UN PUEBLO DE ARAGÓN |
por Camelia |
Pasaron muchos años antes de que el pequeño pueblo, en el que nací y viví algunos de los momentos más maravillosos e inolvidables, apareciese en mapas y libros. La tecnología fue avanzando y las imágenes y su resolución alcanzaron cuotas de calidad que permitieron editar libros monográficos y enciclopedias llenas de color y textos en los que lugares desconocidos, vieron la luz, mostrándose a los ojos de muchos, que no sabíamos el gran tesoro cultural y artístico de nuestros pueblos y del país en el que vivimos. Una noche me enseñaron una enciclopedia que trataba de Aragón. Como hacia siempre que un mapa o un libro, sobre geografía arte o monumentos caía en mis manos, lo primero que hice fue buscar mi pueblo. -¡Que agradable sorpresa! ¡Aquí esta, por fin! Este es mi pueblo, le indique a una compañera. -¿Estas cosas tiene tu pueblo? -Si, y es la primera vez que estoy leyendo lo que supone a nivel de patrimonio cultural y que desconocía por completo. Por primera vez tiene un texto interesante y lo describe con detalles y fotos. Hay más de dos páginas. No lo pensé dos veces y encargue una enciclopedia para casa, me costo meses pagarla, pero que mereció la pena. Entre otras muchas descripciones decía: “En un magnifico pueblo situado a 513 m de altura, en el valle del río Isuela afluente del Jalón...” Mientras leía, muchas vivencias se agolpaban por salir y compararlas con lo que estaba leyendo. “El caserío de este pueblo se sitúa a los pies del soberbio castillo roquero que lo culmina. Es una espléndida fortaleza que ocupa más de tres mil metros cuadrados de superficie. Seis torreones y su recinto totalmente cerrado al exterior lo convierten en una fortaleza inexpugnable. Sus estilos son gótico y franco – gótico, excepto en la capilla, que se encuentra en la torre noroeste y que es de interior cilíndrico y cubierta con una techumbre formada por pequeñas tablas policromadas y con figuras que la reconocen como uno de los monumentos más bellos de Europa. La planta es hexagonal al interior. La techumbre cubierta con “limas de moamares”. Son 96 tabicas decoradas con Ángeles con velones. Predominan los tonos rojos, azules, y ocres, combinados con el oro, tanto en las túnicas de los ángeles como en los fondos. Los rostros son dulces y sonrosados, con cabello rubio. Hay, además, un friso de dibujos vegetales y animales multiformes. La imagen de la virgen es del s. XV. La capilla esta abierta al culto. También se añadió en el S. XVII una nave barroca.
Desde la plaza, las calles se muestran en cuesta, orientadas hacia el castillo y otras hacia la carretera. La iglesia parroquial de la Asunción, construida a base de ladrillo, tapial y mampostería, tiene una hermosa torre a los pies, de planta cuadrada y cuerpo superior octogonal, en la que resalta la decoración a base de rombos. También la iglesia tuvo su origen mudéjar, cuya primitiva construcción data del siglo XVI. Los retablos del interior son de la misma época a excepción del de santa Lucia que es del siglo XVIII. Celebra las fiestas el 3 de febrero (san Blas) y a mediados de agosto (Asunción de la Virgen y San Roque).” Toda esta información y mucha más era la que venia en la Gran Enciclopedia Aragonesa del grupo Unali S.L. Leí y releí todos los datos y cuando terminaba siempre lo hacia con un sonrisa al repasar algunas de las aventuras que allí había vivido y como eran las llegadas y las partidas del pueblo. Desde el magnifico castillo se divisaba todo el pueblo y desde la carretera se podía ver la imagen de la fortaleza que se alzaba erguida y majestuosa sobre la gran montaña a cuyos pies se había ido construyendo el pueblo en descenso. Podríamos decir que el pueblo se dividía en varias partes bien definidas entre sí. El Barrio Alto como bien decía su nombre estaba en el lugar más alto del pueblo a los pies del hermoso castillo medieval, y que se divisaba en kilómetros a la redonda. En contrapunto estaba el Barrio Bajo cerca de la carretera y al lado de las huertas. El Barrio Verde estaba entre los dos anteriores con calles muy estrechas que salían a la explanada del Barrio Bajo La calle principal era una larga y espaciosa travesía que cruzaba de punta a punta desde las afueras del pueblo hasta la bifurcación, corta y estrecha, que se