La primera
vez que vi a Silvana me reí de ella, como todos. La segunda, me pregunté
por el motivo que la llevaba a vestir de una forma tan estrafalaria. La
tercera, me enamoré.
Silvana era nueva en el ambiente juvenil de mi ciudad. Una de esas
personas que conoce a todo el mundo, pasa de casi todo el mundo, es
conocida por dicho mundo, provoca habladurías en la mitad de ese mundo,
y casi siempre va sola.
Los niños pijos y pijas decían: ‘’Qué ropa más hortera y horrorosa’’.
Los paletos, que estaba hecha polvo de la cabeza. Y los demás, solíamos
sonreír con lo que hablaban por seguir la corriente, como borregos,
pasando de dar nuestras propias teorías sobre su cruce de hippie con
punk y sus crestas fluorescentes, con sus leotardos multicolores y sus
veraniegas chanclas en pleno invierno.
Recuerdo la primera vez que oí su ronca voz a mi lado. Los colegas de
farra la habían llamado nada más verla, comenzando sus patochadas
aparentemente inofensivas sobre las eternas mangas de su jersey, las
cadenas de plástico rosa y su pelo color fuego y cubierto de púas; como
si fuera un súper guerrero de bola de dragón. Decían.
Yo permanecí inmóvil, observando como con genial pasotismo y madura
sonrisa, encajaba las bromas y el ‘’sobamiento’’ de ellos. Y no es que
yo fuese mejor: en el pasado también me había reído como el que más.
Pero aquella noche me di cuenta de que en realidad, era ella la que se
burlaba de nosotros y de nuestra ignorancia.
Esa noche fue la tercera vez que la vi.
Me ofrecí a llevarla a su casa. Aceptó. La casa era una autocaravana
cerca del puerto. Con un pastor alemán atado al parachoques, una
bicicleta en la baca, una guitarra, y lo justo para vivir.
- La carretera es mi mundo. – Afirmó invitándome a entrar.
Nos enrollamos.
Dejé a un lado a mis amigos, frecuentando la noche aferrado a su mano y
a sus uñas pintadas con un animal diferente en cada dedo. De la noche a
la mañana pasé de observador a observado. Y lo creáis o no, me encantó.
Silvana me demostró ser mucho más que una pintoresca y extravagante
chica de irrisorio estilo. Conocía todos los defectos y las virtudes de
todo el mundo. Sabía quién se reía de ella por efecto de hacer reír a
sus colegas. Y quién lo hacía con artificial presunción, escondiendo su
deseo de acostarse con ella.
Era una mujer increíble. Por encima de todo, amaba, logrando ser un
espíritu libre e indeleble al qué dirán. El mismo espíritu que
acariciaba más de una sustancia y a ninguna se enganchaba. Su única
droga era ella misma y su libertad.
Llevábamos ya un año saliendo juntos. El mundo era una falsa máscara de
libertades. Y eran pocos los que denunciaban que en verdad, casi todo,
poco a poco, se estaba prohibiendo. Seducidos por sus discursos, nos
afiliamos a una organización anarquista que estaba pegando fuerte. Nos
rebelamos contra toda forma de gobierno y sus leyes: ‘’sois el mismo
perro con distinto collar y mal aliento’’, gritábamos en manifestaciones
y violentas revueltas. Nos encadenábamos a las puertas de los
ministerios: ‘’las casas de los lobos glotones’’, pintarrajeábamos.
Llamábamos la atención. La paz en un mundo sin leyes era el fin. La
lucha y la revolución eran los medios.
Llegó un momento en que nuestras acciones, sobre todo las mías, tuvieron
recompensa en el colectivo, y los cabecillas me nombraron vocal con
poder de decisión y acción.
Sin darme cuenta, absorto en esa labor, me distancié de ella. Y una
mañana, amanecí con una nota pegada en la frente.
Querido Leopoldo:
Me marcho. Ayer cuando te vi dar las instrucciones a los nuevos, me di
cuenta de que te has convertido en uno de aquellos peces gordos a los
que criticamos y atacamos. Y ésa no es la libertad que yo quiero.
Soy dueña de mi fortuna, de mi pobreza y de mí misma. No necesito más
que el aire y mi guitarra para vivir. Me voy con mi perro y mi
bicicleta, y no me busques, pues ni yo misma sé adónde iré. Ya te lo
dije una vez, yo soy libre hasta en mi propia libertad. Y la lluvia se
siente de verdad empapada, a la intemperie, y no tras el mojado cristal
de la misma ventana de un despacho de operaciones.
Hasta siempre, amor mío…
Silvana.
Nunca más volví a saber de ella. Jamás dejé de quererla u olvidarla. Con
el tiempo, entendí su forma de vestir y de vivir, la cual no era ni más
ni menos ridícula que otras. Y lloré. Lloré por ella y por mí. Porque
realmente, yo siempre quise ser como ella, pero nunca como ella pude
ser.
************************
Fuengirola, en una tarde cualquiera.
|