Tras una
larga noche de fiesta, Daniel se despertó con el rostro tostado por un
resplandeciente sol. Como es normal en dichos despertares, a Daniel le
dolía la cabeza, aunque, más que la cabeza, era la espalda lo que le
hacía sentirse muy incómodo, y no era un dolor causado por dolencias
musculares ni de otro tipo, sino por la dureza de la superficie donde
había despertado. Las dos molestias desaparecieron pronto, y es que
despertar en el centro de un inmenso bosque, sabiendo que había empezado
a dormir en el cuarto de invitados de la casa de su amigo Eloy, puede
ser el mejor de los placebos.
- Hey, ¿qué broma es ésta? – Vociferó al silencio del conjunto de
árboles, cuyas estriadas ramas bailaban al compás de un suave viento. -
¿Qué pasa aquí? – Volvió a preguntar en tono más bajo.
Llevaba puesta la misma ropa de la fiesta, el mismo traje alquilado,
aunque le faltaban la gorra, protectora de su rapada testa y la corbata,
pero no sus perpetuas gafas de sol, muy a la estética del suicida Hunter
Thompson. En el bolsillo de la chaqueta, la cual reposaba a un lado,
tenía el móvil -seco de batería-, su inseparable cuaderno de notas, el
lápiz y el tabaco. Hasta ahí todo en orden, así que, tranquilo, en un
ejercicio que solía autoimponerse por muy difícil que fuera el trance
que estuviera pasando y con la seguridad de que aquello no se trataba
más que de una broma de sus simpáticos amigos, encendió un pitillo y
decidió esperar. Mientras fumaba, abrió el cuaderno por la hoja plegada
con la última anotación:
‘’El señor Atienza va de progre vistiendo de Lagerfeld. No es más que un
masón con rolex; un republicano que fuma Davidoff y bebe Moët Chandon,
con una collera de hijos inscritos en la universidad Alfonso X y una
esposa que no esconde su carácter de imitación a la nobleza, ni sus
coqueteos con el navegante y paisajista inglés, Charles Dillon’’.
Ésta, su última anotación, que al ser leída nuevamente, le pareció
despiadada, debería estar ya en la bandeja de entrada del correo
electrónico de la revista ‘’Anís seco’’, de la que era columnista.
Daniel, que ya bordeaba los cuarenta años, había sido poeta en la niñez,
escritor de relatos cortos en la adolescencia y crítico de moda y
personajes populares en el principio de su madurez. Con una sutil y bien
vista por los lectores, fina ironía, se ganaba el beneplácito de todos
aquellos que fustigaban al ‘’famoseo’’ por sus derrochadoras y
peripatéticas vidas, codiciando algunos, disfrutar de una existencia
parecida. Pero eso Daniel nunca lo incluiría en una de sus columnas de
la última página de la revista. Él se limitaba a poner a cada famoso que
consideraba ridículo en el sitio que según el público le correspondía,
luego de pasear su imagen de nuevo e irreligioso comunista por las
fiestas de más alto copete.
El caso es que Daniel, el articulista crítico de famosos, el militante
del partido Nueva Izquierda Internacional, excelente jugador de dardos,
antimonárquico, ateo, bebedor, cocainómano ocasional y soltero
mujeriego, continuaba solo en aquel desconocido bosque, cuando en la
suela de su zapato apagaba un tercer cigarrillo.
- Bueno, va, que me perdone la víctima de mi exabrupto, o la ‘’petarda’’
a la que intenté meter mano, estaba muy borracho, pero salid ya de
vuestro escondite, joder. – Gritó con algo de desesperación.
Se tumbó de nuevo en lo que había sido su cama, rodeado de la inmensa
arboleda y sin respuesta alguna, con la cabeza sobre los brazos y
conservando la calma, con la esperanza de que quien estuviese
observándolo, se maravillara con su imperturbabilidad.
Lara de Marco era cantante de rap. Al igual que Daniel, también estuvo
en una fiesta la noche anterior, aunque a diferencia de aquél, dicha
fiesta no fue más que una prolongada estadía en la cochera del piso de
Fedra, su mejor amiga; rodeada de todos los colegas del barrio y de,
como no, los demás miembros del cuarteto al que pertenecía.
El grupo, llamado ‘’Sinónimos y Antónimos’’, viajaba de pueblo en
pueblo, de barrio en barrio, de pabellón de deportes a pequeñas salas de
ambiente juvenil, donde con las letras de Ismael, el líder y portavoz
del grupo, y su armoniosa y dulce voz, adaptada para todo tipo de
música, trataban de destacar en el conglomerado y masificado mundo del
hip hop amateur.
‘’ No hay amor,
No hay pasión,
No hay fronteras,
No hay re-li-gión,
No hay un dios,
Ni siquiera dos,
No hay razón,
No hay e-du-ca-ción,
Sólo los límites de nuestro corazón…’’
O al menos eso era lo que tenía grabado en su mente de la noche
anterior. Despertó a orillas de un río, sin nada más al alcance de su
vista que unas montañas y el sol escondiéndose en el horizonte. Se
incorporó, y la vastedad del paisaje que la rodeaba la asustó de forma
extrema:
- ¿Hola? ¿Dónde estáis todos? – Preguntó en un doloroso lamento.
La alarma en su interior se encendió. De pie, abrazando con los brazos
su menudo y desgarbado cuerpo, ataviado con ropas de corte rapero, echó
a andar por la ribera del río. Gimoteando, sus lagrimosos ojos no
hallaban signos de civilización alguna. Se encontraba perdida en un
campo que jamás había visto, aunque en realidad nunca había visto
ninguno. Mientras caminaba, pensó en quién podría haberle hecho aquello.
Sospechó de Roberto, el intelectual de estudiosa mirada que, según
afirmaciones de Fedra, reunidas en la cochera para contarse sus cosas,
la seguía desde hacía tiempo, aun con las largas con las que ella donaba
al sospechoso. No podía desconfiar de nadie más.
Le dolía la barriga y hubo de vomitar un par de veces la gran cantidad
de cerveza y tequila que todavía quedaba en su estómago. La garganta
también le quemaba. Cuando no llevaba caminados más de unos doscientos
metros de apacible orilla del río y expectantes montes al fondo, se
arrodilló desconsolada, llorando, gritando, llamando a su madre, a su
padre, aunque fuera para que la reprendiera por la hora de llegar a
casa. Y es que a Lara le faltaban tan sólo unos meses para ser mayor de
edad, y aunque sus padres no fueran del todo conservadores ni hechos a
la antigua, la castigarían por llegar tan tarde sin avisar.
