El protagonista de esta breve historia siempre fue un asesino, aunque él
no fue consciente de ello hasta pasadas varias semanas en Yugoslavia, en
donde el asesino que llevaba dentro asistió a un espectáculo bellísimo.
Las bombas, los disparos, los gritos, las tripas en las aceras, los
trozos de cristal, todo resultó una combinación de diversas atracciones
a las que admiró embobado, como un niño en una feria con un fusil por
algodón de azúcar. Aún así, el asesino de su interior no se rebeló hasta
pasados los años de aquel conflicto, porque para no dejar que sus
impulsos asesinos florecieran, dejó pasar el tiempo con el
convencimiento de que Sarajevo no fue más que una excusa para
interrumpir existencias, o lo que es lo mismo, matar.
Pasados los años, años de abstinencia sangrienta, el protagonista de
esta breve historia viajaba en un volvo de dieciocho ruedas por una
carretera perdida, vehículo que tenía que haber devuelto a la empresa
que lo había despedido días antes.
Bajo el raso cielo nocturno, acompañaba su sed de sangre con la música
de la película Rambo, célebre trabajo del difunto maestro compositor
Jerry Goldsmith.
Y fue durante aquel perdido trayecto cuando el asesino que llevaba
dentro despertó. Y no fue algo premeditado.
Detuvo el enorme vehículo en uno de esos moteles de carretera,
últimamente tan escasos. Lo avanzado de la hora y el frío hicieron que
apenas nadie deambulara por las inmediaciones. Era uno de esos lugares
perdidos, extraviados, a los que sólo acuden huidos, camioneros perdidos
y policías de ronda nocturna.
Bajó del camión, abrochándose la chupa y exhalando vaho en gran
humareda. Llevaba puestas las mismas botas que habían pisado Sarajevo, y
del cuello le colgaba la placa de soldado. Entró en la cafetería del
motel, siendo en aquel momento cuando su maléfico plan floreció. La
futura víctima limpiaba la cafetera, dejando que un pitillo se
consumiera en un cenicero de la barra y con las noticias de la
medianoche en el televisor. No había nadie más y el personaje de esta
breve historia se frotó las manos, sentándose en el taburete más cercano
a ella, a su objetivo, una mujer de cuarenta y pocos años, de piel
blancuzca y fina y delgada como el papel de su cigarro: ésta, murmuró él
nada más verla.
- Hola, Laly, ¿me pones un café solo, por favor? – Pidió con sonrisa
neurótica e interpretada, por supuesto, y tras mirar el nombre escrito
en la placa de su pecho.
- Lo siento, pero acabo de apagar la cafetera, si quiere puedo ponerle
un batido o alguna otra cosa. – Dijo ella, que casi agredía con su
narizota.
- Tomaré…un vaso de leche…fresca. – Volvió a decir él, subrayando con
una ligera subida de tono en su voz en fresca, como si la llamara eso
mismo.
A partir de dicho momento la mujer comenzó a sentirse incómoda,
fastidiándose porque, precisamente, esa noche le tocaba cerrar a ella y
quedarse en recepción hasta la mañana siguiente. Pero era una mujer de
fuerte y aguerrido carácter, aquel pálido muchachote no le haría nada.
- Dos sobres de azúcar más y dame una de esas magdalenas, Laly. – De
nuevo él, clavando su mirada en la de la mujer, sonriendo, haciendo el
papel de asesino que, fríamente, se toma su tiempo antes de realizar su
innoble acto.
Ella le puso los azucarillos, mirándolo con desdén.
- Vamos a cerrar ya, le aviso. – Le dijo, pasando la negruzca fregona
por el suelo, tratando de hacer creer que no estaba sola.
El protagonista de esta breve historia ni se inmutó, hasta parecía un
hombre tranquilo y avergonzado por perdurar la hora de cierre del local.
- ¿Sabes si hay alguna habitación libre? – Le preguntó con algo de
naturalidad.
- Sí se espera, puede venir conmigo hasta recepción.
El individuo se terminó la leche, dejando una moneda de dos euros sobre
la barra, frotándose de nuevo las palmas de las manos y con los acordes
de Rambo retumbando todavía en su cabeza. Pasó por delante de ella, que
abrió la puerta para fregar el umbral. Y él le dedicó una miradita
obscena.
