TERCER BORRADOR.

Por Agustín Serrano Serrano.

 

Te contaré una breve historia, mi querido amigo. Te contaré lo que me sucedió, no hace muchos días, a ti, amigo, que eres capaz de leer sin papel.


Pasadas tardes andaba yo ensimismado en muy profundas divagaciones sentado en ya se sabe qué trono, cuando mi móvil sonó, lo cual me fastidió bastante, dada la interrupción de tan sagrado e íntimo momento. Dudé si responder o no hacerlo, pero ya conoces mi particular forma de ser, carente de especial sangre fría, o de no tener hígado de vaca, que solía decir mi abuela.


El caso es que respondí, esperanzado a que fuera quien fuese, tuviera algo importante que decirme para así no arrepentirme de haberlo hecho; se trataba de Tere, ya sabes, la solterona que trabaja de conserje y cuyas gafas, unidas a su carácter, le hacen aparentar más edad de la que tiene. Una de esas personas que critica a toda la creación sin poseer un sólo espejo en el que mirarse, claro.


Tras los pertinentes saludos, todo ello con mis blancuzcas y velludas posaderas al aire, hablamos, como no, de lo único que logra que esa mujer y yo hablemos, de literatura. No sé cómo, sin saber para qué me había llamado, - no me preguntes, tampoco sabe nadie adónde vamos y esas cosas-, pero el caso es que acabamos hablando de Salinger, el de ''El guardián entre el centeno'', sí, ese libro que dicen que llevaba el que mató a ¿Kennedy?, no, a Lennon. Pues ése. Entiendo su asombro cuando le dije que no había leído dicha novela, pues creo que sabrás lo muy célebre, -a raíz del asesinato del Beatle, todo hay que decirlo- que es. El caso es que le prometí leerla enseguida. Nos saludamos en mutuo despido. Acabé, a medias, mi interrumpida evacuación, y con el cebo de ir a comprar tabaco para la pipa, me dirigí a la biblioteca pública con el propósito de tomar prestada la famosa obra del nombrado Salinger.


Compré el tabaco y encaminé mis rectos y cabizbajos pasos a casa, cuando me abordó un joven de aspecto deteriorado, aun cuando un reciente lavado de cara y pelo húmedo, pretendía disimular dicha apariencia.
Ciertamente, su voz y su cara me resultaban familiares, pero entre la duda, no dejó de preguntarme cómo estaba y a qué me dedicaba en la actualidad, como si hiciera años que no me veía, pero eso sí, y eso lo recordé después, en ningún momento pronunció mi nombre.


Intenté, ya sabes, ser cortés, y ya lo creo que lo conseguí, respondiendo a sus preguntas y devolviéndoselas del mismo modo.


<<Yo ahora soy novillero>> Me dijo con brío. No parecía muy joven para ser uno de esos incipientes y osados aficionados a los toros que van saltando las barreras en las plazas, más bien parecía el ocasional camarero alcohólico pasivo que frecuenta los locales de dicho ambiente taurino. Me habló de toros, de lo ‘’mala’’ que estaba la ‘’cosa’’, de que tenía una hija que no conocía, y de que hacía pocos días había sufrido una cornada profunda en la cara posterior de la pantorrilla izquierda, y lo dijo así, como si fuera un periodista relatando la cogida de un conocido matador.


<<Míramela>> Me indicó, subiéndose los desgastados vaqueros por la citada pierna izquierda. Me agaché para verlo mejor. Y debía de ser verdad, pues en la zona que describió, faltaba un buen trozo de carne y piel.
<<Parece una quemadura>> Le comenté, sin pretender dudar de lo contado.


<<Sí, es que los cuernos de un toro lo que hacen es quemar la piel, por eso apenas se infecta la herida>> Yo, la verdad, asentía, ya que mis conocimientos sobre tauromaquia son exiguos.
Tras ello, se disculpó muy amablemente, marchándose a hacer no sé qué con el coche de un amigo. Y yo seguí mi camino a casa, con la pipa recién encendida y con ‘’El guardián entre el centeno’’ en las manos.


Ya en el portal de donde vivo, tropecé con un pedigüeño, uno muy gracioso al que hacía meses que no veía y, como siempre, me contó uno de sus chistes:
<< ¿Sabes que había un perro llamado Globo? Una vez fue al cumpleaños de su dueño, al dueño se le escapó una aguja, y el pobre perro reventó>> Como de costumbre, premiando su buen humor, aunque el chiste fuese pésimo, decidí dejarle caer una moneda. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta donde suele estar mi cartera, cuando para mi muy ingrata sorpresa, dicha cartera no estaba.

Yo me encontré en la duda de si responder o no a la llamada de la oportuna bedela, que me recomendó a Salinger, cuya famosa novela obtuve en la biblioteca. En el estanco compré el tabaco, encendí mi pipa, di con el hipotético novillero, y la cartera, de la que debía haber salido la moneda para el chistoso mendigo de mi portal, había desaparecido. Pensé en el supuesto lidiador, desde luego, pero fuera una sustracción o una descuidada pérdida, más me hubiese valido acabar mi fisiológico instante y haber dejado sonar el móvil hasta el fin de los días.

Fuengirola, 3 de mayo de 2007.
 

 
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