Lara no tenía en su bolsillo nada. Su única pertenencia era su ropa, una
gomilla del pelo en la muñeca y los sollozos por lo inexplicable de
aquella situación. Estaba sola, desamparada, contrariada y muy asustada.
Ya anochecía cuando Daniel empezaba a ser consciente de lo terrible que
le estaba pasando. Ya no le quedaban cigarrillos, lo cual le animó para
escribir en el cuaderno:
‘’Creo que es el mejor momento para dejar de fumar, aunque si salgo de
ésta, me fumaré lo que no hay escrito’’.
Hizo una pelota con el paquete vacío, encestándolo en la oquedad de un
árbol cercano.
- Siempre he creído que me equivoqué de profesión. – Murmuró.
Guardó la libreta y el mechero en el bolsillo de la chaqueta, la cual se
echó por encima; aunque no hacía frío, se sentía más protegido.
- Esta bien, mamones, voy a salir de aquí. Si os creéis que sólo sé
escribir y criticar estáis muy equivocados. Soy un superviviente y os lo
voy a demostrar, hijos de puta.
Al gritar esto, creyendo que todo era un complot planeado por algún
famosillo rico y poderoso molesto por alguno de sus corrosivos libelos,
comenzó a andar sin detenerse a elegir una dirección, aunque sabiendo
que encaminaba sus pasos hacia el oeste. Sin embargo, por más que
caminaba, por mucho que anduviera sin parar, espoleado por el deseo de
demostrar a los ojos que supuestamente lo estaban vigilando que
sobreviviría a aquella prueba, no encontraba nada diferente a campo,
naturaleza virgen y salvaje.
Sin darse cuenta, topó con una roca de grandes dimensiones, casi tanto
como el edificio de cinco plantas sede de la revista. Con precaución,
subió a lo alto del abrupto peñasco con la intención de divisar mejor la
panorámica que tenía ante sí. Y la vista era espectacular: una inmensa
llanura abierta, con un conjunto montañoso al fondo, un río nacido
probablemente en él y el bosque que lo había despertado detrás. Por
mucho que agudizara la vista no distinguía indicios de vida humana; ni
un pueblo, ni un tendido eléctrico. Nada. Estaba solo en aquel
interminable campo. Quien fuera el que lo había preparado lo había hecho
muy bien. Por primera vez desde que se había despertado, se sintió
desconcertado, mal.
Resopló con los primero cosquilleos de hambre. El sol ya casi estaba
oculto en el horizonte. Finalmente, decidió volver al bosque. Los
árboles proporcionan mayor sensación de refugio que una interminable
llanura. Al llegar, no pudo identificar cuál había sido el que tenía
detrás al despertar; eran todos idénticos. Como pudo, subió a uno de
ellos, encontrado un nido de una especie que tampoco conoció. Tal vez
fuera de un ave nocturna, sus progenitores iban a encontrarse con una
horrible sorpresa al llegar. Tras acabar, con la pequeña y cruda
tortilla en el estómago como único consuelo, se dejó caer en la base del
árbol, durmiendo casi a la fuerza.
Lara casi estaba enloqueciendo. Histérica, tomó la decisión de echar a
correr, gritando, aullando, interrumpiendo la sosegada voz de la llanura
en la noche. Pero el cansancio, la fatalidad de que nadie la escuchaba,
el miedo de verse sola en aquel enorme páramo, la abatieron. Cayó
arrodillada, con las manos en la cara, sin parar de llorar.
- ¿Por qué me hacéis esto? – Chilló, desesperada.
De nuevo echó a correr, casi a ciegas, hasta chocar con una gran mole de
piedra que le golpeó en la frente. Y durmió.
Un suave mordisqueo entre los arbustos despertó a Daniel. Era casi de
día. Las 07:46, según su reloj. Se levantó, mirando a un pequeño conejo
que se desplazaba tranquilamente sin temor a su presencia. Sin saber por
qué, comenzó a padecer un irrefrenable deseo de comerse al pequeño
lagomorfo. Con el mechero podía hacer una fogata y asarlo, estaría
delicioso. El problema era cómo cazar un conejo con las manos. Pensó,
alcanzando la idea de subirse a uno de los árboles, a esperar a que el
roedor o alguno de sus hermanos pasasen por debajo y lanzarse a por él.
Dicha maniobra le llevó todo el día y más por su torpeza que por la
falta de conejos, aunque, al final, agarró uno por las patas, y sin
pensarlo, lo lanzó contra el suelo unas cuatro veces. Aquella forma de
cazar, más propia de una gutural y primitiva bestia, le sirvió para
cumplir con lo planeado. Y ya en noche cerrada, Daniel, tras encender
una hoguera fácilmente, después de mal despellejarla, degustó entera la
pieza capturada.
- Lo siento, amigo conejo, pero hoy no he comido nada. – Musitó.
Lara se despertó aturdida. Tenía una fea rozadura en la frente. La noche
la cubría por completo:
- Quiero ir con mi madre, por favor. ¡Quiero ir con mi madre! – Exclamó,
de nuevo chillando.
Aquello no era una terrible pesadilla. Seguía sola en el campo, sin
nadie que la escuchara o ayudara. Llevaba todo el día. Tenía hambre,
sed. Le dolía la cabeza, le dolía el alma. Podía beber agua del río,
pero ni siquiera cayó en eso. No estaba preparada para aquello. Quería
volver a su casa. No cesaba de llorar, de tirarse de los pelos. Mezcla
de tristeza y de rabia por no poder coger al culpable de su desdichada
experiencia y sacarle los ojos. Pero la sed y el hambre no tenían nada
que ver con la causa de su abandono. Ellos siempre estarían ahí, en el
interior de su organismo y no detendrían su ataque hasta que no fuesen
colmadas sus exigencias o el dicho organismo se desplomara desfallecido.
La cordura regresó en un último intento por preservarse. Echó de nuevo a
correr, pues en la oscuridad prefería correr, ya que el estremecimiento
de que en cualquier momento alguien la asaltaría por detrás estaba tan
presente como el sonido del río, única guía hasta el final de su sprint.
La sed fue vencida, las lágrimas de sus mejillas fueron refrescadas, un
suspiro, y el hambre golpeó de nuevo, anunciando que ella continuaba en
su punto. Pero qué podía hacer para vencerla. No sabría cómo. Lo mejor,
pensó, sería acurrucarse junto al río, en el que bebería cuando
quisiera, pues había oído que un cuerpo humano sin comida, pero con
agua, podía aguantar más de dos semanas, o algo así y esperaría a que
llegase alguien y la rescatara.
