Había comenzado a calentar la semana anterior, cuando la mujer salió a
tender la ropa lavada a la azotea y el marido aún no había regresado del
campo. Al comienzo había sido un amanecer suave, casi agradable, por lo
que la mujer tendió con tranquilidad la ropa en el alambre de la azotea
a la espera de que, durante la siesta, se secara. El marido no debía
tardar en llegar y querría, como todos los días, cambiarse la gorra
sudada de sol, la ropa quemada, y llena de tierra rojiza con que siempre
regresaba.
La primera bola de fuego llegó. Del sur, girando, rotando un poco hacia
el suroeste, proveniente de la línea de un horizonte brumoso de las
rocas. Era normal el calor a esa hora; desde que la mujer tenía
conciencia el sol había comenzado a calentar más en las pesadas horas de
la siesta y se calmaba luego hacia la noche, junto con el ocaso.
Quedaban, eso sí, algunos jirones de aire caliente, para cuando las
primeras estrellas iniciaban su borboteo nocturno. Pero eso ocurría
pocas veces. Tan normal como ese sol que ahora quemaba en el sopor de
las noches, extendiéndose lento y constante sobre los campos, cubriendo
con su presencia profunda las montañas rocosas del horizonte y el río
casi seco, los campos arados, el camino de tierra, el arroyo al otro
lado de la casa, después del cerco y los primeros costurones de tierra
removida y recién sembrada, hacia el naciente.
Con las manos en el agua de la cuba del pozo la mujer había presentido,
antes de que el polvo de fuego llegara, que el sol había comenzado a
emitir fuego rojo en alguna parte y que no tardaría en llegar. Nunca,
después de ese día, se preguntó cómo era que lo había presentido, pero
la verdad fue que había sentido su presencia adentro, como si el sol
quemara su estómago y sus pulmones antes de abrirse paso la primera bola
de fuego sobre el campo quemado color paja y marrón ocre, de los campos
arados.
Terminé de echar jabón dentro de la cuba del pozo y saqué las manos del
agua. Sonó un zumbido, un sordo ulular constante, algo que se acercaba.
Miré hacia el camino, pero sólo estaba la tierra abovedada, las cunetas
derruidas a los costados, marginándolo como para que se distinguiera en
esa soledad calcinante y plana de del llano, algunos árboles como
pintados más allá. No había nada afuera. Volví a meter las manos en el
agua fresca y entonces lo sentí de nuevo, agazapado, expectante, pero
dentro de mí, Dios, dentro de mí.
Fue después, cuando el marido había llegado, los dos cenaban alguna cosa
en la cocina de la casa, que comprendió que esa rara experiencia de la
siesta había sido, justamente, presentir al sol que caer a la tierra,
poco después, cuando salía del cobertizo de chapa de la azotea en donde
lavaba la ropa y la colgaba bien estirada al sol en el único alambre, le
llegaron las primeras oleadas de calor, ásperas por el polvo y la
tierra, del viento africano.
El todavía no había llegado y eso la preocupó. Sin embargo había tendido
la ropa igual, como siempre hacía a mitad de semana desde que, cuando
chica, tuvo que comenzar a ayudar en la casa de sus padres, "pa cuando
se case la niña". Aprendió eso y otras cosas y fue, dentro de todo, una
suerte para mí. Era una época de cambios en el mundo. Había ocurrido lo
del Gran Fuego hacía unos años y de pronto llegaba, sin aviso, la
primera bola de calor asfixiante. Lo demás no fue fácil, pero al menos
se hizo más llevadero. Además, encontré la casa vacía de mis padres,
ésta donde vivimos ahora, y con techo propio la cosa cambia. Yo aún no
había llegado del campo cuando comenzó a quemar esa bola de fuego. ¡Que
carajo!, si parecía que nunca antes hubiera quemado. Comenzó, como todas
las tardes, como todos los días, y después fue cambiando, pasándose al
rojo infierno, y cada vez más fuerte y más fuerte y la arena africana
que no me dejaba ver para qué lado estaba la casa. Pero por fin divisé
la torre del pozo entre las montañas de rocas de polvo y tierra y me
encaminé como pude, a tientas, despacio, hasta que choqué contra la
cerca de madera daba la vuelta completa. Entonces supo que había llegado
y se tranquilizó un poco.
El jabón se disolvía en el agua y poco a poco la iba llenando de una
espuma olorosa, espesa, que crecía trepando por los costados de la cuba.
El blanco de la espuma resaltaba aún más el rojo fuerte del sol, que iba
desapareciendo cada vez más lentamente hasta que el crecimiento se
detuvo. Las manos entraron entonces en la espuma y rompieron la magia,
volviendo la espuma a descender y a mezclarse con el agua. Estaba
justamente por poner las ropas cuando sentí la primera quemadura de la
desgracia. Fue una punzada en el costado, algo como un presagio que me
hizo dar la vuelta pensando que él ya había regresado. Pero no. El
quemor venía de dentro y era como una lengua de fuego, seco, áspero y
lastimero que se hizo negro de pronto el campo. Como todos los días
desde que estoy aquí, tranquilo, calentado la tierra. Poco después
cambió, se cayó para el lado del oeste y aumentó. Así y todo, después de
lavar la ropa salió igual a tenderla, a pesar del sol que amenazaba con
achicharradla: había que hacer lo posible porque se secara, ya que el
marido no se debía demorar en llegar y querría, como todos los días,
cambiarse la gorra sudada, la ropa quemada y llena de tierra con que
siempre regresaba.
Las primeras ráfagas de fuego tenues. Después, con el transcurso del
día, aumentaron hasta transformarse en una gigantesca bola de fuego. La
línea de montañas rocosas, que tan bien se recortaba sobre el horizonte
todos los días, había desaparecido cubierta por el polvo de fuego en
suspensión. Una suerte que él llegara antes de que el sol se desatara
con toda su fuerza. Eso me tranquilizó. Siempre estuvimos juntos para
todos los problemas, y sentir que él justamente ahora podía faltar
hubiese sido terrible. Lo necesitaba, conmigo, en la casa. Estaríamos
protegidos del SOLFUEGO y de cualquier cosa. Por eso me puso bien sentir
que me llamaba en medio del bochorno, al otro lado de la casa. En ese
momento estaba con la ropa en la mano, dispuesta a colgarla del único
alambre tendido de la azotea, en lo alto de la casa, y el sol quemaba ya
fuerte. Al principio creyó que era sólo el sonido de las ráfagas, pero
luego, cuando nuevamente lo escuchó, comprendió que eso era un grito y
que venía de más allá de la casa.
Dejó la ropa a medio colgar y corrió como pudo, envuelta en fuego y
tierra, hacia donde escuchaba la voz. La hubiese reconocido en medio de
una multitud. Al doblar en la esquina se topó con el sol de frente, que
la hizo tambalear. Después llegó hasta la cerca de madera, y sintió que
de pronto la estaba abrazando, ahogando un sollozo. "Tranquila,
tranquila, ya estoy aquí y no pasa nada, tranquila. Vamos, vamos para
adentro que ya va a pasar. Sólo es una tormenta de calor, vamos, vamos".
