YO, HOMBRE.

Por Agustín Serrano Serrano. 

 

Siempre resulta inapropiado hablar de la Tierra, del mundo, siendo uno de sus habitantes. Si no inapropiado, sí que es poco imparcial. Para hacer un escrito objetivo y aproximado, hay que tener una visión del mundo distinta. Verlo como si fuese uno de fuera, de otra galaxia, o de otro estado físico. Pero es tan difícil dejar de ser humano…

Nunca nadie vino a la morada del hombre para decirle qué lugar ocupaba en el universo. Los humanos, sus moradores, se limitaron a subsistir, multiplicándose, muriéndose, matándose y volviéndose a multiplicar, en una sucesión de actos, de hechos, de acontecimientos – unos más sombríos que otros – en cuyos capítulos relataron, casi siempre en boca de vencedores, su propia vida.
Evolucionaron hasta el autollamado ‘’Homo Sapiens’’. Y progresaron. Encontraron remedio a sus llantos. Quisieron mantener limpia su casa. Y desearon alcanzar las estrellas que, desde la primera noche, los habían dominado. La carrera en pos de la búsqueda a la respuesta de su origen y de su destino sirvió para que, en una época casi cenital, cumbre, no se supiera dónde estaba su límite intelectual. Se empeñaron en ser como el dios que los había creado, el mismo al que ellos dieron identidad y forma a su imagen y semejanza, negándolo dentro de su bóveda craneal, que daba para mucho, siendo dioses de sí mismos.
La multiplicación ancestral dio paso a la copia genética con resultados asombrosos y algún que otro sonado fracaso de secreta clasificación. Sin embargo, donde sí rozaron con sus dactilares yemas ese límite fue en la creación de las máquinas. Porque un clon sufría el esfuerzo, por muy mejorado genéticamente que fuese, y exigía recompensa por dicho esfuerzo, demostrando ser una persona más. En cambio, una máquina, un robot, trabajaba eficientemente día y noche. Bajo lluvia, calor o frío. Durante horas. Sin parar. Sin fatiga. Sin exigencias. Sin protesta…Y las máquinas, los hombres de hierro, sustituyeron poco a poco a los clones, que eran demasiado humanos.
Un robot se pasaba la vida solapado en la cubierta de un submarino o de un trasbordador espacial, velando por el buen funcionamiento de éste y protegiendo la vida de los humanos que lo dirigían. Y no dejaba de ser una máquina. Un conjunto de cables y de datos en un cerebro casi infinito. Sin sentimientos. Aunque algunos de ellos, dado el excelente avance, pareciesen casi humanos.
Tales prodigios de la robótica, esclavos sumisos y obedientes, consiguieron que el campo científico que los estudiaba en teoría y los fabricaba en algo más que práctica, fuera considerado una disciplina tan importante y valiosa como la medicina o la astronomía. Las máquinas lo poblaron todo: desde silenciosos campos de cultivo, hasta el control urbano de la más recóndita calle. Desde la dirección de enormes estaciones orbitales, hasta la instrucción de ejércitos…Y el ser humano se acomodó en su progreso, pues ninguna de sus tareas estaba vetada para un robot. Aquellos androides de múltiples formas que tanto habían imaginado en la literatura y el cine, se convirtieron en algo tan común como ellos mismos.
Pero ninguno de aquellos sofisticados y eficientes engendros cibernéticos fue capaz de impedir el fin de la humanidad. El hombre, el ser que les había dado lo que ellos llamaban vida, su propio dios, se autodestruyó.
Los opositores a tanto avance científico, usaron dicho progreso en beneficio propio, creando el arma definitiva. La espada que acabaría con todo, y que, incontrolable, hasta con ellos mismos, en un profetizado apocalipsis nuclear.
El mundo se hizo irrespirable, y todo, fauna y flora, desapareció. Los últimos homo sapiens huyeron en busca de planetas más habitables, en viajes, muy probablemente, inútiles. Sólo las máquinas, los robots, la mayoría inservibles y oxidados, quedaron en la casa del hombre.

