X BORRADOR

 

Por Agustín Serrano.

 

El protagonista de esta breve historia siempre fue un asesino, aunque él no fue consciente de ello hasta pasadas varias semanas en Yugoslavia, en donde el asesino que llevaba dentro asistió a un espectáculo bellísimo.
Las bombas, los disparos, los gritos, las tripas en las aceras, los trozos de cristal, todo resultó una combinación de diversas atracciones a las que admiró embobado, como un niño en una feria con un fusil por algodón de azúcar. Aún así, el asesino de su interior no se rebeló hasta pasados los años de aquel conflicto, porque para no dejar que sus impulsos asesinos florecieran, dejó pasar el tiempo con el convencimiento de que Sarajevo no fue más que una excusa para interrumpir existencias, o lo que es lo mismo, matar.

Pasados los años, años de abstinencia sangrienta, el protagonista de esta breve historia viajaba en un volvo de dieciocho ruedas por una carretera perdida, vehículo que tenía que haber devuelto a la empresa que lo había despedido días antes.
Bajo el raso cielo nocturno, acompañaba su sed de sangre con la música de la película Rambo, célebre trabajo del difunto maestro compositor Jerry Goldsmith.
Y fue durante aquel perdido trayecto cuando el asesino que llevaba dentro despertó. Y no fue algo premeditado.
Detuvo el enorme vehículo en uno de esos moteles de carretera, últimamente tan escasos. Lo avanzado de la hora y el frío hicieron que apenas nadie deambulara por las inmediaciones. Era uno de esos lugares perdidos, extraviados, a los que sólo acuden huidos, camioneros perdidos y policías de ronda nocturna.
Bajó del camión, abrochándose la chupa y exhalando vaho en gran humareda. Llevaba puestas las mismas botas que habían pisado Sarajevo, y del cuello le colgaba la placa de soldado. Entró en la cafetería del motel, siendo en aquel momento cuando su maléfico plan floreció. La futura víctima limpiaba la cafetera, dejando que un pitillo se consumiera en un cenicero de la barra y con las noticias de la medianoche en el televisor. No había nadie más y el personaje de esta breve historia se frotó las manos, sentándose en el taburete más cercano a ella, a su objetivo, una mujer de cuarenta y pocos años, de piel blancuzca y fina y delgada como el papel de su cigarro: ésta, murmuró él nada más verla.

- Hola, Laly, ¿me pones un café solo, por favor? – Pidió con sonrisa neurótica e interpretada, por supuesto, y tras mirar el nombre escrito en la placa de su pecho.
- Lo siento, pero acabo de apagar la cafetera, si quiere puedo ponerle un batido o alguna otra cosa. – Dijo ella, que casi agredía con su narizota.
- Tomaré…un vaso de leche…fresca. – Volvió a decir él, subrayando con una ligera subida de tono en su voz en fresca, como si la llamara eso mismo.

A partir de dicho momento la mujer comenzó a sentirse incómoda, fastidiándose porque, precisamente, esa noche le tocaba cerrar a ella y quedarse en recepción hasta la mañana siguiente. Pero era una mujer de fuerte y aguerrido carácter, aquel pálido muchachote no le haría nada.

- Dos sobres de azúcar más y dame una de esas magdalenas, Laly. – De nuevo él, clavando su mirada en la de la mujer, sonriendo, haciendo el papel de asesino que, fríamente, se toma su tiempo antes de realizar su innoble acto.

Ella le puso los azucarillos, mirándolo con desdén.

- Vamos a cerrar ya, le aviso. – Le dijo, pasando la negruzca fregona por el suelo, tratando de hacer creer que no estaba sola.

El protagonista de esta breve historia ni se inmutó, hasta parecía un hombre tranquilo y avergonzado por perdurar la hora de cierre del local.

- ¿Sabes si hay alguna habitación libre? – Le preguntó con algo de naturalidad.
- Sí se espera, puede venir conmigo hasta recepción.