abría a la espaciosa plaza, en cuyo centro una fuente de piedra con sus caños manando agua con generosidad, refrescaba en los calurosos veranos a los vecinos y forasteros, al tiempo que suministraba agua a las viviendas colindantes. En la capital el colegio había terminado y por delante se presentaban muchos días de vacaciones. Demasiado tiempo libre. Para esta época mis primos y mis tíos, nos esperaban en el pueblo, para pasar el verano con ellos. Entonces no existía lo que se denomina ahora turismo rural. Ibas al pueblo y punto. Turismo como tal lo hacían los extranjeros y los nacionales que tenían dinero para ir a los Balnearios o a las playas desde los sitios de secano o desde cualquier punto en los que no se gozasen de estos placeres, pero si, de medios para alcanzarlos. El resto se quedaba trabajando, había padres de familia, que jamás tuvieron vacaciones a lo largo de su vida. Los que teníamos la suerte, de haber nacido en un pueblo o tener familia en uno, disfrutábamos del placer de cambiar de ambiente. Las familias se ayudaban unas a otras, cuando bajaban a la capital, para hacer la mili, buscar trabajo, ir al medico o a cualquier gestión se alojaban en mi casa. Aquel fin de semana estábamos nerviosas porque mis padres nos iban a subir al pueblo. Mientras mi madre preparaba la ropa nosotras elegimos las cuatro cosas que queríamos llevarnos para jugar y ya estaba todo listo. Como siempre fuimos en tren y después nos bajaron a buscar a la estación para recorrer en coche los 20 Km. que faltan hasta mi pueblo. Mis padres subían a pasar el fin de semana. Mi padre cargaba siempre con la maleta de las herramientas y aprovechaba esas horas para hacerles algunos arreglos a mis tíos en la casa y en los corrales. Desde que mi padre se había bajado a la ciudad ya no había carpintero en km. a la redonda. Al bajar del tren mi tío ya nos esperaba sonriente para subirnos al pueblo. Después de los besos y abrazos de rigor subimos al coche y sobre las 10 de la mañana ya estábamos sentados en la cocina de la tía Paca tomando un bocado. Después mi padre echaba un ojo a lo que corría mas prisa arreglar y se ponía en faena, hasta la hora de la comida, al igual que hacia el domingo hasta la hora de marcharse. Muchos de los amigos de mi padre junto con mis tíos se juntaban en una comida que preparaban en una córrala, situada enfrente de las casas de mis tíos que estaba muy bien acondicionada y era enorme. Desde la mañana iban y venían preparando todo lo necesario para que la comida se convirtiese no solo en una reunión sino en una fiesta. Comimos migas al estilo de quien las hacia (eso decían cuando hablaban de las múltiples maneras de preparar este plato en Aragón) y después ternasco asado en brasas de sarmientos, chorizos, morcillas, jamón y lo que cada uno que se sumaba iba trayendo. Todo regado todo con vino recio de la tierra hecho en casa y para postre no faltaron la fruta y los dulces. Después del café y los licores y las risas y la alegría de estar todos juntos en los que siempre se recordaban anécdotas, se entró en la fase de canto. El que afinaba mas por el que afinaba menos lo importante era participar y al final como de costumbre se cantaba alguna música mas bailable disfrutando de una armonía envidiable. Mi padre era un gran cantador de jotas, pero aquel día toco el acordeón y pronto todos se animaron a cantar y a bailar. En el baile mi madre, dominaba todos los bailes, a mi padre el tango no se le daba bien. En cuanto llegaba un tango mi madre cambiaba de pareja y seguía bailando. A todos les recordaba cuando en su juventud, lo único que tenían fijo los domingos, era el baile. Todos de su quinta tenían soltura para moverse fueran pasodobles, tangos o jotas, no necesitaban mucho para marcarse unos pasos. Y uno tras otro se sumaban y se alargaba la comida y la juerga hasta más de media tarde. Poco a poco se sumaban conocidos a estar un rato y a saludar a mis padres. Los pequeños buscábamos nuestros propios entretenimientos sin alejarnos demasiado de la zona y nos poníamos al día del paso del invierno y de los cursos. El domingo por la tarde mis padres se marcharon y para nosotras empezaron unos días de faenas de campo, juegos, río, corrales, recados… Al cabo de dos días estábamos integradas en la vida del pueblo.