En realidad yo estaba bastante preocupado. Con un sol así es muy fácil
perderse en el campo, donde cada surco es igual a otro, donde no hay
nada que sobresalga como para guiarse. Y aún así, bien podría haber
pasado a sólo un metro de alguna cosa, incluso de la casa misma, y no
haberme dado cuenta por la flama. Por eso había comenzado a llorar. No
dudó tampoco, cuando sintió madera entre sus manos, la suerte lo había
guiado secretamente hacia la casa. Y cuando, noto que lo abrazaban unas
manos húmedas y olorosas a jabón de lavar, terminó por convencerse de
que la providencia lo había acompañado.
El calor se iba acumulando sobre la ropa limpia, recién colgada, la
mancha roja sobre la ropa iba agregándose en capas sucesivas, una detrás
de otra, colgada del único alambre tendida allí, en la azotea de la
casa. Ella había continuado lavando cuando comenzó el SOLFUEGO, primero
suave, como todas las tardes desde que tenía uso de razón, pero luego
más fuerte, con ráfagas que de pronto amenazaban con quemar la ropa del
alambre o, incluso, dada la alta temperatura que éste hacía, quemarlo
todo de una sola vez. Entonces había escuchado los gritos y supo, de la
misma forma en que había presentido la tormenta de calor, que esos
gritos eran de su esposo, Dios, y no pudo evitar llorar mientras corría
un tanto a ciegas, dando la vuelta a la casa y topándose con el la bola
de fuego, tocando con su mano izquierda la pared para guiarse, y llegaba
hasta la cerca de madera del frente y se chocaba y fundía en un abrazo
sentido, necesario como nunca, pensó, hubiese podido necesitarlo.
Habían entrado en la casa y de pronto fue un golpe escuchar el SOLFUEGO.
A poco de estar allí, parados y abrazados, en silencio, escucharon que
el viento africano seguía afuera con una furia nunca oída, y el abrazo
fue más fuerte. Entre lágrimas balbuceó "creí que no venías". Tragué
saliva y lo repetí, qué diablos con el sol de fuego, creía que ya no
ibas a ver la casa con la flama, entre la arena africana que hay. Él
dijo algo que no entendí bien entonces pero que me tranquilizó. Era él
el que estaba allí conmigo, hablando, calmándome, sosteniéndome para que
no cayera en la bola de fuego. Yo en realidad sólo quería abrazarla y
nada más. El susto no se me había pasado y pensaba que si de pronto ella
me soltaba me iba a caer redondo al suelo. Creo que incluso la apretaba
tanto para evitar los temblores que me recorrían el cuerpo de a ratos,
como descargas, como sacudones eléctricos. Y no los podía evitar, mi
Dios. Entonces escuché que me decía entre sollozos que estaba asustada,
que pensaba que entre la calima yo me iba a perder, y yo sólo pude
decirle algo que me salió del alma, pero que más que a ella me lo decía
a mí, a mí mismo, a ver si de una vez por todas se me iba el susto de
encima.
Al rato se separaron, ella secándose las lágrimas que habían quedado
sobre sus mejillas, él pasándose la mano grande por la cabeza, tratando
vanamente de aplacar la cabellera desgreñada que, reacia, tomaba la
postura de siempre en cuanto la mano pasaba. Se quedaron allí quietos,
mudos, mirándose en silencio. Afuera las bolas de fuego rodaban
silabando. Entonces ella dijo ¡la ropa!, como recordando de pronto, y
trató de salir nuevamente de la casa pero él la paró y le dijo que mejor
se olvidara de la ropa y porqué no comían algo.
La ropa había desaparecido. Lo supo en cuanto se despertó y corrió hacia
la ventana. Sólo permanecía, y quien sabe por cuanto tiempo, el único
alambre tendido del patio, que se sacudía con cada ráfaga de aire
africano como si ya fuera a cortarse. Por momentos el alambre se tornaba
invisible por causa de la arena que volaba, como una mancha ocre oscura
que tamizaba las cosas conocidas y poco a poco las iba mimetizando. De
vez en cuando su vista avanzaba hasta los árboles pintados, ahora
tristemente quemados, que había más allá de la última cerca, casi al
borde del río. Pero las imágenes de esos troncos achicharrados aún
verticales se tornaron más como una fantasmagoría alucinatoria que como
la realidad concreta y conocida de los días pasados. Además, me di
cuenta de que se hacía más difícil ver las cosas pues el sol aún tenía
mucha mas fuerza y cegaba. "Raro, haberme despertado tan tarde" dijo él
al lado mío, y yo me giré y volví a la cama, confundida y feliz al mismo
tiempo, deseando que todo marchara bien dentro de la casa. Mientras la
bola de fuego los sitiaba podían oírse, de vez en cuando, los latigazos
que daba el alambre, ahora sólo atado por una de las puntas, contra el
suelo de la azotea.
A pesar de que la ropa lavada se le había se sintió desahogada cuando
escuchó, ya por segunda vez y claramente, la voz del marido. Entonces
había abandonado todo allí en el cuartito de chapas de la azotea y, con
la mano izquierda pegada al muro de la casa, había avanzado hacia el
frente, donde estaba el SOLFUEGO y la cerca de madera casi quemada. Allí
lo encontró y se abrazaron con pasión, con dolor, con temor. Al entrar
el fuego en la casa permanecieron así, más para no caerse uno sin el
apoyo del otro que por otra cosa; estaban ya tranquilos allí dentro, uno
junto al otro como siempre lo habían estado. El SOLFUEGO del exterior ya
no importaba. Sólo contaban ellos allí dentro, en su dormitorio. Cuando
por fin se separaron él trastabilló un poco pues aún tenía el miedo muy
adentro de sí, pero más tarde, cuando ambos estaban juntos en la cama,
se tranquilizó del todo.
—Ya va a pasar, en cualquier momento.
— ¿Te parece?— dijo ella.
—Seguro. Nunca antes quemo tanto. Además...—hizo un gesto y un silencio
como si buscase una respuesta más creíble—, además mañana tengo que
salir otra vez al campo para terminar de arar.
Ella no contestó. "Tal vez mañana no podamos salir..." pensó.
El calor era agobiante. Eso se evidenciaba en los cuerpos sudados de los
dos, allí, en el suelo del cuarto. Por momentos sólo era audible el crac
crac crac de la arena sobre los vidrios de las ventanas, por momentos
sólo el bochorno. Esto los había puesto un poco tensos. Si bien el calor
mas fuerte llegaba todos los días por la tarde, hacia el anochecer ya
era raro que permaneciera, y menos de noche cerrada y del oeste. La
tensión interior contrastaba en los rostros con la indiferencia exterior
con que pretendían, inútilmente, pasar por alto el momento. Tal vez fue
por eso que, luego de la cena, en una forma en que pocas veces ocurría,
nos echamos en la cama. La sábana estaba arrugándose por debajo de los
cuerpos sudados y podía verse cómo aparecía, un poco más de colchón sin
cubrir en uno de los extremos de la cama.
"La ropa" dijo ella, "ya no está". Él asintió con la cabeza, en
silencio, mientras se vestía. No le gustaba lo que estaba pasando. ¿Qué
pasaría con el campo? ¿Con los sembrados? "Con un sol así, carajo, todo
el trabajo fue inútil. Las semillas deben haberse quemado. Y las
plantas... la puta madre". La voz de la mujer lo despejó de sus
pensamientos:
— ¿Oyes? Escucha, escucha. ¿Lo sientes?...
