Siempre resulta inapropiado hablar de la Tierra, del mundo, siendo uno
de sus habitantes. Si no inapropiado, sí que es poco imparcial. Para
hacer un escrito objetivo y aproximado, hay que tener una visión del
mundo distinta. Verlo como si fuese uno de fuera, de otra galaxia, o de
otro estado físico. Pero es tan difícil dejar de ser humano…
Nunca nadie vino a la morada del hombre para decirle qué lugar ocupaba
en el universo. Los humanos, sus moradores, se limitaron a subsistir,
multiplicándose, muriéndose, matándose y volviéndose a multiplicar, en
una sucesión de actos, de hechos, de acontecimientos – unos más sombríos
que otros – en cuyos capítulos relataron, casi siempre en boca de
vencedores, su propia vida.
Evolucionaron hasta el autollamado ‘’Homo Sapiens’’. Y progresaron.
Encontraron remedio a sus llantos. Quisieron mantener limpia su casa. Y
desearon alcanzar las estrellas que, desde la primera noche, los habían
dominado. La carrera en pos de la búsqueda a la respuesta de su origen y
de su destino sirvió para que, en una época casi cenital, cumbre, no se
supiera dónde estaba su límite intelectual. Se empeñaron en ser como el
dios que los había creado, el mismo al que ellos dieron identidad y
forma a su imagen y semejanza, negándolo dentro de su bóveda craneal,
que daba para mucho, siendo dioses de sí mismos.
La multiplicación ancestral dio paso a la copia genética con resultados
asombrosos y algún que otro sonado fracaso de secreta clasificación. Sin
embargo, donde sí rozaron con sus dactilares yemas ese límite fue en la
creación de las máquinas. Porque un clon sufría el esfuerzo, por muy
mejorado genéticamente que fuese, y exigía recompensa por dicho
esfuerzo, demostrando ser una persona más. En cambio, una máquina, un
robot, trabajaba eficientemente día y noche. Bajo lluvia, calor o frío.
Durante horas. Sin parar. Sin fatiga. Sin exigencias. Sin protesta…Y las
máquinas, los hombres de hierro, sustituyeron poco a poco a los clones,
que eran demasiado humanos.
Un robot se pasaba la vida solapado en la cubierta de un submarino o de
un trasbordador espacial, velando por el buen funcionamiento de éste y
protegiendo la vida de los humanos que lo dirigían. Y no dejaba de ser
una máquina. Un conjunto de cables y de datos en un cerebro casi
infinito. Sin sentimientos. Aunque algunos de ellos, dado el excelente
avance, pareciesen casi humanos.
Tales prodigios de la robótica, esclavos sumisos y obedientes,
consiguieron que el campo científico que los estudiaba en teoría y los
fabricaba en algo más que práctica, fuera considerado una disciplina tan
importante y valiosa como la medicina o la astronomía. Las máquinas lo
poblaron todo: desde silenciosos campos de cultivo, hasta el control
urbano de la más recóndita calle. Desde la dirección de enormes
estaciones orbitales, hasta la instrucción de ejércitos…Y el ser humano
se acomodó en su progreso, pues ninguna de sus tareas estaba vetada para
un robot. Aquellos androides de múltiples formas que tanto habían
imaginado en la literatura y el cine, se convirtieron en algo tan común
como ellos mismos.
Pero ninguno de aquellos sofisticados y eficientes engendros
cibernéticos fue capaz de impedir el fin de la humanidad. El hombre, el
ser que les había dado lo que ellos llamaban vida, su propio dios, se
autodestruyó.
Los opositores a tanto avance científico, usaron dicho progreso en
beneficio propio, creando el arma definitiva. La espada que acabaría con
todo, y que, incontrolable, hasta con ellos mismos, en un profetizado
apocalipsis nuclear.
El mundo se hizo irrespirable, y todo, fauna y flora, desapareció. Los
últimos homo sapiens huyeron en busca de planetas más habitables, en
viajes, muy probablemente, inútiles. Sólo las máquinas, los robots, la
mayoría inservibles y oxidados, quedaron en la casa del hombre.