En posición fetal, cerró los ojos, aunque al hacerlo, una imagen quedó
grabada como la última antes de hacerlo. Una luz en el vacío, en el lado
contrario al río. Una luz lejana, pero real. Se incorporó, parpadeó y se
restregó los ojos una y otra vez. Era una luz hecha por alguien. Quizá
no estaba sola.
Un solo cigarro, eso era lo que deseaba Daniel ahora que había cenado,
un cigarro y una copa.
- Daría lo que fuera por una sola caladita. – Murmuró, recordando a
aquel actor que hacía de fantasma en el metro en Ghost.
A la expectativa de lo que pudiera pasar en las horas siguientes, sin
perder la esperanza en que pronto saldría de allí, encendió el mechero y
empezó a escribir una idea para lo que sería su próximo artículo, algo
así como ‘’mi extraña experiencia en la naturaleza salvaje’’. Pero
cuando ya llevaba casi un renglón, se detuvo, reparando en que no
debería gastar el encendedor que le podría servir en el futuro. Dejó que
el fuego y su apacible crepitar se consumiera, ensayando lo que diría en
caso de que algún ecologista lo denunciase por claro peligro de
incendio. Lentamente, al amparo de las gafas oscuras, sus ojos fueron
cerrándose, aunque antes de pasar al sueño, una forma humana se presentó
ante él. Sorprendido, los abrió. Era una chica bajita, encorvada, con
aspecto de estar cansada y rostro compungido.
- Hola, ¿quién eres? – Preguntó la chica.
- Soy Daniel, ¿y tú?
- Me llamo Lara. ¿Tú eres el que me ha traído hasta aquí?
- Eso mismo te iba a preguntar yo. Desperté en este bosque. No sé dónde
estoy, ni tampoco cómo he llegado. – Contestó él con más vigor en sus
palabras.
- Tío, ¿qué coño está pasando? No me jodas. Esto debe ser alguna prueba
de algún programa nuevo de televisión, o a lo mejor la distracción de un
rico ocioso que disfruta mirándonos. Llevo todo el día sola. Tengo
hambre, he bebido agua del río y estoy asustada. Encima me he golpeado
en la frente. – Explicó Lara, lloriqueando.
Daniel, algo más experimentado, se dio cuenta de que era una
adolescente.
- Vamos, no te preocupes, alguien vendrá y nos lo explicará todo. Por
qué no te sientas a mi lado, junto al fuego, y dejas que te vea esa
herida. Te ofrecería algo de comer, pero lo siento, me lo he comido
todo. – Y al decir eso, señaló a los huesos del conejo.
Lara se sentó: fuera quien fuese, parecía decir la verdad. Daniel
pensaba que la situación se hacía más incomprensible aún. La llegada de
la chica despojaba a la experiencia de su halo personal. Lo que fuera,
no se lo habían hecho a él solo.
- Es sólo un rasguño. Pero, ¿no te das cuenta? Esto es como en Saw pero
en el campo, tío. Qué fuerte.
- ¿Cómo qué?
- Como Saw, la película ésa de miedo.
- Ah sí.
- No me puedo creer que me esté pasando esto. - Balbuceó Lara,
sentándose junto al árbol.
- Lo mejor que podemos hacer es esperar. Mañana cazaremos juntos un
conejo y comeremos. No podemos hacer nada más. Si alguien nos está
viendo, se va a aburrir un poco; más le vale que saque a algún tío raro
para darle un poco de picante al asunto. – Dijo Daniel con su habitual
sarcasmo.
- Calla, por favor, no dejo de estar aterrorizada pensando en que en
cualquier momento saldrá un loco de ésos de las películas y me hará
daño.
- Tranquila, no volveré a decirlo. Lo mejor es que ahora somos dos,
¿vale?
- ¿Te importaría si me echo a tu lado? – Preguntó Lara. – Creo que tengo
el cuerpo cortado, tengo frío.
- Claro que no. – Respondió el columnista. – Toma, te echo mi chaqueta
por encima, apoya tu cabeza en mi hombro, y tranquila, te prometo que no
voy a hacerte nada.
- Eso espero, aunque creo que puedo fiarme de ti, creo que estás tan
asustado como yo, sólo que sabes aparentar lo contrario. – Él sonrió con
tibieza. Sabía que tenía razón, pero no la conocía de nada, su reserva
no iba a ser desprotegida tan de repente.
Mantuvieron el silencio durante unos minutos.
- ¿A qué te dedicas?
Pero Lara estaba tan profundamente dormida, que ni escuchó la pregunta.
Daniel se sintió algo más protegido con ella, aunque seguía echando en
falta un paquete de tabaco, una copa y su saxo. Se trataba de una
situación inconcebible, absurda. Lo único que podía pensar era en
adaptarse a ella y esperar. Si, como la joven temía, apareciese un loco
de entre los árboles y los mataba, asumiría su muerte como algo que no
había buscado. Trataría de defenderse, desde luego, de defender a su
nueva acompañante, pero si el maniaco fuera más fuerte, aceptaría su
destino.
Una tenue llovizna los despertó.
- No quiero despertar. – Fue lo primero que dijo Lara. – Quiero dormirme
y hacerlo en mi casa. Mi madre me hará tortitas, mi padre leerá el
Marca, mi enano jugará a la Nintendo y Fedra vendrá a recogerme para ir
a ensayar con mi grupo. No me despiertes, por favor.
- Escúchame, sea lo que sea lo que nos está ocurriendo, debemos ser
fuertes. Imagina que nadie viene a socorrernos. Tenemos que hacernos a
esa idea, y lo mejor de todo es que tenemos a la naturaleza de nuestro
lado. – Afirmó Daniel, muy positivo, indicando con su mirada alrededor.
- Quiero ir a mí casa, por favor. Llévame, seguro que tú puedes, quiero
salir de aquí. - Rogó ella, tirando, arrodillada, del brazo de él.
- ¡Escúchame! – Exclamó él, arrodillándose también. – Hazme caso,
debemos sobrevivir. Yo no sé ir a tu casa, ni a la mía. Tengo una
revista que espera desde ayer un artículo semanal por el que gano mucho
dinero, estoy metido en el guión de una película que me va a dar mucho
más. Tengo un gato, un canario, un acuario, un saxo, una botella de
Magno y unas ganas locas de fumarme un cigarro, pero no puedo hacer nada
si no sobrevivo, y te aseguro que contigo o sin ti, lo voy a hacer.
