Es el
amanecer de un día cualquiera, en un estólido terreno cualquiera y en un
inconexo espacio cualquiera. Los habitantes, cualesquiera que sean sus
nombres, despiertan o duermen, según sea el orden. Las farolas apagan su
nictálope vista; los murciélagos que las cortejan vuelven a sus nidos; y
los que despiertan, se afanan por comenzar un día más en éste cualquier
lugar.
Hace ya muchos años que uno de los de su especie fue crucificado por
agitar a las masas y armar escándalo en nombre de un dios cualquiera.
También hace ya unos pocos que otro más, si bien de otra especie
carnívora, caníbal, se propuso, en nombre de una humana idea, exterminar
a los que no se parecieran a cualquiera sabe quién. Pero ésas son
historias apartadas de la historia animal que nos incumbe hoy.
La mañana resurge en el hábitat. Los machos recogen la basura dejada por
los moradores nocturnos; las hembras llevan a sus crías adonde se les
enseña quiénes son, turnando dichas ocupaciones entre individuos de
distinto sexo y alternándolas con otras.
Los ríos de efluvios de origen desconocido, mezclados con agua de red
viaria y otras formas de suciedad, caen como cascadas hacia el
Alcantarillado, el río principal que vierte sus aguas al mar, boca
semejante a la de algunos seres, que todo lo tragan y nada devuelven.
Por el lado de la gran torre de cristal, aquella que una vez fue
despojada de verdor, un grupo de larvas con telas a cuadros y blancos
leotardos caminan agraciadas hacia el punto en que el negro rey de los
escarabajos, el que dirige veloz y legañoso la vaina colegial, las
recoge. Las formas larvarias, alegres e ingenuas, subsisten en medios
diferentes a los especimenes adultos, y van, como digo, hacia el lugar
donde aprenden lo que son, lo que pueden ser, pero no lo que realmente
serán.
Más arriba, asentados en un cajón erosionado con humo y pintarrajeado
con colillas, un montón de bueyes, unos más redondos que otros, pastan
apacibles antes de que el yuntero les avise de que es la hora de la
labranza.
En la prominente colina de las rocas, mandriles y otros primates de
tallado pelaje, viejos y nuevos, departen en falaces miradas y frías
grafías lo que creen que puede convenir al rumbo de sus territorios, de
los vecinos, y de los de más allá, siendo ellos, a su vez, yunteros,
padres de las pupas y reyes sin corona de toda la extensión.
No nos olvidemos en esta documental y breve historia de los gatos;
perezosos, solitarios, sin nada más que hacer que lamerse sus bigotes de
comida y de otras sustancias, y pedir más comida y más sustancias,
ofreciendo, en consentido cambalache, una piadosa imagen que sólo los de
su raza saben dar.
En un medio ambiente como éste, que ya digo que es un ecosistema
cualquiera, vive el Adolfosaurio que, madrugador, como sólo sus extintos
antepasados solían ser, baja trompicado hacia el valle, ocultando con su
pantalón corto de desconocido color, sus gafas ahumadas, su gorra de
pescador y los pelos y otras escamas de sus patas, al majestuoso e
independiente astro solar.
El Adolfosaurio es un ser de particulares costumbres. Como he dicho, se
despierta temprano, y no ya sólo por el carácter heredado, sino porque
las toneladas de su voluminoso cuerpo son propensas a echarlo del
camastro donde reposa pocas horas, en un duermevela crónico. Al
Adolfosaurio también le gusta la palabra puta, sobre todo pronunciarla
por lo bajini al paso de gacelas, cebras, jirafas y cabras, aunque no le
gustan las prostitutas, porque son caras y se gastan el dinero en drogas
y ropa indecente.
Este animal sin parangón, vulgar y hortera hasta la última gota de su
desproporcionado cuerpo, respeta a los simios de la colina de las rocas,
ensalza a los bueyes, mira de reojo a las larvas, -eróticos sueños de un
país bajo su yugo-, y odia a todos los demás integrantes de la selva.
Su proceder, exento de bondades, nutrido de cultura de oídas, no conoce
igual. El Adolfosaurio es un ser solitario, consciente de su soledad, la
cual no refleja en su pérfida mirada. Suele rodearse de paisajes para
bobos de máxima audiencia y de masturbaciones sin eyacular.
