TRIÁNGULO DESMEMBRADO.Por Agustín Serrano Serrano. |
¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo? ¿Quién o qué me hace, o se hace esa pregunta? ¿Quién o qué es lo que refleja el translúcido espejo al que todas las mañanas miro, como un feo patito a mamá pato? ¿Acaso se pregunta a sí mismo lo que es un árbol? ¿Un perro? ¿Un gato? ¿Un saltamontes?... Espejito, espejito, dime ¿quién te llora todas las mañanas sin lágrimas delante de tu azogado cristalito?
Yo soy único, le digo a mi nuevo médico de cabecera. Y se lo digo ahora no por su apariencia débil, con zapatillas mal atadas y de estar siempre griposo, sino porque ahora ya me domino a mí mismo cuando éste o los de años atrás, chequean mi cuerpo. Al principio, cuando era niño, los miraba con mezcla de fascinación y temor, como si fueran seres superiores, capaces de dirigir los destinos de todo aquél que cruzase el umbral de sus consultas; con sus aparatos, sus órdenes a practicantes y demás, sus pelos engominados, subrayados a la perfección; sus batas blancas, blanco de médico o de locura, según se mire; sus plumas y sus bolígrafos suplentes de las plumas; y su interpretada afabilidad, cordialidad o seriedad, según el carácter de cada cual. Pasado el tiempo, un tiempo de estudiada y silenciosa observación, los volvía a mirar, los exploraba, al igual que ellos a mí, siendo también yo su médico particular. Uno al que nunca preguntan nada y para nada tendrán que interesarse. Porque algunos pacientes, a base de muchas visitas, llegan a ser como médicos, solo que son médicos que desconocen su especialidad. En aquel tiempo, ninguno de ellos respondía a mis preguntas. Eran todos diferentes en atención y reacción a mi caso, pero iguales a mi examen en esencia y desde mi lado de la mesa. Y yo, yo siempre era el mismo; con mi vista infantil hacia arriba que, con los años, se equilibró a las suyas. Y mi brazo. Siempre mi brazo.
¿Qué es mi brazo? Le pregunté una vez al ya jubilado Dr. Pozo. Tú ya lo sabes, jovencito, me respondió con su aire afable y bonachón. No, no lo sé. Nunca me lo han dicho. Jamás me dieron un diagnóstico mirándome a los ojos. Sé lo que sé por mis oídos, por oídas de la boca de mis padres, por cuchicheos tras la puerta de una consulta, jugando con una excavadora ante la mirada de una estupenda secretaria que se pintaba las uñas a última hora de la tarde. Pero ahora quiero que me lo diga usted, doctor, sin torcer la vista: ¿qué es mi brazo? ¿Qué tiene? Y el ya jubilado Dr. Pozo, un hombre sagaz e intrépido sólo bajo estímulos, me dijo: Tu brazo padece Cubitus Valgus Congenitus en una fase muy crítica y avanzada, digamos irreversible. Además, los huesos no se formaron como deberían durante la gestación. Se luxaron. He ahí tal deformidad. Y antes de que me preguntes que, si como digo, es irreversible, para qué vienes a la consulta, te diré que hasta el enfermo más terminal, ése al que se le abre el cuerpo y se le cierra de nuevo con un cronómetro marcha atrás sin milagros, necesita atención médica, cuidados y observación. Porque puede que con el estudio de su definitivo caso se conozca mejor lo que le causará la muerte y se pueda con ello, salvar otra vida. Y tú, aunque tu brazo sea monstruoso, o como dices, ‘’sacado de un relato de Lovecaft’’, o como se diga, no eres un enfermo en el andén del último sueño. Y aquella perorata pasó a la historia de mi vida. Y aunque ante mi confesor espejo yo realice, casi a diario, un particular soliloquio en busca de una quimérica respuesta, las palabras del venerable médico de espumosa barba fueron la mejor receta para un enfermo psicológico como yo, que ni siquiera hubo de pasar por la farmacia a retirar el medicamento para su cura.