Pasaron siglos, decenas de ellos. La Tierra era un yermo territorio devastado por gaseosos y tóxicos vientos. Decorado con las ruinas de la primera y más importante civilización. Y sucedió que, con el paso de ese tiempo, algunos de los positrónicos cerebros de inagotable energía y coraza metálica no cesaron de emitir señales eléctricas; datos informáticos que darían prueba a cualquiera de la existencia de un tipo de vida. Estos robóticos precursores, como si de lentos procesos químicos y biológicos se tratase, comenzaron a ensamblarse, en una prehistoria robótica. Poco a poco, sus intercambios de datos fueron la base para su nueva puesta en funcionamiento. Los más básicos, los de centinela y transporte, cambiaron de cometido, fusionándose, concediendo nueva existencia a los parlantes. Y una vez éstos fueron reactivados, la evolución, sin revolución, de los robots creados por el hombre comenzó, a semejanza de sus orgánicos y autodestructivos padres y levantando, como aquellos, nuevas y muy geométricas ciudades. Todo bajo un eterno cielo oscuro por los restos del colapso nuclear, erigiendo una nueva civilización, robotizando al mundo y borrando toda huella humana, demostrando que, el punto azul pálido perdido en el océano cósmico, no pertenecía en exclusiva a la humanidad.
Con la base antigua, en grandes memorias, idearon una nueva historia. Surgieron máquinas de todo tipo, desde microscópicos chip de incalculable poder, hasta gigantescas moles multifuncionales. El nuevo ser inteligente del mundo avanzó con paso firme, logrando que éste se convirtiera en un olvidado punto de origen. El propósito inculcado por el hombre de colonizar la galaxia, se hizo objetivo prioritario. Y el hierro que cubría la maraña de cables en forma de mano, pasaría a dominar toda la Vía Láctea. Y más allá…


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Carnaval-o69 era uno más de los fríos y brillantes edificios ubicados en la punta norte del rombo, la principal ciudad del mundo en el S. X para los robots y XXXII para los hombres. Fue bautizado así porque tras sus cristalinos muros trabajaban las más grandes diversidades robóticas llegadas hasta de las plantas de Encelado. Los androides, así mismo, atesoraban en sus memorias numerosos vestigios e influencias de los desaparecidos humanos. Y no era este nombre el único.
Carnaval tenía la forma de un inmenso tubo cilíndrico de varios km. de altitud y conectado, como casi todos (pináculos y pirámides incluidos) a la Vía Lunar, la artería que llevaba, sin transporte aéreo, hasta la Luna y demás planetas.
Gepetto, un robot del tipo pequeño y volador, no destacaba por llamar la atención. Además de su estándar figura, su nombre era muy común en la ciudad, originario de un antiguo cuento humano, aunque para la legislación y división robótica, Gepetto no era más que una inacabable serie de números. De baja estatura, su cabeza, sin apenas cuello, se parecía a un cono achatado y bocabajo. Sus ojos eran del tipo vórtice, aquellos que, al parpadear, lo hacían circularmente, como un torbellino, produciendo un característico clic automático al cerrarse. Gepetto llevaba ya mucho tiempo asistiendo a clases de comportamiento humano y la posibilidad de parpadear fue lo que eligió cuando aprobó su primer examen de conducta y reacción ante una triste noticia. Gracias a dicha asistencia, su saludo lo diferenciaba del electrónico intercambio – muy pocos sonoros – de los demás.
En Carnaval, donde se pasaba todo el día, se hacían todo tipo de trabajos: principalmente bocetos arquitectónicos que servían para que las poligonales urbes de aquella sociedad constructora, científica, asexual, apolítica y parcialmente exenta de misticismos, cambiaran de forma en pocos minutos. Y también, lo más importante del mundo robot, los relacionados con la colonización espacial.
Pero Carnaval era mucho más que una ajetreada y bulliciosa fábrica de máquinas, además de un buen y organizado sistema de combustión para sus habitantes. En sus laberínticas galerías subterráneas, muchas ocultas tras pantallas gigantes de domovisión – reliquias conservadas del tiempo de los hombres – se realizaban los más importantes experimentos de la cuarta edad robótica en la Tierra.
Con sus helicoidales alas, Gepetto se adentraba por entre una de las galerías. Hubo de descomponerse en un intenso haz de luz multicolor, la huella de sus sistemas de comunicaciones, para llegar a su destino y volver a su estado original en pocos segundos. La parada de tan alucinante trayecto era una sala romboide de color blanco que giraba sobre sí misma casi de forma imperceptible. En el centro estaba Nerwick, con sus singular ojo – único en Carnaval – de color oscuro y en cuyo translúcido fondo, como un cosmos ocular, proyectaba minúsculos y fugaces destellos, semejantes a constelaciones, y los cuales, a modo de irritación, llegaban a ocupar la totalidad de dicho ojo cuando alguno de los trabajos experimentales no salía bien.
Nerwick fue el precursor de las clases de comportamiento humano a la que la gran mayoría de androides parlantes acudían. La irritabilidad mostrada en su ojo era ilusoria, pues ningún robot era capaz de expresar emociones. Pero él y el dogma que profesaba le hacía parecer auténtico. Los humanos estaban olvidados, pero siempre serían un culto respetado, y en algunos casos, admirado.
En el momento de la llegada de Gepetto, los ojos de Nerwick estaban tranquilos. El saludo entre los dos fue idéntico, así como sus posturas ante lo que tenían delante, en el centro de la sala.

