- La verdad, te preguntarás por qué te cuento esto, ni siquiera nos
conocemos.
- Bueno, realmente, es lo que tiene Internet, que te ofrece el anonimato
ideal para abrirte con cosas que no le cuentas al primer taxista que te
recoge, por mucho rollo que te suelte.
- Es cierto. Sabes, creo que eres una persona fascinante.
- ¿Y por qué crees eso?
- No sé, no sabría explicártelo. ¿Desde cuando chateamos? ¿una semana,
dos?
- Dos, más o menos, ¿por qué?
- Para mí es como si te conociera, como si hablásemos desde hace años;
me inspiras mucha confianza.
- Tú a mí también, y espero que tu hermana regrese pronto.
- Tú que eres tan despierto, ¿dónde crees que puede estar?
- Pues no podría saberlo, no sé cómo es. Si quieres, háblame de ella.
- Bueno, Natalia es una chica muy madura pese a su juventud. Es
increíblemente guapa, en serio, no es como yo. Te sorprenderías si
alguna vez nos vieses juntas; somos la noche y el día.
- ¿Qué quieres decir?
- Pues que somos distintas. Es la típica historia de hermana guapa,
hermana fea, aunque no te asustes, que yo no me parezca a ella no quiere
decir que sea fea. Pero claro, cualquier chica es fea a su lado. Ya me
entiendes.
- ¿Y por qué me preguntas si puedo saber dónde está?
- No lo sé, perdóname, es una tontería, y lo sé, pero veo que eres un
chico increíblemente listo. Y no sé, quizá puedas dar alguna idea. Hoy
hace dos días que no sabemos nada. Mi padre dice que si mañana no hay
nada, denunciará la desaparición a la policía. Aunque igual ha conocido
a alguien y anda por ahí divirtiéndose, y yo aquí, preocupada.
- ¿Tu hermana chatea?
- Sí, ¿por qué?
- Puede que ese alguien sea de la red. ¿Te fías de todo el que habla por
un Chat?
- Yo no, en serio, no creo que pudiese quedar con alguien sin saber
quién es. Yo chateo por entretenerme. Nunca he llegado a conocer a
alguien por aquí.
- ¿Y crees que ella sí se atrevería?
- Pues no lo sé.
- Ves, a eso me referí antes con lo de falta de comunicación en las
familias de hoy en día. Vivís juntas, pero desde que os hicisteis
mayores de edad, cada una a su habitación. Ella escucha Hip hop, a los
Red Hot o cualquiera sabe. Tú, en cambio, eres más de Celine Dion o
Shakira. Ella lee poesías y demás textos reivindicativos, y tú prefieres
una novela sin connotaciones sociales ni filosóficas. Tras todo eso yo
creo que no os conocéis mucho. Sí, tú puedes saber qué tipo de ropa le
gusta o si prefiere el café con azúcar o sacarina, pero en realidad no
conocéis las inquietudes, las emociones más profundas de cada una.
- Menuda teoría. Tienes razón, pero sólo en parte. A ver, yo no sabría
responder a si mi hermana quedaría con alguien de un Chat. Yo creo que
sí, ya que siempre ha sido muy atrevida y aventurera, pero no estoy
segura. He rebuscado por todas las carpetas del ordenador, no hay nada
sospechoso. No sé, es todo muy raro. Mira, hasta creo que no hago bien
hablando con un chico desconocido de la desaparición de mi hermana.
Debería estar por ahí, buscándola, ¿no crees?
- Es posible, pero yo pienso que no puede estar muy cerca del entorno en
el que os movéis. Seamos francos. Si ha sido secuestrada, no estará muy
cerca. Y si se ha ido por su voluntad, tampoco.
- La palabra secuestro no me ha gustado.
- Lo sé, por eso advertí con la franqueza.
- Lo siento, aún así, no me ha gustado. Voy a cerrar la conversación. No
me encuentro bien.
- Lo siento, de veras.
- Vale, sé que hay que pensar en todo. Pero es mi hermana y la quiero
mucho. Adiós, ya hablaremos.
- Adiós, cuídate.
Parpadea. Su mirada se pierde al instante queriendo hallar otra
realidad. Y la halla. Pero antes, se ocupa de controlar su interior en
muy particular disciplina. Es dueño de si mismo, de sus emociones, de
todo lo que ha hecho hasta ese parpadeo. Se siente como un dios,
suponiendo, claro, que un dios sea alguien muy poderoso capaz de
mantener a raya las emociones suscitadas al conversar con alguien. El
mundo en realidad no es nada. Él lo domina con facilidad. Sin armas. Sin
magia. Y es dominio su palabra preferida: el dominio que ejerce una orca
sobre una foca antes de devorarla; el dominio de un talentoso poeta
sobre los versos; el dominio del propio dominio.