Pasaron siglos, decenas de ellos. La Tierra era un yermo territorio
devastado por gaseosos y tóxicos vientos. Decorado con las ruinas de la
primera y más importante civilización. Y sucedió que, con el paso de ese
tiempo, algunos de los positrónicos cerebros de inagotable energía y
coraza metálica no cesaron de emitir señales eléctricas; datos
informáticos que darían prueba a cualquiera de la existencia de un tipo
de vida. Estos robóticos precursores, como si de lentos procesos
químicos y biológicos se tratase, comenzaron a ensamblarse, en una
prehistoria robótica. Poco a poco, sus intercambios de datos fueron la
base para su nueva puesta en funcionamiento. Los más básicos, los de
centinela y transporte, cambiaron de cometido, fusionándose, concediendo
nueva existencia a los parlantes. Y una vez éstos fueron reactivados, la
evolución, sin revolución, de los robots creados por el hombre comenzó,
a semejanza de sus orgánicos y autodestructivos padres y levantando,
como aquellos, nuevas y muy geométricas ciudades. Todo bajo un eterno
cielo oscuro por los restos del colapso nuclear, erigiendo una nueva
civilización, robotizando al mundo y borrando toda huella humana,
demostrando que, el punto azul pálido perdido en el océano cósmico, no
pertenecía en exclusiva a la humanidad.
Con la base antigua, en grandes memorias, idearon una nueva historia.
Surgieron máquinas de todo tipo, desde microscópicos chip de
incalculable poder, hasta gigantescas moles multifuncionales. El nuevo
ser inteligente del mundo avanzó con paso firme, logrando que éste se
convirtiera en un olvidado punto de origen. El propósito inculcado por
el hombre de colonizar la galaxia, se hizo objetivo prioritario. Y el
hierro que cubría la maraña de cables en forma de mano, pasaría a
dominar toda la Vía Láctea. Y más allá…
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Carnaval-o69 era uno más de los fríos y brillantes edificios ubicados en
la punta norte del rombo, la principal ciudad del mundo en el S. X para
los robots y XXXII para los hombres. Fue bautizado así porque tras sus
cristalinos muros trabajaban las más grandes diversidades robóticas
llegadas hasta de las plantas de Encelado. Los androides, así mismo,
atesoraban en sus memorias numerosos vestigios e influencias de los
desaparecidos humanos. Y no era este nombre el único.
Carnaval tenía la forma de un inmenso tubo cilíndrico de varios km. de
altitud y conectado, como casi todos (pináculos y pirámides incluidos) a
la Vía Lunar, la artería que llevaba, sin transporte aéreo, hasta la
Luna y demás planetas.
Gepetto, un robot del tipo pequeño y volador, no destacaba por llamar la
atención. Además de su estándar figura, su nombre era muy común en la
ciudad, originario de un antiguo cuento humano, aunque para la
legislación y división robótica, Gepetto no era más que una inacabable
serie de números. De baja estatura, su cabeza, sin apenas cuello, se
parecía a un cono achatado y bocabajo. Sus ojos eran del tipo vórtice,
aquellos que, al parpadear, lo hacían circularmente, como un torbellino,
produciendo un característico clic automático al cerrarse. Gepetto
llevaba ya mucho tiempo asistiendo a clases de comportamiento humano y
la posibilidad de parpadear fue lo que eligió cuando aprobó su primer
examen de conducta y reacción ante una triste noticia. Gracias a dicha
asistencia, su saludo lo diferenciaba del electrónico intercambio – muy
pocos sonoros – de los demás.
En Carnaval, donde se pasaba todo el día, se hacían todo tipo de
trabajos: principalmente bocetos arquitectónicos que servían para que
las poligonales urbes de aquella sociedad constructora, científica,
asexual, apolítica y parcialmente exenta de misticismos, cambiaran de
forma en pocos minutos. Y también, lo más importante del mundo robot,
los relacionados con la colonización espacial.
Pero Carnaval era mucho más que una ajetreada y bulliciosa fábrica de
máquinas, además de un buen y organizado sistema de combustión para sus
habitantes. En sus laberínticas galerías subterráneas, muchas ocultas
tras pantallas gigantes de domovisión – reliquias conservadas del tiempo
de los hombres – se realizaban los más importantes experimentos de la
cuarta edad robótica en la Tierra.
Con sus helicoidales alas, Gepetto se adentraba por entre una de las
galerías. Hubo de descomponerse en un intenso haz de luz multicolor, la
huella de sus sistemas de comunicaciones, para llegar a su destino y
volver a su estado original en pocos segundos. La parada de tan
alucinante trayecto era una sala romboide de color blanco que giraba
sobre sí misma casi de forma imperceptible. En el centro estaba Nerwick,
con sus singular ojo – único en Carnaval – de color oscuro y en cuyo
translúcido fondo, como un cosmos ocular, proyectaba minúsculos y
fugaces destellos, semejantes a constelaciones, y los cuales, a modo de
irritación, llegaban a ocupar la totalidad de dicho ojo cuando alguno de
los trabajos experimentales no salía bien.