Ese año, como siempre, lo primero que hacían los primos y los amigos con los que pasábamos el tiempo de juegos y perrerías, era ponernos al día de todo lo que había de nuevo por allí. Después era obligatorio por petición expresa de mis padres recorrer todo el pueblo y entrar en las casas de los más conocidos y con los que mis padres tenían más relación, sin contar las de los tíos. Mis primos se sabían todos los entresijos de las casas y ponían un itinerario para las visitas. Sabían lo que nos iban a ofrecer, de este modo entrábamos de tal manera que pudiésemos tomar algo pero luego poder llegar a casa y no dejar nada en el plato a la hora de la comida. Siempre era igual. Las mismas preguntas y casi las mismas respuestas. Había veces que si las visitas habían llevado incluidas magdalenas, mantecados, jamón, mostillo, frutas o cualquier otro alimento nos dábamos la vuelta a casa por las eras, que era la zona más solitaria, para no entrar a ninguna casa más. Era esto o vomitar directamente, pues tenían a mal, que no quisieras tomar nada. Te hacían un repaso de donde habías estado antes y de todo lo que querían saber, la respuesta, la tenían también preparada. -Así que en casa de mengana y zutana habéis comido y aquí me lo vais a despreciar. Ponían cara de ofendidas y te acercaban el plato. No teníamos otro remedio que coger algo y decir lo estupendo pero sin repetirlo mucho para no irte con ración doble. -¿Que tal mañas... habéis venio pa mucho...? -¿Oye tu no eres la chica de fulano...? ¿Cuál eres tú la mayor o la pequeña...?. -No señora yo soy la del medio. ¿La del medio...? Pero como has crecido. -¿Y tus padres? -Bien, gracias. -¿Pero están por aquí? -No. -Vaya siempre trabajando tanto. ¿Pero es que no van a subir ni un día? -Subirán a buscarnos cuando no vayamos. -Pues a ver si los veo cuando vengan… Después de comer, con el estomago lleno y en un día tan caluroso, lo único que se podía hacer era descansar. En la primera semana, éramos parte del pueblo, nos movíamos como galgos, de un lado al otro del pueblo y por cualquier parte, no teníamos que elegir, eras, carretera, camino, monte o huerta para no ser vistos. Íbamos por la calle principal y cruzábamos la plaza cuatrocientas veces al día, pero entonces con vernos en la calle les bastaba. Aquel fue uno de los veranos más calurosos y sofocantes en muchos años. Como decían los abuelos del lugar esto socarraría a todo bicho viviente que se atreviese a tomar el sol aquellas horas. Así era, cuando el astro con su esfera gigantesca y su fulgurosa luz se situaban en lo más alto. Sus abrasadores rayos cegaban a quien osara mirarlo directamente con descaro. Siempre te decían: -No lo miréis directamente que quema mucho, a ver si os vais a quedar ciegos. Y como de costumbre alguno desobedecía, al menos una vez. La sensación de entrar a la casa y no ver nada, te daba idea del poder que tenia, y como era capaz de alterar la visión. Eso si, mas valía, que no dijeras nada por si acaso. Al mediodía no había un alma por las calles. El que se quedaba en el campo ya estaba a la sombra y los que volvían a comer, habían madrugado mucho para regresar antes de que el sol picara demasiado. En lo más alto, el monte espléndido e interminable. Entre el cielo y el horizonte, se perdía la nitidez de la visión lejana y se dibujaban figuras desenfocadas producidas por el aire bochornoso. Los caminos resecos, levantaban polvo y matojos secos al ritmo del viento que soplaba. En cada paso las alpargatas iban recogiendo su parte de tierra. Cuando eran las ramas las que volaban y te daban con fuerza en las piernas el saltito de dolor era inevitable La hojarasca se levantaba arremolinándose, ahora aquí y después allá, a su antojo. En la parte mas baja del pueblo, donde se encontraban casi todos los cultivos el agua serpenteaba siguiendo los trayectos dibujados por la naturaleza de un río que regaba las choperas, y los rincones y atajos entrando en los campos cultivados controlados por las tajaderas. Las zarzamoras que crecían abundantemente en los caminos, estaban cubiertas por el polvo, de ellas caían muchas moras al suelo, que después eran pateadas por caballerías, rebaños y caminantes. Pero la mano del hombre se veía en muchos espacios en los que las piedras colocadas hábilmente protegían las cosechas y conducían a campos de cereales, árboles frutales, huertas en las que se sembraba de todo... En los ribazos de los campos cuidados los zarzales daban moras de un grosor considerable que protegidas por los alrededores estaban limpias y erguidas alcanzando los arbustos alturas considerables. La hierba era abundante y las flores silvestres se criaban espontáneamente haciendo de su visión un cuadro de naturaleza viva y apetitosa. En los ribazos se escondían caracoles a decenas, que después de la lluvia salían a pasear por la hierba húmeda. Entonces era el momento de ponerse unas buenas botas de agua y salir con los canastos a buscarlos. En el monte parecía imposible, pero después de los caminos secos, se llegaba a los campos y terrenos repletos de vides y olivos que requerían muchos cuidados para mantenerlos. Detrás de las casas situadas en el exterior del pueblo estaban las eras. Después de la recogida, era el lugar en el que se trillaba y cribaba la mies y se guardaban la paja y los aperos. En las casas guardaban el grano, en graneros situados casi siempre en la parte alta de la casa, junto a los chorizos, longanizas, jamones y el despiece de los cerdos y otros manjares como orejones, higos secos…Y en las bodegas, siempre en las plantas bajas, alimentos, conservas, el vino, el aceite...
