Toda su sangre corría en desorden, alocada, como huyendo de una
catástrofe. En algún lugar había estallado el fuego y lenguas de
sangre le daban el aspecto de una duna blanca teñida al
atardecer de Septiembre. Sus dientes soltaban poco a poco el
labio que había quedado atrapado en la confusión, también éste
recuperaba su forma y como una fresa jugosa se dejaba llenar.
Los dedos abandonaban mojados su agujero palpitante y
descansaban juntos sobre el monte que aún ardía. A borbotones.
A borbotones.
Con los últimos
espasmos rompió a llorar, como si fuera una reacción natural, le
pasaba en todos los orgasmos que tenía cuando estaba en el
periodo premenstrual, eran más intensos, todo era más intenso.
Todo era más
intenso.
Ana se sentía
un poco desbordada, demasiadas cosas para un solo mes. Intentaba
darle un poco de sentido al caos, ordenaba en pequeñas cajas con
etiquetas todas las cosas, le decía a Tomás el orden que debía
llevar y él, como siempre, obedecía.
Ayer habían
recibido dos llamadas y una carta: la primera era de una señora
trastornada por el dolor que les vendía su casa, irían a verla
hoy por la tarde; la segunda era un chico joven, renovado tras
el dolor, que les compraba su ático; la carta tenía la firma de
un laboratorio de análisis clínico y teñiría todo lo demás de un
asfixiante gris.
Ana sintió
como una bocanada de humo en cada aliento, ya no iba a respirar
jamás con ese liviano fluir de aire inconsciente, un peso
plúmbeo había transformado su respiración en una agonía
dolorosa. A Tomás nunca le saldrían las palabras, como no le
salían sus espermatozoides, eso decía la carta: débito cero,
como una cuenta corriente, UNA CUENTA CORRIENTE.
Eran sus
vecinos, no se visitaban demasiado pero estaban allí y ella lo
sabía. No sería lo mismo cuando se marcharan.
Todo era más
intenso.
Sonó el
timbre. Era Ana. Lloraba desconsolada. El azar la había puesto
en una situación que nunca había imaginado. Ella, sin embargo,
sí había pensado mucho en ello. No ser madre, una alternativa
contracultura. Ana lloraba. Ella adivinaba su dolor. A
borbotones.
Pasó ese mes.
La nueva casa de Tomás y Ana era grandísima, parecían escucharse
en todos los rincones los grititos ahogados de ese niño que
ahora no estaría. Los espacios eran cínicos reflejos de una
soledad indescriptible. Ana y Tomás se abrazaron fuerte,
llenarían esto, con niños, con paciencia, con perseverancia o
con amor. El amor de Ana era un amor tranquilo pero inagotable.
Cuando Ana se
fue, ella quedó frente al vaso de agua prácticamente intacto
unos segundos. El agua era un fluido de un extraño efecto que la
conducía siempre a un estado de cierta tranquilidad. Si la
bebía, si la soltaba o si se bañaba en ella, también si la
miraba, la escuchaba o la tocaba con los dedos.
Quería a Ana.
Ana le dolía.
Volvió a su
cama. Intentó recuperar su estado previo, se comenzó a acariciar
con el dorso de la mano, las piernas muy juntas. Las sienes le
palpitaban dolientes. Acarició sus muslos y sintió que la sangre
le brotaba a borbotones.
A borbotones.
Esteban Fleitas
se preparaba un cortado de pie, apoyado de espaldas en la
encimera de la cocina, aquella casa tenía un color especial,
buenas vibraciones, una tranquilidad que él no tenía y que lo
hacía llorar. Se tomó el café y salió asfixiado. No llamó al
ascensor, tenía todo el tiempo del mundo, quería reconocer el
terreno. No se cruzó con nadie. La soledad puede que sea un
sentimiento que nace en nuestro interior pero tiene un curioso
poder que afecta a lo objetivo, lo que está fuera también vacío.
Nadie en la
calle. Cruzó la calzada y bajó por entre las casas de este
barrio agradable, silencioso, lleno de gente hogareña, familias
bien avenidas que no necesitan de nadie, o quizás gente sola que
rumia detrás de las ventanas.