Él se acercó entonces a la ventana, donde estaba ella parada, y escuchó,
con la oreja apoyada sobre el vidrio. Dijo, "se está descascarando el
campo", mientras se retiraba un poco de la ventana y contemplaba el ocre
y de tanto en tanto azotaba la casa y el campo. Eso que escuchaba, aún
sin necesidad de pegarse al vidrio, ya no era el polvo suelto con que
había comenzado el día anterior. La sucesión de crack crock crick sobre
el cristal eran pequeñas piedras, terrones duros, el campo mismo que se
estaba volando frente a sus ojos.
Al comienzo, cuando montado en el tractor iba tirando del arado, había
visto en el horizonte las primeras espirales de fuego que subían
retorciéndose sobre sí mismas, y comprendió que nuevamente, como todos
los días, el calor había llegado. Lo que no había previsto era la
magnitud del SOLFUEGO cambio de dirección: provenía tal vez de más allá
de las Montañas Azules del este, tomando cada vez más velocidad sobre el
campo extendía, en la otra dirección, hasta el río medio seco y el
infinito. Se había detenido entonces el motor del tractor y había bajado
con presteza, marchando hacia la casa a pie entre el calor. No había
observado durante la mañana que se avecindara la tormenta de fuego jamás
vista, pero ese aire africano, por momentos huracanado, por momentos
calmo, que estaba arrasando, lo intranquilizaba. La casa pronto
desapareció detrás de la flama y creyó que se perdía. Sin embargo siguió
caminando como podía, tratando de que el aire no lo hiciera caer, hacia
el lugar en donde había visto por última vez la pared blanca y el techo
brillante de chapas. A pesar de sus intentos, en varias oportunidades
cayó de bruces entre los surcos arados del campo, y optó entonces por
avanzar en cuatro patas. Sabía que su mujer aproximadamente a esa hora
lavaba la ropa y esto lo preocupaba. Si el sol y la arena la alcanzaban
afuera de la casa podía pasarle cualquier cosa. Siguió arrastrándose de
esa manera hasta que sintió que chocaba con algo liso, rectangular, que
se erguía verticalmente. "La cerca”. Por fin, carajo, la cerca se dijo
entonces, mientras yo, que había escuchado los gritos, avanzaba también
a tientas y lo abrazaba con las manos húmedas y jabonosas.
A medida que transcurría el día oscuro y sofocante, fue perdiendo la
coloración ocre para teñirse de un tono sangre oscura, como vetas que de
tanto en tanto llegaban hasta la ventana. "Seguramente viene quemando
las montañas el desgraciado.”
Hacia el anochecer el sol ya evidentemente rojo imposible... Dada la luz
cegadora no podía ver qué era lo que había quedado del campo, pero el
fuerte color rojo no le decía nada bueno. En tanto él se debatía frente
a la ventana la mujer trataba vanamente de evitar que el sol y la arena
se juntasen en el dormitorio. Varios muebles estaban ya veteados de rojo
y montoncitos ocres se desparramaban por el cuarto. El calor pegajoso se
endurecía sobre sus cuerpos que, poco a poco, con el correr de las
horas, habían adquirido, conjuntamente con los muebles, una marcada
tonalidad oscura, azulina u ocre, según la dirección que la bola de
fuego había tomado y según la arena que había entrado en la casa.
Afuera sólo se oía el restallar del alambre contra el suelo de la azotea
y el aullar infernal del SOLFUEGO. Ni siquiera los perros ladraban y
pronto comprendimos que tal vez habían sido arrastrados por la bola de
fuego hacia el este, al finalizar el campo.
Al otro día, cuando ella despertó y miró por la ventana, vio que la ropa
lavada ya no estaba y que el sol, a pesar de la hora avanzada, estaba
oculto tras un cielo oscuro de tormenta de arena.
El color rojo sangre señalo el fin del segundo día. La temperatura había
aumentado hasta límites insospechables desde el día anterior y una arena
oleosa cubría sus cuerpos, desnudos hasta la cintura. En los ojos
desorbitados de la mujer podía leerse la desesperación que nacía,
irrefrenable, dentro de la casa. El marido no abandonaba su puesto al
lado de la ventana, mirando siempre hacia el naciente, hacia donde las
Montañas Azules seguramente iban desapareciendo arrastradas por las
ráfagas increíbles de las bolas de fuego. Sin embargo, entre el
anochecer del segundo día y el comienzo del tercero el calor había
aminorado considerablemente, aunque manteniendo el tono rojo ardiente.
Tampoco podrían salir ese día. Habría sido demasiado peligroso
arriesgarse y perderse en el infierno del exterior. El hombre observaba
como si realmente pudiera distinguir algún objeto sobre el cual poder
detener la vista. Sin embargo afuera sólo se veían trazos horizontales,
algunos más fuertes, curiosamente azules en ese clima tórrido que cubría
de oleosa arena los cuerpos.
El alambre, que hasta esa mañana había estado sonando rítmicamente, ya
no se escuchaba y era imposible distinguirlo con tanta arena. Me
sorprendió ver que por primera vez que el sudor no brillaba, sino que se
mantenía opaco y consistente como una terracota. Sobresaltado levantó un
poco la cabeza cuando sintió un golpe en el vidrio y vio un rectángulo
amarillo pegado a él. Se acercó. Una hoja arrugada y quemada de
periódico se mantenía plana contra el cristal. Una foto borrosa se podía
distinguir aún en medio de la página. Al rato el mismo calor que la
mantenía la despegó violentamente y ya no volvieron a verla.
Esa noche, al recostarse, durmieron sin hacer el amor. Cada uno estaba
boca arriba, expectante por si el otro se movía o decía algo. Yo podía
sentir su respiración pausada aunque imperceptiblemente inquieta y, de
vez en cuando, de reojo, alcanzaba a distinguir la barba crecida de dos
días y el sudor oleoso manchando su cara. Él seguramente sabía que lo
miraba, y dijo quedamente que la bola de fuego pronto pasaría porque ya
había bajado bastante desde que comenzara. Yo no contesté. Me acerqué a
su brazo musculoso hasta sentir el olor acre y me acurruqué allí. Podía
sentir su respiración sobre mi brazo izquierdo. Por suerte no contestó
cuando le dije lo del sol. Internamente sentía palpitar el miedo de que
ese sol fantasma siguiera quemando y gastando las montañas, arrasando
con el campo y llevándose la vida hacia las tierras desconocidas. Me
tranquilicé un poco cuando sentí que su respiración se normalizaba con
el sueño. "Si al menos uno pudiese dormir y borrar las angustias del
día" me dije mientras yo también, respirando con calma, comenzaba a
hundirme en la oscuridad.
Un fuerte estrépito los despertó. Algo se estaba moviendo allí afuera,
con jadeos y chirridos agudos. Se abrazaron mutuamente y permanecieron
quietos. De pronto un desgarrón metálico les puso la piel de gallina y
saltaron de la cama. Un nuevo desgarrón terminó por soltar algo y ya no
se escuchó nada más. El SOLFUEGO había retomado imprevistamente su furia
del comienzo y acababa de quemar una parte de la casa, aunque no podían
saber cuál.