Nada más llegar al valle, como hace siempre desde que se convirtió en un
Adolfosaurio, introduce su bípedo caminar entre el follaje camuflado de
las cebras, las cabras y varias especies de tarpán, el cual sirve para
que la especie que así lo desee, haga acopio de útiles y provisiones de
marca para el invierno. Una vez allí, tras inocular el ambiente con su
aliento nocturno, mete sus uñas sin dedos en la máquina expendedora de
números para hacer cola en la panadería. Y no saca uno, ni tampoco dos,
sino diez, incluso veinte. Su voracidad en dicho lance no tiene límite.
Sabe que es observado, pero su procerosa imagen le ayuda.
Avizora de izquierda a derecha, descartando y seleccionando a sus
presas. Éstas, apresuradas por salir de la cola donde pueden ser
avistadas por otros predadores, caen bajo su enmascarado buen hacer.
- Vecina, si tiene Vd. prisa, tome un número. – Les espeta con dulce voz
de imitación.
La víctima tiene dos opciones, negarse a morder el anzuelo y salir
huyendo, o aceptar la buena obra del Adolfosaurio, que aunque parezca un
ser terrible, aunque más deplorable, no parece mala fiera.
- Bueno, si no le importa. – Es lo que dice dicha víctima.
A partir de ahí, la máquina de pensar, desgastada y escarnio para las
demás, comienza a activarse entrecortada.
<<La jamelga tiene sus años, pero también sus buenos polvos>>
Al Adolfosaurio le atrae el bronceado de la víctima, el pelo mojado de
playa, las chanclas para tal uso y la curva de las caderas bajo una
considerable cartuchera, pero es una hembra sana, lista para una noche
de buen yantar. El Adolfosaurio en realidad está triste, vive solo y su
objetivo en la vida es tener una de ésas que permita con su ardor, el
poder dormir de un tirón.
La sigue mirando, ya la tiene escogida, y para evitar el cruce con la
dirección de sus salinos ojos, aparta la vista cuando se acerca la de
ella. Sin embargo, su instinto de reptil le detiene, como diciendo
mírala, que es ella la que me mira. Y es cierto. Afortunadamente para
él, la víctima, sin saberse aún por qué, lo mira. Y le sonríe. En una de
esas sonrisas de agradabilidad mezclada con complicidad.
Es verdad, se dice. Supera el fantasma de la tentación y hace que los
cuatro ojos se fundan en una sola mirada. Él no se ha visto, pero su
cara es la del sorprendido e indeciso. Es tan inexperto. Pero ha visto
los ojos de ella, que lo han recorrido de arriba abajo, como diciendo:
<<Te como, pecho lobo>>
Y su pecho se escancia, se sube como un bizcocho en el horno, como un
urogallo, animal posterior a él. El Adolfosaurio se regocija, piensa,
nervioso, que ha triunfado, y sólo espera la oportunidad de acercarse un
poco más a la presa. Ésta, de forma inconsciente, aunque quizá no del
todo, sale del despacho cargada de bolsas con otros productos. Y es ahí
cuando el Adolfosaurio lleva a cabo su plan.
- ¿Quiere que la ayude, vecina?
- Venga, si no es molestia, tengo el coche justo al lado.
- Qué va, para nada.
Y ahí va el Adolfosaurio, otrora misógino, capaz de no arrodillarse ante
ninguna fémina, cargado de bolsas y siguiendo la playera estela de la
víctima que, satisfecha, atrae con su trasero de madre y el escaso peso
de las llaves del automóvil.
- Veo que compra Vd. mucho verde, ¿le gustan las ensaladas? – Inquiere
él.
Ella se enciende un cigarro, mientras abre el maletero. El Adolfosaurio
inclina su protuberante masa hacia el interior del mismo, dejando con la
delicadeza y el servilismo que nunca ha tenido, las bolsas.
- Ahora en verano es lo único que como. – Le responde agraciada.
Y es cuando él, que pocas veces lo tendrá tan claro, se aprovecha del
pase concedido por la madre naturaleza; es un ser enjaulado por su
propia razón, y le acaban de servir el desayuno.
- Si no le importa puedo invitarla a cenar ensalada, me salen muy
buenas.
Ella lo mira de la misma forma de antes. Él se fortalece. Pero la presa
no quiere dejar su condición de presa para no esclarecer el objetivo
final.
- No sería mala la idea, puede que algún día… Gracias por la ayuda.
Buenos días.
- Adiós. – Se despide el Adolfosaurio. – Mujer. – Murmura cuando ella ya
ha salido.