Mi brazo es el ala de un pollino rapaz. Está completamente contorsionado hacia adentro. La muñeca también ha de buscar algo por esas latitudes, ya que también el repliegue es su sino. Los dedos de mi mano son ídolos independientes y diferentes. Uno, el corazón, es largo, fino y retorcido como el alambre de una cerca. El índice, en cambio, es tan corto, triste y tieso como el segundero de un reloj de bolsillo parado hace años. A veces, lo oculto todo bajo un brazo protésico de material, logrando el efecto de que mi problema es que sólo tengo un brazo algo más corto de lo normal. Otras me lo cubro bajo la camiseta, ofreciendo la imagen de un amputado – dolorosa, también, pero casi la misma que la mía, solo que no alcanza la auténtica dimensión de mi particular brazo – Y, ocasionalmente, lo dejo expuesto al aire libre del mundo, sintiéndome como una de aquellas bestias circenses de principios de siglo, tipo la mujer barbuda o el hombre de los tres metros, nadando sobre las miradas de quienes lo ven por primera vez. En definitiva, es una especie de zarpa no retráctil y no del todo enroscada, cuya cartilaginosa, protuberante, sonrosada y de ciencia ficción piel, provoca espanto. Soy minusválido; disminuido decían hace años, o algo peor hace más; discapacitado en estos modernos tiempos. Trabajo como repartidor de publicidad de una clínica dental. Mis piernas y mis inquietudes emocionales, monólogos sin fe ni destino, son el transporte y la vitualla de mi camino. <<Eres joven y tienes trabajo, me dice mi padre mirándome con su ojo especial, como si mirase el mecanismo de uno de los relojes de su relojería. Tan metódico y obediente para trabajar como un alemán>> Dicho trabajo no me causa demasiado esfuerzo, la verdad. Gozo de libertad en la entrada y en la salida; después de todo, el dentista sólo quiere ver la imagen de su consulta en todos los buzones de los portales de la ciudad, y le da lo mismo a qué hora los reparta. Mi jornada empieza en mi querida calle, con mi prótesis de cuero color carne y mi mochila salvavidas y apuros. Atravieso la plaza de los naranjos mal cuidados y llego a la bodega, puerta de acceso a la avenida Montecristo, la base de mis operaciones. En la bodega, el olor a uva fermentada y a Alvear embotellado, me embriaga sin descorchar, y es que el alcohol me es más placentero al olfato que al paladar. A la cariñosa de Ágata, la hija del dueño y encargada, le dejo los folletos. Una joven de obesas medidas cuyo campechano optimismo hace que me arrodille. El sol me contempla antes que nadie en la avenida. Bartolomé, ‘’Bartolo el loco’’, me saluda con estampa militar. <<Anoche vi una de guerra y me acordé de mis años en el Tercio>> Me dice sin haberle preguntado por qué me saluda así. Después se larga, voceando que vende una cacerola en sorprendente buen estado. Muchos turistas le creen. Al rellenar los buzones del tercer portal, veo a Leopoldo, ‘’el belga’’, montado en su eterna bicicleta de paseo, con los perniles del pantalón sujetos con gomas elásticas y desde la cual, sin bajarse, hace la compra diaria: parece un tentetieso montado en la bici, ni siquiera se tambalea cuando me saluda con su mano de aspa de molino y su agradable sonrisa de anciano extranjero. Las mujeres, lozanas algunas, postmodernas otras, hacen también sus compras. El ciego de la esquina canta los premios del cupón. Chano, ‘’el negro’’, porta el cuero para vender por la noche. La avenida se mueve. Yo paso por sus ojos, por sus oídos y por sus bocas. Y son sus sentidos, sobre todo los de los que me conocen, los que me dicen quién soy. Y yo tan sólo les digo, en mi rebobinado soliloquio, que no puedo dejar de ser lo que soy, ni mejor ni más grande. Soy lo que soy. Todo lo que hago es como un mecanismo de defensa de mi propia defensa. Y en el soliloquio, un titular de portada; ‘’No me mires viandante. Sólo escúchame o sigue tu camino’’.