Parpadea de nuevo. Ha vuelto en sí. La palabra secuestro no debió de
escribirla, aunque con ello no da pie a la sospecha, es más por la
interrupción del diálogo.
Apaga el pequeño monitor. Una solitaria y triste bombilla lo ilumina.
Cuatro paredes blancas, con alguna desconchadura, lo rodean. Una mesa de
hierro oxidado. Y no hay nada más.
Se afeita con una cuchilla desechable en seco, frente a un espejo
salpicado de manchas de pintura y otros restos. No quiere mirar al otro
monitor, a la otra pantalla de tan pequeño y vacío cubículo: una especie
de habitación, de cuartillo donde se suelen guardar escobas, fregonas y
otros usos de limpieza de un hospital o instalación similar. Es tan
pequeño, que no puede desplegar sus brazos, y su cabeza podría topar con
el techo a pies juntillas.
No quiere mirar a la pantalla. Forma parte del dominio. Mirará, sí, pero
no en ese segundo. Se pasa una y otra vez la cuchilla por la piel. Se
divierte en su interior. Como un sencillo padre de familia que, medio
engañando a su esposa y con un trabajito extra en la empresa, se ha
comprado un nuevo monovolumen y, sentado en el porche de casa frente a
él, lo mira de vez en cuando casi de soslayo, como si no fuese suyo y lo
codiciara. La codicia y el deseo son más poderosos que la consumación
del deseo mismo. Aún no debe mirar a la pantalla.
<<Soy bueno, joder>> Murmura en interno frenesí. <<Soy el mejor>> Le
dice al tipo que refleja el ensuciado espejo. Un tipo de mirada azul, de
ojos claros, de granos de adolescente y a medio reventar. Tiene el pelo
mojado de tanta agua, y es que en una habitación tan reducida es con lo
único que puede refrescarse. Cabello claro. Complexión delgada. Un
canijo de piel pálida. Ojeras. Polo a rayas verdes y negras. Pantalones
vaqueros modernos. Zapatillas de nylon con anchos cordones blancos. Un
poco en desacuerdo todo con el interior del ser humano que lo viste.
Con el pensamiento en su interior, con la mirada hacia la puerta de
color gris, coge un juego de llaves de la mesa, la guarda en el bolsillo
derecho y sale. Son casi las ocho. Hora de trabajar. De coger el taxi.
El pasillo lo recibe con una polvorienta moqueta. Un triste corredor. Al
fondo hay una cristalera, como las de las incubadoras en maternidad
desde la que los papás pueden ver a sus recién nacidos. Se asoma. Ella
duerme. Vuelve sus pasos. Hay otra puerta en el otro extremo. La abre.
La moqueta es la misma, aunque más cuidada. Es un comedor, con una
cocina americana bien ordenada y limpia; una pareja de sofás de skay;
una mesa de cristal con un florero artificial; una rinconera y un
escritorio sin usar. También alberga un mueble biblioteca con más vídeos
que libros: películas, documentales, vídeos caseros y un par de
novedades editoriales. Un televisor de plasma y una ventana cerrada.
Sale al exterior. El taxi es negro con una franja amarilla. El sol ya
casi se ha despedido y el mar, ubicado en la parte de atrás, empieza a
expresarse con su marea. La casa, la construcción que contiene el
austero habitáculo, la cristalera, la cocina americana, las flores de
plástico, la pantalla de plasma y la ventana con la persiana siempre
bajada, se levanta en un solo piso sobre un ensayo de acantilado de unos
cuarenta metros. El taxi echa a rodar, junto con la emisora de radio
local y la interna del servicio que la interrumpe cada varios segundos.
La vivienda queda como de costumbre, perdida en un kilómetro de asfalto
por el que nadie coge, ya que sólo es un inservible desvío hacia la
carretera principal de la que sale. Un kilómetro inútil, absurdo, que
nadie sabe para qué o por qué se hizo, pero es perfecto para él.
La bombilla sigue encendida, alumbrando al monitor que él no quería
mirar, y a cuya pantalla su luz desearía entrar. La imagen que proyecta
es la de una chica tumbada sobre un cómodo y placentero sofá tapizado en
piel color café. Es una chica joven. Tiene el pelo enredado, además de
los ojos hinchados, sangre seca en los labios y los mofletes cubiertos
de lágrimas resecas. Está amordazada. Atada de pies y manos. Un aplique
de aluminio y vidrio satinado con forma de paloma la alumbra.
Solloza asustada tras pasar la fase previa del desconcierto y los
dificultosos gritos. Tiene hambre, aunque su estado no le permitiría
comer. No deja de mirar alrededor, buscando la causa de su estado, de su
secuestro, porque ha sido secuestrada por un taxista que la debería
haber llevado a casa. La rodea una cristalera que presenta on oscuro
pasillo enmoquetado.
Ella es la hermana.
Continuará, posiblemente, algún día…
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