©Cecilia Prado
Melocotones |
Por Cecilia Prado. |
"Eva ó mundo rosa" óleo sobre lienzo (0.70m. x 0.97) Cecilia Prado |
Jacob se despertó sobresaltado. Le pareció haberse quedado dormido debajo del gran árbol. Sin embargo no recordaba que tal cosa hubiera acontecido… Más bien lo que levantaba todas sus sospechas era ese extraño estado en el que se encontraba minutos atrás, cuando por un instante no supo o no atinó a acertar su nombre. Recordó que tal incidente ya le había pasado más de una vez y que al despertar sufría esa misma sensación de vacío que lo llevaba a preguntarle a su amada de forma casi compulsiva y reiterada quién era. No obstante, en estas ocasiones, y luego de ese breve instante de amnesia, solía recordar casi siempre los momentos precedentes a quedar dormido: el momento en que ahuecaba la almohada, el momento de apagar la luz y decir buenas noches… Esta vez ni rastro de todo aquello que lo condujo al sueño.
Recordaba, sí, haber atravesado el parque y dirigirse hacia un gran árbol de copa cuadrada y oscura que llamaba poderosamente su atención, aunque no estaba seguro de haberse detenido a descansar bajo su vera. No obstante, creía haber permanecido allí sentado y dormido varias horas.
Se incorporó sin darle mayor importancia al asunto disponiéndose a partir cuando de pronto vio que detrás del árbol había una persona sentada. El hombre era un anciano de barba larga y sombrero en fieltro negro. No parecía dormido, pero su rostro enjuto e inmóvil le confería un aspecto soñoliento como si se hallara inmerso en una gran meditación.
Comenzó por hablarle del buen tiempo, que es lo que se suele hacer en estos casos cuando se quiere ser cortés con un desconocido:
-Qué sol tan bueno hace hoy ¿no? -le dijo.
-Aquí debajo del árbol nunca es de día -le respondió el
anciano, que lo miraba de reojo y por debajo del sombrero.
Y resultó ser verdad, pues la sombra que proyectaba el árbol sobre la espesa hierba era de tal oscuridad y tal magnitud que muchos se quedaban boquiabiertos la primera vez que venían y nadie comprendía muy bien cómo un tronco tan pequeño podía sostener un ramaje tan vasto.
-Es extraño -le dijo Jacob-, por unos instantes juraría haberme quedado dormido, aunque no recuerdo haberlo hecho en absoluto.
-¿No se acuerdo de haber soñado algo? -le interrogó el Anciano.
-Bueno, soñar lo que se dice soñar, nunca sueño. O por lo menos no que yo recuerde.
-Deme su mano -le pidió el anciano en un tono amistoso y cordial.
Cuando Jacob le extendió su mano, éste le colocó encima un fragante y suave melocotón. Sintió la suavidad de la fruta y su aroma intenso y delicioso le embriagó.
-¿Qué significa? -le preguntó el anciano con voz sibilina y susurrante.
-No lo sé -le respondió Jacob, algo desconcertado por la extraña pregunta-. Es un melocotón.
-Ahí está el problema asintió el anciano escupiendo hacia un costado como para reafirmarse en lo que había dicho
-no saber mirar más allá de las narices. El árbol roba los sueños a los hombres sin fe y los concede a las almas puras y sensibles.
Y pasado un instante agregó:
-Venga usted más noches a este árbol y sea amable con sus frutos. Es necesario ganarse el cariño de la gente cuando se quiere ser querido.
Jacob no reparó demasiado en sus inusuales palabras, supuso que aquel hombre no estaba en sus cabales; y continuó su camino pero antes de partir, vio como una mariposa blanca se apeaba ligera y grácil sobre el suave melocotón, y comenzaba a comérselo vivo como una polilla ansiosa y devoradora.
Al día siguiente, Jacob volvió al árbol y el anciano ya no estaba…
Miró hacia arriba atraído por el gorjeo de unos pájaros que le salpicaban gotitas de rocío y vio como el árbol ahora estaba pleno de unos frutos grandes, redondos y rosados...
Con la esperanza de alcanzar uno se dispuso a trepar al tronco, subió a una rama, a otra mas los melocotones se alejaban de su mano como huyendo igual que en las peores pesadillas. Al mirar hacia abajo, se asustó un poco al no encontrar el suelo y temió no poder regresar con su mujer: todo era una enredadera y una maraña de ramas y más ramas como si estuviera adentro del corazón mismo del árbol y pudiera contemplar desde allí todas sus arterias.