Se escuchaba
en la calle el sonido apagado de un tema lleno de energía
cantado por un tío (creía Esteban), en realidad era Feeling
good interpretado por Nina Simone que salía retumbando por
las paredes de una vecina. Esa vecina vivía en el Bajo de dos
portales más allá. Si, nuestra protagonista, de la que sabemos
que se derramaba a solas, que era amiga de Ana y que le gustaba
la música muy alta.
Esteban Fleitas
era ese joven renovado por su dolor, llevaba tres años casado y
dos semanas separado, estaba emprendiendo esa aventura solitaria
de hacer su propia vida, rara aventura que no todo el mundo se
atreve a emprender.
Esteban Fleitas
se enfrentaba al abismo del futuro, esa incertidumbre falsamente
controlada por el espejismo del amor producía palpitaciones,
sequedad de boca, dolor no claramente reconocido y carencias
afectivas, sexuales y sociales. Dejaba atrás su nuevo hogar, tan
distinto de cómo lo había imaginado, tan distinto del que había
hecho suyo junto a Ana, si, así se llamaba su ex y así se
llamaba la dueña de este piso que ahora era suyo.
Ana y Tomás
habían vivido sus tres primeros años de matrimonio en ese ático,
casi como el que juega a las casitas, habían proyectado su vida
y habían empezado a ser otros, no sólo a conocerse, sino a
reinventarse juntos. El resultado era ese color especial y ese
silencio que dejaba fuera a Esteban, que lo ahogaba.
Descubrió una
tienda de barrio donde compró el periódico, un pan integral y un
helado, ¡ah! y una caja de condones, ¿que no tienen?, vale,
si, pues nada, eso, ¿cuánto le debo?.
Esa sería su
tiendita de barrio, allí iría a servirse de provisiones, se
acercaría para estirar las piernas un Domingo a mediodía, sería
su vínculo con la vida normal. ¿Para qué quería comprar
condones?, ¡qué imbécil!, era optimista. Se le caducarían en la
gaveta.
De regreso no
repitió el camino sino que dio una vuelta a la manzana pasando
bajo la ventana de la que seguía saliendo el sonido de una
música demasiado alta para vivir en comunidad, esta vez sonaba
algo en español que él no conocía, se escuchaba además una voz
superpuesta, una voz grave y potente de mujer que cantaba con
pasión algo así como “polvo nada más”. A Esteban le pareció muy
sugerente. Polvo nada más.
Comenzó a
colocar y recolocar la ropa, buscando un sistema propio de
clasificación. Era alucinante descubrir la autonomía: ¿que ese
criterio era incomprensible?, ¡qué más daba! seguiría así hasta
que él lo decidiese. Todo estaría donde mismo lo había dejado,
todo estaría igual excepto el polvo que se acumula
imperceptiblemente hasta que parece haberlo esparcido una mano
negra de repente. Polvo nada más.
La vecina
desconocida le había estimulado su vena melómana. Sacó de las
cajas sus cedés, se puso a ordenarlos y dejó sonar uno de Sabina
que no tardó en quitar, demasiado poeta, güisqui y noche. No. M.
Clan estaría bien, ligerito y alto ¡y a cantar! como la vecina
del bajo, a ver.
Se preparó un
bocadillo de atún. No sabía aún que es necesario esforzarse para
sobrevivir sólo y no ser atrapado por la decadencia. Tener
ilusión para hacerse un buen desayuno, mantener la casa limpia
y acogedora, cocinarse con mimo y comer a la mesa. Hay un
mecanismo secreto que nos pone en marcha cuando estamos
acompañados y parece fundirse y dejarnos como peleles tras la
puerta cuando ésta se cierra y quedamos a solas.
Encendió el
televisor y quedó hipnotizado con el dedo en el cursor de
canales que de vez en cuando se detenía, porque había un color
más intenso, una frase concreta, una tía buena, una promesa de
acción. A los treinta y cinco minutos se estaba durmiendo. Se
fue a la cama.
Es deprimente
despertarse a media noche y darse cuenta de que llevas cuatro
horas durmiendo con el cuello torcido y que no había nadie para
decírtelo, pensó.
El lunes a
trabajar. Apagó la luz y se lo comió la noche.
Pensó. La noche
era fresca y agradable, ella se había preparado un plato de
pasta con orégano, sal y aceite de oliva, se sirvió una copa de
vino blanco del sur, estaba fresco y delicioso. Se dejó atrapar
por su lectura, era magnífico evadirse, soñar, salir en volandas
sobre todo-como decía Serrat que te lleva la vida de vez en
cuando-, como viajar, como hacer el amor.
