Momentos en blanco y negro

Cristina Flantains
 
Recogía flores para Ella, la primavera estaba aquí y ellas tan  ahí, tan apropósito; solo doblar el lomo y arrancar, y luego, el agradecimiento eterno en su mirada, cuando le tendiera el ramo con su sonrisa bonachona y transigente. Había muchas, con el botón amarillo y delicados pétalos blancos, sonrió otra vez imaginando sus ojillos menudos y marrones, las arrugas tempranas que los rodeaban, la boca chica en una mueca que acabaría por ser sonrisa. Mientras  ensoñaba a Ella, cogía esta sí o esta no, dependiendo de si le parecía más fresca o no, alguna salía con raíz y en otras se había pegado un no se qué negro y abultado, pero esos detalles no le preocupaban, se perdía en sus pensamientos a la misma velocidad que lo hacían los coches que pasaban a 120 Km/h por la inmediata autopista 321: Ella se encargaría, antes de ponerlas en el jarroncillo de la cocina, de quitar de aquí y poner allá. Detrás del escurridor de los cubiertos, sobre el alfeizar de la ventana, lucirían  como la primavera misma y Ella las podría mirar mientras fregaba los cacharros o preparaba la merienda a los chicos.

 Ella era su esposa desde hacía ya, uffffffff ¡él aún tenia pelo!, hubiese contado los años  con gusto pero  al tener una mano ocupada con el ramo se le complicaba el calculo… y eran más de cinco.

 Un silbido largo y agudo le sacó de su ensimismamiento, de aquel pastoso monologo interior, volvió la cabeza y vio a Luis que, enfundado en su mugriento mono azul, le hacia señas para que volviese. Desanduvo  el camino y entro en el taller, aliviado, porque allí, a la sombra, se estaba más a gusto, era primavera pero a ratos, el calor arreciaba. Luis le explicó, le mostró las piezas que había repuesto mientras con sus dedos negruzcos señalaba la avería, le  cobró sin factura porque eran amigos y, tras limpiarse la mano en un trapo más tieso que la pata del general Santa Anna, le tendió la mano, le abofeteó la espalda dejando la huella de su zarpa en ademán de extrema jovialidad y le abrió la  puerta del coche invitándole a irse ya.

 Antes de subir a casa se tomó un par de chatos en el bar de Susi y la Bodeguilla, se comió la tapa con avidez, mientras conversaba con los habituales, procurando no mancharse de aceite la barriga antes de engullir la sardina de lata, del Noroeste, se relajó que `buena falta le hacía´  .

Al fin llegó a casa.

Ella ya tenía a los niños en la cama, cierto desorden, el de todos los días, porque Ella, y él lo comprendía, no era un pulpo, solo tenía dos manos y, cuando llegaba de trabajar, con atender a los chicos y recoger un poco por encima ya tenía bastante. Se asomó a la habitación de sus hijos, Luisto leía una historieta de Conan el Barbaro, Jaime dormía. Caminó después hacia la cocina, la olla pitaba preparando la comida para mañana, Ella estaba terminando de hacer la cena de ellos, vuelta de espaldas, aún con los zapatos puestos y vigilando el reloj de reojo porque sabía que él estaba a punto de llegar. La saludo con un beso en la mejilla sin que se diera la vuelta, le gustaba abrazarla desde atrás, Ella apretó su cara contra los labios de él y él se acordó del ramo, pero no sé acordó de donde lo había dejado olvidado y los puños se le cerraron porque le dio rabia tener esta mala cabeza. Dudó decirle que había cogido flores para ella, pero no lo hizo ¿para qué?

 

 
 

 
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