Cuando la mujer entró en recepción, él jugueteaba con un bolígrafo con
los brazos apoyados mansamente en el mostrador. El bolígrafo era
transparente y en su interior cientos de minúsculas motas de colores
caían de un lado a otro, según el movimiento. A él le sugirió el
pensamiento de ser un general, y cada una de aquellas pequeñas bolitas
eran sus soldados cayendo sobre los enemigos. A sus pies, pegada a sus
botas de punta de acero, la mochila con el paquete de magdalenas
mordisqueadas.
- Ya estoy aquí. – Habló ella al entrar, tratando de ser todo lo amable
que podía, aunque el recién llegado le provocara preocupación. – ¿Me
deja su DNI, por favor?
- ¿Te vale con el pasaporte, Laly? – Ella asintió, vaya manía de
llamarme por mi nombre, pensó.
La foto del pasaporte no se parecía mucho al rostro del tipo que tenía
delante, el cual no dejaba de mirarla, inclinado y silbando. Pero qué
más daba; el tipo quería una cama, probablemente estaría cansado; una
ducha y a dormir, y al día siguiente como nuevo, hasta nunca.
- Aquí tiene la llave. – Dijo la mujer tras rellenar la ficha. –
Habitación once, en el piso de arriba, saliendo del ascensor a la
izquierda.
- Gracias, Laly, y hasta mañana. – Se despidió él con el mismo semblante
desequilibrado, sin dejar de silbar.
El protagonista de esta breve historia ni siquiera se dio cuenta del
ruinoso estado del motel al salir del ascensor. El pasillo que conducía
a su habitación tenía el techo cortado por la mitad, y por cuyos muros
del exterior se ubicaban varios andamios y colgaban herramientas de
albañilería. El frío entraba por dicho hueco, pero eso a él no le
molestaba, su sangre era la de un hombre fuerte, y el pensamiento que
mantenía en su cabeza era el de cuándo y cómo bajaría para ejecutar a
Laly.
Abrió la puerta del dormitorio, tan sencillo y vacío de detalles como se
puede esperar. Dejó la mochila sobre la cama y entró en el baño. Se
desabrochó el pantalón frente al espejo y comenzó a masturbarse. Para
alcanzar mayor placer, pensó en la recepcionista, en su blanca piel, en
sus napias, en su delgadez. Y aquél sería el único momento en que
pensaría en ella con sexualidad de por medio, aquél sería el único
instante en que estaría con ella. Después, y esto último lo excitó aún
más, tan sólo sería un pedazo de carne al que habría que eliminar.
Eyaculó en el lavabo, imaginando que la boca de Laly era el desagüe.
Abrió el grifo y se lavó las manos. Mientras se secaba, sin dejar de
mirarse en el espejo, una sombra se arrastraba por el suelo de la
habitación junto a los faldones de la colcha de la cama por los que se
coló. Dejó la toalla en su sitio y se lanzó al suelo, levantó la ropa y
encendió un mechero.
- Vaya, una maldita rata. – Dijo al ver al animal. – Me parece que esta
noche voy a liquidar a más de una de vosotras. – Y aquel comentario le
sirvió para imbuirse más aún en su interpretación de asesino.
Se puso de pie, levantando con violencia la cama, colocándola del revés.
La rata salió, trató de aplastarla con las botas de Sarajevo, pero el
roedor fue listo esquivando la suela. Cuando se dio la vuelta para
perseguirla, una luz del exterior lo interrumpió. Dejando de ser
raticida por un momento, abrió levemente la cortina, observando a Laly
que tiraba la basura en el contenedor que había justo delante de su
camión.
- Ahora. – Masculló él.
