Y aquí estoy, tumbado en el
sofá a pierna suelta, pasando canales de televisión, escuchando los
ruidos de la calle y recordando el día de ayer. Porque sí, porque el de
ayer fue el día más importante de mi vida, más, incluso, que el de mi
nacimiento o el de mi muerte.
Hasta ayer yo trabajaba en un concesionario de automóviles. Un trabajo
en el que me sentía muy a gusto: proximidad con mi domicilio,
flexibilidad de horarios, poco esfuerzo y generoso emolumento. Todo eso
hasta ayer, hasta que tomé el metro como cada mañana para empezar la
jornada. Y es que recuerdo muy bien cómo empezó.
Juan Carlos dio rienda suelta a las medallas hechas palabras que,
durante el desayuno, le concedía a su hijo.
- Ya ves, amigo, unos tienen la mala suerte de que su hijo gamberreé por
ahí, tomando cosas raras y haciendo sabe dios qué. Pues el mío quiere
ser escritor. No es que yo soñara con eso, pues jamás he leído un libro,
y hubiese preferido que me saliera un Raúl o un Gasol, pero bueno, si
con la escritura hace lo que le gusta y consigue que su padre tenga el
día de mañana una buena jubilación…
- ¿Y qué escribe? – Le pregunté con desinterés, mojando la galletita
obsequio en el café.
- Pues no lo sé, pero tenemos unos amigos que han leído su libro y dicen
que es muy bueno, que quieren apostar por él.
- Me alegro mucho.
Recuerdo que en aquel momento Rocío, una de las de exposición, se sentó
con nosotros, y claro, Juan Carlos y yo cambiamos de tema, sintiéndonos
afortunados por tener una vendedora como ella: tan hermosa, tan dulce,
tan elegante. Siempre he pensado que Rocío debería llamarse ‘’Rocido’’,
dada la finura de sus gestos y la delicadeza de sus palabras. Hablamos
del trabajo, del terrorismo, y cerramos el diálogo regresando a la
faena. Fue entonces cuando mi día se hizo importante.
Por la puerta de cristal entraron dos hombres. Uno me resultaba
desconocido, pero el segundo era Jan, el hijo del jefe. Yo estaba con
una familia y su par de ruidosos niños enseñándole el último catálogo de
nuestros modelos de cinco puertas: nuestras facilidades de financiación,
las prestaciones del vehículo…cuando Jan, con su pelo engominado y su
traje impecable, se acercó y me dijo:
- Crespo, cuando puedas pásate por el despacho de mi padre.
Su tono fue amable, distendido, sin dejar de sonreír a los clientes,
como si me necesitara para un asunto sin importancia. En dicho momento,
picado por la curiosidad, a pesar de lo afable de su expresión, agilicé
la venta, que no se efectuó, y me dirigí al citado despacho. Jan estaba
de pie, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana hacia el
aparcamiento, con los brazos cruzados y mascando un chicle. El
acompañante hojeaba un catálogo en el sillón a mi derecha.
- Hombre, Crespo, pasa y siéntate. – El muchacho, porque Jan es un
muchacho de veinticuatro años, -menos de los que yo le llevo-, se sentó
también, percatándose de mi curiosa mirada al recién llegado. – Perdona
mis formas, os presento: Crespo, él es José Antonio, José Antonio,
Crespo.
- Encantado. – Me habló el nuevo sin levantarse, tendiéndome la mano
incómodo.
- Bueno, te he hecho llamar para hablar contigo y con José Antonio de un
tema que me disgusta, la verdad. En primer lugar, – en aquel momento me
pareció un político en el congreso, – dejarte muy claro que esta empresa
te está muy agradecida, sobre todo mi padre, con el que has trabajado
toda la vida. Pero él está muy mal, puede que deje de venir, y desde
luego, yo he de tomar las riendas. Lo que quiero decirte es muy
sencillo.
- Si es tan sencillo, ¿por qué no lo abrevias? – Le interrumpí cuando su
discurso rivalizaba en molestia con la presencia del otro, mi sustituto,
deduje.
Y sí, para qué seguir, me despidió, prometiendo que me pagaría todo por
el despido, además de una bonificación por los años en la misma firma.
La vieja historia de siempre, la de cambiar un rostro avejentado,
bigotudo y verrugoso, por uno más suave y atractivo. Yo siempre supe que
al surfero de Jan no le gustaba mi estilo de vendedor, semejante al de
un agente de seguros de los sesenta, con mis gafas oscuras de pasta
dura, de las de antes, mi corpulencia, mi bigote de Tejero, mi maletín
de piel despellejada y mi inmutable seriedad en el trabajo. Tampoco
apreciaba mi buen comportamiento con todos y cada uno de los nuevos que
iban pasando cada año por el concesionario, a los que siempre traté con
respeto y educación. Y ni mucho menos se interesaba por mi rendimiento,
por mis números de ventas: entre los cien primeros del sector nacional.