De pronto, en una rama aledaña una figura blanca y de aspecto flotante llamó poderosamente su atención. Era la figura de una mujer descalza y con traje de novia que, ubicada de pie sobre la rama se disponía a saltar al vacío… A Jacob le parecía una visión. Mantenía el equilibrio sobre la rama tanteando con sus pies descalzos mientras miraba hacia adelante con ojos perdidos y alucinados… Jacob temió que se cayera… Se fue aproximando más a su rama con intención de salvarla y bordeando siempre el contorno del tronco para no caer. Al punto ya se hallaba bastante cerca, pero no se atrevió a hablarle. No estaba muy seguro de si se trataba de una sonámbula, una demente o una suicida y, en cualquier caso, el uso de la palabra le resultaba un arma peligrosa y de doble filo.
Y entonces sucedió aquello: la mujer se arrancó el vestido de un sólo gesto y lo arrojó al espacio. El vestido salió despedido al aire como herido de muerte, se alejó diáfano en la distancia y se hizo pequeñito e insignificante como un gracioso pañuelo blanco… hasta desaparecer. En ése instante pudo contemplarla en toda su intimidad.
Lucía un cuerpo alargado y esbelto demasiado delgado para una dama, los negros cabellos le rozaban los muslos y al girarse un poco ondulaban gráciles y sensuales como si flotaran. Vio como sus amplios pechos que asomaban por entre las hebras carecían de aureola y como una mata de pelo negro proveniente de su espesa cabellera le cubría el pubis.
La mujer permanecía inmóvil, de pie sobre la rama y un poco alejada del tronco. Él se paraba ahora a unos pocos metros de ella, mediando algunas ramas de por medio, y durante unos segundos sus ojos se encontraron.
-¿Qué buscas?, ¿por qué has subido hasta aquí? le dijo ella en tono amable con unos ojos tristes y ojerosos como si hubiera llorado.
-Busco melocotones. ¿Y tú? -le dijo Jacob forzando una sonrisa y tratando de quitar hierro al asunto.
-Lo mismo… pero quiero ir al centro… Allí lejos hay un melocotón suspendido y gigante como un mundo, ése es el que quiero… quiero llegarle al corazón.
Él apartó un poco las ramas y lo vio. Y era verdad… colgaba suspendido en el espacio como por arte de magia, redondo, rosa y magnánimo y ninguna rama lo amarraba. Una cicatriz lo atravesaba en su costado derecho. De pronto de la herida brotó una viborita ágil y delgada que rodeó al melocotón como un cinto y desapareció finalmente por detrás. Jacob no podía creer lo que veían sus ojos, y pensó que soñaba (más abajo se extendía el mundo, se apresuraban las horas una a una despidiéndose, y todo era siempre el mismo encuentro y la misma despedida). Volvió su mirada a la mujer y ésta ahora brillaba y palidecía envuelta por un halo de luz blanca.
-Cómo te llamas -le preguntó Jacob atraído por su extraña belleza.
-Me llamo Eva -respondió la muchacha-. ¿Te atreves conmigo? -le invitó apresurada.
En seguida descendió de su boca una lengua larga y finísima como un látigo que al segundo giró sobre sí misma dibujando una espiral grácil y delicada. Levantó sus dos brazos hacia atrás en actitud de volar, estiró el cuello hacia adelante y sus pies vacilaron un poco antes de dejar la rama.…
Jacob se cubrió con las dos manos y gritó, se sentía conmocionado y triste. La imagen de aquella mujer saltando desnuda al vacío le perturbó enormemente. Sabía que no iba a resistir al impacto y se daba cuenta a su vez que la quería con locura desde el preciso instante en que advirtió su frágil cuerpo Extrañamente, y pese a sus nobles sentimientos, no se tiró, no fue a buscarla. En lugar de esto se aferró aún más al tronco y despertó temblando y sudoroso abrazado al grueso cuerpo de su esposa.
-¿Qué sucede? Le preguntó ésta. Al sentir llorisquear a su marido
-Nada, nada, estaba soñando…
-Bueno, los sueños son tonterías, no vale la pena pensar en ellos –dijo, para calmarle-. ¿Y qué soñabas? -le preguntó curiosa.
Pero esta vez, Jacob tampoco recordó haber soñado nada.
Y, a la mañana siguiente, la mujer fue al mercado y los dos desayunaron juntos melocotones.
©Cecilia Prado
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