- Su fama va a rebasar las fronteras de la galaxia, doctor Nerwick. – Manifestó Gepetto sin dejar de hacer clic con sus párpados.
- Mi objetivo no es la fama.
- ¿Y cuál es?
- Descubrir. Conocer lo que fueron. Desvelar el secreto de sus vidas.
- Hace un par de visitas me dijo haberlo hallado.
- Y es cierto. – Gepetto apartó la vista de lo que había en el centro del rombo giratorio para dedicársela a Nerwick.
- El secreto de la vida humana era su propia muerte. ¿Qué dirías de nosotros, de nuestra casi decimal existencia? Nos construyeron. Nos ensamblaron. Y pasen los siglos que pasen, mientras haya energía y mundos por conquistar, existiremos. El humano, en cambio, vivía con la certidumbre de su propio fin. Por mucho que avanzase su genio, su ciencia, incluso hasta prolongar su duración a los trescientos años, llegaba su día, su final, y en la mayoría de los casos sin esperarlo.
- Nosotros, a veces, también sin esperarlo, podemos ser destruidos. No veo tanta diferencia. – Dijo Gepetto.
- La vida, la resistencia humana, tenía un límite, Gepetto. Mucho antes de que alcanzasen su cenit intelectual eran frágiles, propensos a enfermedades víricas y orgánicas que hasta lograban exterminarlos. Nosotros somos copias duras de lo que ellos fueron.
- Sigo sin ver la diferencia – Insistió – Conozco androides capaces de crear otros androides en su interior. Se les instala la oportuna instrucción y ya está. Tal precepto sería como miles de engendradores espermas. Sus venas llevaban sangre y nuestros circuitos información. Somos diferentes pero, en esencia, iguales.
- Gepetto, los robots carecemos de muchas cosas con respecto a los humanos. Lo que estamos haciendo aquí es la consecución a nuestra búsqueda, la pieza que falta. Con esta base obtendremos lo que no hay en nuestro mundo. Nuestra generación se prepara para conquistar la galaxia y es muy seguro que necesitemos del instinto humano para una colonización más efectiva.
- Estoy de acuerdo con todo el progreso que nuestra época logre. Pero conoce mejor que muchos el carácter y la historia de los humanos. Un robot es insensible al miedo y a cualquier otro sentimiento o emoción. No es una criatura huidiza y débil, eso les hace inseguros e inestables.
- ¿Y no es ésa otra diferencia?

El proyecto ‘’Homo’’ había sido aprobado por las leyes robóticas – con base humana – hacía meses. En el laboratorio en el que se había llevado a cabo, y en el que los dos androides habían sostenido su breve debate filosófico sobre el significado de la vida en cualquiera de sus formas, se mantenía vivo y en perfecto estado a un embrión humano de dos semanas. Su inicial etapa contaba con todo lo necesario a su alrededor y fuera de un vientre materno para crecer. Varios cablecillos le proporcionaban el nutriente generado con los mismos componentes fosilizados con las que lo habían creado a él. Una especie de sustancia rojiza y azulada lo cubría como una nube que tapa al sol y que imitaba al líquido amniótico. Flotaba en el interior de una transparente cabina romboide. Su creador lo controlaba al detalle, casi con instinto materno, provocando en lo más hondo de sus circuitos un aprendido sentimiento paterno. Él fue quien, años antes, trajo a Carnaval los restos humanos mejor conservados en el polo sur. El proyecto ‘’Homo’’ era hijo de aquellas células congeladas, hijo de un muerto. Formado en procesos primitivos, ya que, la tecnología presente, era inadecuada para una forma de vida tan antigua.
Pasaron las cuarenta semanas más importantes en la historia humana, llegando el momento de su nacimiento, un nacimiento sin parto, en controlada y suspendida gestación, pero nacimiento al fin y al cabo. Los tubos fueron retirados, el líquido vaciado, y Nerwick, como él mismo enseñaba en las clases de comportamiento humano, acogió en sus metálicos brazos cubiertos de almohadillas al recién nacido. Y la sala romboide fue llevada al mismo centro de la capital de los robots, donde centenares de miles de ellos asistieron – algunos sin saber a qué – al acontecimiento:

- Androides, máquinas, robots todos. He aquí al ser que nos creó. He aquí a Hombre. – Exclamó Nerwick interpretando efusividad y contagiando la exaltación a otras interpretaciones.