Asqueado, barrido por un odioso viento al salir de la boca del metro,
regresé a mi casa, tropezando en el portal con Mari Ángeles, la vecina
del primero, y su pequeño Víctor, que llevaba una bolsa de la librería
Polibio.
- ¿Qué libro es? – Le pregunté al niño en el ascensor.
- ‘’Harry Potter y el misterio del príncipe’’. – Respondió.
- Anda que la tía ésa, la escritora no veas, vecino, se ha hecho de oro
gracias a los niños. – Me dijo la madre con algo de resabio.
- Bueno, también se lo ha currado, escribir tanto no debe de ser tan
sencillo. – Comenté yo.
- Imagino que no, pero yo creo que si a los niños no les hubiese ‘’dado
por ella’’, hoy sería una desconocida más. – Zanjó Mari Ángeles, mi
buena vecina.
Con ese debate a medias entré en mi casa, que, para que se hagan una
idea, es la representación del orden y el detalle más fiel de todo el
vecindario. Podría describir mi piso, mi hogar desde hace más de nueve
años, pero no quiero hacerlo. No soy la ‘’madre’’ de Harry Potter, pero
sí puedo asegurar que cuando era niño, yo sentí en muchos momentos,
minutos de hastío como el de ayer, la necesidad de escribir, de narrar,
de describir todo cuanto veía, de contar historias que aparecían por mi
mente y que yo, ingenuo, creí que sólo eran mías. Con el paso del
tiempo, la necesidad de trabajar para poder tener una vida media hizo
que abandonara, sin darme cuenta, dicha inquietud.
Recuerdo a una chica, tan hermosa como libertina y descarada, aunque
buena persona. Se llamaba Carmina, y fuera por su paisajística figura,
por su innato desparpajo o por lo que fuese, que yo me enamoré de ella
como un tonto. Cuando me la encontraba solía decirle:
<< Carmina, si te escribo una historia, ¿me besarás? >>
Y ella, alegre y desenvuelta, me contestaba que sí.
<< ¿Y qué historia te escribo? >>
Y ella me decía que una de ésas de amor.
Le escribí varias decenas, pero nunca me besó.
Y fue ayer sentado en este mismo sofá, con mi raspado maletín aún entre
los brazos, recordando al hijo de Juan Carlos, a la creadora de Harry
Potter y a mi adorada vecina de la niñez, cuando volví a sentir aquella
inquietud literaria, y ya que no tenía trabajo, en breve recibiría una
generosa jubilación anticipada y disponía de todo el tiempo libre, me
propuse escribir, pues pudiera darse el caso de que Carmina, hoy adulta
y quizá no tan esplendorosa, apareciese ofreciéndome un beso a cambio de
una historia.
Bajé a la calle, tomé de nuevo el metro y me dirigí a la
papelería-librería más importante de la ciudad: buscaba un moleskine,
uno de aquellos cuadernos de notas que dicen utilizaron varios artistas
para sus apuntes. Si se preguntan por el motivo de tan sibarita búsqueda
para alguien que llevaba décadas sin escribir algo que no fuera facturas
o firmas, les diré que el motivo era más excéntrico que otra cosa,
cierto, pero también algo nostálgico, pues no se me olvida la primera
vez que vi a alguien usando uno de esos cuadernos; fue a un ditero al
que mi madre solía comprarle cosas para la casa. Me llamó la atención la
caligrafía de aquel anciano que, amablemente, nos fiaba todo tipo de
productos, y más aún, el lugar donde anotaba los nombres de los
clientes, con sus marcas, sus espacios, su banda elástica y su marcador
de página cuando estaba cerrado.
Con el moleskine y una estilográfica de gran calidad, volví al hogar.
Almorcé algo, pensando y confiando en la visita de esos seres invisibles
que todo artista espera. Yo ya tenía una idea más o menos consistente,
ya que, a diferencia del bueno de Juan Carlos, he leído mucho, y tras
acabar el solitario postre, comencé a escribir:
‘’El sol aún bostezaba en el horizonte. La luna lloraba por el encuentro
que pocas veces llegaba. En medio, en la tierra de los hombres, una
decena de cromagnon pateaba la extensión. Buscaban un nuevo lugar para
vivir, ya que el suyo había dejado de existir: el maremoto de días atrás
los había despojado de todos los suyos y ahora, los supervivientes,
debían encontrar uno nuevo. Las noches pasaban por encima de los días, y
los días por debajo de las noches. El grupo se veía solo, perdido, dando
vueltas por el mismo bosque, sabiendo que, o encontraban un lugar
apropiado, o serían vulnerables a las inclemencias del tiempo, a
cualquier otro elemento destructivo de la naturaleza. En aquel amanecer,
otro grupo semejante, en dirección contraria, se les cruzó…’’
Llevaba ya todo eso escrito, cuando el teléfono de mi casa sonó sin
esperarlo:
- ¿Dígame?
- ¿El señor Crespo?
- Sí, soy yo, ¿con quién hablo? – En aquel segundo pensé que era alguien
relacionado con el trabajo.