El predador espécimen ya no vuelve al valle. Excitado, regresa a su
morada. Ha sido una jornada brillante, que además puede ser triunfal.
Tal vez aquella mujerona sea la que lo salve, la que consiga que salga
del sonambulismo y de su vida solitaria.
Se acomoda en los barrotes de su atalaya, sentado en la incómoda butaca,
incómoda por la antigüedad. Sólo tiene que esperar a que en pocos días,
la presa regrese toda vez haya agotado el suministro.
Fatigado por las horas de insomnio y el calor, duerme. Los guijarros de
sal de frutas que ha tomado con agua, logran que el escaso alimento no
le haga daño. Cuando despierta, contempla como la matrícula que había
memorizado en la mañana; 0404 – B, es la misma del coche en el que dejó
las bolsas llenas de tomates, lechugas, puerros y una sandía.
- Es su coche. Es ella. – Exclama.
El Adolfosaurio, dado su volumen, puede parecer un animal lento, y de
hecho lo es, pero cuando la avidez y la lujuria lo impulsan, se
transforma en un marlín.
Casi sin respirar por el esfuerzo, la alcanza a la salida del valle.
- Vecina, ¿otra vez Vd. aquí? – Haciendo como que, casualmente, pasaba
por el lugar.
- Anda, es Vd. – Responde ella no muy sorprendida. – Olvidé el champú.
Y él ejerce una segunda presión.
- Bueno, ¿y cuándo va a venir Vd. a probar mis ensaladas? son muy
sabrosas. – Y al pronunciar la palabra sabrosa, el Adolfosaurio no evita
que su boca de necio se haga agua, dirigiendo sus ojos de saurio hacia
el escote de ella.
- Está bien acepto, pero con una condición. – Dice la mujer, que al
decir acepto convierte el diálogo en algo subliminal.
- ¿Cuál? – Se interesa él como un perrito esperando la pelota de su amo.
- Que no me hables de Vd.
El Adolfosaurio juguetea ahora con la presa. Se siente superior.
- No hay problema, vecina, ¿le viene bien esta noche? Vivo en el portal
diez, el de la esquina, 3º-D.
- ¿Vecina?, si vamos a tutearnos y a cenar juntos, llámame Leandra, que
es mi nombre.
- Vale, Leandra. – Exclama él, tan inepto, que no se presenta.
Nervioso, regresa a su cubículo, en el que hace años que no entra ningún
otro animal más que él. Con un plumero, al que despoja de estratos y
otros restos en el balcón por el nulo uso, limpia el polvo, tapándose el
hocico con una mascarilla de las que le dejó el enfermero la última vez
que necesitó asistencia sanitaria. Cubre el sofá con una sábana, la
víctima no verá el deprimente estado del mismo, con la espuma buscando
libertad por el skay. Tras ello, baja de nuevo al valle, tomando entre
sus manicortas extremidades delanteras tomates, lechugas, sal, vinagre y
un bote de ambientador de pino.
Sube de nuevo, convirtiendo la cueva en un infernal ambiente donde
cualquier persona se asfixiaría por la mescolanza de aromas.
Se sienta, entendiendo que la ansiedad y el esfuerzo harán que sude, y
no quiere pasar por la ducha para no dar la apariencia de que lo ha
hecho para el evento.
Una vez quieto, que no tranquilo, recuerda lo que esconde en el primer
cajón de la mesita de noche de su camastro: ‘’Cartas privadas de Pen’’,
‘’Penthouse’’…y una novela de rosácea portada titulada, ‘’Haz el amor en
papel’’, que compró hace catorce años creyendo darse un homenaje con la
lectura, tan alejada de tal cosa, como él de su auténtica realidad, y
sin pensarlo, tras ponerlas previamente en el fregadero y rehogarlas con
alcohol, como tendrá que rehogar las hortalizas en la noche con aceite y
vinagre, prende fuego a las amarillentas y pornográficas publicaciones,
exceptuando la novela rosa, que sin culpa de nada, se ve abocada a tan
flamígero fin.
Se cambia de camiseta, colocándose una de ésas azules de cierto piloto
asturiano de Fórmula-1, de cuando aún no era ‘’flecha de plata’’, aunque
continúa con el mismo pantalón corto. Y vuelve a sentarse.
Al pasar unas dos horas, el timbre suena tan dulce como la voz de un
hada madrina. Es ella, es Leandra. Por fin tiene algo bueno en casa.