La temperatura seguía aumentando incluso durante la noche. Sus cuerpos
ardían por debajo de la cáscara ocre que los cubría. Se hacía difícil
respirar en el cuarto, por lo que permanecieron despiertos hasta que una
débil claridad les anunció que había amanecido. Ese día tampoco podrían
salir de la casa. La permanencia allí comenzaba a ser problemática. Sin
nada que hacer y sin saber la suerte que había corrido el campo, la
tensión aumentaba con el paso de las horas. Tácitamente decidieron
mantenerse separados, la mujer en el suelo, el hombre apostado frente a
la ventana, tratando de ver algo fuera de la casa en la negrura
insondable. Estando allí observó que la arena comenzaba a juntarse en
los bordes de la ventana, subiendo un poco sobre la superficie picada
del vidrio. Notó que ya el calor y la arena no se colaban por la parte
inferior de la puerta. El montículo de tierra que había en el interior
permanecía igual. Se acercó despacio al reborde rojo y lo tocó con
suavidad; era la misma consistencia de terracota que tenía sobre el
cuerpo, pero sin secar: un polvo de fuego oleoso que se adhería a
cualquier cosa. "Las montañas. Son las montañas que se están volando"
pensó.
La última vez que había logrado distinguir la línea de montañas,
distantes en el horizonte, hacia el oeste, había sido cuando araba el
campo antes de que el aire del desierto comenzara a soplar. Estaba sobre
el tractor, con el sol vertical, avanzando hacia el norte con el arado
detrás, cuando, al llegar al límite del campo y girar el volante hacia
la izquierda se encontró con el horizonte quebrado, ascendiendo una
línea naranja brumosa, dentada, que se extendía a todo lo largo del
campo, dándole fin natural a la llanura. No sabía qué había del otro
lado de las montañas. Tal vez por ello es que esa línea dentada y
anaranjada del horizonte les llamaba tanto la atención a él y su esposa.
Las montañas habían estado allí desde siempre, al menos desde que ellos
se habían hecho cargo del campo abandonado. Por un lado las montañas,
por el otro el río y, en medio, el campo extenso y verde, salvajemente
palpitante donde estaba enclavada la casa.
El bambolear del tractor le impedía fijar la vista en un punto
determinado de las montañas, pero alcanzó a distinguir, al poco tiempo
de haber girado hacia el oeste, una nube vertical de arena que crecía,
moviéndose hacia los costados de vez en cuando. La nube resaltaba sobre
el naranja del fondo, y a medida que se acercaba parecía cobrar un tono
ocre verdoso, propio de la tierra del campo. Supo que venía el aire
africano nuevamente y subió las ventanillas herméticas del tractor,
aislándose momentáneamente, como hacía todos los días, del polvo. Pero
cuando sintió los primeros impactos contra la carcasa plástica
comprendió que ese aire que llegaba era diferente de todos los
anteriores. La mujer en ese momento lavaba la ropa para tenderla en el
único alambre de la azotea y percibió la llegada de la arena de
africana, aún antes de verla, en sus entrañas. Entonces fue cuando el
tractor se atascó en algo, posiblemente un surco demasiado profundo o
alguna rama de árbol, y no marchó más. No podía recular pues el arado,
más liviano que el tractor, se sacudía con el la arena y había quedado
torcido. Se paró el motor y él quedó quieto, esperando a que escampara.
Pero sin el motor los filtros de aire no funcionaban y se tornaba
imposible respirar la atmósfera viciada y cargada de polvo que se colaba
por las rendijas de ventilación. Entonces pensó en su mujer, en que
debía estar lavando la ropa y en que podía pasar cualquier cosa si la
tormenta la sorprendía afuera, y decidió regresar a la casa a pie, como
pudiera, antes de que el aire africano lo impidiese totalmente. Por eso
había corrido, cayéndose, levantándose, caminando finalmente en cuatro
patas, tanteando el suelo hasta encontrar la cerca de madera de la casa
y luego, al levantarse con dificultad, las manos húmedas y olorosas a
jabón de su mujer.
No le había contado lo del tractor para no alarmarla inútilmente. Me
había limitado a entrar con ella en la casa, junto a una espesa nube de
arena, y mantenerme junto ella, evitando soltarla de la mano pues sabía
que iba a caerme por el temblor que agitaba mis piernas. Yo lo sostenía,
sentía que si lo dejaba podía caerse, y lo apretaba con más fuerza hacia
mí, acaso tan fuerte porque yo también, como él, temía caer.
— ¡Creo que es el lavadero!— gritó la mujer desde la cocina.
El hombre parpadeó un poco, todavía ante la ventana y el naranja que
manchaba los vidrios, y luego preguntó "¿Qué?...".
—Que creo que es el lavadero. Lo que el viento se llevó anoche.
La ventana daba directamente a la escalera donde, adosada a la misma
pared, un poco más a la derecha, estaba ubicado el lavadero. Entre
ráfaga y ráfaga amarilla parecía que no había nada allí. "¡Dios!",
pensó, "se nos está volando la casa". Se sentó entonces en la cama y
observó cómo su mujer sacaba las sabanas, con una pátina ocre, dentro
del armario del dormitorio. No quería contarle lo del tractor
descompuesto, pues eso empeoraría las cosas. Prefirió callar, dejar que
las cosas pasaran, esperar a que la tormenta amainase de una vez por
todas. Por eso se había sentado en la cama en silencio, esperanzado en
un cambio del tiempo. Fue nuevamente la voz de su mujer con una mala
noticia la que lo sacó de su mutismo estereotipado y lo hizo levantarse
con brusquedad:
– ¡Mira, mira! En la ventana.
El polvo naranja iba subiendo por la ventana, acumulado sobre el
alféizar de madera. "Mierda" y dijo corrió hacia la otra parte de la
habitación. En el silencio del cuarto sólo se escuchaba, proveniente del
exterior, el cric cric cric del polvo golpeando los cristales y la
madera, desgastando los muros de la casa, invadiendo cada rendija y
llenando todo de arena.
La ventana que daba al oeste estaba desprotegida del viento y allí se
acumulaba el polvo más rápidamente. Si se prestaba atención podía verse
cómo subía de a poco, cubriendo el vidrio. "Nos estamos enterrando,
carajo" pensó el hombre. Giró y se acercó entonces a la puerta de
entrada, donde momentos antes había tocado el polvo naranja en el lado
interior de la ventana. Por eso no entraba más. Del otro lado de la
puerta seguramente ya había una montaña de arena que se seguiría
acumulando mientras durara la tormenta. Se pasó la mano velluda y sucia
por el pelo hirsuto, desgreñado, de la cabeza. "Qué mierda, justo lo que
nos faltaba. ¡Enterrados!" se dijo mientras intentaba, en vano, tal vez
inconscientemente, aplacar su pelo rebelde y anaranjado. ¿Cuánto más
duraría? ¿Hasta cuándo el aire continuaría soplando? ¿Qué habría sido
del campo? Exasperado, se sentó en el suelo, junto a la línea de polvo
naranja que se había deslizado bajo la puerta. Las aberturas del
dormitorio eran bastante seguras, aunque el polvo impalpable había
logrado pasar igual. Lo que no pasaba, y era mucho más peligroso, era el
suficiente aire del exterior, aunque debía estar tan viciado a raíz de
la tormenta que tal vez no importara tanto. Aturdido, el hombre
permanecía sentado en el suelo, observando el polvo estático que se
había colado bajo la puerta, escuchando en medio del silencio el
constante martilleo del cric cric cric de piedritas y tierra que
golpeaban contra la puerta y los vidrios, sintiendo cómo poco a poco el
polvo iba subiendo, cercándolos con el azul cobalto de las montañas del
horizonte, respirando con esfuerzo a través de un pequeño espacio
desgastado en su cobertura barrosa, sudando impotente ante el calor
agobiante, siempre en aumento, que irradiaba esa tierra de nadie.