- Señor, Crespo, qué alegría saludarle. Mi nombre es Anton Proust, – no
me hizo falta oírlo para apreciar su castellano de acento extranjero, –
y le llamo porque usted, en un sorteo ante notario, junto con otros
cinco afortunados, es el ganador de un viaje por las bellísimas tierras
francesas del Valle del Loira. ¿Qué le parece?
- Pues mire, para serle sincero, amigo, no me interesa nada hacer un
viaje ahora, es más, en este momento ando muy ocupado y le agradecería
que terminara con esto cuanto antes. – Quise añadir con su rollo, pero
preferí ser educado.
- Señor, Crespo, soy el representante de una gran empresa dedicada a
ofrecer servicios de viajes, usted está hablando ahora mismo con ‘’Los
verdes caminos de Swann’’.
- ¿Perdón?
- ‘’Los verdes caminos de Swann’’. Seguro que ha oído hablar de
nosotros. Prometemos viajes increíbles para nuestros afortunados
usuarios; personalizadas rutas adecuadas a cada persona; si no prefiere
Francia le llevamos al Caribe, Nueva Zelanda, incluso un paseo por la
Plaza Roja de Moscú, jejeje. Créame, le ofrecemos la búsqueda de todo su
tiempo perdido y la posibilidad de emplearlo en una experiencia
inolvidable – Resoplé, me estaba molestando y yo sólo quería escribir.
- Lo siento, no me interesa.
- Pero oiga, le invito a que lo pruebe, conózcanos, y…
Y colgué, respirando de nuevo. Retomé lo escrito, empecé a leerlo y ya
no era lo mismo: era detestable, demasiado parecido a las películas
ambientadas en la prehistoria. Quería crear algo más cercano a nuestro
tiempo, más real. Y empecé a hacer bailar de nuevo a la pluma:
‘’Ignacio pasaba por ser uno de esos chicos desinteresados por el sexo
opuesto, hasta el día que conoció a Marta, la chica del puerto, la hija
del armador, la única persona capaz de sacarlo de su mundo de fútbol, de
motos y de coches modificados. Marta lo tenía todo para seducir al más
pintado, para hacer caer en su red de belleza y dinero al insecto más
astuto. Sin embargo, ninguno de los dos era feliz con el otro, y sí, se
querían, pero tras los buenos ratos de gimnasia sexual, cada uno iba a
lo suyo. Una noche, cansados del compromiso, del deber del horario y de
algún que otro piquito con amigos, decidieron dejarlo. Ignacio, que
había cogido gran interés por las mujeres, se sintió mal en las semanas
siguientes, y pronto se propuso sustituir a la chica del puerto por
otra. Pero esa otra no llegó. Al pobre Ignacio se le echaron treinta y
tantos y aún seguía solo, como al principio, aunque harto de fútbol, de
motos y de coches modificados; harto hasta de su vida.
Sucedió que una tarde, lamentándose por su terrible situación, temiendo
llegar a casa para sentarse solo, como todas las noches, frente al
ordenador, sobre la acera por la que se disponía a echar el siguiente
paso en su cabizbajo caminar, algo blanco y grácil cayó. Lo cogió y lo
examinó sorprendido: se trataba de una delicada y sugerente braga con
agradable olor a suavizante, recién sacada de la lavadora y aún húmeda.
Tras envolverla en su grasienta palma de mecánico de motos, miró hacia
el balcón que tenía sobre él, en el que pudo ver a una chica ruborizada
y preciosa con la mano sobre su sonrisa y un tímido lo siento…’’
Y habría seguido con aquella, para mí, rocambolesca historia, pero el
timbre de casa me interrumpió:
- Hola, hola, hola, vecino, ¿quiere usted un cupón para esta noche? Me
quedan pocos y hoy tengo la sensación de que voy a dar el premio. – Era
Sócrates, el cuponero del barrio, el joven minusválido que, con
espontaneidad y arrojo, se gana la vida con fortunas y desventuras entre
las manos.
Le compré dos, soportando sus chistes malos y el sudor que empapó sin
querer la esterilla del descansillo. Volví a mi ardua tarea, y aunque
les parezca mentira, de nuevo lo escrito ya no me gustaba: demasiado
jocoso, como una de esas anécdotas ideales en reuniones de la juventud.
Me tomé un descanso, saliendo a la terraza con la idea de presenciar una
pelea callejera, un tirón, un vulgar bollo, algo que me llamara la
atención. En el balcón de al lado, separado del mío por menos de un
metro, estaba Hernán Cortázar, el gigoló del barrio. El chico malo y
guapo que donde pone su ojo clava su viril bala. Estaba envuelto en una
toalla, mostrando al transeúnte público su seductor y atlético torso.
- ¿Qué tal, vecino, tiene calor? – Me preguntó encendiéndose un porro.
- Hoy no he tenido un buen día. – Le respondí apoyado en mi baranda, sin
dejar de mirarle el ‘’petardo’’.
- ¿Se atreve?, le invito. – Qué demonios, pensé. Era el día más
importante de mi vida.