Atravesados los trescientos metros de Montecristo, llego al café de Higinio, que se deshace en elogios y atenciones de barra hacia una ecuatoriana conocida en el centro durante la noche. El lugar no es una parada obligada por el buen café o la amabilidad. Es un punto estratégico. Desde la cristalera de la silla junto a la puerta, reposando la prótesis sobre la mesa para descargar el hombro, diviso el patio, el recreo del colegio Manzanares. Y a la hora del bocadillo de los pitufos, llega ella, mi amada, mi amor, platónico, por supuesto. Y es que con mi desfigurado brazo, del cual cuelga un enorme complejo de inferioridad y un carácter tímido hacia las chicas que me gustan, no puede uno emprender ciertas acciones románticas, por muy atractivas que resulten las conquistas. Me detengo en la página de en medio del periódico, limpiándome la mayonesa de los morros y moviendo el café para otro sorbo, todo con el brazo bueno. Ella le entrega un bollo y un batido a uno de los críos. Es su hermano. Su pequeño hermano, al que saca unos diecisiete años de diferencia. Vive sola con él, con un perro bodeguero y un canario. Sus padres murieron en un accidente cuando el pitufo era un bebé en casa de los abuelos. Un triste suceso en el que ella perdió la pierna derecha. Una prótesis, de material duro, pues ha de sostenerla al caminar, la delata. Le llega por encima de la rodilla. Lo demás lo investigué por mi cuenta. Pero de dicha pierna ortopédica no cuelga complejo, ni timidez, al menos no es lo que veo bajo su amarilla sonrisa (tabaco, creo) y su desparpajo con los parroquianos. Cuelga atrevimiento, lucha en el campo de los vencedores, de los seguros, de los que sólo un infortunio les hizo, casi, pertenecer a este colectivo de letreros de adorno y de rebuscados eufemismos. Hay algo en ella de visceral, de coraje indomable, de supervivencia en su vida dentro de la vida misma, de fuerza interior bajo una palabra simpática. Hay algo en ella y en su hermano de cuento de Dickens. ‘’Es sólo una flor silvestre a la que le falta un pétalo’’. Me digo, inspirado, al verla. Hechizado, tras el cristal pintarrajeado con el menú de Higinio, escribo una mediocre rima en la servilleta:
‘’Yo no sé si tú me amas, la respuesta podría restarme ganas, lo que si sé es lo que anoche te dije desde la cama, que amo a mi risueña y saltarina dama’’.
Lo de la cama es figurado, claro, y lo de saltarina ya se sabe, por el arriba y abajo de su cojera de capitana de barco con pata de palo. Se aleja. Se va. Con su bien dominada cojera. Saludada por casi todos; por lo que veo a diario es muy conocida. Yo me quedo y me termino el desayuno, pensando en un plan. Son muchos años de soledad. De encuentros con otras rosas con todos sus pétalos. Con chicas que no paraban de reír, en obligada comprensión y solidaridad, y que no podían evitar enarcar las cejas cuando veían, por un casual, lo que oculta mi brazo postizo. Está claro que la belleza anida en el interior, pero yo todavía no he topado con la que encuentre el nido de la mía, aunque puede que no la tenga, y sea ése el verdadero problema y no el brazo del que cuelga toda la culpa. Ahora me he fijado en esta chica, en Tamara, que es su nombre y a cuyo desmembramiento yo me agarro, pensando en que igual viaja en el mismo camarote que yo, el de la soledad y la incomprensión, el de la, siempre oculta, belleza interior. Frecuentemente, ese pensamiento se vuelve contra mí, diciéndome que no soy más que un león malherido y desterrado del grupo, que, por fortuna, ha encontrado una gacela atrapada en un cepo y se prepara para zampársela. Una presa fácil, adecuada a su incapacidad para atacar presas sanas e imposibles de derribar.