La soltó y echó a andar en dirección al río.
- No te vayas, por favor. – Musitó Lara sin parar de llorar y con un
relámpago entre las nubes.
- Si quieres salir de ésta, no te separes de mí, te lo aconsejo. – Dijo
él ya desde la lejanía.
Resultaba ser el trago más difícil para una chica como ella, que apenas
había salido del mundo creado en su barrio, separando con una línea
imaginaria en su interior el ambiente familiar, del ambiente social.
Daniel bebía agua del río, cuando ella se le acercaba sorbiéndose la
mucosidad nasal por tanto lloro. Se agachó a su lado y bebieron juntos.
De rodillas, en la orilla, Daniel observó a un par de peces. Había
dejado de llover y la fauna diurna se adueñaba con su canto de todo el
lugar.
- Podríamos pescar alguno.
- Yo no sé pescar. – Dijo la chica.
- Yo sí, pero no peces.
Regresó a la arboleda, de donde arrancó una rama del tamaño de un
bastón.
- Si tuviera un cuchillo me vendría perfecto.
- Puede que con una piedra. – Dijo ella, que lo seguía a todas partes.
- Vaya, no eres tan ingenua.
Buscaron y encontraron una piedra similar a una lasca. Con ella afiló la
rama, se arremangó los perniles del pantalón y se dedicó a pescar con un
arpón tan rudimentario sobre una de las rocas salientes de la orilla.
Ella esperaba.
Daniel comprobó que la pesca era más difícil que capturar un conejo.
Ella lo miraba desde la orilla, y al decimoséptimo intento, comenzó a
reír por primera vez desde que estaba allí.
- Eh, no te rías, te voy a dar el palo y lo vas a hacer tú.
- No serás capaz. – Vociferó Lara.
- ¿Qué no? Ahí lo tienes, todo tuyo. – Dijo él saliendo del agua.
La chica, sin pensarlo, tomo el arpón improvisado y se colocó en el
mismo lugar. A diferencia del crítico, se lo pensó dos veces antes de
empezar, y al primer intento, sorprendentemente, capturó un barbo de
buenas dimensiones.
- Menuda suerte ha tenido. – Murmuró Daniel.
- ¡Ja! ¿Te ha parecido suficiente? – Exclamó ella corriendo con la
bigotuda captura.
- Sí, sí, ya lo veo, eso viene bien para que se sepa cuál de los dos lo
va a hacer siempre.
- Cerdo machista.
Volvieron al bosque, que se había convertido en su punto de partida, en
su base, por así decirlo. Daniel hizo de nuevo fuego, asaron el pescado
y desayunaron.
- ¿Sabes una de las cosas que más temo? – Habló ella.
- ¿Qué?
- Pensar que a pocos kilómetros haya un pueblo, una aldea, algo, y
nosotros aquí, como dos náufragos, sin movernos. ¿No crees que
deberíamos buscar?
- Yo pienso que si hay alguna ciudad cerca no tardarán mucho en vernos.
– Sostuvo Daniel, sacándose una espina de la boca.
- ¿Y si hay una carretera? Puede que el río lleve agua a algún sitio, en
la desembocadura, por ejemplo.
- Mira, si quieres, mañana podemos irnos, seguir la corriente del río,
como dices, hasta el final, ¿de acuerdo? – Ella asintió.
- Tengo una curiosidad, ¿por qué no te quitas las gafas, acaso vas
siempre con ellas?
- Siempre.
- ¿Por qué?
- Pues no sé, ¿por qué has pescado tú un pez a la primera?
- Porque soy buena.
- Anda qué lista, pues yo soy bueno llevando gafas de sol todo el
tiempo, y nunca me las quitaré. – Ella meneó la cabeza en señal de
desconcierto.
Pasaron todo el día hablando, durmiendo junto al fuego. Por la noche, de
nuevo bajo la llovizna, se acurrucaron como dos animales, rebasando la
noche como pudieron.
Al día siguiente, Lara fue sometida de nuevo por otro ataque de
desesperación.
- Estoy harta, no pienso moverme de aquí, quiero volver a mi casa, ¿es
que no lo entiendes?
- Claro que lo entiendo. ¿Piensas que yo no deseo volver a la mía?
- ¡Me da igual lo que desees! – Gritó ella. – Lo del pescado fue pura
suerte, yo no estoy hecha para esto. Si quieres irte, vete, déjame aquí.
Prefiero morirme antes que pasarme el resto de mi vida en este lugar.
Daniel la miró, la observó con suma atención, sin decir nada, sin hacer
ningún gesto, con inexpresivo rostro oculto tras las gafas.
- ¿Qué pasa? Deja de mirarme, di algo, joder.
Pero él no habló nada, sólo se quitó las gafas, lanzándolas al río,
mostrando unos hermosos ojos verdes.
- Te lo vuelvo a repetir, si quieres salir de ésta, no te separes de mí,
te lo aconsejo.
Ella lo miró pasmada, extasiada, cuando vio lo que aquel desconocido
había hecho para tranquilizarla, para, de algún modo, hacer que pensara
en otra cosa, y se juró que no volvería a llorar por muy adversas que
fueran las condiciones en aquel lugar.
Se puso de pie y dijo:
- Bien, pongámonos en marcha.
Anduvieron durante horas a través del margen del río, que parecía
interminable. Pero no lo era y cuando el crepúsculo sobresaltaba en su
sombreado y rojizo esplendor, llegaron a la desembocadura, la cual
vertía miles de litros en el más inmenso y abierto mar que nunca habían
visto, sin nada más que rocas y fina arena en su playa adyacente. En
cambio, seguían sin encontrar rastro humano alguno. En kilómetros no
había nadie más que ellos. Se tumbaron en la arena de la playa, que sin
ser la de una paradisíaca isla, no carecía de cierto toque atractivo.
- Bien, ¿y ahora qué? – Inquirió ella mirando al cielo, respirando por
el cansancio.
- Es muy extraño todo esto. – Afirmó Daniel. – En las desembocaduras de
los grandes ríos siempre hay gente. Esto es muy raro.
- ¿Qué hacemos?