- ¿Por qué no?
Me pasó el ‘’canuto’’. Le di dos caladas ante su curiosa mirada, que
seguramente esperaba una quejica tos de primerizo. Pero no sentí nada
extraño, devolviéndoselo educadamente.
- Puede seguir, si quiere.
Dije que no, cuando del interior de su vivienda salió una joven, una
diosa de cuerpo oscuro y gozosa mirada hacia el malo de Hernán.
- Hasta luego, vecino, ya nos veremos.
- Adiós, hijo, adiós. – Me despedí con asquerosa envidia.
Pero su imagen me presentó otra historia, y con el sabor de la hierba o
de lo que fuera aquello, entré para escribir con el mismo entusiasmo del
principio, algo así como:
‘’La noche que más bebí de toda mi vida, tan borracho, que ni siquiera
podría reconocer a mi propia madre, me propuse salir de mi pueblo y
subir a lo alto del monte pelado. En opinión de cualquiera de mis
paisanos, no es ésa una acción digna de ser destacada, pero teniendo en
cuenta mi ebrio estado, la gélida temperatura ambiental y lo poco
beneficioso que es para un bebedor el frío, mi empresa resultaba
merecedora de ser dada a conocer en cualquier libro de grandes hazañas.
La nieve aún no había hecho acto de presencia, pero su ausencia no era
buen síntoma, pues el viento de levante, enemigo de la lluvia que cuaja,
venía tan helado, que ni las alimañas nocturnas tenían arrestos
suficientes para salir al exterior.
Y allí estaba yo, paso a paso por el camino a la salida del pueblo y con
el monte pelado al fondo, ora lejano, ora cercano, esperando mi llegada.
Tenía tanto frío, que mis huesos y mis músculos se unieron en apretado
encogimiento, evitando con ello el ebrio tambaleo. Mi senda empezó a
inclinarse. Me aproximaba en subida a mi destino. Nadie era testigo de
mi gesta. Iba solo. Estaba solo. Subiendo al monte pelado sin saber para
qué. Sin poder responder a la pregunta de por qué un alcohólico redomado
se propone, en la noche más fría de otoño, subir al monte pelado, cosa
que estando sobrio ni siquiera habría pensado. Mi excusa se sostenía con
la idea de que si los enamorados, con el amor como pretexto, son capaces
de recorrer cientos de kilómetros y de desvelarse por sus amores, por
qué no iba a cometer yo tan delirante proeza sin estarlo.
Tal vez esperaba que en la cima, un premio en forma de bella mujer, me
recibiera. Pero no amigos, en la cima del monte pelado no había nadie.
Sólo la noche eterna sobre mí. Sólo la mirada de las estrellas, la luna,
y el frío susurro del viento.
Nunca supe por qué fui a aquel inhóspito y desolado lugar. Quizá buscaba
algo. Deseaba lograr algo. Tal vez una desconsolada voz femenina me
llamó y me atrajo. Pero hoy he amanecido en la cama del dispensario. Y
los efectos del alcohol del día siguiente son tan dolorosos, que no
recuerdo nada más…’’
La verdad sea escrita, éste me disgustó antes de leerlo, antes de que
algo me interrumpiera, lo cual, dada la tremenda inutilidad del
manuscrito, su poca madurez y la, en mi opinión, cantidad de errores,
agradecí.
- Hola, Crespo. – Me saludó una mujer cuando acepté la llamada al móvil.
- Hola, ¿con quién hablo?
- Soy Isabel Le Guin.
- ¿Quién?
- Isabel, ¿no te acuerdas? – Noté algo de tristeza, pero era cierto, no
sabía de quién se trataba. – En el concesionario; – Continuó – Yo
buscaba un utilitario pequeño y económico, no me gustó ninguno de los
que me enseñaste, pero me di cuenta de que yo sí te gusté a ti, y a
decir verdad, tú también me gustaste a mí. Me diste tu tarjeta. Vivo
sola, y si te apetece podemos tomar una copa.
Yo estaba empeñado en poder retrotraer mi frustrada vocación infantil,
en escribir algo interesante, cuando una infructuosa clienta me llamaba
para tomar una copa y hacer después lo que quieran imaginarse. Recordé,
antes de torturarla más con mi olvido, quien era, pero dicha
conversación me resultaba fuera de lugar, absurda; aquella familiaridad
llamándome por mi apellido, como si me conociera de toda la vida, muy
surrealista, y ésa, ésa era la palabra: surrealismo. Debía de ser
surrealista en mis escritos, a la manera de los grandes, que contaban
cuatro indescifrables cosas y la gente se rendía en elogios.
- Ya me acuerdo, pero he de decirte que ya no trabajo allí, y que en
este preciso momento estoy muy ocupado. Si no te importa, puedo llamarte
mañana.
- No, no me importa, pero me gustaría que me llamaras, de verdad, deseo
que no pases por mi cabeza como otros.
- No te preocupes, lo haré.