Cerró las
páginas, pensó largo rato, se topó en su vuelo de nuevo con los
postes de la realidad. Cerró los ojos. Abrió los ojos. Apagó la
luz y se la comió la noche.
A veces cuando
estaba a punto de dormirse se giraba a un lado y sentía todo el
peso de la soledad o mejor dicho esa ausencia de peso, una
suerte de ingravidez desagradable, un vacío, un sinsentido, una
especie de terror. Se arrebolaba de nuevo y cubría sus hombros
con la sábana hasta que pasaba, porque pasaba enseguida, era
extraño.
Era extraño.
Juraría que había dejado las llaves sobre la mesa de la entrada
y estaban en la silla de la cocina. Él todavía no había
adquirido esas manías que lo harían sobrevivir a solas de los
despistes que podrían hacer que se quedara en la calle. De
pronto pensó que si perdiera la llaves se vería en la calle,
nadie más tenia las llaves.¿Qué hacer?, en el trabajo era
absurdo dejar unas copias porque si se encontraba sin llaves una
noche ¿qué?. No se le ocurría nada, empezó a sentir una desazón,
sudaba, tenía el estómago cerrado, le dieron ganas de vomitar o
de llorar, estaba peor de lo que imaginaba. …también podría
dejarle unas copias a su ex, pero ¿en qué coño estaba pensando?
La soledad era
esto.
Pensó que si
se dejaba las llaves alguna vez llamaría a la cerrajería de 24h
y, aunque le cobrasen un pastón, le abrirían la puerta ipsofacto.
Pensó que no le pasaría e ideó un sistema que le hiciese siempre
recordar. La soledad era esto.
La soledad era
esto, recordaba esta frase como uno de esos grandes títulos.
Tenía un amigo que decía que no todo escritor o autor de una
obra cualquiera es un buen titulista o titulador y
viceversa, pero es un arte eso de colocar títulos. Ella, que no
había sido capaz de sintetizar nada en su vida, amaba los
títulos, por ejemplo la mayoría de los surrealistas eran grandes
tituladores o titulistas, en ocasiones abarcaban con ellos y con
la explicación de su obra lo que no rozaban con sus pinturas o
escritos. A veces amaba los títulos, a veces amaba sólo las
obras y otras veces los títulos eran puertas por las que
entraba a las obras: Amanece que no es poco. Me
acaricia una mentira. Cien años de soledad. Amantes y enemigos.
Septiembre. Los Miserables. Las afinidades electivas. La
insoportable levedad del ser. Tu rostro mañana. O Cesar o nada.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. Polvo
enamorado. París no se acaba nunca. Si te dicen que caí. Por
quién doblan las campanas. La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Ojos de perro azul.
El amor en los tiempos del cólera. Fausto. El origen del mundo.
Espera ponte así. Cómeme. Los 400 golpes…Y las primeras
frases de un libro, ah, eso también era un arte que dominaba a
la perfección García Márquez: “Era inevitable: el olor de las
almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores
contrariados”. Pensaba que los artistas tiranizados por la
critica, por las ventas, por la difusión, por el éxito, por su
perdurabilidad, por su ego, olvidan-si acaso llegan a saber-lo
que aportan no ya a la sociedad, sino al simple lector, oyente,
ser sensible que se llena y se vacía ante la obra que tiene
delante. Pensaba cuánto habían dado de sí cinco minutos delante
de un cuadro, noventa minutos delante de una pantalla, cinco
minutos de escucha, setenta horas de lectura. Pensaba esto y
sentía una enorme gratitud que no podía hacer llegar a nadie, le
rebotaba como un eco. En eso consistía el arte, es en realidad
como el amor, el acto más altruista del que somos capaces y el
único que nos separa por idiosincrasia de los otros seres no
humanos.
Formaba una
equis desnuda en la cama y seguía pensando. En esa posición
pensó que quizás la equis nos activaba inmediatamente una
asociación inconsciente con lo erótico no sólo por la equis, que
es una letra de baja frecuencia léxica contenida en la palabra
SEXO y se identifica con ella, sino por esta postura abierta,
posiblemente la más receptiva y menesterosa.
