El deshielo alimenta al riachuelo como la congoja inunda la frente. El
agua arrastra el barro y se desliza por el desnivel de los tiempos. Ladea
duras resistencias y va creciendo con nervio igual al lobezno amamantado,
que una vez libre de su madre corre con fuerza por los senderos.
Perfiles que se van formando a su paso, algunos sólidos otros quebradizos,
dejan huellas rectilíneas hasta que se doblegan a la sobriedad de los
recodos. Adquiere entonces mayor abolengo y aquel escape de los cielos se
encastra en los caminos buscando con insistencia romper consigo mismo
hasta llegar a cualquier destino. O al definitivo del mar que todo lo
incinera.
Pero nada se ha perdido. Atrás, a lo lejos, quedó la idea, el beso con la
tierra, la caricia, la resistencia, el engaño, la fortaleza o quizás la
fe. Alimento de vidas, ofrenda de imágenes que se muestran bondadosas al
relajo, sendero de viajeros sin rumbo, embalses de esperanza para los
necesitados, fuentes de luz para los opacos y origen de sueños para los
anhelantes.
Adorno de nuestras vidas hasta fenecer en la sima profunda de la diosa de
la fecundidad, en Artemisa. La que abandonará en los cielos a sus hijos,
meciéndolos entre algodones nubosos. Luego serán postrados por los vientos
hacía las crestas rocosas que han abierto sus carnes al Sol para recibir
los ariscos besos de las aguas perdidas.
Albergue frío de los desdeñados. Postreramente, el deshielo.
Marzo 2006
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