El individuo se terminó la leche, dejando una moneda de dos euros sobre la barra, frotándose de nuevo las palmas de las manos y con los acordes de Rambo retumbando todavía en su cabeza. Pasó por delante de ella, que abrió la puerta para fregar el umbral. Y él le dedicó una miradita obscena.

Cuando la mujer entró en recepción, él jugueteaba con un bolígrafo con los brazos apoyados mansamente en el mostrador. El bolígrafo era transparente y en su interior cientos de minúsculas motas de colores caían de un lado a otro, según el movimiento. A él le sugirió el pensamiento de ser un general, y cada una de aquellas pequeñas bolitas eran sus soldados cayendo sobre los enemigos. A sus pies, pegada a sus botas de punta de acero, la mochila con el paquete de magdalenas mordisqueadas.

- Ya estoy aquí. – Habló ella al entrar, tratando de ser todo lo amable que podía, aunque el recién llegado le provocara preocupación. – ¿Me deja su DNI, por favor?
- ¿Te vale con el pasaporte, Laly? – Ella asintió, vaya manía de llamarme por mi nombre, pensó.

La foto del pasaporte no se parecía mucho al rostro del tipo que tenía delante, el cual no dejaba de mirarla, inclinado y silbando. Pero qué más daba; el tipo quería una cama, probablemente estaría cansado; una ducha y a dormir, y al día siguiente como nuevo, hasta nunca.

- Aquí tiene la llave. – Dijo la mujer tras rellenar la ficha. – Habitación once, en el piso de arriba, saliendo del ascensor a la izquierda.
- Gracias, Laly, y hasta mañana. – Se despidió él con el mismo semblante desequilibrado, sin dejar de silbar.

El protagonista de esta breve historia ni siquiera se dio cuenta del ruinoso estado del motel al salir del ascensor. El pasillo que conducía a su habitación tenía el techo cortado por la mitad, y por cuyos muros del exterior se ubicaban varios andamios y colgaban herramientas de albañilería. El frío entraba por dicho hueco, pero eso a él no le molestaba, su sangre era la de un hombre fuerte, y el pensamiento que mantenía en su cabeza era el de cuándo y cómo bajaría para ejecutar a Laly.
Abrió la puerta del dormitorio, tan sencillo y vacío de detalles como se puede esperar. Dejó la mochila sobre la cama y entró en el baño. Se desabrochó el pantalón frente al espejo y comenzó a masturbarse. Para alcanzar mayor placer, pensó en la recepcionista, en su blanca piel, en sus napias, en su delgadez. Y aquél sería el único momento en que pensaría en ella con sexualidad de por medio, aquél sería el único instante en que estaría con ella. Después, y esto último lo excitó aún más, tan sólo sería un pedazo de carne al que habría que eliminar. Eyaculó en el lavabo, imaginando que la boca de Laly era el desagüe. Abrió el grifo y se lavó las manos. Mientras se secaba, sin dejar de mirarse en el espejo, una sombra se arrastraba por el suelo de la habitación junto a los faldones de la colcha de la cama por los que se coló. Dejó la toalla en su sitio y se lanzó al suelo, levantó la ropa y encendió un mechero.

- Vaya, una maldita rata. – Dijo al ver al animal. – Me parece que esta noche voy a liquidar a más de una de vosotras. – Y aquel comentario le sirvió para imbuirse más aún en su interpretación de asesino.

Se puso de pie, levantando con violencia la cama, colocándola del revés. La rata salió, trató de aplastarla con las botas de Sarajevo, pero el roedor fue listo esquivando la suela. Cuando se dio la vuelta para perseguirla, una luz del exterior lo interrumpió. Dejando de ser raticida por un momento, abrió levemente la cortina, observando a Laly que tiraba la basura en el contenedor que había justo delante de su camión.

- Ahora. – Masculló él.