Y como antes, en las otras perturbaciones, escribí:
‘’Una linda y grácil señorita caminaba por un jardín de excepcionales
aromas. Su andar, garboso y delicado, era acompasado, armonioso,
esquivando con soltura todas y cada una de las flores; enormes y
repelentes como rafflesias, otras pequeñas y agradables como
campanillas. Había desde hermosas e imperecederas rosas, hasta otoñales
crisantemos, pasando por suaves clavelinas y violáceos pensamientos...
Nada faltaba en su edénico patio de flores. Y ella, la más hermosa,
conjuntaba en primor y alegría con aquel dulcísimo lugar. Sin embargo,
la infinidad de colores y olores de su jardincito no bastaban para
colorear su tristeza, y en sus pasos, en cada diálogo con toda aquella
pluralidad botánica, buscaba la verdad de su alma. Anhelaba tocar el
amor, más que sentirlo. Tenía sed, sed de amor, de percibir cómo éste
fluía por sus venas, así como la sangre por todo su cuerpo. Tal vez en
algún momento alguien le dijo te quiero, pero dicha expresión no fue más
que un titular amarillento abandonado en lo más profundo de su alma.
Una tarde, cuando aún no había completado la mitad de su diario
recorrido, en la umbría que la escalera y su sombra formaban en la
entrada, observó una flor nueva. Ella, tan segura de conocerlas a todas,
se sorprendió, pues a ésta jamás la había visto. Y se agachó para
admirarla con más claridad.
Se trataba de una flor extraña, nunca vista en los tratados herbarios
que tan bien conocía. Su forma, corola y pétalos incluidos, se asemejaba
a la de una amapola, pero su color, tan transparente como el agua de la
fuente, era lo más extraordinario. La tocó con la punta de sus dedos.
Era asombroso. Estaba congelada. Es más, era hielo puro con forma de
flor.
Sin dejar de mirarla fascinada, se preguntó si se derretiría en aquella
sombría cuando el sol del mediodía llegara a su cenit. Por otro lado,
pensó en que tal vez el frío nocturno habría creado tan caprichosa forma
con el hielo. Y aunque aún no hacía frío para eso, creyó que la
naturaleza es así de mágica. Consideró que sería un bonito adorno en su
nevera de cristal. Y sin más, decidió arrancarla con mucho cuidado para
no romperla. Asió fuertemente la base del tallo y tiró. Pero la flor de
hielo estaba férreamente incrustada en el suelo, así que marchó,
regresando con unas tijeras. Cuando fue a cortarla, el suelo tembló, y
la flor se alzó sobre sus raíces. Tras ellas, abriendo un gran agujero,
apareció un gigante de hielo, el cual, seguramente por el paso del
tiempo, poseía flores congeladas por todo el cuerpo.
Por fin alguien me sacó. Oh, vaya, ha sido esta dulce muchacha. Dijo con
voz de viento. Ella estaba tirada, aterrada ante aquella mole
cristalina.
Dime, linda mujercita. ¿Qué puedo hacer por ti?, llevaba ahí muchos años
y me siento en deuda. ¿Tal vez un poco de hielo para tus bebidas?...No
olvides que el hielo no sirve sólo para refrescarlas. El hielo es un
toque de distinción. Hasta a la más caliente de las infusiones se le
agrega hielo.
Ella rechazó asustada.
¿Y por qué no hablas? Preguntó de nuevo el gigante. Y la pequeña siguió
muda. Quizá prefieras escribir. Le dijo tras cederle un lápiz y un trozo
de papel.
¿Prefieres hablar por teléfono? Y se sacó un auricular’’.
En esta vez fui yo mismo el que se detuvo: aquello no era surrealismo y
sí un sencillo cuento para niños. Me pareció fatal. Pésimo.
Cansado, frustrado y obsesionado, aunque muy sorprendido por la ingente
cantidad de ideas que, en un momento, tras años sin intentarlo, había
sido capaz de desarrollar, encendí la televisión, esperando hallar, como
en el balcón, algo que me ayudara.
Detuve el barrido de canales en uno norteamericano de lengua hispana que
retransmitía desde algún punto del oeste de los Estados Unidos. Un joven
presentador, vestido con hábito religioso, empezó a hablar como si se
dirigiera a mí personalmente. Isaac Clarke, rezaba el rótulo.
<< Tú, querido telespectador, tú puedes formar parte del inminente
proyecto de hacer un viaje espacial. Porque dios nos creo para
Descubrirle, y sólo podremos hacerlo viajando hasta Él. En el plazo
máximo de seis meses haré de ti un astronauta profesional, y nadie podrá
impedir que subas al cielo para Buscarle. Amigo mío, si Él está allí
arriba, vayamos a su Encuentro, a agradecerle todo cuanto nos concedió
>>.
Me ha tocado a mí verte, murmuré. Pero cuando aquel supuesto clérigo
nombró la palabra espacial, a mi mente vinieron las musas con un género
entre sus labios, el de la ciencia ficción. Y claro, si quería ser un
escritor destacado en todos los géneros, debía experimentar también en
tan arañado campo. Y con una súbita, pero nebulosa idea, volví a
rellenar de palabras una hoja más del moleskine:
‘’Aquellos seres llegaron cuando nadie los había invitado y sin ser
esperados.