- Vamos a pescar de nuevo. Con mi chaqueta haremos una bolsa y la
llenaremos de peces, pero lo peor es dejar el río. No tenemos nada para
llevar agua. Estoy pensando en caminar, en explorar, buscar a alguien,
tiene que haber alguien por aquí. Imagino que esto puede ser China,
donde hay inmensos campos perdidos. Lo que me ha desconcertado es el
delta del río, ya que no es un río pequeño. Si nos aventuramos dejando
el cauce, corremos el riesgo de no encontrar a nadie e incluso morir de
sed.
- Pues entonces, tú decides.
- No lo sé, por otro lado creo que lo mejor es esperar. Puede que baje
alguna embarcación, es un río navegable, o que pase un barco y pueda
vernos.
- Me parece que estamos solos, tío.
- No creo. – Negó él sin convicción.
- Aquí no hay nadie, nos hemos quedado solos, o puede que estemos en una
isla.
- No estoy muy seguro de eso; un río de este tamaño en una isla…lo dudo.
De repente, sin llegar ninguno a una conclusión, las nubes se
arremolinaron y comenzaron a descargar fuertes lluvias.
- Busquemos en los cantiles, seguro que hay huecos para guarecerse. –
Dijo él.
Hallaron una pequeña cueva, que fue descartada por Daniel por el temor a
la subida de la marea. Empapados, escalaron por la parte trasera del
acantilado. Tuvieron suerte, dieron con una poco profunda pero seca e
ideal para ampararse del chaparrón. Nunca imaginaron que dicha gruta
natural, probablemente el escondite secreto de piratas, según la
fantasiosa imaginación de Daniel, se convertiría en su casa para el
resto de su vida.
Con los primeros rayos de sol escampó. Bajaron, como en un ensayo ya
efectuado muchas veces. Lara, con su gran habilidad en el manejo del
arpón, pescó una docena de peces. Daniel preparó el fuego en la cueva. Y
comieron. Y así, hora tras hora, día tras día, hasta, según los cálculos
de él, cumplir un mes desde que se vieron por primera vez. Un mes sin
hallar explicación alguna a lo sucedido. Las teorías del escritor se
aproximaban al cataclismo silencioso, creyendo en que tal vez lejos, al
otro lado del mar, otro dúo de seres humanos se encontraba en la misma
realidad. Lara abogaba más por la certeza de ser un par de conejillos de
indias, entretenimiento para una mente enfermiza, aunque, a medida que
pasaban los días, su hipótesis se iba desvaneciendo.
Fuera como fuese, tal vez un insólito caso de realidad paralela en sus
subconscientes, o un asombroso suceso de desaparición súbita de la raza
humana, dejándolos a ellos como Adán y Eva en un paraíso terrenal, nadie
vino a buscarlos. Permanecieron en la cueva día a día. Existiendo,
sobreviviendo, aburriéndose, conociéndose. Solos, perdidos, sin más
civilización que la de sus corazones, sin más creencias que las
depositadas mutuamente, sin más ideología que la del mañana. Programaron
sus tareas; ella pescaba, él cazaba y hacía el fuego, llamas que nunca
apagaban. Dando a sus anteriores vidas un giro extremo. Cambiando sus
aspectos, sus imágenes. Él, que había destacado por su estilo esnob, con
gafas oscuras y cabeza afeitada, ahora con el pelo largo y barba de
profeta, con el que fuera un elegante traje rasgado, cubierto de nudos.
Ella, siempre un rostro aniñado, sin una sola arruga, carente de gran
belleza, ahora algo más madura, más hecha facialmente, y por extraño que
pareciese, más hermosa. Por puro instinto no abandonaron como tenían
planeado la playa, su cobijo natural. La libre comodidad los había atado
para siempre en aquel lugar.
Llegó una de tantas mañanas, una de particularmente fuerte oleaje.
Daniel se encontraba dormido, nunca despertaba hasta que el sol entraba
del todo por la entrada de la cueva. Sin embargo, aquella mañana tuvo
que levantarse antes. Oyó un grito de auxilio. Una llamada de socorro.
Salió al exterior y miró hacia abajo, al lado donde el agua del mar
trataba de entrar en tierra y nunca lo hacía. Al hueco donde Lara
guardaba sus arpones y pescaba protegida de las olas. Y claro, la
llamada de socorro era de ella.
- Lo siento, tío, he resbalado y me he caído. Ayúdame a salir de aquí,
hago pie con la pierna derecha, pero la otra creo que me la he roto.
Había sangre en el agua. Con mucho esfuerzo, dada la poca accesibilidad
del punto de pesca, Daniel la sacó y la subió a la cueva.
- Me parece que sí, que tienes la pierna rota. – Confirmó cuando vio la
herida en la espinilla y un bulto que trataba de salir de dentro,
seguramente la tibia. Ella resopló. Se miraron. – No te preocupes,
traeré un par de varas y te la entablillaré.
- Me duele mucho. – Musitó ella mirando a la fea herida.
- Me lo imagino. Pero no te preocupes, si es una fractura limpia,
entablillada y con reposo se curará. Ahora pescaré yo, trata de
descansar.
Aquella noche, en la inmensidad de la playa, además del sonido de las
olas, de las aguas dulces vertidas al mar, se oyeron los gritos de dolor
de la muchacha, con Daniel, que no se separaba de ella en ningún
momento, tratando de consolarla, con la luz del fuego que cualquiera que
pasara vería, y que nadie, aunque nunca perdían la esperanza, vio.
Durante tres largos y agobiantes días sufrió Lara por la pierna. Al
cuarto, vencida por el sueño, los dos pudieron dormir. Y a la mañana
siguiente, despertados al mismo tiempo, se dijeron todo, sin decirse
nada.
Más por la experiencia mutua vivida, padecida, sufrida y siempre
inexplicada, más por la inercia, se amaron, se prometieron amor eterno,
y en el que ya era su hogar, aceptado para siempre, dieron rienda suelta
a la parte física, desnuda y sudorosa de dicho amor. En pocos días
pasaron de llamarse por sus nombres a hacerlo con <<amor>> <<cariño>>
<<cielo>>, a besarse antes de dormir, y a practicar de nuevo su pasión
en cualquier lugar. Ella, aunque, seguramente para siempre, le quedó una
leve cojera, se curó la pierna. Y como suele ocurrir en dos personas del
sexo opuesto que se aman, aunque en cosas del amor ya se sabe, que él y
la pasión son como Homero, carentes de visión, Lara quedó embarazada, y
a los nueve meses, en el excavado lugar donde pescaba, auspiciada por
las aguas del mar, dio a luz a una preciosa niña tan sana como la
naturaleza que desde hacía un año los dominaba.
