Sueños de agua |
Por Felisa Moreno Ortega |
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El agua que inundaba la calle arrastraba innumerables objetos que allí, fuera de su contexto habitual, se tornaban inútiles y extraños. Vio pasar una muñeca anoréxica con la pierna derecha amputada, seguida por una agenda de piel marrón hinchadas sus hojas interiores, a punto de estallar dejando escapar citas y teléfonos por doquier. La silla de plástico serigrafiada con publicidad de una conocida marca de cerveza, se balanceaba peligrosamente, amenazando con abalanzarse contra el primer obstáculo que osara cruzarse en su camino, fue un contendor de basura gris el que detuvo sus inquietudes, dejándola anclada en un rincón de la calle.
El hombre miraba curioso desde la acera, el gorro calado hasta las orejas, abrigo largo y raído, barba de varios días y frío en los huesos, observaba los objetos que pasaban ante él, arrastrados por la sucia corriente. De pronto, uno de ellos llamó su atención, se acercaba más lentamente y su volumen era mucho mayor que los anteriores, cuando estuvo más cerca pudo comprobar que se trataba de un colchón, justo lo que estaba esperando, aunque no era precisamente un último modelo de látex, serviría para sus propósitos. Tomó impulso y saltó sobre él. Ahora el agua formaba surcos alrededor de la masa cuadrada, obstinada aún en arrastrar el conjunto de muelles y goma espuma, pero el peso del hombre se lo impedía.
En ese momento una mujer de mediana edad se detuvo en la acera y observó curiosa la escena. Sin duda se trataba de un mendigo, pensó, que no quería renunciar a su única pertenencia. Mercedes, que así se llamaba, tenía aspecto de señora de las de antes, anclada en los años sesenta, aunque en realidad no era tan mayor. Sus amigas, tan dulces y amables como ella, solían llamarla doña laca, tal era su afición por el untuoso líquido. No podía soportar un mechón fuera de lugar, su peinado impecable lograba mantenerse así hasta en los más adversos días de viento. Su ropa ofrecía el mismo aspecto, almidonada, un poco pasada de moda pero cuidada y bien planchada. En el rostro las arrugas habían dibujado un mapa de acritud, que ni las oligoesferas de su crema hidratante habían logrado suavizar. Allí plantada, con el bolso fuertemente apretado entre sus manos, mirando absorta como se recortaba la figura del vagabundo sobre el colchón, parecía perdida, desorientada. Mientras el resto de la gente caminaba apresurada a su lado, un joven la golpeó ligeramente con el codo al pasar, llevaba el pelo engominado y piercings repartidos por todo el rostro. Mercedes lo miró con desasosiego e incrementó la presión sobre su bolso. Pronto lo olvidó pues su mente estaba ocupada en otros menesteres. Seguía pensado en quien sería realmente aquel hombre. Había oído muchas historias sobre los harapientos desheredados que vagaban por la ciudad, según estas muchos de ellos tenían tras de sí un brillante pasado. Y aquel guardaba cierta apostura, era alto y delgado, la barba le avejentaba sin duda, pero eso tenía fácil solución pensó Mercedes. Una buena chaqueta de paño le daría el aspecto adecuado. Conocía un sastre que hacía trajes a medida, a veces acompañaba a Carlos y lo había visto hacer milagros con los cortos brazos y la barriga prominente de su hermano. Decididamente lo llevaría a aquella pequeña sastrería, Ernesto sabría corregir todos los defectos, los hombros un poco caídos, aquellos brazos tan largos, la figura un tanto encorvada, todo podría arreglarse con una buena chaqueta, sin duda, pensó Mercedes y en sus delgados labios se dibujó algo que trataba de ser una sonrisa, pero que acabó en el rictus de amargura que siempre acompañaba a su rostro.
Mercedes trataba de imaginar que habría bajo las mugrientas ropas, que hecho ignominioso le había llevado a aquel estado. Le gustaba la idea de un joven millonario que se arruinó por su afición al juego y a las mujeres o quizás un maduro corredor de bolsa que perdió hasta las cejas en una inoportuna inversión. O tal vez fue por un desengaño amoroso, la mujer de su vida lo abandonó por otro, dejándolo tirado como un perro y eso le llevó a la bebida.
Definitivamente había decidido sacar al vagabundo de su desastrosa vida y convertirlo en el marido ideal. Unos pequeños retoques serían suficientes, y cómo podría él negarse a aprovechar la oportunidad de recuperar su vida. Se sintió bien, una buena samaritana, olvidó comentar que de paso ella saldría de su soledad, dejaría de ser la eterna solterona y podría presumir de marido ante esas arpías que decían ser sus amigas.
El hombre levantó la cabeza y se fijó en ella, como si ya supiera que estaba allí, sus miradas se cruzaron y Mercedes pudo comprobar que la del desconocido era verde como el agua estancada de las fuentes. La mujer de repente sintió sed, notó su garganta áspera, resquebrajada como el fango abrasado por el sol, notó que su cara se cuarteaba, miró las manos que se secaban cual sarmientos de vid. Fue consciente de que se deshacía bajo la glauca mirada del mendigo. Trató de apartar la vista, pero sus ojos no la obedecían, estaban resecos y fijos en aquellos otros ojos. Notó como crujían sus huesos, el dolor se dispersaba en tantos puntos de su cuerpo que era incapaz de reconocerlo, de ubicarlo en una parte concreta. Entonces pensó en la laca, en la capa de ozono, que tontería se dijo, mientras caían sus pedacitos que salpicaban al golpear en el charco que se estaba formando a sus pies.
El hombre observó el fenómeno sin pestañear, donde antes había estado la mujer, ahora sólo había un gran charco, que la gente esquivaba al pasar. Después fijó su vista en el colchón y suspiró, no se sentía orgulloso de su trabajo, pero alguien tenía que hacerlo y él había sigo el elegido. Robar el agua a las personas era su misión, era el enviado de los bosques, de la naturaleza, nadie echaría de menos a aquella egoísta y egocéntrica mujer. Felisa Moreno Ortega ** Relato publicado en el libro del II Concurso una imagen en mil palabras, editado por la Asociación Cultural Ars Creatio (Torrevieja-Alicante). Año 2008.
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