Ellos, sin quererlo, fueron los causantes de la pérdida de nuestra
imaginación. Nosotros, que tanto habíamos escrito de nosotros mismos y
de los seres que algún día nos podrían visitar, sentimos que ya nuestras
fantasías dejaban de existir, pues aquello superaba todas las
dimensiones sospechadas.
Llegaron con sus luces, en silencio, pero con un enorme deseo de conocer
a los habitantes del planeta que habían encontrado, y muchas ganas de
comunicar la vastedad de sus conocimientos.
Su auténtica lección fue la de demostrar que se podía viajar por el
cosmos sin invadir, sin conquistar, sin someter. Para ofrecer y
compartir sus ideas sin tratar de imponerlas. Y la humanidad,
maravillada ante tanta magnificencia cósmica, no tuvo más remedio que
dejarse dominar.
Fascinados, mostramos nuestras más sinceras sonrisas cuando los vimos
escribir todos y cada uno de nuestros nombres en el despejado cielo,
aquél al que tantas voces habían glorificado, y del que ahora nos
llegaban todas las respuestas. Y no nos importó saber cómo poseían tanta
información. Tan sólo nos dejamos llevar, y a sus extraños cuerpecillos
azulados nos arrodillamos, y más aún nos extasiamos cuando vimos que
ellos también se inclinaron, convirtiendo aquella escena en el primer
abrazo, en el primer hermanamiento de dos pueblos diferentes en el
Universo’’…
Sin darme cuenta había escrito algo muy al uso; las típicas palabras de
un mensaje de paz, de abrazos entre antibelicistas, y seguro que no me
habría gustado lo que hubiese continuado, pero el día más importante de
mi vida era también el de las mil interrupciones, y de nuevo mí móvil
comenzó a sonar.
- ¿Qué tal, Crespo? – Se trataba de Juan Carlos, interesándose con
talante conciliador y de confianza por mi supuesto malestar.
- Hola, pues bien, esperaba estar peor.
- ¿Qué estás haciendo? ¿Quieres que te recoja y nos tomamos unas cañas?
- No, no, déjalo. Estoy escribiendo.
- ¿Escribiendo? Una carta al padre de Jan, seguro.
- Qué va, estoy, pues eso, escribiendo.
- ¿Pero escribiendo qué? – No me apetecía tener que explicar la verdad a
un hombre como Juan Carlos, uno que vive con la esperanza de que su hijo
lo haga millonario con la escritura, pero que aún no entiende que hay
personas en el mundo capaces de rellenar miles de hojas sólo con las
invisibles palabras salidas de su mente.
- …Juan Carlos, mañana nos vemos en ‘’Betis’’ a las seis, ¿de acuerdo?
Cerré la comunicación: deseaba escribir más. Aún contenía en lo más
profundo de mí ideas estimuladas por la repentina e inesperada
propuesta. En la siguiente hoja volví a hacerlo:
‘’ Cuando llegamos a la base, sólo las luces de nuestro equipo podían
alumbrarnos. Todo parecía en calma, nada hacía barruntar que algo había
sucedido, e incluso yo mismo me preguntaba qué hacíamos allí.
Nos dirigimos a la puerta del laboratorio principal, que se mostraba
entreabierta y con un reguero de sangre cuajada por debajo. La abrimos y
nos sorprendió ver que las computadoras seguían conectadas, aunque
alguna de ellas, sobre todo las de los procesos químicos, estaban
congeladas. No había fluido eléctrico por ninguna de las estancias, y
sin embargo, éstas seguían funcionando.
Aquello no fue lo más horroroso. Lo peor fue ver los cuerpos inanimados
y deformes de todos y cada uno de los científicos de la base. Recuerdo
la imagen del famoso Dr. Carlton. Estaba sentado. A su cabeza le faltaba
la mitad desde la boca hacia arriba y la otra mitad la sostenía su
inerte figura en la mano derecha, como si la ofreciera. Zeiss, tan
experimentada y profesional, permanecía inmóvil, de pie, en mitad de la
sala. Su cuerpo estaba completamente despellejado, resultaba increíble
que un cadáver como el de ella se sostuviera sin caerse. Lo mismo
ocurría con los demás miembros de la corporación. No se puede describir
hasta qué punto estaban mutilados, desgarrados y seccionados. Supusimos
que aquello, quien fuera el que lo hubiese hecho, lo hizo a sangre fría
y con cálculo; no se trataba de la obra de un animal o ser irracional.
La respuesta la teníamos en el helado techo. Aquello, no sabría decir
qué, nos atacó por sorpresa. Apuntamos, disparamos, gritamos aterrados,
pero fue en vano, el equipo de rescate cayó uno por uno, añadiendo sus
cadavéricas figuras a las presentes.
