Se suele decir que las cosas
suceden cuando menos te lo esperas, a veces incluso, algunos
atrevidos dicen que tenemos el destino escrito y que nada ni
nadie puede cambiarlo. Aquí estoy, una mujer octogenaria sentada
en su escritorio para contar la historia que hizo que mi vida
cambiase de repente…
Como todos los miércoles, desde
los dieciséis años de edad, me dirigía a la gestoría para
entregar las facturas y los albaranes de la oficina, “todo
negocio necesita de un gestor que le lleve las cuentas si quiere
que hacienda no se le eche encima” -voceaba Don Fabián-, justo
antes de decirme: “Tendrás que ir al despacho de Pérez a llevar
estos documentos. Intenta no entretenerte demasiado”.
Pues ahí me encontraba yo, con
mi mata de pelo rizado hasta los hombros, el rimel de una tienda
de todo a cien y los labios color fresa ácida, color de moda
para aquel entonces; podéis imaginar, centro de Madrid, once de
la mañana, tu jefe esperando a que regreses ya antes de que te
hayas marchado a hacer las gestiones; andar sorteando a las
personas que caminan apresuradamente por la gran vía madrileña,
el calor habitual en pleno mes de julio recalentando mis
alborotadas ideas y, las gotas de sudor haciendo carreras desde
el canalillo que dibujan mis pechos hasta el ombligo. La
camiseta de tirantes, parecía el más denso abrigo de visón en
aquellos momentos y el aire se filtraba por mi nariz como si
estuviese en el interior del mismo infierno. Pero bueno…
Cuando llegué al edificio, me
fijé (imposible no hacerlo) en la enorme placa enunciativa que
tienen junto a la puerta de hierro, “Gestoría Sánchez & Pérez”.
Una vez dentro me encontré que había cinco personas esperando en
la sala y me dispuse a hacer lo mismo.
Mi curiosidad, algo que siempre
aflora en los momentos más inesperados, originó que analizase
minuciosamente uno a uno a los presentes.
El primero de ellos estaba
sentado junto a la puerta, era un chico jovencito, no tendría
más de diecisiete años, seguramente algún aprendiz de
administrativo al cual sus jefes explotaban por unas míseras dos
pesetas a la semana yendo de aquí para allá; de recadero sin
aprender nada del oficio. A su izquierda se situaba algo que
parecía un matrimonio, aunque estaban tan distanciados que esa
apreciación simplemente queda en intuición personal… Ella
mostraba un aspecto distinguido, vestía un traje chaqueta color
miel y calzaba un zapato de salón negro a juego con el bolso de
mano; él, llevaba un jersey gris y un pantalón vaquero
desgastado, mirando sus pies se notaba que no había puesto
ningún interés a su indumentaria, pues estaban provistos de unas
sandalias de color marrón oscuro y un calcetín negro. Sus caras
reflejaban aburrimiento, quizás por culpa de una vida en
desacuerdo llena de altibajos matrimoniales, o incluso, una
amante procedente de alguno de aquellos viajes de empresa que él
se saca de la manga cada dos por tres, y que para colmo, se
persona pasado un tiempo para presentarle a su bastardo, fruto
de una de sus tórridas noches de lujúria y desenfreno en el
hotel de carretera… Frente a mi se sentaban un par de ancianos,
dos hombres de semblante serio, con la indumentaria habitual de
las personas despreocupadas por su aspecto: pantalones grises
llenos de mugre, camisa de hace días, a la cual no se le había
presentado la plancha a lo largo de su existencia, zapatillas
caseras y, las boinas para cubrir sus cabezas carentes de pelo,
de las intemperies. Agarraban entre sus brazos dos pequeños
maletines idénticos entre sí, ¿guardarían en ellos los papeles
que implicaban a algunos altos cargos o mandatarios de nuestro
país en negocios sucios y enmarañados? O, ¿simplemente serían
los papeles de una herencia que nunca llegaron a cobrar, porque
su anciana madre vivió hasta los ciento cinco años?… Fuere cual
fuere el secreto que allí escondían, debía ser algo de vida o
muerte para ellos, pues constantemente miraban de una manera
pendenciera al resto de usuarios de aquella sala.
El reloj de la pared marcaba
persistentemente cada segundo, aquel clock-clock,
penetraba en mi cerebro, como los gritos de Don Fabián cuando me
llama para dictarme una carta que va dirigida a algún deudor,
¡¡Almudena!!
El tiempo transcurría lento
pero inexorable, al fin era mi turno y cuando entre en el
despacho que habitualmente ocupaba el Sr. Pérez me lo encontré,
era el hombre más apuesto que había visto en mi vida… Debía
medir metro noventa por lo menos, pelo requetepeinado hacia un
lado, una perilla perfectamente recortada, y acicalado con un
traje negro y una camisa amarilla clara, que mostraba su primer
botón desabrochado, ¡sin corbata!, y una sonrisa que iluminaba
toda la estancia. Cuando me preguntó: -¿Qué quería?, el cielo se
abrió repentinamente y de él bajó un coro de ángeles que
acompañaban su dulce voz con música de arpas y campanillas; en
aquellos momentos mi rostro, debía ser como los de aquellas
niñas que ven a su ídolo en un concierto por primera vez, cuando
después de hacer cola durante catorce horas, consiguen entrar de
las primeras y están espachurradas contra la barandilla de
protección en primera fila, pero todo aquello les da igual,
porque vale la pena si consiguen estar una décima de segundo
frente a su deseado e idolatrado personaje…
De repente farfulleé algo
similar a: “Vengo a traer estos papeles, soy del despacho de Don
Fabián”. Sus risas no hicieron nada más que empeorar las cosas,
pues mi lengua empezó a enredarse entre mis dientes y de mi
boca, salían sólo tonterías, cada vez más extrañas y ambiguas.
Se cubría la sonrisa disimuladamente para que no lo viese, pero
la comisura de los labios se insinuaba entre los dedos y eso,
aún me ponía más histérica. Cuando conseguí refrenar mis
impulsos y la serenidad hizo acto de presencia, me explicó que
era nuevo y que no conocía a Don Fabián así que le conté la
historia de mi jefe, de la empresa y parte de la de mi vida,
pues llevo trabajando para él desde que empecé en esto de la
venta de seguros, hace ya doce años. Finalmente y después de
entregarle las facturas y albaranes, reír por los descosidos e
intercambiar opiniones diversas sobre política exterior (de la
cual no tengo ni idea y sólo escuchaba un batido de palabras sin
sentido para mí mientras asistía con la cabeza) y eclesiástica
(de la que pude hablar, porque tengo un hermano que está
estudiando para ello, de no ser por eso, me hubiese perdido
entre claustros, bóvedas y retablos del s.XVI), me invitó a
tomar un café en el bar de la esquina al terminar nuestra
jornada de trabajo y desde entonces hasta hoy… Aún seguimos
riéndonos el uno con el otro, de la vida y del resto de las
cosas que para algunos son tonterías y para otros, cosas de gran
importancia trascendental.