Nerwick fue el precursor de las clases de comportamiento humano a la que
la gran mayoría de androides parlantes acudían. La irritabilidad
mostrada en su ojo era ilusoria, pues ningún robot era capaz de expresar
emociones. Pero él y el dogma que profesaba le hacía parecer auténtico.
Los humanos estaban olvidados, pero siempre serían un culto respetado, y
en algunos casos, admirado.
En el momento de la llegada de Gepetto, los ojos de Nerwick estaban
tranquilos. El saludo entre los dos fue idéntico, así como sus posturas
ante lo que tenían delante, en el centro de la sala.
- Su fama va a rebasar las fronteras de la galaxia, doctor Nerwick. –
Manifestó Gepetto sin dejar de hacer clic con sus párpados.
- Mi objetivo no es la fama.
- ¿Y cuál es?
- Descubrir. Conocer lo que fueron. Desvelar el secreto de sus vidas.
- Hace un par de visitas me dijo haberlo hallado.
- Y es cierto. – Gepetto apartó la vista de lo que había en el centro
del rombo giratorio para dedicársela a Nerwick.
- El secreto de la vida humana era su propia muerte. ¿Qué dirías de
nosotros, de nuestra casi decimal existencia? Nos construyeron. Nos
ensamblaron. Y pasen los siglos que pasen, mientras haya energía y
mundos por conquistar, existiremos. El humano, en cambio, vivía con la
certidumbre de su propio fin. Por mucho que avanzase su genio, su
ciencia, incluso hasta prolongar su duración a los trescientos años,
llegaba su día, su final, y en la mayoría de los casos sin esperarlo.
- Nosotros, a veces, también sin esperarlo, podemos ser destruidos. No
veo tanta diferencia. – Dijo Gepetto.
- La vida, la resistencia humana, tenía un límite, Gepetto. Mucho antes
de que alcanzasen su cenit intelectual eran frágiles, propensos a
enfermedades víricas y orgánicas que hasta lograban exterminarlos.
Nosotros somos copias duras de lo que ellos fueron.
- Sigo sin ver la diferencia – Insistió – Conozco androides capaces de
crear otros androides en su interior. Se les instala la oportuna
instrucción y ya está. Tal precepto sería como miles de engendradores
espermas. Sus venas llevaban sangre y nuestros circuitos información.
Somos diferentes pero, en esencia, iguales.
- Gepetto, los robots carecemos de muchas cosas con respecto a los
humanos. Lo que estamos haciendo aquí es la consecución a nuestra
búsqueda, la pieza que falta. Con esta base obtendremos lo que no hay en
nuestro mundo. Nuestra generación se prepara para conquistar la galaxia
y es muy seguro que necesitemos del instinto humano para una
colonización más efectiva.
- Estoy de acuerdo con todo el progreso que nuestra época logre. Pero
conoce mejor que muchos el carácter y la historia de los humanos. Un
robot es insensible al miedo y a cualquier otro sentimiento o emoción.
No es una criatura huidiza y débil, eso les hace inseguros e inestables.
- ¿Y no es ésa otra diferencia?
El proyecto ‘’Homo’’ había sido aprobado por las leyes robóticas – con
base humana – hacía meses. En el laboratorio en el que se había llevado
a cabo, y en el que los dos androides habían sostenido su breve debate
filosófico sobre el significado de la vida en cualquiera de sus formas,
se mantenía vivo y en perfecto estado a un embrión humano de dos
semanas. Su inicial etapa contaba con todo lo necesario a su alrededor y
fuera de un vientre materno para crecer. Varios cablecillos le
proporcionaban el nutriente generado con los mismos componentes
fosilizados con las que lo habían creado a él. Una especie de sustancia
rojiza y azulada lo cubría como una nube que tapa al sol y que imitaba
al líquido amniótico. Flotaba en el interior de una transparente cabina
romboide. Su creador lo controlaba al detalle, casi con instinto
materno, provocando en lo más hondo de sus circuitos un aprendido
sentimiento paterno. Él fue quien, años antes, trajo a Carnaval los
restos humanos mejor conservados en el polo sur. El proyecto ‘’Homo’’
era hijo de aquellas células congeladas, hijo de un muerto. Formado en
procesos primitivos, ya que, la tecnología presente, era inadecuada para
una forma de vida tan antigua.
Pasaron las cuarenta semanas más importantes en la historia humana,
llegando el momento de su nacimiento, un nacimiento sin parto, en
controlada y suspendida gestación, pero nacimiento al fin y al cabo. Los
tubos fueron retirados, el líquido vaciado, y Nerwick, como él mismo
enseñaba en las clases de comportamiento humano, acogió en sus metálicos
brazos cubiertos de almohadillas al recién nacido. Y la sala romboide
fue llevada al mismo centro de la capital de los robots, donde
centenares de miles de ellos asistieron – algunos sin saber a qué – al
acontecimiento:
- Androides, máquinas, robots todos. He aquí al ser que nos creó. He
aquí a Hombre. – Exclamó Nerwick interpretando efusividad y contagiando
la exaltación a otras interpretaciones.