- Quiero que se llame Mar, como el mar donde ha nacido. – Le dijo a
Daniel cuando éste la tomó entre sus brazos por primera vez. – Mar, Mar,
saluda a papá...Ahora esto se parece a ‘’El lago azul’’. – Añadió. Él
sonrió.
Ahora ya no eran dos, sino tres. Ahora eran tres bocas en el paraíso.
Una ración de pescado más, triturado por la boca de mamá cuando ya su
propia mama no le saciaba el hambre, para la nueva integrante en la
creada y establecida por las circunstancias, pequeña y peculiar familia.
Con el nacimiento, Lara permanecía en la gruta, cuidándola, mimándola.
Daniel exploró durante días toda la zona, todo lo que sus facultades
físicas y lo que le esperaba en la cueva le permitía, sin encontrar algo
más diferente a lo que ya tenían. Hicieron herramientas, utensilios con
madera y piedras, como una vuelta al paleolítico.
Tuvieron que aceptarlo, asimilarlo, vivir con ello, y vivir con la
pequeña Mar, el fruto de su vivencia, la prueba de que en tan
extraordinarias condiciones, se amaban. Y el sello de que se habían
adaptado a la nueva vida, tanto, que casi olvidaron la anterior. Incluso
Daniel, que de entre los restos de espinas y trozos de leña de la cueva,
encontró su viejo cuaderno. Casi había olvidado que una vez escribía;
cosas malas, y buenas de vez en cuando, pero escribía y ahora que
disponía de tiempo, ahora que tenía a alguien a quien amar –por partida
doble- tuvo la idea de escribir a la pequeña un cuento.
- Cuando sea mayor y pueda leerlo, me emocionaré. – Repetía. – Tengo que
hacerlo bonito, para que le guste.
Y se retiraba a la playa a escribir, dejándolas a las dos al amparo de
la cueva. Y en una de aquellas tardes de literario retiro, regresó.
- Cariño, ya he terminado el cuento para Mar.
- Qué bien, ¿puedo leerlo?
- Claro que sí, léelo y dime qué te parece.
Lara comenzó a leer el cuento:
‘’ Érase una vez que se era, en un escondido y oscuro bosque vivía un
feo y temible ogro que a todos los hombres de las aldeas tenía
aterrorizados. Su aspecto era deforme y horrible; asustaba a todo
aquello, fuese hombre, animal o vegetal, que tuviese la mala fortuna de
encontrárselo por algún camino. Y es que pocos podían contarlo después
de haber tenido un encuentro con él. Los niños sólo necesitaban oír su
nombre para correr asustados a la cama. Los cazadores evitaban como
fuese las piezas escondidas en el bosque del ogro, y era cierta la
leyenda de que había matado con sus propias manos a tres hombres que
intentaron darle caza. Sin embargo, su carácter, que había sido huraño,
violento y de odio eterno a los hombres, cambió radicalmente la tarde
que vio en las cercanías del bosque a la joven Sand, que para curar a su
abuela un mal de ojo, se arriesgó a buscar las moras que crecían por
allí.
El ogro, que no sabía expresar más sonidos que su rudo gruñido y cuanto
menos, un crispante y agudo gorgoteo cuando algo le gustaba, no
comprendió fácilmente qué le ocurría cada vez que la veía. Qué era
aquello que le subía por su oronda y peluda barriga y le golpeaba con
fuerza en el corazón.
Consultó sus dudas con la idea que tenía sobre lo que era su madre; un
tótem que poseía en su cueva de la montaña, y éste, en su imaginación,
le sugirió que se acercase sin temor a la joven. Y así lo hizo, tras
días de intentos y sudores, el ogro se plantó ante la hermosa Sand.
La muchacha se asustó, pero su intuición femenina le dijo que los ojos
de borrego de la bestia no eran sinónimos de ataque. El ogro no sabía
comunicarse. No entendía lo que la chica le preguntaba, y antes de
inquietarse más, cogió la mano de ella y la puso en su corazón,
señalando con la suya el de la mujercita. Ella se sintió conmovida, y
empezó a dudar sobre la maléfica y cierta leyenda que recaía sobre él.
El ogro, sumamente y como jamás había estado, muy tembloroso, recogió
unas florecillas y elaboró un sencillo ramo, ofreciéndolo a la chica con
gran pleitesía.
Al día siguiente volvieron a verse. Y al otro. Y al otro. Y así, durante
muchas tardes. Al final de una de ellas, cuando el ogro ya comenzaba a
pronunciar algunas palabras humanas, expuso sus pensamientos de la noche
anterior. Comprendió que aquello no podía ser. Que Sand era una chica
tan hermosa, que no merecía una criatura de aspecto tan horrible como
él: qué iban a pensar los hombres y las mujeres que lo supiesen.
Con eso, decidió marcharse, pues era lo mejor para los dos. Ella, que se
había enamorado, rogó acompañarle, pero él no aceptó.
Lo besó, la besó. Ella a su pueblo con los hombres volvió. Y él, un
nuevo y apartado bosque encontró. Y desde uno y otro lado, para siempre
el amor los recordó.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. ’’
- ¿Qué me dices? – Preguntó Daniel expectante.
- Creo que es demasiado triste, deberían haberse quedado juntos, como
Shrek.
- Oye, ¿tú todo lo asocias a una película, no? – Y al decir esto,
ofuscado, se marchó. – Escribiré otro, Mar aprenderá a leer con mis
cuentos. – Ella sonreía.
Al pasar un par de horas ya estaba de vuelta.
- Hala, ya lo tengo, ¿acaso pensabas que no soy capaz?
- Yo no. – Contestó Lara, muy jocosa y con la pequeña en brazos.
- Toma, lee.
Y ella leyó.
‘’ Tea y Omi eran dos muglik que vivían juntos en la aldea de Dim. Se
habían unido hacía ya varios meses en la abadía de Gherses, y como el
primer día, la pareja se amaba con pasión.
Su vida transcurría en aquel mundo habitado por seres fantásticos, en el
que todo lo inimaginable era posible, en el que la música de fondo era
interminable, los colores se reproducían en el cielo con el pasar de las
horas y con una diversidad enorme, y el aroma de los campos era obra de
cada fruto.
Todas las formas de aquel mundo eran redondas y todo era claro,
brillante y sencillo al mismo tiempo. Sin embargo, la felicidad de
aquella singular pareja y la de los demás habitantes de la pequeña aldea
era interrumpida cada año, sin saber qué día, por el morador de la
montaña…Lo llamaban, Muerte Oscura.