Si, no había
leído ningún estudio al respecto pero podría asegurar que a todo
el mundo le decías “X “y pensaba inevitablemente en la
palabra sexo. A no ser que fuera un profesional del saxo, o que
trabaje haciendo perfiles cromosómicos, o que sea una activista
feminista que todo lo vea XX, o que sea un matemático que suele
despejar muchas incógnitas. O sea que, bueno, quizás sólo a ella
y a unos pocos más, se le activaba la palabra sexo cuando veían
la letra X.
Intentaba
moverse pero la intención se esfumaba para ocupar su mente de
nuevo con otro fugaz y estúpido pensamiento, y así pasaron
algunas horas.
Es increíble,
pensaba, pero hoy era un día de esos en los que la cama abría
sus fauces y se la tragaba, como los pantanos en las pelis de
los sábados por la tarde de cuando tenía siete años.
Se levantó de
la cama a las 13.30, fregó los platos, tazas y otros enseres del
desayuno, lavó sus dientes, puso música-hoy toca Monteverdi y
luego Edith Piaf- pensó en la ropa que se pondría y se metió en
la ducha.
Mientras
disfrutaba cantando también bajo la ducha pensó que Ana y Tomás
no le habían pedido la copia de la llave de su ático y que ya se
habían mudado.
Sabía algunos
detalles del nuevo propietario. Salió de la ducha y fue a buscar
la llave que estaba donde siempre, en la caja detrás de la
puerta. Sabía perfectamente que la llave seguiría allí,
silenciosa, y, en efecto, allí seguía, la tocó con la punta de
los dedos y la hizo tintinear levemente, la miró moverse
mientras se sabía en posesión de un inusitado poder, cogió la
llave acariciándola unos segundos con vocación fetichista y fue
a vestirse.
Se equivocó con
la puerta del garaje, se fue al sótano primero donde tenían los
coches los vecinos de los portales uno y dos, incluida la vecina
del bajo, la que se derramaba sola, que era amiga de Ana, a la
que le gustaba la música alta, los libros y los grandes
tituladores. La orientación de los coches era diferente, por eso
Esteban Fleitas se dio cuenta de su error, pero ya estaba dentro
del coche sintiendo una mezcla de miedo y culpa. El coche estaba
abierto. Primero pensó que lo habría dejado así, luego sintió
una extrañeza, un olor, un nosequé y pensó que se lo habrían
abierto. Cuando se dispuso a tantear la guantera cayó realmente
en la cuenta de que el garaje que Tomás le había enseñado una
semana antes tenía una orientación diferente, que ese coche no
era su coche y que, probablemente, todo el mundo pensaría que
era él el que lo había forzado. Todos menos él que creía
firmemente que estaba perdiendo la razón.
En lugar de
salir disparado se quedó como ensimismado, sentía el efecto de
la adrenalina como el que comete su primer delito y no ha
aprendido a controlarla, aunque sí a saborearla porque, por
inesperado que parezca, comenzó a fijar su atención en detalles
del coche: lleno de cintas de música desordenadas, con dibujos y
frases como carátulas en sus cajas; en el antideslumbrante del
conductor asomaba un papel viejo o en malas condiciones en el
que se podía leer “…de unos pocos”, tiró de él sin apercibirse
de que estaba siendo presa de un morbo para él insólito, “el
amor es privilegio de unos pocos”. Tocó el volante con vocación
fetichista y salió.
Era media tarde
y no tenía ni idea de los horarios de Esteban, ni del nombre de
Esteban, ni de la cara de Esteban. Eran las cuatro de la tarde,
una hora más temprano que la hora implacable, pero como estaban
en Canarias, pues eran como las cinco de Lorca.
Se encontraba
con la llave en la mano frente a la puerta del ático, al abrirla
sintió una fuerte descarga dentro, sentía el efecto de la
adrenalina como el que comete su primer delito y no ha aprendido
a controlarla, aunque sí a saborearla. Sentía todos sus pulsos,
sudaba. Ni siquiera tocó el timbre para asegurarse- Esteban
podría estar dentro- entró rápidamente, como tomando conciencia
de la gravedad de lo que hacía, pero no tomaba conciencia, no.