Ese es todo mi informe, Dr. Frederik. No podría explicarle qué pasó.
Y dígame, ¿cómo es que usted sobrevivió a la matanza?
Eso es muy sencillo de decir.
Pues explíquemelo, por favor.
La respuesta soy yo’’…
Nada, mismos errores. Demasiado convencional. Parecido al guión de un
inminente estreno de terror espacial. Con éste hice mi primer ensayo de
tachaduras y borrones. Comencé con otro:
‘’ Mi nombre no importa. Mi vida sí. He visto la muerte muy cercana. La
primera vez en Auschwitz, la segunda la veo aquí, en Tuvalú. Dos lugares
distintos bajo un mismo techo nocturno. Dos ambientes humanos sobre el
mismo mundo. Dos entornos igualmente brutales, aunque uno en belleza y
otro en tristeza. Dos ejemplos del mismo planeta Tierra. Vi la muerte
allí, cerca de los hornos, respirando su tétrico aullido, y la veo aquí,
a diario, al borde mismo de mi vida, y nada sobre lo que ella escriba
volverá ya’’…
Demasiado deprimente, por mucho que quisiera adornarlo posteriormente
con las fotos hechas palabras de las paradisíacas palmeras de la
Polinesia. Además, los textos sobre el holocausto son proporcionales al
número de víctimas que éste causó.
Me puse a escribir de nuevo:
‘’ La primera vez que viajé a Marte, no sentí nada más allá de la
fascinación imaginable; la segunda vez fue Marte quien viajó hasta mi
interior para conquistarme y retenerme allí toda mi vida’’…
Quizá con éste fue con el que tuve mayor afinidad. Pienso que no dije
mucho, pero abrí bastante el campo de la imaginación, dejando
posibilidades sin explorar. No obstante, a medida que trataba de
extenderlo, pergeñé otra idea, y es que mi mente era ya un ascensor en
descontrolada subida:
‘’ El mismo día en que murió su tiránico padre, Felisa decidió lavar sus
camisas con la sana intención de guardarlas en un cajón para siempre.
Tras horas y horas de duro frote sobre la piedra, la última de ellas,
concretamente la que llevó el viejo el día de su muerte, se mostró
intratable. El olor a ganado no salía por más que frotara, y ya
oscurecía cuando aún seguía la buena de Felisa frotando. Llegó un
momento en que pudo ver la imagen del difunto en la indomable tela, con
su infame sonrisa, la misma de la mayoría de las noches.
Agotada, tomó la prenda por el cuello, lanzándola lejos. Entró en la
casa, donde una nueva soledad la esperaba. Salió con una botella de
aceite, y aunque por la humedad del lavado le costó, hizo que la última
prenda del padre ardiera hasta convertirse en una extraña forma negra,
quemando con dicho acto algo más que una sucia camisa’’…
Horroroso, falto de estilo. Otro canto a los problemas sociales.
Nefasto.
Finalmente, ya por la noche, tiré el moleskine por encima de la mesa del
comedor, cayendo éste sobre el encerado suelo de pisadas semanales del
fondo. Nada de lo que escribiera me iba a gustar, porque siempre tenía
la duda de a quién le agradaría y quién lo consideraría bueno o malo.
Harto, salí del piso, tomé el metro y me bajé en la novena estación, el
mismo número de abortados escritos recién salidos de mi oxidada
imaginación. Llegué a un bar perdido en una callejuela, uno de ésos en
los que te sientes desconocido si no eres habitual. Al fondo, un grupo
de magrebíes veían un partido de fútbol. Eran unos seis y ni se
interesaron por mi entrada. El partido andaba en la prórroga, tiempo
extra que traía de cabeza a la camarera del local, una mujer madura,
aunque más joven que yo, que fregaba los últimos vasos con aire
fatigado.
- ¿Está cerrado? – Le pregunté. Ella dirigió una belicosa mirada al
grupo de futboleros.
- La cafetera está apagada, si quiere otra cosa…
- Tomaré una cerveza, por favor.
El citado grupo del fondo, casi todos con camiseta de un mismo equipo,
saltó en estruendoso júbilo, incluso uno de ellos pateó con fuerza una
de las sillas de plástico cercanas: había caído un gol decisivo.
- ¡Cuidado, no hagáis que me mosquee! – Advirtió ella con energía
sirviéndome la cerveza.
Terminó el partido y pasaron por caja religiosamente. El ‘’pateador’’,
el primero en pagar, codeó al que tenía al lado, señalándole con la
vista el escote de la mujer, que iba repartiendo las vueltas a cada uno.
Me pareció de mal gusto, aunque por otro lado lo entendí. Los muchachos
se marcharon entre risas y comentarios en su lengua. Ella entró al baño.
Y yo quedé solo, con la retransmisión de las mejores jugadas y pensando
en todo lo que me había ocurrido durante el día.
- ¿Vas a estar ahí mucho rato? Lo digo porque tengo que fregar y son
casi las once. – Me soltó la camarera nada más salir.