Viene arreglada, con un sencillo vestido blanco ribeteado de negras
tiras. Lleva las mismas chanclas de la mañana, el mismo bronceado, el
mismo pelo lavado necesitado de un tinte, pero se ha maquillado a
conciencia y porta un perfume que consigue abrir el esfínter del
Adolfosaurio. Éste, sonriente, pelota como un subordinado en la cuerda
floja, la invita a sentarse en la silla coja del comedor.
- Te voy a preparar una ensalada para chuparte los dedos. – Afirma él
con el anzuelo puesto en el verbo chupar.
Ella pica a conciencia.
- Bueno, así me ambiento para chupar otra cosa. – Asegura con un pitillo
en los labios y colgando el bolso en el mismo respaldo de la silla coja.
El Adolfosaurio, tan fogoso ante la frase, no puede decir nada más,
retirándose a la cocina. La escena es cutre, absurda, rocambolesca. El
Adolfosaurio, ser temible, misántropo ocasional, homófobo por el día,
locaza imaginaria por la noche, cazador de compañías, machista de
conveniencia, corta con torpeza los tomates, aunque más fácilmente las
lechugas. Lo echa todo en una ensaladera artrítica por el desuso que
enjuaga rápido. Abundante sal, aceite y mucho vinagre. Y ya está hecha
la ensalada especial del Adolfosaurio.
La lleva hacia la mesa, sonriente, complaciente. Ella lo mira con las
manos en la barbilla, y también sonríe. Le sirve un poco en un bol tan
sencillo plato, como si fuera uno de diseño, de muy alta cocina, de
sofisticado sabor y exquisita textura, y no es más que dos tomates,
media lechuga, sal, aceite y vinagre. Nunca antes se había atraído a una
mujer con tan poco.
- Prueba, mujer, no te cortes, no las hay como éstas. – Dice a modo
glorioso.
Leandra introduce media hoja de lechuga en la boca, mordiéndola,
aguantando, como si de un sorbo de chocolate hirviendo se tratara, la
excesiva cantidad de vinagre. Sus ojos le brillan.
- ¿Me he pasado un poco con el vinagre, verdad? A mí me gustan así,
fuertes. – Espeta él sin haber servido algo de beber para aliviarla.
Leandra asiente, sin decir nada, pasa el mal trago, se levanta de súbito
y se acerca a él con pasos delicados.
- ¿Dónde está la cama? A ver lo fuerte que eres, hombretón.
Un hombre con sentido común, por muy falto de calor femenino que esté,
ya habría evitado aquello. Pero el Adolfosaurio es tan ingenuo, como lo
es de fuerte su repugnante ensalada. A sus casi doce lustros aún piensa
que posee cierto sex-appeal, hallándose en el convencimiento de que
todavía quedan mujeres como aquella, sedientas de compañía de un hombre
como los de antes, serio y formal.
Leandra piensa que nada puede haber peor que la ensalada y mete su
lengua en la fétida boca del Adolfosaurio. El bicho no recuerda cómo se
defienden las bocas ante ósculos inesperados y trata de zafarse de ella,
pero el deseo es más grande. El contacto de las tetas con la azul del
piloto asturiano, el delicioso perfume lo sumen en un frugal deseo de
sobarla, de acariciarla, de follarla. Quiere cogerla en brazos y
llevarla al cubil, pero la inutilidad de su cuerpo no le ayuda, y es
ella la que decide.
- Tranquilo, macizo, vayamos los dos de la mano.
El Adolfosaurio se encuentra ahora boca arriba en la cama, que nunca se
ha terminado de hacer. Pero eso ahora no importa. Leandra se sube
encima, abriendo las piernas y rozando la colina cubierta con la braga
por su entrepierna. No lo puede creer, y se agarra al prieto trasero de
la mujer, para no caerse de tan estupenda atracción gratuita. Leandra le
lame el cuello, mordisqueándoselo con ternura, a pesar del sudor en el
vello.
Se abre la parte de arriba del vestido, mostrando un par de senos
fuertes, enormes, aunque algo caídos. Del bolso, del que no se ha
separado al salir del comedor, coge dos esposas, que cierra en las
muñecas del Adolfosaurio.
- Oye, ¿qué haces? A mí no me van estos rollos. – Dice él una vez
esposado al cabecero.
- Hazme tuya, hombretón, y no pares de chupar. – Le arroja, colocando
dicho pecho en su patidifusa boca, que los acoge como una coctelera a
tropicales jugos.