Conocía la casa de sobra, la había visto transformarse
lentamente desde que Ana y Tomás empezaron a vivirla, pero la
casa no era la misma, se habían llevado su esencia con ellos, la
casa estaba llena de nada, las cajas aún sin abrir estaban
amontonadas en medio del recibidor, la zona cercana a la terraza
estaba prácticamente vacía y las puertas de cristal estaban
totalmente abiertas. De pronto un escalofrío le recorrió el
espinazo haciéndola sudar, por un momento pensó que podría estar
acostado allí mismo haciendo la siesta, qué hacer, qué decir. Se
asomaría al cuarto, eso es, sin miedo. No, allí no estaba. No
estaba allí.
No estaba allí.
Se daba cuenta de que le hablaban y él no interrumpía su cadena
de pensamientos por muy banales que fueran. Estaba empezando a
preocuparse de sí mismo, él que nunca había tenido conciencia de
tener algún estado psicológico. Estaba empezando a sentir las
esencias, estaba empezando a ser un poco mujer, llenas de
autopercepciones y autoconceptos conscientes. No soportaba esto,
hay que espabilarse y salir. Follar un poco, entretenerse. No
tenía a quien llamar, ni un solo nombre probable, nada.
No tenía a
quien llamar, ni un solo nombre probable, nada. Estaba en la
casa de alguien desconocido, se sentía sumamente excitada y
extrañamente asustada. Como si hubiera sufrido un ataque de
amnesia y regresara a su casa en medio de la tarde y su marido
no estuviera y no, no tenía por quién llamar, ni un solo nombre
probable, nada.
La ducha no
tenía cortinas. Abrió el grifo y sintió inmediatamente un fluir
hipnótico. Se mojó los dedos, con ellos los labios, saboreó la
humedad de su boca y comenzó a desnudarse.
Saboreó la
humedad de su boca y comenzó a desnudarse.
Decidió salir
un poco antes aduciendo cuestiones de la mudanza. No engañaba a
nadie, eran cuestiones de la mudanza, se había mudado de vida.
Quiso pasar por Ikea y comprar una cortina para el baño, un par
de toallas y algo más para vestir la cama. Cuando entró en su
coche deseó que éste tuviera cintas de música y una frase en el
antideslumbrante. Arrancó el motor y puso la radio, su antena no
alcanzaba bien las frecuencias, hizo el silencio a golpe de
botón, echó de menos un coche ruidoso, una música alta y una voz
apasionada que coreara sus pensamientos. Se preguntó si aquel
coche seguiría aún abierto, si la dueña-estaba convencido de que
era una mujer hetero: lleno de detalles (descartado el hombre
hetero y la lesbiana) y hecho un desastre (descartado el hombre
hetero y el gay)-habría ya encontrado su coche abierto. Pensó en
cómo sería la dueña, fantaseó con su imagen, pensó que quizás
tenía la voz grave y apasionada, que le gustaban la música alta
y el “polvo nada más”. Sintió una sensación de placer que
palpitaba en su entrepierna, se apretó suavemente y un cierto
rubor coloreó sus mejillas. Quiso estar en ese coche, oler y
tocar esas cintas, sentarse en sus sillones y acariciarlos. La
sensación de placer tibio se convirtió en una erección
insoslayable. Tuvo que quedarse un momento más aparcado en
batería en los estacionamientos del centro comercial antes de
salir. En lugar de desviar sus pensamientos se hundió en ellos y
una suerte de humedades y caricias se evocaban sin esfuerzo como
por una imaginación independiente. No recordaba haber tenido
esta clase de fantasías tan poco funcionales, no estaba
acostumbrado a soñar. Cuando regresó al coche a penas había
entrado y salido del recinto. Demasiada gente, demasiado ausente
él. Compró un zumo de piña que estaba fresco y con un punto
delicioso entre la acidez y la dulzura.
Un punto
delicioso entre la acidez y la dulzura.