El tiempo transcurrió en silencio, con el mismo monocorde cric cric que
los había acompañado durante todo el día y durante los días anteriores,
desde que comenzara a soplar el aire y la arena de la desgracia. La luz
de la vela resaltaba fantasmagóricamente sus rostros enjutos, apagados,
de donde partían, de vez en cuando, al mover la piel reseca para
masticar arena unas líneas claras que resaltaban sobre el barro naranja
y se perdían a los costados, bajo la mata de pelo duro y quebradizo. El
mismo silencio los unió más tarde, cuando se recostaron uno junto al
otro, incapaces de expresar otra cosa que no sea respiraciones
entrecortadas, difíciles, doloridas. Sólo podían intentar dormir,
olvidar mediante el sueño el horror de la devastación que les volaba el
campo y la casa.
En la penumbra, de pronto, creyó ver dos luces fijas que lo apuntaban,
desde el otro lado de la ventana, con turbadora insistencia. Gritó,
sacudiéndose, y las luces desaparecieron, aunque no supo si fue a causa
de ese grito que lo había despertado de una pesadilla o si realmente
había espantado a alguna cosa al otro lado de la ventana. Su mujer lo
tranquilizó, diciéndole que era imposible que algo vivo estuviese
afuera, con ese SOLFUEGO, con esa muerte naranja que avanzaba hacia
arriba tapándolos, y luego, sin ganas o sin poder contestar uno, y sin
poder continuar la otra, se durmieron finalmente, jadeando, abrazados,
hasta que un ensordecedor aullido los despertó.
Permanecimos quietos en la cama. Por un momento pensamos que el resto de
la casa se nos volaba, como había comenzado a ocurrir con el lavadero,
pero pronto comprendimos que la casa aún permanecía firme en su lugar.
Otra cosa estaba ocurriendo afuera, algo nuevo. Prestamos atención y
tuvo que pasar aún un rato para que nos diésemos cuenta de que el
desgarrador aullido que nos había despertado no era otra cosa que un
silencio repentino, mortal, que se había extendido por el mundo fuera de
la casa. Con lentitud me separé de ella y avancé hacia la ventana. En la
oscuridad de afuera no podía ver nada, pero sí podía sentir que el aire
había dejado de soplar. Nada se movía del otro lado. El silencio me
dolía dentro del cerebro como si fuese un ruido atronador, despiadado.
Sentí que él me dejaba y tuve miedo. Me acerqué yo también a la ventana,
con el mismo silencio con que nos impactaba el mundo y la ausencia de
aire, y me detuve un paso detrás de su figura grande y barrosa. Afuera
estaba demasiado oscuro como para ver qué había o qué faltaba, pero tuve
la seguridad de que ya no soplaba el aire africano. Poco a poco nos
fuimos acostumbrando a esa nueva y silenciosa realidad, a esa calma
dolorosa que nos impactaba desde el exterior, y creo que permanecimos
quietos ante la ventana hasta que una claridad fue tiñendo la superficie
y pudimos ver, débilmente pues esa luz se abría paso con esfuerzo en el
aire espeso, lo que durante años había sido nuestro campo arado.
Un mar ondulante se extendía hasta el horizonte. Parecía nacer en
nuestra ventana, sobre el alféizar de madera, suave y naranja, oleoso,
de rara consistencia. Se quedaron estáticos allí mirando, mudos, el
suave ondular de los médanos con alguna que otra brisa que de vez en
cuando parecía aún soplar, inaudible, sobre la tierra devastada.
— ¿Y ahora?— fue lo único que logró articular la mujer.
El marido permaneció pensativo un rato. Luego murmuró:
—No sé.
Aún trataba de asimilar la destrucción del campo. Miraba con la vista
perdida en el horizonte el desierto que se extendía frente a sí, y de
pronto su rostro se iluminó con un recuerdo olvidado, y dijo, casi
arrepintiéndose al mismo tiempo, "¡El arroyo!", y guardó silencio
nuevamente. La mujer, que se había acercado hasta quedar a la misma
altura que él, sobre la ventana, buscó el arroyo con la mirada y no lo
encontró. Había desaparecido, sepultado por el azul cobalto de las
montañas del poniente, como si toda esa magnificencia que hasta ese
entonces había mostrado no hubiese sido más que una ínfima corriente
para el huracán.
— ¿Y la tormenta de fuego?— preguntó al rato ella.
Con tono ausente, el respondió:
—No sé.
El sol, mortecino por causa del polvo que aún estaba en suspensión, poco
a poco fue alumbrando más, permitiendo ver detalles que hasta entonces
habían pasado desapercibidos. Tampoco estaban los árboles, del otro lado
de la cerca y del río, y tampoco estaba la cerca. O estaba, pero a más
de un metro por debajo del suelo naranja oscuro.
Saqué las manos de los bolsillos y traté de abrir la ventana. "¡Qué
haces!" exclamó ella, pero la detuve con un gesto. "Hay que salir,
carajo", le grité mientras forzaba la ventana con el hombro y todo el
cuerpo. Un poco se movió y cayó un chorrito de arena dentro del cuarto.
Metiendo un dedo en la rendija ayudé a que siga cayendo más arena
adentro. Al rato ya la hoja de la ventana podía moverse con más
facilidad y al cabo de media hora la había abierto totalmente. Un grueso
montón de arena se deslizó entonces y formó un talud contra el zócalo de
la pared, por debajo de la ventana. Ella estaba como ausente, mirando lo
que yo hacía.
— ¿Y si vuelve la arena del desierto?— preguntó entonces.
—El aire un carajo le dije, hay que salir antes de que nos quedemos acá
enterrados.
Se acercó, aún sin mucho convencimiento, y lo ayudé a sacar la arena que
apretaba la otra hoja de la ventana. Cuando las dos quedaron libres el
marido dijo que tendrían que investigar afuera para ver qué había
pasado. Salieron por la ventana con ayuda de una silla. Yo lo seguí un
poco atontada, sin pensar en lo que estaba ocurriendo. Me sentía
cansada, con un cansancio de días que de pronto se me había venido
encima, sin ganas de hacer nada. Pero igual lo seguí afuera, para ver
qué había pasado. Me sorprendió y causó gracia ver el techo de la casa a
la altura de mis ojos, yo que nunca había sido muy alta. Del otro lado
de la casa, hacia el oeste, tampoco había nada. Apenas se distinguía un
suave dentado con las puntas romas, redondeadas, que a duras penas
parecía sobresalir del mar de arena. "Se volaron las montañas, Dios"
dijo el marido entonces. Caminaron alrededor de lo que quedaba de casa.
Del otro lado había menos arena acumulada contra el muro pero, igual,
casi llegaba al picaporte. Las paredes blancas, aunque manchadas,
resaltaban sobre la superficie color cobalto. Hacia el noroeste, se
distinguía la carcasa del tractor, emergiendo como una isla de una duna.
El lavadero no estaba. La calma era total y aprovecharon para caminar.
