Te contaré una breve historia, mi querido amigo. Te contaré lo que me
sucedió, no hace muchos días, a ti, amigo, que eres capaz de leer sin
papel.
Pasadas tardes andaba yo ensimismado en muy profundas divagaciones
sentado en ya se sabe qué trono, cuando mi móvil sonó, lo cual me
fastidió bastante, dada la interrupción de tan sagrado e íntimo momento.
Dudé si responder o no hacerlo, pero ya conoces mi particular forma de
ser, carente de especial sangre fría, o de no tener hígado de vaca, que
solía decir mi abuela.
El caso es que respondí, esperanzado a que fuera quien fuese, tuviera
algo importante que decirme para así no arrepentirme de haberlo hecho;
se trataba de Tere, ya sabes, la solterona que trabaja de conserje y
cuyas gafas, unidas a su carácter, le hacen aparentar más edad de la que
tiene. Una de esas personas que critica a toda la creación sin poseer un
sólo espejo en el que mirarse, claro.
Tras los pertinentes saludos, todo ello con mis blancuzcas y velludas
posaderas al aire, hablamos, como no, de lo único que logra que esa
mujer y yo hablemos, de literatura. No sé cómo, sin saber para qué me
había llamado, - no me preguntes, tampoco sabe nadie adónde vamos y esas
cosas-, pero el caso es que acabamos hablando de Salinger, el de ''El
guardián entre el centeno'', sí, ese libro que dicen que llevaba el que
mató a ¿Kennedy?, no, a Lennon. Pues ése. Entiendo su asombro cuando le
dije que no había leído dicha novela, pues creo que sabrás lo muy
célebre, -a raíz del asesinato del Beatle, todo hay que decirlo- que es.
El caso es que le prometí leerla enseguida. Nos saludamos en mutuo
despido. Acabé, a medias, mi interrumpida evacuación, y con el cebo de
ir a comprar tabaco para la pipa, me dirigí a la biblioteca pública con
el propósito de tomar prestada la famosa obra del nombrado Salinger.
Compré el tabaco y encaminé mis rectos y cabizbajos pasos a casa, cuando
me abordó un joven de aspecto deteriorado, aun cuando un reciente lavado
de cara y pelo húmedo, pretendía disimular dicha apariencia.
Ciertamente, su voz y su cara me resultaban familiares, pero entre la
duda, no dejó de preguntarme cómo estaba y a qué me dedicaba en la
actualidad, como si hiciera años que no me veía, pero eso sí, y eso lo
recordé después, en ningún momento pronunció mi nombre.
Intenté, ya sabes, ser cortés, y ya lo creo que lo conseguí,
respondiendo a sus preguntas y devolviéndoselas del mismo modo.
<<Yo ahora soy novillero>> Me dijo con brío. No parecía muy joven para
ser uno de esos incipientes y osados aficionados a los toros que van
saltando las barreras en las plazas, más bien parecía el ocasional
camarero alcohólico pasivo que frecuenta los locales de dicho ambiente
taurino. Me habló de toros, de lo ‘’mala’’ que estaba la ‘’cosa’’, de
que tenía una hija que no conocía, y de que hacía pocos días había
sufrido una cornada profunda en la cara posterior de la pantorrilla
izquierda, y lo dijo así, como si fuera un periodista relatando la
cogida de un conocido matador.
<<Míramela>> Me indicó, subiéndose los desgastados vaqueros por la
citada pierna izquierda. Me agaché para verlo mejor. Y debía de ser
verdad, pues en la zona que describió, faltaba un buen trozo de carne y
piel.
<<Parece una quemadura>> Le comenté, sin pretender dudar de lo contado.
<<Sí, es que los cuernos de un toro lo que hacen es quemar la piel, por
eso apenas se infecta la herida>> Yo, la verdad, asentía, ya que mis
conocimientos sobre tauromaquia son exiguos.
Tras ello, se disculpó muy amablemente, marchándose a hacer no sé qué
con el coche de un amigo. Y yo seguí mi camino a casa, con la pipa
recién encendida y con ‘’El guardián entre el centeno’’ en las manos.
Ya en el portal de donde vivo, tropecé con un pedigüeño, uno muy
gracioso al que hacía meses que no veía y, como siempre, me contó uno de
sus chistes:
<< ¿Sabes que había un perro llamado Globo? Una vez fue al cumpleaños de
su dueño, al dueño se le escapó una aguja, y el pobre perro reventó>>
Como de costumbre, premiando su buen humor, aunque el chiste fuese
pésimo, decidí dejarle caer una moneda. Metí la mano en el bolsillo de
la chaqueta donde suele estar mi cartera, cuando para mi muy ingrata
sorpresa, dicha cartera no estaba.
Yo me encontré en la duda de si responder o no a la llamada de la
oportuna bedela, que me recomendó a Salinger, cuya famosa novela obtuve
en la biblioteca. En el estanco compré el tabaco, encendí mi pipa, di
con el hipotético novillero, y la cartera, de la que debía haber salido
la moneda para el chistoso mendigo de mi portal, había desaparecido.
Pensé en el supuesto lidiador, desde luego, pero fuera una sustracción o
una descuidada pérdida, más me hubiese valido acabar mi fisiológico
instante y haber dejado sonar el móvil hasta el fin de los días.
Fuengirola, 3 de mayo de 2007.
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