Dentro el aire soplaba con fuerza y al encajonarse en los rincones de las habitaciones, se escuchaban ruidos que se sumaban a los que producía, el ir y venir de las hojas de madera entreabiertas de puertas y ventanas. El cierzo, no dejaba de moverlas. El pum, tac-toc... era motivo suficiente para parar la faena y subir las escaleras al piso de arriba o levantarse de la mesa para sujetarlas so pena, de esperar a que más tarde o más temprano, un ensordecedor portazo diese fin a este trasiego. El silencio que reinaba en el interior, después de cerrar, hacia que en la calle el sonido del viento, se escuchara con intensidad variable. Unas veces fuerte y sobrecogedor y otras, como un silbido largo y melodioso racheado y a lo lejos. Cuando los más pequeños no querían dormir la siesta, enredábamos diciéndoles que eran fantasmas y que en cuanto se durmieran ya no los oirían. Lo cierto es que durante la merienda decían que no los habían escuchado. Si no hubiésemos sabido que no se trataba de nada del otro mundo también nosotros lo habríamos creído. De hecho, yo así lo creía cuando era mas pequeña y lo mas curioso era que cuando íbamos creciendo unos, siempre había otros, a los que transmitir lo que aprendimos años atrás. Todos caíamos rendidos en un reparador sueño instantes después. Nos envolvíamos entre las sabanas, para mi era muy importante que estuviesen bien protegidas las orejas y los pies, me parecía que era de allí de donde me agarraban los misteriosos fantasmas para llevarme lejos. Amanecíamos envueltos en sudor encima de la cama. El calor hacia mella en todo el cuerpo. Se aprovechaban siempre la fresca y el ocaso para trabajar al aire libre. En las horas que permanecíamos en el campo o al sol siempre llevábamos una prenda para protegernos la cabeza. En la piel se sentía como si una lupa gigante te mirara y te siguiera con la capacidad que le daba el sol para prenderte fuego. Algunos de los chicos de pueblo hacían lo mismo con los bichitos que cazaban al vuelo o con artimañas. Utilizaban toda clase de tretas para capturarlos y después se divertían torturándolos. En un agujero que habían cavado previamente en el suelo y que cubrían con algún material sólido los encerraban para que no pudieran escaparse. Al tener las paredes forradas con materiales duros era casi imposible que los horadaran y escaparan haciendo un túnel en la tierra. Después con un vidrio colocado sobre el agujero se les podía observar en su desesperación por salir de allí. Nos arremolinábamos alrededor y las cabezas y los cuerpos tapaban el sol hasta que llegaba el momento en el que incidían los rayos del sol sobre el cristal chamuscando sus alas y todo su cuerpo cayendo fulminados. Lo tenían todo calculado al milímetro, como cuando cazaban pájaros con hormigas de alas en cepos o les tiraban pedradas a algún punto que estuviese a su alcance. ¡Que puntería! A mí, al principio, me daban pánico y pena, pero confieso que después les acompañe en más de una ocasión aunque solo mirara porque según me decían era “una cobardica" de capital. Por la mañana la actividad era visible en cualquier punto del pueblo. Los hombres preparando las caballerías para salir al campo. En los corrales los pastores agrupando los rebaños para el pastoreo. Las mujeres barriendo las calles y regando flores y tierra para refrescarlas. Daba gusto madrugar y caminar pausadamente para ir al horno a comprar el pan y disfrutar de un nuevo día. Cuando caía el sol era costumbre salir a la fresca. Hombres y mujeres se separaban por afinidades para conversar del campo, de los animales o de lo que era novedad o chisme. Las mujeres mientras se ocupaban de remendar prendas de todo tipo, bordar el ajuar o tejer desde unos patucos hasta bufandas y guantes. Otros se dedicaban a coser zapatos, que era la ocupación de una parte de los jóvenes, trabajadores por cuenta ajena. En estos corrillos se pasaban las ultimas horas del día. Los niños nos entreteníamos jugando o haciendo grupos en los que imitábamos a los adultos. Te amoldabas a lo que te mandaban y cuando venían tus padres a buscarte oías como les decían: -Que chicas mas ricas tenéis, como se nota la educación de casa. Da gusto. Y ya sabéis que si alguna vez no pueden tus primos me las traes a mi, que yo de mil amores, las tengo una temporada. Y tu allí aguantando el tipo y rezando para que no se alargase demasiado la conversación; el recorrido obligatorio de ida, había que hacerlo con los mas allegados a la partida.
¡Que buena gente... y que recuerdos tan estupendos!
©Escrito por Camelia
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