Bajó rápidamente por las escaleras, salió por recepción y encaminó sus
pasos con prisa pero sin correr hacia donde estaba ella vaciando el
cubo. La superficie de la entrada del motel, la del lugar donde
aparcaban los vehículos, era de grava, y ésta crujía bajo sus pisadas,
lo que delató a la mujer. Pero él no le dio esa ventaja, y antes de que
ella gritara, ya le había golpeado con un fuerte cabezazo que le rompió
la nariz, la enorme y pronunciada nariz de pico de loro. El cabezazo era
su especialidad, por eso la sangre y el dolor causados la dejaron
momentáneamente sin conocimiento. La agarró por el cuello, la llevó
hasta la puerta trasera del tráiler, sacó las llaves y abrió. La subió,
encendió la linterna que, por el uso, siempre acertaba con encontrarla,
y ató a Laly con unas correas de embalaje a un palé cargado con rollos
de papel higiénico, junto a otro de bolsas de patatas fritas. La
amordazó a conciencia y salió.
Regresó a la habitación, cogió la mochila, volviendo, sin mirar a su
alrededor, al camión. Subió al mismo, dejando la bolsa en el asiento
junto al del volante y se alejó del motel. Pisó el acelerador a
conciencia; era el momento de alejarse, de subir el volumen de Rambo.
Tenía que escapar de quien en muy pocas horas empezaría a perseguirlo,
además de encontrar un paraje tranquilo, perdido, oscuro, en donde dejar
el camión, coger a Laly, estrangularla, hacer un hoyo en el campo y
enterrarla. Por fin podría matar sin dictado militar; matar era lo mismo
aquí o allá, pero ahora era él y no una bandera el que lo hacía. Ahora
sería él quien establecería cómo y cuándo, y el porqué, aunque
secundario, pasaba por ser una necesidad de autodominio, de control.
Porque él era un hombre fuerte, un superviviente que, como se repetía en
su interior, sólo vive intensamente en situaciones límite, e iba a
ponerse prueba, no ya asesinando a aquella recepcionista, probablemente
casada y madre, eso era circunstancial, una mala noche para ella, sino
escapando de los que querrían cazarlo después.
Con tan estrepitosos pensamientos, el Volvo alcanzó los ciento ocho
kilómetros por hora, una velocidad más que peligrosa para una carretera
comarcal de doble sentido y para un vehículo de tan considerable tamaño.
Comenzó a sudar, a entrar en estado frenético, delirante. No veía el
lugar perfecto para cometer su crimen, para dar comienzo a su huida,
para demostrar lo fuerte que era.
La música se repetía una y otra vez, la velocidad del camión aumentaba,
Laly gimoteaba en la oscuridad de la carga, pensando en lo que
seguramente le iba a hacer el camionero, cuando de la bolsa de éste, del
interior donde las migas de la magdalena se enredaban entre calcetines
sucios, se asomó la rata huida de su bota en la habitación del motel, el
mismo roedor que casi muere aplastado, el cual, asustado, se lanzó por
encima de su entrepierna cayendo hacia el pedal del freno como una bola
peluda y con vida. El protagonista de esta breve historia se asustó:
- ¡JODER! – Gritó. – Maldito bicho.
Pero cuando empezó a dar pisadas inútiles con el pie libre, miró de
nuevo hacia la carretera, no pudiendo girar a tiempo en una curva
demasiado cerrada. El Volvo volcó en la cuneta, de poco más de cuatro
metros de profundidad, quedándose con las ruedas panza arriba. El
protagonista de esta breve historia salió despedido por el cristal del
parabrisas, siendo aplastado por la misma cabina del camión.
La música de Goldsmith siguió sonando, ahora más lenta. La rata, viva,
escapó hacia el campo de cultivo cercano, y la recepcionista, aturdida
pero viva también, sobrevivió gracias a la atadura en el palé de los
blandos paquetes de papel higiénico, que incluso evitaron que resultara
herida.
Por la mañana, un taxista vio el camión volcado. Llegaron la ambulancia
y la policía, que identificó el vehículo como el del sospechoso de
secuestrar a una mujer veinte kilómetros más atrás. Abrieron la puerta
del remolque, hallando a la aterrorizada Laly, liberándola de su efímero
cautiverio. Y alguien apagó el reproductor musical con la inconfundible
banda sonora, la música que escuchaba el personaje de esta breve
historia, el que quiso ser fuerte sin saber cómo, el que fue vencido por
una superviviente y golosa rata.
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