El Adolfosaurio sonríe, a pesar de su vulnerabilidad, pero qué importan
unos traviesos juegos, recordando que la mujer que tiene en la cama no
conoce su nombre, pero eso no importa, hay que morir con las botas
puestas, llegar hasta el final.
- Un momento. – Exclama ella en mitad del fragor.
- ¿Qué te ocurre?
- Tengo un poco de gas, debe de ser la ensalada, te pasaste con el
vinagrito, guapo. – Él ríe con entusiasmo e inocencia. Leandra lo besa
de nuevo y se mete en el baño. – No tardo.
Retozando, desnudo, con el mástil apuntando al cenit del techo y la
oronda barriga de parapeto, el Adolfosaurio espera paciente al momento
de la cópula de la hembra que le ha caído de un cielo cualquiera. Ésta
se halla en el baño, cuyo amarillo en la taza del váter espantaría a un
muerto. Se desnuda y abre el grifo del lavabo, en donde escupe el mal
sabor de boca. Ha sido más fácil de lo que esperaba, y su mente se ve
envuelta en un cruel recuerdo de la pubescencia.
Mira la toalla que pende rígida del toallero. No tiene el tamaño
requerido, necesita una más grande. Abre el cubo de la ropa sucia,
semiabierto por la cantidad de ropa sucia, y extrae una toalla grande,
ideal para su cometido.
- Este tío es asqueroso, se limpia el culo con toallas. – Farfulla.
Es verdad, la toalla es verde, pero está parcheada con desiguales
manchas marrones y desprende un olor nauseabundo a mierda seca. Es
igual. La empapa en el mismo lavabo, bien empapada, que recoja todo el
agua que pueda y que su dueño le había negado hasta ahora. La enrolla
como si fuera una vara, y en ese momento se viste con un disfraz de
depredadora.
Sale del baño, con las manos hacia atrás y la toalla enroscada en la
muñeca. Desnuda, mostrando sus celulíticos, aunque no desproporcionados
encantos. Es ancha de caderas; una mujer fuerte. Y el Adolfosaurio,
apresado en su propia cama, ya ve el momento que añora desde años.
Ella se lanza como una pantera, esgrimiendo la toalla mojada sobre el
mástil, que cae como si una furiosa tormenta lo despedazara.
- ¡Hostias, puta! – Grita él esa palabra que tanto le gusta.
Leandra sigue golpeando; en los huevos, en la barriga, en el pecho, en
la cara. El Adolfosaurio ha sido cazado y aúlla de dolor como un perro
acorralado en una trampa. De los chillidos, tras más de veinte toallazos,
pasa a un lastimoso sollozo, y Leandra le susurra con las mismas tetas
en la cara que antes había chupado:
- Jódete, cabrón.
- ¿Por qué me haces esto? – Pregunta él lleno de rojizos y azulados
verdugones.
Sin embargo, ella no dice nada. Se levanta de la cama, vuelve al baño y
se viste, sin apiadarse del llanto del pobre Adolfosaurio apresado.
Regresa a la habitación, se enciende un cigarro, se calza los zapatos,
se atusa el pelo y deja a la diezmada bestia con la foto de una
adolescente en la boca.
- Adiós, mamarracho. – Vuelve a musitarle al oído.
Con un sonoro portazo se marcha de la guarida.
El Adolfosaurio se queda allí, esposado, desnudo y con dolores por todo
el cuerpo. Pero no está solo. Una foto lo acompaña. Y hace memoria,
trasladándose a más de veinte años atrás. Él era taxista a cuenta.
Llovía y acudió al colegio a recoger a la hija de un conocido, una niña
regordeta, de ojos grandes y ondulado cabello. Pobre Adolfosaurio que
olvidó hasta ese instante el nombre de la chica, a la que, con la excusa
de presentársela a su anciana madre, en la misma cama donde se
encontraba ahora, sodomizó como desde hacía días llevaba pensando, un
acto cruel e inhumano, del que por el temor infligido a la niña, nunca
se supo nada.
El Adolfosaurio, en el ecosistema de las larvas, los bueyes y los
simios, el mismo que bajaba hasta el valle a cazar, había caído en una
trampa para seres despreciables, víctima de su debilidad, de su deseo y
de su ignorancia. Y la naturaleza prosigue su curso en aquel paraje
cualquiera, donde suceden hechos cualquiera…
Fuengirola, 23 de julio de 2007.
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