Al rato regresaron, cuando sintieron que una brisa comenzaba a
levantarse. Hacía más calor, y la brisa les quemaba por dentro,
encendiéndoles la piel quemada y terrosa, opaca a pesar del sudor.
Entraron nuevamente por la ventana y la cerraron, colocando del lado de
afuera, como pudieron, una chapa arrancada del lavadero, de tal manera
que protegiese un poco más a la abertura de la tierra que volaba,
facilitando así la próxima salida de la casa. Al cerrar la ventana la
chapa se ladeó, pero aún parecía ofrecer resistencia a la tierra que ya
comenzaba a juntarse sobre él. Pronto todo se nubló, como los días
anteriores, tornándose el aire de un color oscuro. Se quedó observando,
atónito y alucinado, cómo el polvo remolineaba frente a la abertura y
cómo se iba acumulando, oleada tras oleada, sobre la chapa del lavadero.
Cuando aquel día salió con el tractor no imaginó que ese sol que recién
nacía podía convertir el campo en un mar de polvo amarillo y naranja.
Había arrancado como siempre, sin problemas, y nada me hizo pensar que
se detendría a las pocas horas. La pila de energía no podía haberse
acabado tan rápido, y el indicador de voltaje persistía en señalar que
aún quedaba para muchos meses. Pero aún así el motor se detuvo. El en
ese momento había girado el volante hacia el poniente, para seguir la
línea de los surcos arados, y se había topado con el cambio de dirección
del sol. "Qué cosa rara" pensó, "la primera vez que cambia y sale de
otro lado". A poco de andar dejó de ver las ocho ruedas del tractor
porque todo se tornó oscuro de pronto, como si la noche hubiese caído
antes de tiempo, sin aviso. Sin embargo en ese momento el miedo aún no
se le había colado en el cuerpo y había tratado de regresar con el
tractor hasta la casa. "Primero la orientación, eso es fundamental, y
después marchar despacio. Esto se está poniendo feo, al diablo con la
tormenta que se viene. Tengo que llegar, carajo, tengo que llegar". En
ese momento la mujer sintió el cimbronazo en el estómago y se dobló en
dos pensando qué me pasa mi Dios, qué es esto. Entonces salió del
lavadero y comprendió que se caía el sol, antes aún de verlo como una
mancha terrosa asolando los campos.
Provenientes de alguna parte tras los cristales surgieron de esa noche
repentina dos luces, turbadoras fijas sobre el rostro del hombre. La
mujer corrió presurosa ante el grito de su marido pero no pudo ver nada
afuera, hacia donde señalaba espantado con una mano temblorosa.
— ¡Allí, carajo, por ahí está! dijo mientras tomaba a la mujer de la
muñeca y la dirigía hacia el vidrio manchado de la ventana.
Trazos horizontales, de color naranja fuerte, cruzaban el desierto del
otro lado. No había nada allí. No podía haber nada vivo con una tormenta
así. "La tierra está devastada, entiendes, no hay nada afuera. No puede
haber nada" le dije abrazándolo con fuerza. Luego regresé a la cama
mientras él quedaba, nuevamente, en su puesto de observación de la
ventana. El aire había adquirido otra vez su violencia de antes,
azotando las ventanas y produciendo un insoportable ritmo de cric cric
cric contra los vidrios y paredes. Un sonido sordo y apagado se escuchó
de pronto y la mujer vio, sobre la ventana, un papel pegado veteado de
azul. "Una carta, Dios", se dijo al mirarla de cerca con una vela. "Una
carta. ¡Quién sabe de dónde viene el aire!" repitió luego en un
murmullo.
La carta manchada fue la primera de una serie. Los papeles parecían
inundar de pronto lo poco visible a través de las ventanas, cubriendo
los vidrios que recibían el aire de frente y llenando las dunas más
cercanas. Papeles escritos, papeles de colores, hojas de libros, todo,
en fin, confundido en un ululante maremagno, flotaba sobre un inusual
trozo de azul el naranja del aire y era arrastrado hacia el este con
fuerza inaudita. Me sustrajo de la vista de semejante espectáculo la voz
de mi mujer, llamándome.
Dios, que de ésta no salimos".
Ella en silencio, mirando de tanto en tanto el rostro embarrado de su
esposo, tratando de no mostrar el temor que se le transparentaba por
todos los poros y, especialmente, a través de los ojos grandes y
apagados, sin brillo. "Que no afloje, Dios, que él no afloje. Si él se
acaba nos perdemos los dos. Yo no puedo más, ya no. Y no hay comida.
Aguanta y se dirigieron, mudos y despacio, hacia el otro lado del
cuarto. La mujer tanteó la oscuridad buscándolo, dejó que sus manos
subieran por los brazos de él y llegó hasta la cabeza, lo atrajo hacia
sí y lo besó. El la dejaba hacer pero luego la separó un tanto
bruscamente y se quedó quieto, mirando por la ventana.
Afuera nada parecía haber cambiado. Tan fuerte como al principio, la
tormenta. Seguían llegando papeles de colores y cartas, diarios y
revistas, algunas páginas de libros. Aparecían y desaparecían con la
misma rapidez, haciéndose visibles durante un breve segundo para
hundirse luego en el azul y no verlos más.
Habrían pasado más de dos horas cuando la tormenta comenzó a perder
fuerza, tornándose, hasta el amanecer, en una brisa cálida. Cuando el
sol pudo distinguirse, blanquecino a través de las nubes, el hombre dijo
que había que salir otra vez para mirar y abrió la ventana. La mujer no
sabía qué era lo que su marido quería mirar afuera, en medio de ese
desierto, pero lo siguió.
El techo estaba un poco más bajo que el día anterior, y la cabina del
tractor había desaparecido totalmente bajo la duna. Proveniente de
alguna parte, sobresalía un pedazo de rama, deshojado, en otra duna
cercana. Como era la más alta de la zona, decidieron llegar hasta allí
para ver mejor hacia el horizonte.
Caminar en esa arena era muy difícil. Ya lo habían experimentado antes,
en la otra recorrida que hicieran. Por más cuidado que ponían al pisar
la oscura superficie, los pies se hundían y desaparecían hasta cerca de
la rodilla, y costaba mucho volverlos a sacar para dar otro paso. Subir
una duna era peor, pues la arena periódicamente se deslizaba hacia abajo
y, si bien no llegaban a caerse, perdían mucho terreno. Finalmente
llegaron, al cabo de una hora, trepando con lentitud y en cuatro patas,
a la cumbre. El paisaje, visto desde allí arriba, no cambiaba mucho,
salvo que podían ver más arena y más lejos que desde abajo, a la altura
del techo de la casa. ¿Taparía la casa una nueva duna? ¿Cuánto duraría
todo eso? "Ya ni montañas quedan" dijo el hombre. Y luego añadió:
— ¿Te acuerdas por dónde iba el camino? Tendremos que irnos hoy o
mañana, en cuanto podamos.
La mujer guardó silencio un rato. Irse por allí, seguir el camino,
significaba recorrer, en línea recta, unos cincuenta kilómetros hasta el
pueblo, al que nunca habían ido. Sabía, de oírselo a él, que estaba para
ese lado, pero nunca había siquiera mencionado la posibilidad de ir.
— ¿Y las tormentas?