Venía por la noche, cuando todos dormían, y cuando ni el vigía de la más
alta torre apenas podía verlo. En silencio, con frialdad, raptaba a
algún miembro del poblado para no devolverlo jamás, y de nada habían
servido las partidas de búsqueda por la región emprendidas años atrás
cuando Muerte Oscura comenzó sus fechorías. Nada aparecía, ni el
secuestrador, ni el secuestrado. Ni siquiera un cadáver al que llorar, y
las búsquedas, por infructuosas, se dejaron de organizar.
Aquella noche, Muerte Oscura se llevó a Omi, lo cual conmocionó
gravemente a la aldea, y sobre todo a Tea, su amada.
Ésta, a pesar de la oposición de los demás, decidió buscarlo por el
monte, pues su vida no sería la misma sin él.
A la mañana siguiente, sin ayuda, pero con mucho ánimo, partió ladera
arriba.
Pasó noches sola y desamparada en la oscuridad campestre, gritando el
nombre de su amor y sin oír más que el ulular de los búhos y los
aullidos de los lobos.
En una de ellas, una que parecía ser más fría debido a la espesa niebla,
Tea observó una especie de escalones de piedra que subían hacia el monte
más alto.
Sin más miedo que el de la que no tiene nada que perder, subió la
tenebrosa escalera, la cual se enroscaba en lo alto y desembocaba en un
pequeño y oscuro castillo.
Escaló las paredes de la misteriosa edificación, de la que jamás había
oído hablar.
A una altura considerable y cuando se disponía a mirar por una de las
numerosas ventanas, ésta se abrió, haciendo que la muglik cayera a una
sala oval iluminada por cirios.
Te esperaba. Se escuchó de fondo.
Te he visto desde aquí patear el bosque y he oído como gritabas el
nombre de Omi.
¿Acaso tú lo tienes? ¿Eres Muerte oscura?...Preguntó ella asustada.
Yo soy Muerte Oscura, pero no sabría responder a lo primero: son tantos
mis invitados. Contestó la voz precediendo a sonrisa funesta.
He venido a rescatarlo.
Ah si, ¿y cómo lo harás? ¿Crees que podrás conmigo?
Conozco la magia. He aprendido mucho. No me subestimes. Vociferó ella
con rabia.
Ninguno de tus trucos podría vencerme. No olvides que:
No intentes quemarme, pues fuego soy.
No quieras ahogarme, pues agua soy.
No trates de congelarme, pues hielo soy.
No desees enterrarme, pues tierra soy.
No pienses en arrasarme, pues huracán soy.
No pretendas envenenarme, pues veneno soy.
Y como todas estas cosas son parte de mí, cómo crees que podrías
matarme, si Muerte Oscura soy.
Márchate por donde has venido, y no llores más, ya que puede que el año
que viene, yo te traiga de nuevo. Sostuvo Muerte Oscura esta vez con una
infrahumana carcajada.
Tea se marchó, triste y afligida. Con cada uno de sus pasos, una lágrima
caía. Pero no había bajado aún las escaleras cuando tuvo una idea.
Volvió al castillo, que lentamente cerraba sus puertas, y ante Muerte
Oscura se presentó de nuevo. El siniestro ser preguntó qué se le había
olvidado, a lo que Tea respondió:
He venido a confesarte la verdadera razón que me ha traído hasta aquí.
¿Y cuál es? Inquirió él.
Que me he enamorado de ti, oh poderoso Señor. Yo había escuchado tus
andanzas. Conozco tu noble abolengo, tu glorioso pasado y contaba los
días para que llegara éste. He venido con la excusa de rescatar a
alguien, pero sólo era para poder hablar contigo, mi querido Señor. Tu
voz me ha conquistado para siempre.
En ese momento, un silencio llenó la sala, el cual fue roto por un
llanto quedo y mocoso.
Nadie me había hablado así en mi vida. Afirmó Muerte Oscura, desvelando
ser el que lloraba y comprobando como con cada llanto, uno de sus
innumerables poderes perdía.
En las mazmorras del castillo tienes a toda la gente que he raptado. No
viven bien, pero tampoco los he maltratado. Libéralos e iros.
Y así fue como Tea rescató a Omi y a todos los habitantes de su pueblo.
Volvieron juntos, y en el camino, Tea reflexionó y comprendió que ante
el amor y todas aquellas palabras y sensaciones engendradas por ese
sentimiento, no hay poder o ser que se resista.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado’’.
- ¿Y bien? – Lara torció la boca.
- Me parece demasiado pastel.
- ¿Pastel?
- Sí, muy blandito y facilón; de repente, el ser abominable se convierte
en un personajillo tierno y arrepentido, eso a mi niña no le gustará. –
Aseguró, mirando al bebé. – Daniel no dijo nada, sólo tomó una antorcha
de la lumbre y volvió al escritorio playero a escribir otro cuento.
Esta vez tardó algo más, pero de nuevo entró en la cueva con un pequeño
cuento.
- A mi libreta le quedan sólo tres hojas, como no te guste éste no podré
hacer más. – Dijo cansado.
- A ver, deja que lea.
Y la joven madre leyó nuevamente.
‘’ El mundo en el que nació la ninfa oscura era un mundo de fantasía,
donde hasta el agua que caía por las grietas de las montañas componía
bellas melodías.
Nació en la era de lo árboles habladores, y con ella, nacieron cientos
de ninfas más, las cuales eclosionaban en huevos puestos por hadas.
Sin embargo, la eclosión de aquellos blanquecinos huevos colocados en un
nenúfar gigante no pasó desapercibida. El hada que los puso y su
progenitor, un rayo de sol azul, se asustaron, pues una de las ninfas
era completamente negra, y aquello no podía permitirse en un mundo tan
radiante en bellos y vivos colores.
Así que la decisión fue desterrar del mundo que le vio nacer a la pobre
y de pelo rojo, ninfa oscura. Se hizo levantar a uno de los sapos
centinelas, los cuales, dado su grueso tamaño, eran los que tapaban las
aberturas hacia el mundo de abajo.
La abertura por la que fue arrojada la ninfa oscura era un tronco hueco
y cortado.
Cayó durante horas, y durante el trayecto, abrió los ojos por primera
vez en su recién creada vida. Y no fue nada agradable que lo primero que
vieron sus luminosos ojos fuera estar cayendo por un negro agujero.