Prosigo con la publicidad y con esta especie de diatriba en mi contra. Llego al centro de la ciudad y el molesto sudor se asoma sobre los poros. También mi mochila, junto con el grueso taco de folletos y mi brazo. No me gusta el centro de la ciudad, es estresante e histérico. Entiendo que sea así, con tanto organismo y oficina de sitios importantes en el mismo perímetro al que todo el mundo acude en la mañana. Doy media vuelta y regreso a mi barrio. Es la hora de la salida de los niños de la escuela. Me detengo en uno de los bloques cercanos, el que dejo siempre para lo último. Espero a que mi amor aparezca por la esquina de abajo y entro al edificio luego de llamar a un vecino: <<Publicidad>> He de echarle arrestos y decirle algo. Con extremada parsimonia dejo un folleto en cada buzón, dos en el de ella. Hasta en eso la enaltezco. La idea de dejarle algo más, uno de mis pobres – pero nobles –, versos tal vez, fue desechada por recomendación de tita Isabel y sus maduros consejos hace días. Ella no llega. No me quedan más buzones y hago tiempo colocándome la mochila, que está perfecta. En ese momento la oigo antes de verla. Su aguda voz dialoga con otra que no percibo. Aparece. Viene hablando con una señora que asiente a su discurso. El hermanito va de la mano. La mochila se coloca y se recoloca. Se despide de la mujer y por fin entra.
- Buenas. – Me saluda con el característico eco de los portales de fondo. - Hola, ¿qué tal? – Pregunto con tono familiar. - Muy bien ¿y tú? - Perfectamente. – Pienso en recomendarle la propaganda alojada en el buzón, pero dado el amarillo de sus dientes considero que puede ser una incómoda indirecta. Me mira, pues mi sonrojada y nerviosa cara parece que va a decir algo. Pero sólo me atrevo a despedirme con forzado rubor, rubor que se hace aliado. - Bueno, pues ya nos veremos, Tamara. - Venga. Ciao, David. – Y me guiña un ojo.
Y cuando el rojo de mis mejillas desaparece con el aire callejero, me invade la duda de si su guiño ha sido de complicidad, de mensaje oculto, o sencillamente parte de su cariñoso carácter. A esa duda le uno la de si el motivo de que sepa mi nombre es porque ha investigado como yo, y la atrapada gacela es en verdad una leona herida y desterrada, que, para mi gozo, está tan interesada en mí como yo en ella. Como una garrapata en el pelo de un animal cuando el peso de la sangre chupada la hace caer, con orgullo y optimismo, regreso a mi casa. Ante mi fiel espejo me digo que la atracción circense puede ser libre muy pronto, pues sólo el amor es capaz de conceder manumisión a este esclavo enamorado que vive en eterno connubio con su desfigurado brazo. La tarde viene con el siguiente momento. El segundo intento de mi plan de conquista: el hermanillo es portero del equipo alevín del barrio, y ella, toda bondad con el pequeño, lo lleva hasta el polideportivo para el entrenamiento de las cinco. El equipo juvenil lo hace a las seis. Algunos de sus jugadores son conocidos míos o hermanos de amigos y acudo a pasar el rato con ellos, junto a las casetas del vestuario, cuando los alevines saltan al campo de tierra; nunca el fútbol base me había interesado tanto. Ella se sienta en la grada junto al banquillo. El chiquitín se pone bajo los palos. Hay partido a medio campo.
- Hola, ¿qué tal? – La saludo con la misma confianza de antes. - Hola, David. Hoy nos vemos hasta en la sopa. – Me dice mientras guiña con el dedo pulgar hacia arriba a su hermano. Casi me mata lo que puede ser una indirecta, pero mantengo el equilibrio y abro hablándole de la soltura de los niños con el balón: - Tienen el ansia y el espíritu competidor que los mayores pierden en años de spots y abultadas cuentas bancarias. – Le digo como si fuera Valdano. Ella me mira entre sorprendida y confusa, como indicando que no es muy filósofa. Y sonríe. - ¡Bien! – Exclama con la primera parada del niño. - Vaya, parece que no lo hace mal, igual tienes a un futuro Casillas como hermano. – Ahora carcajea y me gusta como lo hace. La contemplo extasiado, con casi aquella mirada que dedicaba a mis médicos. Da la sensación de que los dos somos conscientes de nuestro defecto físico, de que parecemos dos solitarios españoles en un país lejano.