Bajó rápidamente por las escaleras, salió por recepción y encaminó sus pasos con prisa pero sin correr hacia donde estaba ella vaciando el cubo. La superficie de la entrada del motel, la del lugar donde aparcaban los vehículos, era de grava, y ésta crujía bajo sus pisadas, lo que delató a la mujer. Pero él no le dio esa ventaja, y antes de que ella gritara, ya le había golpeado con un fuerte cabezazo que le rompió la nariz, la enorme y pronunciada nariz de pico de loro. El cabezazo era su especialidad, por eso la sangre y el dolor causados la dejaron momentáneamente sin conocimiento. La agarró por el cuello, la llevó hasta la puerta trasera del tráiler, sacó las llaves y abrió. La subió, encendió la linterna que, por el uso, siempre acertaba con encontrarla, y ató a Laly con unas correas de embalaje a un palé cargado con rollos de papel higiénico, junto a otro de bolsas de patatas fritas. La amordazó a conciencia y salió.

Regresó a la habitación, cogió la mochila, volviendo, sin mirar a su alrededor, al camión. Subió al mismo, dejando la bolsa en el asiento junto al del volante y se alejó del motel. Pisó el acelerador a conciencia; era el momento de alejarse, de subir el volumen de Rambo. Tenía que escapar de quien en muy pocas horas empezaría a perseguirlo, además de encontrar un paraje tranquilo, perdido, oscuro, en donde dejar el camión, coger a Laly, estrangularla, hacer un hoyo en el campo y enterrarla. Por fin podría matar sin dictado militar; matar era lo mismo aquí o allá, pero ahora era él y no una bandera el que lo hacía. Ahora sería él quien establecería cómo y cuándo, y el porqué, aunque secundario, pasaba por ser una necesidad de autodominio, de control. Porque él era un hombre fuerte, un superviviente que, como se repetía en su interior, sólo vive intensamente en situaciones límite, e iba a ponerse prueba, no ya asesinando a aquella recepcionista, probablemente casada y madre, eso era circunstancial, una mala noche para ella, sino escapando de los que querrían cazarlo después.

Con tan estrepitosos pensamientos, el Volvo alcanzó los ciento ocho kilómetros por hora, una velocidad más que peligrosa para una carretera comarcal de doble sentido y para un vehículo de tan considerable tamaño. Comenzó a sudar, a entrar en estado frenético, delirante. No veía el lugar perfecto para cometer su crimen, para dar comienzo a su huida, para demostrar lo fuerte que era.
La música se repetía una y otra vez, la velocidad del camión aumentaba, Laly gimoteaba en la oscuridad de la carga, pensando en lo que seguramente le iba a hacer el camionero, cuando de la bolsa de éste, del interior donde las migas de la magdalena se enredaban entre calcetines sucios, se asomó la rata huida de su bota en la habitación del motel, el mismo roedor que casi muere aplastado, el cual, asustado, se lanzó por encima de su entrepierna cayendo hacia el pedal del freno como una bola peluda y con vida. El protagonista de esta breve historia se asustó:

- ¡JODER! – Gritó. – Maldito bicho.

Pero cuando empezó a dar pisadas inútiles con el pie libre, miró de nuevo hacia la carretera, no pudiendo girar a tiempo en una curva demasiado cerrada. El Volvo volcó en la cuneta, de poco más de cuatro metros de profundidad, quedándose con las ruedas panza arriba. El protagonista de esta breve historia salió despedido por el cristal del parabrisas, siendo aplastado por la misma cabina del camión.

La música de Goldsmith siguió sonando, ahora más lenta. La rata, viva, escapó hacia el campo de cultivo cercano, y la recepcionista, aturdida pero viva también, sobrevivió gracias a la atadura en el palé de los blandos paquetes de papel higiénico, que incluso evitaron que resultara herida.
Por la mañana, un taxista vio el camión volcado. Llegaron la ambulancia y la policía, que identificó el vehículo como el del sospechoso de secuestrar a una mujer veinte kilómetros más atrás. Abrieron la puerta del remolque, hallando a la aterrorizada Laly, liberándola de su efímero cautiverio. Y alguien apagó el reproductor musical con la inconfundible banda sonora, la música que escuchaba el personaje de esta breve historia, el que quiso ser fuerte sin saber cómo, el que fue vencido por una superviviente y golosa rata.

 

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Fuengirola, 19 de agosto de 2007.
 
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