Adoptó la
posición en equis sobre la cama deshecha. Las sábanas estaban un
poco tiesas y olían a nuevo con un mínimo resto de olor a
cuerpo, un cierto perfume fresco y con un punto delicioso entre
la acidez y la dulzura, quizás gel de baño. Ella sí olía, su
rastro de olor era algo que lo impregnaba todo, en pocos minutos
aquellas sábanas la retendrían para siempre. Sintió el peso de
su propio cuerpo al contrario que por las noches cuando estaba a
punto de dormirse y se giraba a un lado y sentía todo el peso de
la soledad o mejor dicho esa ausencia de peso, una suerte de
ingravidez desagradable, un vacío, un sinsentido, una especie de
terror. No, ahora sentía el peso de su propio cuerpo tibio
abierto sobre la cama de un extraño, empezó a sentir un conocido
calor ascendente y sus brazos comenzaron a moverse lentamente
hacia el centro, acariciando sus senos con la cara interna,
sentía cómo el sudor empapaba su espalda y sus piernas se
frotaban doblando las rodillas. No iba a dejarse llevar,
intentaba de nuevo ser una equis pero su cuerpo se rebelaba
formando una i griega o una theta. Imparable. Estaba mojándolo
todo. Mientras regresas yo probaré tu lecho.
Escuchó el clic
de una cerradura abriéndose. Notó una pequeña corriente de aire.
Sintió el sonido de unas llaves colgando de una puerta al
cerrar. Sentía el efecto de la adrenalina como el que comete su
primer delito y no ha aprendido a controlarla, aunque sí a
saborearla porque, por inesperado que parezca, comenzó a
buscarse los senos en una caricia violenta, los estrujaba
estirando ligeramente los pezones erectos, abría la mano y la
pasaba apretándola contra ellos en una fricción casi dolorosa,
los masajeaba con las muñecas y su cuerpo estremeciéndose se
giraba y contorneaba con las piernas muy juntas dibujando un
arco de carne palpitante en el lecho de Esteban Fleitas.
Saboreó la
humedad de su boca y comenzó a desnudarse. Hacía mucho calor.
Todavía sentía en los labios ese sabor con un punto delicioso
entre la acidez y la dulzura. Se había dejado las puertas
correderas de la terraza abiertas de par en par. Agradeció la
corriente ligeramente fresca que lo alcanzó en el recibidor.
Notó, simultáneamente, un sonido que provenía del dormitorio y
una extrañeza, un olor, un nosequé. Rápidamente giró el
cuerpo hacia el baño, la ducha sin cortinas, un gotear lento y
casi imperceptible, aguzó el oído, sintió un jadeo como una
saeta entrar en su diafragma.
Toda su sangre
corría en desorden, alocada, como huyendo de una catástrofe. En
algún lugar había estallado el fuego y lenguas de sangre le
daban el aspecto de una duna blanca teñida al atardecer de
Septiembre. Sus dientes soltaban poco a poco el labio que había
quedado atrapado en la confusión, también éste recuperaba su
forma y como una fresa jugosa se dejaba llenar. Los dedos
abandonaban mojados su agujero palpitante y descansaban juntos
sobre el monte que aún ardía. A borbotones.
A borbotones
sintió correr a su sangre llenando todos sus tensos vasos, el
rubor en su cara y el latir de todos sus pulsos. La adrenalina
excitaba todo a su paso y un calor de placer recorrió su periné
haciéndolo estremecer y casi perder el equilibrio. Esto no está
pasando, logró escuchar a la incredulidad dentro de su cabeza
antes de asomarla con expresión boquiabierta en el quicio de la
puerta de la habitación.
Su cuerpo de
torso desnudo acarició todos los rincones vacíos, llenándose. Se
dejó abrazar en un intento agónico de vencer alguna batalla,
lograr llegar a un cierto cielo, desprenderse de un infierno
temible, beber con desesperación la pócima, antídoto secreto, de
un veneno que corrompe.
Atrapó con su
boca la boca sedienta y saboreó la fresa caliente de sus labios.
Un instante
infinito les hizo fijar-impresionar como en la película de una
fotografía-el iris encendido, los ojos extasiados, las lágrimas
contenidas, el gozo en los ojos del otro.
…cientos de
muertos comienzan a hacer aparición en las labores de rescate
llevadas a cabo con demasiado retraso según increpan algunos
testigos con indignación a los medios…Esteban Fleitas se
despertó sobresaltado. La radio comenzó a captar las señales de
una cadena de noticias y el sonido rompió en mil pedazos su
ensimismamiento. Le dio de nuevo al arranque y puso el aire
acondicionado, sentía mucho calor.
Sentía mucho
calor. La despertó un batir de alas. Un vuelo de carne a ras del
suelo. Hoy era un día de esos en los que la cama abría sus
fauces y la tragaba.
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