De nuevo el ser humano pisaba la Tierra. Allí, rodeado de miles de formas de metal, un inocente bebé perturbaba y condicionaba la presencia de todos ellos. Era el hombre, sin duda.

El recién nacido fue criado y cuidado con suma atención, aunque siempre con tubos ondulados y plásticos, en vez de mamas. Sus padres de hierro le dotaron de la crianza y la educación que se enseñaba en los antiguos archivos humanos. Todo el conocimiento, el de los hombres y el de los robots, fue puesto a su alcance, y en ningún momento le fue ocultado su origen o el pasado de su especie. Así como tampoco que, aunque la ciencia robótica avanzase tanto como para alargar su vida, ésta envejecería, y ningún experimento o adelanto de la técnica podrían impedir que un día fuese abatido por el sueño eterno.

Creció. Y el niño se hizo hombre. Un exclusivo ente de pelo negro y sangre roja, entre miles de entidades con luces, antenas y ruedas que, a su paso, lo miraban con detenimiento y hasta aprendida curiosidad. El ser, al que llamaron Hombre, se comportaba con movimientos, reacciones y palabras robotizadas dada su crianza. Pero por muy androide que pareciese, no podía evitar ser lo que era. Algo que se fatigaba con el trabajo y las excesivas horas de estudio; algo que necesitaba de cierto tiempo indeterminado para entrar en estado de semiinconsciencia, el cual le proporcionaba recarga para empezar de nuevo; y algo que sentía cierta angustia viendo a sus congéneres en los archivos, cuestionándose su propia existencia. A diferencia de la civilización que le había dado la vida y que siempre permanecía consciente, soportando cualquier condición. Hombre se sentía solo, en un mundo en el que nadie poseía sus fisiológicos hábitos y en un lugar en el que, para todo, era controlado, dirigido o expuesto como una criatura única.
Las palabras del doctor Nerwick siempre eran bien recibidas por sus orgánicos oídos: el androide era un maestro en el campo de la sensibilidad humana. Gepetto, el ayudante, trataba de hacerle ver que los robots eran los auténticos herederos de la Tierra y que la especie humana, su especie, sólo fue la necesaria condición para su existencia. Y Hombre, ocultándose en aparente personalidad mecánica, no dejaba de anhelar respuestas humanas, para preguntas humanas.
Ante tanta duda, Nerwick decidió enviarlo a los confines de un recién descubierto sistema planetario como embajador terrícola. En tal misión conoció a muchos otros robots. Contempló – siendo el primer ser humano en hacerlo – a seres extraterrestres. Vio formas de vida inimaginables. Y en esas comprendió el verdadero significado de la vida: la muerte. Sin embargo, por mucho que viajara, nunca veía a otro hombre.

Sucedió que, como ser humano que era, es decir, una bestia inteligente, persuasiva, ambiciosa y a la vez asustadiza, Hombre codició algo más que la reconocida posición de la que gozaba en la ciudad de los robots, la de los rombos y entre sus progenitores de metal. Y gracias a esa privilegiada posición, a sus dotes para la palabra, a su convincente discurso y a los bien aprendidos conocimientos científicos, consiguió que toda una legión de equipos robóticos trabajasen a sus órdenes. Y ocurrió que, entre este equipo, había un robot tan curioso y sabio como Nerwick, y, con la base de aquél, bajo la imperativa orden de Hombre, creó a otro ser humano, al que llamaron Mujer. Y en una de aquellas lunas recién descubiertas, colonizadas y terraformadas a su gusto, Hombre y Mujer se unieron en obligado amor, convirtiéndose en las únicas ratas de aquel lejano barco. Y no necesitaron a la luz; no precisaron de adelantada tecnología; ni de ocultas salas romboides. Tan sólo el roce de su piel; la fusión carnal de sus desnudos cuerpos para hacer lo que los robots lograron. Y de ellos, de nuevo, como milenios atrás, surgió la prole humana. La bestia que dominó a todas las de su entorno. El Dios creador de dioses. Y la misma naturaleza que, con sus guerras y sus paces, volvería a conquistar las galaxias.
Pero ésa es otra historia…

 

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