De nuevo el ser humano pisaba la Tierra. Allí, rodeado de miles de
formas de metal, un inocente bebé perturbaba y condicionaba la presencia
de todos ellos. Era el hombre, sin duda.
El recién nacido fue criado y cuidado con suma atención, aunque siempre
con tubos ondulados y plásticos, en vez de mamas. Sus padres de hierro
le dotaron de la crianza y la educación que se enseñaba en los antiguos
archivos humanos. Todo el conocimiento, el de los hombres y el de los
robots, fue puesto a su alcance, y en ningún momento le fue ocultado su
origen o el pasado de su especie. Así como tampoco que, aunque la
ciencia robótica avanzase tanto como para alargar su vida, ésta
envejecería, y ningún experimento o adelanto de la técnica podrían
impedir que un día fuese abatido por el sueño eterno.
Creció. Y el niño se hizo hombre. Un exclusivo ente de pelo negro y
sangre roja, entre miles de entidades con luces, antenas y ruedas que, a
su paso, lo miraban con detenimiento y hasta aprendida curiosidad. El
ser, al que llamaron Hombre, se comportaba con movimientos, reacciones y
palabras robotizadas dada su crianza. Pero por muy androide que
pareciese, no podía evitar ser lo que era. Algo que se fatigaba con el
trabajo y las excesivas horas de estudio; algo que necesitaba de cierto
tiempo indeterminado para entrar en estado de semiinconsciencia, el cual
le proporcionaba recarga para empezar de nuevo; y algo que sentía cierta
angustia viendo a sus congéneres en los archivos, cuestionándose su
propia existencia. A diferencia de la civilización que le había dado la
vida y que siempre permanecía consciente, soportando cualquier
condición. Hombre se sentía solo, en un mundo en el que nadie poseía sus
fisiológicos hábitos y en un lugar en el que, para todo, era controlado,
dirigido o expuesto como una criatura única.
Las palabras del doctor Nerwick siempre eran bien recibidas por sus
orgánicos oídos: el androide era un maestro en el campo de la
sensibilidad humana. Gepetto, el ayudante, trataba de hacerle ver que
los robots eran los auténticos herederos de la Tierra y que la especie
humana, su especie, sólo fue la necesaria condición para su existencia.
Y Hombre, ocultándose en aparente personalidad mecánica, no dejaba de
anhelar respuestas humanas, para preguntas humanas.
Ante tanta duda, Nerwick decidió enviarlo a los confines de un recién
descubierto sistema planetario como embajador terrícola. En tal misión
conoció a muchos otros robots. Contempló – siendo el primer ser humano
en hacerlo – a seres extraterrestres. Vio formas de vida inimaginables.
Y en esas comprendió el verdadero significado de la vida: la muerte. Sin
embargo, por mucho que viajara, nunca veía a otro hombre.
Sucedió que, como ser humano que era, es decir, una bestia inteligente,
persuasiva, ambiciosa y a la vez asustadiza, Hombre codició algo más que
la reconocida posición de la que gozaba en la ciudad de los robots, la
de los rombos y entre sus progenitores de metal. Y gracias a esa
privilegiada posición, a sus dotes para la palabra, a su convincente
discurso y a los bien aprendidos conocimientos científicos, consiguió
que toda una legión de equipos robóticos trabajasen a sus órdenes. Y
ocurrió que, entre este equipo, había un robot tan curioso y sabio como
Nerwick, y, con la base de aquél, bajo la imperativa orden de Hombre,
creó a otro ser humano, al que llamaron Mujer. Y en una de aquellas
lunas recién descubiertas, colonizadas y terraformadas a su gusto,
Hombre y Mujer se unieron en obligado amor, convirtiéndose en las únicas
ratas de aquel lejano barco. Y no necesitaron a la luz; no precisaron de
adelantada tecnología; ni de ocultas salas romboides. Tan sólo el roce
de su piel; la fusión carnal de sus desnudos cuerpos para hacer lo que
los robots lograron. Y de ellos, de nuevo, como milenios atrás, surgió
la prole humana. La bestia que dominó a todas las de su entorno. El Dios
creador de dioses. Y la misma naturaleza que, con sus guerras y sus
paces, volvería a conquistar las galaxias.
Pero ésa es otra historia…
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