El final era el mundo de abajo, más conocido como inframundo. Allí donde
los soles se ocultaban en pardas nubes, las lunas plegaban sus labios y
la tierra era un yermo desolado y gris.
La pobre ninfa oscura observó a su alrededor, tomando conciencia de
dónde se encontraba y sabiendo por propio instinto, que aquel lugar no
era el que le correspondía.
También poseía en su interior la capacidad innata de cantar, y la ninfa
oscura, entre lágrimas secas, cantó con voz aguda y débil. Triste y
sola.
Al acabar, quiso volar tan alto como pudo, pero por más que lo hizo,
jamás llegó a su hogar. Y es que el cielo del inframundo era un cielo
tan oscuro como ella, pero también un cielo eterno, y mientras volaba y
volaba, cantaba y cantaba, sin nadie que la escuchara, aceptó su
desafortunada vida.
Sucedió que un día, uno más de los tenebrosos días de aquel infernal
lugar, cantando sobre lo alto de una montaña incandescente y deseando
ser invocada en su hogar junto a sus hermanas y su hada madre, el
inframundo tembló. Pero no era una sacudida de tierra lo que provocaba
aquel temblor. Se trataba de dos dragones peleándose.
La montaña se resquebrajó, hundiéndose con estrépito, y los dos titanes,
heridos por el enfrentamiento, no pudieron evitar caer al fondo.
La ninfa evitó ser arrastrada por aquellas fuerzas gracias a sus
gráciles pero seguras alas. Sobre la superficie de piedras amontonadas
yacían los dos colosos, y uno de ellos, seguía vivo, aunque mal herido.
Ella canturreó una serenata casi inaudible para la bestia. Se apiadó de
su trance, pues sentía especial condescendencia con aquellos que sufrían
como ella, y gracias a su magia de nacimiento, con un leve roce de sus
palmas, sanó al dragón.
Éste no tenía palabras para agradecerle tal curación y como recompensa,
montó a la ninfa en su lomo, permitiendo que contemplase la descomunal
extensión del desamparado mundo de abajo.
Se hicieron inseparables, y amigos hasta el fin se prometieron ser.
Pero…pasó que el dragón, que se divertía asustando a los zombis errantes
del cementerio con su aliento de fuego, llevó a la ninfa al mundo de
arriba, a su verdadero hogar, y sus intenciones no eran nada buenas. Se
dirigió al bosque de las hadas y el sol azul, y ella, involuntariamente,
supo que estaba en su casa, aunque las ninfas que la miraban a lomos del
monstruo eran todas diferentes a ella.
Cuando el dragón se abalanzó sobre el árbol más frondoso del bosque,
tomando aire para cambiarlo por fuego, la ninfa se adelantó, impidiendo
el ataque.
No les hagas daño, dragón. Si lo haces me perderás.
La gigantesca criatura, enfurecida por la impotencia, se alejó del
lugar, y la ninfa, que a su regreso había salvado la vida a muchos de
los suyos, fue aceptada de nuevo.
Sin embargo, su felicidad fue incompleta.
Días después, rauda y veloz, se dirigió a las cascadas de fuego, en el
inframundo y en el lugar donde dormía su amigo dragón.
Allí, volvió a cantarle y a acariciar su fría piel, diciéndole que podía
vivir donde quisiera, pero que siempre sería su amiga y que para siempre
la tendría en su corazón.
La ninfa oscura se hizo hada, y con el tiempo, engendró a sus propias
ninfas, donándolas con un poco de alegre fantasía de su mundo y un poco
de solitaria tristeza del de su querido dragón.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado’’.
Daniel miró a Lara sin preguntar.
- Éste me resulta más imaginativo, pero se parece al primero, ‘’pequeña
historia, romance de bella y bestia’’.
- Bueno, pero fíjate en la historia de la ninfa, es una marginada, no es
tan bella. – Replicó él defendiendo su escrito.
- No sé, no termina de convencerme. – Sentenció Lara.
Él se sentó, derrotado, sabedor de que en tres hojas ya no podría
escribir mucho más. Lara, haciéndole mimos y risas al bebé, lo miró y se
le acercó.
- Escúchame, amor mío, ¿recuerdas cuando nos conocimos y me dijiste que
si quería sobrevivir no me separase de ti o algo así?
- Sí, ¿pero qué tiene que ver eso con los cuentos?
- Pues que el mejor cuento que puedes contarle a Mar es el nuestro,
nuestra historia. Los que has escrito los leerá también, pero nada será
más bonito y espectacular que la forma en que ella vino al mundo y todo
lo demás.
Daniel, que con el paso del tiempo, había aprendido que no era lo que en
su anterior vida había preconizado, echando en falta los sibaritas
placeres, las faustas comodidades de las que siempre andaba rodeado,
entendiendo que, a veces, fue uno más de los que criticaba, se percató
de estar ante el único amor de su vida, ante lo único que había logrado
que siguiera vivo. Cerró los ojos, esperando a un nuevo amanecer, amando
a Lara, a Mar y a su nueva vida.
Y ella. Ella aprendió a sobrevivir en adversas circunstancias, a saber
que la vida no era sólo el mundo que veía a diario, el del despegado
padre, el de la búsqueda del chico perfecto y el de sus amigas. La vida
era algo más que todo eso.
Lara durmió a su niña con un susurrante y hermoso canturreo infantil,
hacía mucho que no cantaba. Era una nana, algo así como:
‘’No sé dónde estás,
mamá, dulce mamá,
qué tristes las mañanas,
sin ti, sin poderte hablar...’’
Lo mismo que su madre le cantaba a ella, de la que se acordaba en todo
momento y a la que le agradecía, desde el tiempo y la distancia, la vida
que le había dado para poder engendrar a su pequeña.
Daniel, Lara y la pequeña Mar vivieron juntos en aquella acantilada
playa hasta el fin de sus días. Nunca se supo qué les llevo hasta allí;
fue un suceso extraño, inexplicable. Subsistieron en una tierra
desconocida, sin nadie que pudiera separarlos, sin más fe que cielo y
tierra, sin más creador que el tiempo, y nunca, para nada, en ningún
momento, dejaron de ser felices.
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A mí querida, pequeña y dulce sobrina, Paula. Con la esperanza de que
cuando sea mayor y lea esto, yo disponga de la fuerza y la imaginación
necesarias para escribirle lo que me pida…
Fuengirola, 5 de julio de 2007.
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