Me quedé observándola muy fijo sin contestar, y ella a mí. Tras
resoplar, enarcando las cejas, cogió el mando a distancia y apagó el
televisor. Después sacó un paquete de tabaco de la máquina, encendió un
cigarrillo, y se puso a repasar la caja del día.
Era una mujer menuda, de delicadas maneras, aunque la mala alimentación
la había inflado un poco. Sus piernas eran blancas y varicosas,
resaltándole dicha acumulación sanguínea. El marroquí no tenía mal
gusto, pues sus senos eran perfectos. Y mientras la miraba repasando las
facturas entre calada y calada, pensé en si sería ésa una buena
descripción literaria. Deseé tener el moleskine encima de la barra, y
casi le pido prestada una hoja del bloc que estaba usando para anotar.
En cambio, fue otra cosa lo que le pedí:
- ¿Me invita usted a un cigarro, por favor?
Levantó la mirada, dedicándome una mezcla de sobresalto e interés. Se
acercó a mí con el cigarro en la mano.
- ¿Quiere fuego?
- Sí, si es tan amable. Y perdone, me fumo el cigarro y me voy, no
quisiera molestarla más. – La verdad, no sé muy bien por qué le pedí el
pitillo y por qué traté de aguantar más tiempo en aquella barra
desolada. Quizá fui egoísta, esperando hallar algo para mi reencuentro
con el moleskine.
- No pasa nada, aún tengo un buen rato. – Afirmó de nuevo con las
facturas en la mano.
Al acabar, me habló con el tono más agudo de su voz:
- ¿Usted no es de por aquí, verdad?
- ¿Tanto se nota?
- No, pero a este bar sólo vienen inmigrantes, alcohólicos no
reconocidos y algún perro molesto. – La mujer prometía, pensé, viéndola
fregar el suelo con una negruzca fregona. Apagué el cigarro y me aparté
cuando pasó el fregoteo por mi lado.
- Lo que busco es hablar con alguien: hoy he tenido un día muy curioso.
- ¿Y por qué no se va a un locutorio?, marque un número al azar y hable
de lo que quiera con quien se ponga al otro lado, o llame a la radio, a
un programa nocturno. – Una de dos, o quería echarme ya, o realmente
prometía.
- No es mala idea. – Respondí. – Pero sería impersonal. Quiero que me
escuchen y poder escuchar.
- ¿Y qué tiene que contar? – Inquirió con esfuerzo, escurriendo la
fregona en el cubo.
- Busco una persona que me cuente una historia para escribir. – Le dije,
como el que dice que busca a alguien que vaya a algún sitio.
- ¿Para escribir? ¿Escribir qué?
- Una novela.
- Qué vulgar, ¿no? Ese uso de la gente a conveniencia. Yo pensaba que
para eso los escritores tienen su imaginación.
- Yo tengo imaginación, pero no me gusta, o bien me cuesta
desarrollarla.
- ¿No le gusta su imaginación? Pues conmigo tendría mucho qué contar.
- Vaya, tal vez tenga usted una vida merecedora de tal acción. – Ella
sonrió levemente por primera vez.
- Entonces es usted escritor.
- Puede que lo sea. En esa duda ando hoy.
- ¿Un escritor famoso perdido?
- No, en absoluto.
- Bueno, pues es hora de cerrar. – Me dijo colgándose el bolso,
encendiendo otro cigarro y preparando las llaves.
Salí a esperarla. Al darse la vuelta, y antes de que pensara mal de mí,
me presenté con toda la sinceridad que tengo.
- Me llamo Pablo, aunque todos me llaman Crespo. Me gustaría, si no le
importa, conocer su historia.
- Soy Carolina. – Nos dimos la mano.
- Si va usted al metro podría acompañarla, no se preocupe, no soy lo que
puede pensar.
- No, no tiene pinta de ser uno de ésos.
- ¿Y de qué tengo pinta?
- Pues de lo que ha dicho, me lo he creído todo, aunque puede que haya
interpretado muy bien. No voy a coger el metro, pero si va usted a la
estación más cercana, podríamos caminar juntos hasta allí.
Aquella mujer, aunque parezca alguien del pasado, siendo de anoche
mismo, caminó a mi lado hasta el portal de su casa; un bloque de clase
obrera, con sus tendederos, sus ventanas abiertas, sus voces en la
televisión y de fuera de ella. Me vi junto a una desconocida que, en un
escaso puñado de frases hechas, definió toda su vida: una boda sin amor,
un aborto, un divorcio, dos mezquinas relaciones posteriores, un niño
mal criado entre dos aguas, un aprieto a fin de mes, una infeliz soledad
y un apagadísimo sueño. Una historia común, genérica, de cualquier mujer
de su índole, pero una historia después de todo.
Una vida para ser plasmada por mi reverdecida inquietud, capaz de
‘’viajar’’ hasta la estrella más lejana, para quedarse sólo a nueve
estaciones de metro más al norte. Y sea lo que sea lo que salga de ello,
con éstas u otras letras, he aquí la escritura, he aquí mi vida.
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