—Es la única oportunidad contestó tajante el hombre. Tendremos que ir
por ese lado... Además, la tormenta está del otro lado de las montañas,
no para acá. Alguien en el pueblo nos va a ayudar.
— ¿Y el fuego?
—No sé, carajo, no sé. Pero no podemos quedarnos. Nos estamos enterrando
vivos.
La mujer no contestó pero hizo un gesto afirmativo. Después de todo daba
lo mismo morir de hambre allí (o enterrados) —Nunca supe porqué el sol
no podía cruzar las montañas.
El hombre se sorprendió al escucharla. Dijo:
—Cierto. Yo tampoco.
Estaba molesto por alguna cosa, turbado, pensativo. Se quedó callado
hasta que la mujer nuevamente rompió el silencio, ¿por qué no llegaste
con el tractor?
Evité la mirada de ella pero tuve que responderle.
—Porque se paró el motor.
— ¿Se acabó el combustible?
—No sé. Pero no creo, hace poco que lo llene.
Había estado pensando desde que se detuviera el tractor, cuando comenzó
el calor. ¿Sería ese el final de todo? Vagamente recordaba cómo había
recogido un día todo lo que había podido en el almacén del pueblo y se
había marchado al campo, al otro lado del río. A ella la había
encontrado cuando ya abandonaba el pueblo, a toda marcha, y apenas había
pensado en la posibilidad de formar pareja, pese a que hacía unos meses
que la frecuentaba y tuvo que tomar la decisión, un poco impulsado por
el miedo a la soledad del campo, de subirla en ese momento. Fue un rapto
con suerte. Nunca me arrepentí de haberlo hecho, qué diablos, me hubiese
muerto aquí si no estaba ella.
La mujer dijo algo.
— ¿Cómo?
—Que allá me parece que vuelve.
—Aja. Mejor bajamos.
Bajaron la duna a la carrera, cayendo y siendo arrastrados por la misma
arena que se deslizaba en grandes masas. En el poniente se divisaba una
mancha naranja que se movía imperceptiblemente, avanzando sobre el
desierto hacia donde ellos estaban. Corrieron luego hasta la casa,
entraron por la ventana y dejaron nuevamente la chapa del lavadero para
protegerla. No habían pasado diez minutos cuando llegaron las primeras
ráfagas azules, fuertes y desparejas, con algunos retazos de papel aún
flotando en ellas. Pronto oscureció.
Se quedaron allí quietos, mirando sin ver por la ventana, escuchando el
zumbido persistente del aire sobre el desierto. ¿Qué otra cosa podían
hacer? La vida en los últimos días se había transformado en una
desgastante y monótona espera de algo que, sin embargo, parecía no
llegar nunca. No podían oponerse al viento huracanado que soplaba desde
el oeste, en ráfagas, oscuras, cada vez más fuertes. No podían salir de
la casa, también lo sabían, no podían quedarse allí encerrados,
enterrados en vida, pues tampoco tenían la comida ni el agua suficientes
como para un largo tiempo. Hasta ese momento yo había querido hacer
oídos sordos cuando ella habló de la comida que quedaba, pero no pude
evitar escucharla y, consciente o inconscientemente, me había topado de
pronto con esa realidad incuestionable. Contando ese día, sólo nos
restaba comida para dos jornadas más. Distribuyéndola mejor podíamos
llegar hasta cuatro días, podríamos pasar sin comer otros tres o cuatro
pero, ¿y después? Qué pasaría dentro de diez días, de doce, de un mes.
No había forma de escapar, internamente lo sabía, pero también sabía que
no podía darme por vencido. Tenía que intentar algo, cualquier cosa,
pero tenía que hacer algo.
—Nos vamos a ir le dije.
— ¿Al pueblo?...
—A donde sea. A cualquier parte, pero nos tenemos que ir. Mira la
ventana.
La mujer se acercó, poniéndose a la par del hombre. A pesar de la chapa
la arena se colaba por los costados y caía, subiendo lentamente sobre el
vidrio, sobre la madera de los marcos, cubriendo poco a poco la ventana.
¿Cuánto más podría faltar para que la cubriera totalmente?
— ¿Y el SOLFUEGO? ¿No piensas en el? ¡Nos vamos a morir! ¡Allá afuera
nos vamos a morir! la mujer comenzó a llorar entrecortadamente. "Nos
vamos a morir, nos vamos a morir" repetía.
El hombre se apartó un poco de la ventana, intentó abrazarla,
sostenerla, pero la mujer se escabullo. El sólo atinó a decirle, por
sobre el fragor de la bola de fuego roja, que de cualquier manera se
iban a morir y que la única esperanza era llegar hasta el pueblo.
— ¡El pueblo! ¡Nos estamos tapando, carajo!— le gritó, dándose aliento
él mismo para salir y enfrentarse con el SOLFUEGO.
La arena volaba y se le metía en lo ojos, cegándolo, por lo que pensó en
regresar al tractor y aguardar allí a que escampara el temporal. Pero el
tractor se había perdido. Era imposible hallarlo y comenzó a caminar
hacia la casa.
La última vez que la había visto estaba a unos quinientos metros en
línea recta, hacia el sureste, y trató de ubicarse mentalmente en esa
dirección. Dos o tres veces me caí, recordaría luego con ella, pero me
levanté y seguí caminando como podía. Si me quedaba allí a esta hora ya
habría muerto. Nunca supo cuánto estuvo caminando, pero comenzó a creer
en Dios cuando sintió que chocaba con algo duro y que ese algo no era
una rama. Tanteando las tablas de la cerca encontró la puertita abierta
y sintió el perfume a jabón de lavar la ropa, el llanto, el por fin, mi
Dios, por fin llegaste a casa, de su mujer.
Ya adentro se abrazaron mutuamente para no caerse pues las piernas les
temblaban. La besé una y otra vez y decía para mis adentros que no me
suelte, por favor, que me siga sosteniendo. Esa noche, después de la
cena, harían el amor y se dormirían luego acompañados por el nuevo
sonido en el campo, el rugido del poniente que se volaba los campos.
"Si al menos fuese como antes" pensó”, cuando el calor venía a la siesta
y se iba luego al anochecer".
En esa época no había grandes problemas. Tanto la mujer como el hombre
se habían acostumbrado a la brisa cálida, a las ráfagas cortantes de la
siesta, como una parte más de sus vidas. Era un ingrediente diario que
necesitaban casi tanto como comer o dormir, al que habían aprendido a
respetar como algo natural. Pensando en eso es que habían revestido las
aberturas de la casa, especialmente las ventanas, y la cabina del
tractor, con una solución hermética, o casi hermética, para poder
trabajar con tranquilidad durante las horas de sol. Pero esto de ahora
los estaba matando lentamente, ráfaga tras ráfaga, cada vez más oscuro,
día tras día. Antes el calor nunca había sido rojo sangre como éste de
ahora. Era, también, un calor de colores, pero de colores que ellos
conocían por verlos todos los días en el campo: el ocre de la tierra
removida de los surcos, el blanquecino del polvo del camino, el verde de
los pastos y los árboles. Hasta que llegó ese SOLFUEGO el rojo había
sido sólo una referencia vaga en esa línea dentada del horizonte, al
oeste, donde terminaba el mundo. Más allá de esas montañas no poda
existir nada, no podía vivir nada después del Gran Fuego. Y de eso hacía
ya tanto tiempo que ni sus padres se acordaban bien cuando se lo
contaron, cuidando de que lo entendiera, en las noches de invierno junto
al fuego. Nadie sabía qué había ocurrido allá lejos, del otro lado de
las Montañas Azules, pero ellos habían alcanzado a escuchar que nadie
había podido cruzarlas para relatar lo visto o no visto de aquellas
tierras extrañas. Y ahora el sol venía de allá. Ellos habían crecido con
la constante del calor de la siesta. Nunca antes había llegado el fuego
desde el poniente. Eso no estaba bien. Y el color naranja que tenía era
seguramente a raíz de su paso vertiginoso por la zona de montañas.