El partido transcurre. Ella se entretiene con un paquete de pipas. Dejo de hablar de fútbol y me aposto en mi soliloquio, ahora un poco cinematográfico. Me imagino que uno de los del equipo juvenil se ríe de la pifia de su pequeño hermano, el cual encaja dos goles absurdos en casi un minuto. Ella replica, defendiéndolo. El juvenil, muy maleducado, se mofa de su defecto y le dice que si le trae un parche para que parezca un pirata perfecto. Yo me meto y digo:
<<¡Cállate, bocazas!>>
Y el chaval, osado, me desafía:
<<¿Por qué no me haces callar tú?>>
Le acompañan sus amigos, que me miran maliciosos.
<<Claro que lo haré>> Respondo.
Y con tranquilidad me acerco a ellos, me quito la camiseta y descubro mi brazo, mi arma secreta de Kung Fu. Temerosos, me miran, pero no se echan atrás y atacan. En un abrir y cerrar de ojos los derroto uno a uno. El principal ofensor es el último en caer abatido por mi garra de águila. Ella viene a mis brazos:
<<Gracias>>
Me dice como si dijera mi héroe. Y con el pequeño guardameta nos vamos juntos, cogidos de la mano y con corazones en el aire en vez de crepusculares murciélagos de farolas. Pero nada de eso ocurre. Sólo es mi fantasiosa imaginación. Vuelvo a la realidad con un gran ‘’bien’’ de ella hacia el crío, que con una difícil palomita ha evitado otro gol.
- ¡Bien, campeón! – Grito yo con demasiada emoción, como si se tratase de mi hijo y la que me acompaña su madre. De nuevo su mirada es de sorpresa más que de gracia. - Es magnífico. – Hablo de nuevo tratando de justificar mi exagerada arenga.
El partido acaba y es ahora o nunca.
- ¿Puedo invitaros a merendar? Conozco un sitio donde ponen unas napolitanas buenísimas. - Qué va. – Declina ella. – Ahora a bañarse, a cenar y a la cama, que mañana hay que ir al colegio. – Dice besando al niño y sellando la negativa. Yo esbozo una amable sonrisa. - Pues nada, Tamara, ya nos veremos, ¿no? - Claro, venga David, hasta luego.
Y se van los dos hermanos que más parecen madre e hijo. Yo me quedo en el mismo punto, a sus espaldas, viéndolos marchar con cierta congoja, escuchando a los juveniles en el siguiente entreno, el cual no me interesa. Regreso a casa cabizbajo; tal vez sea cierto, es más madre que hermana y la educación de su hermano/hijo pasa por un ordenado horario de colegio, deporte, ducha, cena y descanso. Me animo y preparo la siguiente incursión de mi enamorado ejército, la cual ha de realizarse cuando esté sola. En el siguiente día, un calco de muchos otros, cambio la ruta, adelanto el desayuno y relleno los buzones de su portal en el momento que ella vuelve de dar el bollito y el batido al niño en el recreo. Es una mañana lluviosa, lo que añade algo de dramatismo. Dejo la propaganda en el último cuando entra ella.
- Hola. – Saluda esa vez con musicalidad, cerrando el paraguas y atusándose el salpicado y negro cabello. - Hola, ¿qué tal? – Pregunto yo consciente de mi repetitivo saludo. - Bien. – Pulsa el botón de llamada del ascensor, y yo me lanzo. - Oye, estaba pensando que ahora que el niño está en el colegio, ¿aceptas que te invite a un café? - ¿Por qué quieres invitarme? – Inquiere casi asustándome. No me esperaba esa pregunta. - Bueno, la verdad es que llevo tiempo fijándome en ti y me gustaría conocerte un poco. – Me mira y hasta atisbo un sonrojo que no llega. - Oye, perdona, pero ¿crees que porque los dos tengamos una prótesis somos iguales? ¿acaso piensas que por eso voy a rendirme a tus pies? Yo no soy como tú. ¿De qué vas, tío? - Bueno, lo siento, creí que no te importaría conocerme, siempre es bueno tener amigos. - Yo ya tengo amigos, y novio. – Y con eso cierra la puerta del ascensor. Yo digo que lo olvide, aunque no sé si lo oye.
