la fresa caliente de sus labios.

Un instante infinito les hizo fijar-impresionar como en la película de una fotografía-el iris encendido, los ojos extasiados, las lágrimas contenidas, el gozo en los ojos del otro.

 

…cientos de muertos comienzan a hacer aparición en las labores de rescate llevadas a cabo con demasiado retraso según increpan algunos testigos con indignación a los medios…Esteban Fleitas se despertó sobresaltado. La radio comenzó a captar las señales de una cadena de noticias y el sonido rompió en mil pedazos su ensimismamiento. Le dio de nuevo al arranque y puso el aire acondicionado, sentía mucho calor.

 

Sentía mucho calor. La despertó un batir de alas. Un vuelo de carne a ras del suelo. Hoy era un día de esos en los que la cama abría sus fauces y la tragaba.

 

 
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