Llegaba a ellos proveniente del otro lado del mundo, en donde siempre
había existido la muerte. ¿Qué podía traerles de bueno esa bola de
fuego? ¿Acaso otro Gran Fuego? Él me dice que tenemos que irnos de aquí,
que hay que dejar la casa, que hay que ir al pueblo, hacia el este.
Pero, ¿y el aire? Yo se que el calor había invadido todo, que no había
podido cruzar el río y las montañas, que sólo quedaba pura este campo.
Él me dice que alguien en el pueblo nos puede ayudar. Pero, si es así,
si aún vive alguien del otro lado, ¿por qué nunca se acercó a la casa?
¿Por qué hemos vivido solos durante tanto tiempo? Desde que habían
muerto los padres y los abuelos, en la época en que las otras familias
se habían separado para ir más al sur, ellos habían vivido allí solos en
la casa, cultivando la tierra, soportando el calor cuando llegaba a la
siesta. Pero nunca, en todo ese tiempo, alguien había llegado por el
camino ni por el campo. ¿Por qué pensar entonces que podía haber alguien
vivo más al este? Seguramente todos han muerto del calor hace ya mucho,
tal vez en a misma época en que los padres les relataron las historias
de la Gran Fuego del oeste, cuando todos se murieron en el poniente y
sólo quedaron algunas cosas caminando, que no eran ni hombres ni
animales. Y ahora viene SOLFUEGO. ¿Qué puede traer salvo la desgracia?
¿Se dará cuenta él de esto, de que nadie puede estar vivo ni hacia el
poniente ni del otro lado de las montañas? Él solo mira por la ventana
como buscando una respuesta allá afuera, pero afuera no hay nada, sólo
el SOLFUEGO caliente. Y la comida no nos alcanza para mucho más. El agua
tampoco. ¿Por qué será que pienso todas estas cosas? ¿Por qué justo
ahora? ¿Será por el calor? ¿Y qué otra cosa puedo hacer sino pensar? Es
lo único que me queda ahora. ¿Cuánto más podrá hacerlo? ¿Cuánto más
faltará para que comprenda que estamos solos y destinados a morir? Yo
mismo se que en el pueblo no hay nadie con vida. Lo se desde que vine en
el tractor aquel día, cuando llegó la gran calor. Ella no se acuerda
porque estaba atontada, enferma, con un Soc. Por eso, porque no se
acuerda es que hoy le dije de irnos para el pueblo. Es la única
esperanza que nos queda, creo que le dije. Mentira. Ya no nos queda ni
la esperanza. Hasta la tierra que pisamos ha cambiado tonel calor. Ya no
hay nada nuestro aquí. Ni la habitación de la casa, que cada vez es más
naranja. Pero le dije lo del pueblo para que no se me venga abajo. Ahora
no, por Dios. Tiene que creer en algo, tiene que tener fe en algo para
poder salir de acá. ¿Pensará ella en esto? ¿Cuánto tiempo más podrá
hacerlo? Y ahora llega el sol del oeste. No puede venir nada bueno de
allá después de la Gran Fuego. Contaban que nadie se había salvado, que
sólo quedaban algunas cosas sin nombre, que se movían un poco, que se
arrastraban, que no eran ni hombres ni animales. ¿Habrá sido eso lo que
vi por la ventana? ¿Habrán sido sus ojos?... ¿Habrán llegado con la
arena del desierto?
Poco a poco el aire ardiente fue declinando nuevamente hasta que sólo
fue una brisa. La luz neblinosa del sol apareció entre las nubes y el
aire espeso. Con la llegada de la luz el hombre pudo ver que la ventana
estaba cubierta hasta la mitad de su altura. "Otra vez que sople y nos
tapa" le dijo a su mujer, un tanto fuerte ahora que el silencio había
retornado. La mujer asintió con la cabeza "Sí" dijo después, al rato. Él
se acercó a la cama, la miró, le dijo que tendrían que aprovechar la
calma. Ella dejó de pelar las papas, levantó la vista, lo vio de pronto
como nunca antes lo había visto, murmuró "sí, pero antes, yo...", y él
entonces se acercó más, dos lágrimas comenzaron a caerle cuando el
hombre lo hizo, cuando se ayudaron mutuamente a desprenderse de la poca
ropa que aún tenían, cuando se miraron un instante los Lentamente el
hombre se levantó. La mujer quiso retenerlo aún un poco más sobre sí
pero finalmente cedió. La vela aún estaba encendida y desfiguraba un
poco los rasgos macilentos de la pareja. El hombre buscó una botella, un
bolso.
— ¿Ahora?— dijo ella en voz baja.
—Sí, ahora. Hay que apurarse.
Ella se acercó y le acarició el pelo de paja, renegrido y duro, rebelde,
la espalda con la arena seca. Luego juntó un pedazo de pan, otra botella
de agua, fue a ponerlo en el bolso y entonces se quedó quieta,
mirándolo. Él hizo una sonrisa corta, muy pequeña, y dijo rápido,
bromeando, turbado por esa mirada, que ahora iba a ser más fácil cruzar
el río porque ya no había río. La mujer no contestó. Mantuvo la mirada
en sus ojos el tiempo necesario, el tiempo suficiente para que él
comprendiese. Él dejó de meter cosas en el bolso. De pronto, en esa
mirada cómplice del silencio, me di cuenta de que ella sabía, carajo,
que ella sabía que todo no era más que una mentira, un burdo engaño, una
vana esperanza pero que al mismo tiempo no me recriminaba nada, por el
contrario, me apoyaba, se sumaba a esa fantasmagoría del pueblo con su
fe, acaso fortalecida por ese puro y salvaje acto de amor que acabábamos
de vivir. Entonces comprendí también que sería estúpido llevar cosas con
nosotros. El dejó el bolso en el suelo y la condujo hacia la ventana.
— ¿Hacia el pueblo?— preguntó ella cuando salía.
Él no contestó hasta que estuvo junto a su mujer afuera, sobre el
desierto de arena, tranquilo, apaciguado a la espera de otra incursión
del SOLFUEGO. Luego de recorrerlo con la mirada dije:
—Sí.
El hombre volvió a colocar la chapa sobre la ventana, acaso
estúpidamente, acaso inútilmente, pero con toda seguridad con una fe y
una esperanza que nunca antes había sentido. Se orientó en la luz
mortecina el sol y comenzó a caminar hacia el este. Se sentía bien,
seguro. Las siluetas de ambos, desnudas y crepitantes, eran lo único
animado en ese desierto devastado y sin límites. Las Montañas Azules
habían desaparecido. El río también. Con una última mirada de despedida
me pregunté de qué color vendría ahora el aire.
©Carmen María Camacho Adarve
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