Y así acaba el periplo de mi batallón romántico. Derrotado, con mi mochila y mi brazo, el cual lo supura todo; dolor y culpabilidad. En la calle todo ha cambiado: las locuras de Bartolo son molestas; la petulancia de Leopoldo es incómoda; la vulgaridad de Higinio irritante; y el olor de la bodega nauseabundo. Todo es como un rostro sonriente que se derrite como helado al sol. El maquillaje se borra con las lágrimas que no caen. Las que sólo mi espejo ve, el mismo azogado cristalito que me dice qué soy y quién soy; un exiliado y hambriento león que ni una inmovilizada presa puede atrapar. Que ni siquiera puede competir con semejantes de igual a igual y que tendrá que conformarse con lo que le echen tras la verja de una reserva.
El timbre de casa suena, mi espejo deja de rememorar la imagen de Tamara y abro.
- Hola, David. Venimos porque necesitamos una mano con el pc de Nerea; la pantalla está negra y no responden ni el ratón, ni el teclado.
Son Carmen y su prima, Nerea, la vecina del tercer piso. Nerea es discapacitada, como yo. Contempla su vida en la baja atalaya de una silla de ruedas desde que nació, y desde la que no oye nada, lo que la convierte en sordomuda. Las acompaño a ver si puedo hacer algo. Efectivamente, la pantalla muestra unos caracteres que no entiendo sobre un fondo oscuro, pero intuyo cuál es el problema. Pulso el botón que expulsa la bandeja de los cd’s y es lo que temía; se habían dejado un compacto dentro. Lo saco, cierro y Windows se inicia normalmente.
- Vaya, tan sencillo como eso. – Dice Carmen contenta. Nerea, la prima y dueña del ordenador, desde la silla, con visible entusiasmo, se comunica con ella mediante signos, a lo que Carmen vuelve a dirigirse a mí, esta vez muy sonriente: - Dice Nerea que muchas gracias, que si quieres te invita a una coca cola esta tarde. – Me lo tomo como una muestra de gratitud, pero Carmen añade – Entre nosotros, a ella siempre le has gustado, no es la primera vez que me confiesa lo que le encantaría conocerte.
Miro a Nerea, que me devuelve la mirada rendida y complacida, aunque yo más. En sus ojos veo a mi querido espejo, el centro de mi universo, el que me soporta y en silencio proclama mi belleza interior. Su mirada es angelical, limpia, mostrando aceptación con una sana risa por bandera. Y con Nerea me quedo. Aunque tras lo experimentado con Tamara parezca un premio de consolación, algo así como la presa adecuada para el león. Empujando su silla en la tarde pienso, que las imágenes, las figuras que los humanos representan en sus corpóreos envases, no están hechas para enlazarse como idénticos eslabones de una cadena. Que sólo el enigma más conocido, el del amor, que es el del deseo y la pasión, lo rige todo. Y es un misterio tan grande, que ningún sentido lo ve, lo oye, lo huele, lo saborea o lo toca, tan sólo puede ser sentido sin querer. Días después veo a Tamara regresar con el pitufo del entrenamiento. Yo empujo con un solo brazo a mi corazón sobre ruedas, al que sigo eternamente. Y Tamara, que no sé si alegre o confusa, me saluda con un:
- Ya no nos vemos como antes, David. – A lo que yo digo: - Se me acabó la sopa, Tamara.
Pasa por mi lado y yo por el suyo. Sigue su camino y yo el mío. Mi soledad ya se ha ido. Quizá sólo era eso. El invisible triángulo se contrae y se expande hasta romperse, convirtiéndose en un triángulo desmembrado.
©Agustín Serrano Serrano.
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