SEGUNDO BORRADOR

 

Por Agustín Serrano.

 

La primera vez que vi a Silvana me reí de ella, como todos. La segunda, me pregunté por el motivo que la llevaba a vestir de una forma tan estrafalaria. La tercera, me enamoré.

Silvana era nueva en el ambiente juvenil de mi ciudad. Una de esas personas que conoce a todo el mundo, pasa de casi todo el mundo, es conocida por dicho mundo, provoca habladurías en la mitad de ese mundo, y casi siempre va sola.
Los niños pijos y pijas decían: ‘’Qué ropa más hortera y horrorosa’’. Los paletos, que estaba hecha polvo de la cabeza. Y los demás, solíamos sonreír con lo que hablaban por seguir la corriente, como borregos, pasando de dar nuestras propias teorías sobre su cruce de hippie con punk y sus crestas fluorescentes, con sus leotardos multicolores y sus veraniegas chanclas en pleno invierno.

Recuerdo la primera vez que oí su ronca voz a mi lado. Los colegas de farra la habían llamado nada más verla, comenzando sus patochadas aparentemente inofensivas sobre las eternas mangas de su jersey, las cadenas de plástico rosa y su pelo color fuego y cubierto de púas; como si fuera un súper guerrero de bola de dragón. Decían.
Yo permanecí inmóvil, observando como con genial pasotismo y madura sonrisa, encajaba las bromas y el ‘’sobamiento’’ de ellos. Y no es que yo fuese mejor: en el pasado también me había reído como el que más. Pero aquella noche me di cuenta de que en realidad, era ella la que se burlaba de nosotros y de nuestra ignorancia.

Esa noche fue la tercera vez que la vi.

Me ofrecí a llevarla a su casa. Aceptó. La casa era una autocaravana cerca del puerto. Con un pastor alemán atado al parachoques, una bicicleta en la baca, una guitarra, y lo justo para vivir.

- La carretera es mi mundo. – Afirmó invitándome a entrar.

Nos enrollamos.

Dejé a un lado a mis amigos, frecuentando la noche aferrado a su mano y a sus uñas pintadas con un animal diferente en cada dedo. De la noche a la mañana pasé de observador a observado. Y lo creáis o no, me encantó.

Silvana me demostró ser mucho más que una pintoresca y extravagante chica de irrisorio estilo. Conocía todos los defectos y las virtudes de todo el mundo. Sabía quién se reía de ella por efecto de hacer reír a sus colegas. Y quién lo hacía con artificial presunción, escondiendo su deseo de acostarse con ella.
Era una mujer increíble. Por encima de todo, amaba, logrando ser un espíritu libre e indeleble al qué dirán. El mismo espíritu que acariciaba más de una sustancia y a ninguna se enganchaba. Su única droga era ella misma y su libertad.

Llevábamos ya un año saliendo juntos. El mundo era una falsa máscara de libertades. Y eran pocos los que denunciaban que en verdad, casi todo, poco a poco, se estaba prohibiendo. Seducidos por sus discursos, nos afiliamos a una organización anarquista que estaba pegando fuerte. Nos rebelamos contra toda forma de gobierno y sus leyes: ‘’sois el mismo perro con distinto collar y mal aliento’’, gritábamos en manifestaciones y violentas revueltas. Nos encadenábamos a las puertas de los ministerios: ‘’las casas de los lobos glotones’’, pintarrajeábamos. Llamábamos la atención. La paz en un mundo sin leyes era el fin. La lucha y la revolución eran los medios.

Llegó un momento en que nuestras acciones, sobre todo las mías, tuvieron recompensa en el colectivo, y los cabecillas me nombraron vocal con poder de decisión y acción.
Sin darme cuenta, absorto en esa labor, me distancié de ella. Y una mañana, amanecí con una nota pegada en la frente.

Querido Leopoldo:

Me marcho. Ayer cuando te vi dar las instrucciones a los nuevos, me di cuenta de que te has convertido en uno de aquellos peces gordos a los que criticamos y atacamos. Y ésa no es la libertad que yo quiero.

Soy dueña de mi fortuna, de mi pobreza y de mí misma. No necesito más que el aire y mi guitarra para vivir. Me voy con mi perro y mi bicicleta, y no me busques, pues ni yo misma sé adónde iré. Ya te lo dije una vez, yo soy libre hasta en mi propia libertad. Y la lluvia se siente de verdad empapada, a la intemperie, y no tras el mojado cristal de la misma ventana de un despacho de operaciones.

Hasta siempre, amor mío…

Silvana.

Nunca más volví a saber de ella. Jamás dejé de quererla u olvidarla. Con el tiempo, entendí su forma de vestir y de vivir, la cual no era ni más ni menos ridícula que otras. Y lloré. Lloré por ella y por mí. Porque realmente, yo siempre quise ser como ella, pero nunca como ella pude ser.

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Fuengirola, en una tarde cualquiera.
 

 
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