Reconozco que soy algo fetichista,
amante de los rituales y de los pequeños detalles que despiertan
mi libido. Ahora, desde el yermo de la vejez, echo de menos los
buenos años de la posguerra. La Iglesia, que me había acogido en
su seno, me proporcionaba el escenario y los medios adecuados: un
público ante el que exhibirme, unas vestiduras que facilitaban la
realización de mis fantasías y una fidelidad ciega. Desnudo bajo
la sotana, me sentía cómplice de mi propia carne.
Disfrutaba de la ignorancia de los
parroquianos, de su bajeza. Era una masa humana en barbecho,
analfabeta, absorta en su ignorancia, en la extraña musicalidad
del latín eucarístico. Desde que me habían destinado al pequeño
pueblo de provincias, me sentía amo y señor de las tierras. La
guerra estaba recién terminada y muchas de las parroquias
necesitaban nuevos pastores que ocuparan las vacantes dejadas por
los caídos junto al paredón. Al fin y al cabo, estaban en deuda
conmigo por haber aceptado continuar la farsa, por seguir cebando
sus almas con la esperanza de una vida mejor.
El momento culminante llegaba con
la comunión. El tacto del ápice de la lengua de los feligreses en
la yema de mis dedos me excitaba de tal manera, que tenía que
disimular la erección a base de un fuerte vendaje que impedía que
mi desnudez resultara patente.
Tras repartir las sagradas formas,
recitaba las palabras rituales ensimismado, azorado por las
sensaciones surgidas de la humedad que mis dedos buscaban en cada
boca abierta. Me era indiferente que el roce hubiera sido robado a
una jovencita, a una viuda reseca o a un viejo labriego. Imaginaba
en la avidez de sus labios, de su lengua, una búsqueda encubierta
de mi tótem carnal.
Cuando acababa la misa, repartidas
las frases hechas de siempre, los mecánicos consejos y recibidos
los regalos de los feligreses más devotos, me quedaba a solas con
Julián, el tonto del pueblo. Me ayudaba a recontar las monedas de
la colecta y a limpiar y ordenar los bancos. No daba para más. Era
un zagal de apenas doce años de edad, patizambo y retrasado,
siempre con una babilla delatora y una pregunta estúpida en la
boca. Le obligaba a permanecer en la sacristía durante el oficio,
porque no quería que se pasara el rato salivando absorto, con la
mirada perdida en las medias remendadas que asomaban a duras penas
por debajo de los faldones de las feligresas. Solía negarle la
comunión, porque consideraba que era más animal que persona.
Yo veía en él una oportunidad más
de demostrar mi superioridad sobre los paletos adocenados cuyo
gobierno me había encomendado la Diócesis. Me agradaba su
servilismo, la voluntad de agradar que tenía. El muy iluso pensaba
que se ganaría el cielo a base de recontar monedas y de barrer de
hojas la entrada de la iglesia. Hasta que llegó el momento de
demostrar su valía.
Un domingo, al acceder al altar
desde la puerta de la sacristía, noté que algo extraño pasaba.
Había en el ambiente una cierta expectación, un murmullo
generalizado que me sorprendió. Sabían de sobra que exigía que un
silencio absoluto reinara en el templo durante la ceremonia. Antes
de dar la espalda a la concurrencia, eché un vistazo a la sala. No
me lo podía creer, allí estaba Luisa, una de las pecadoras más
irredentas del pueblo y, por ende, una de las imágenes más
recurrentes en mis masturbaciones nocturnas. Sus pechos duros, sus
ojos cargados de la habitual arrogancia de la juventud que se sabe
deseada, me desafiaban desde la tercera fila de bancos. No acababa
de explicarme qué hacía allí la joven viuda del republicano
fusilado un par de meses atrás. Desde la muerte de su marido, no
había ido a misa. Debería estar acostándose con alguno de sus
amantes para amortiguar el frío de su lecho. Al llegar a la
comunión, encontré la respuesta.
Se acercó lentamente, con la mirada
fija en mí. Azorado, noté que mis vendajes a duras penas podían
contener una erección que empezaba a resultarme dolorosa. Cuando
iba a entregarle el Cuerpo de Cristo, torció el gesto y me escupió
a la cara.
- ¡ Chivato, cura de mierda, así te
pudras!
El asombro fue general. Salió
corriendo, perseguida por algunos de los miembros locales de
Falange. Me retiré a la sacristía haciendo grandes aspavientos,
cuidando mucho el gesto ofendido y me encerré dentro. Algunas de
las beatas llamaban alarmadas a la puerta, preocupadas por la
afrenta que había recibido su párroco. Les grité que no se
preocuparan, que se retiraran a sus casas a rezar para limpiar la
blasfemia que había mancillado el pueblo. Me llevó un buen rato,
pero acabaron marchándose.
Por fin me dejaban solo. ¡La muy
puta me había escupido a la cara! Estaba claro que había atado
cabos. No era muy difícil llegar a la conclusión de que había sido
yo quien había delatado a su marido, violando el secreto de
confesión. Ella me había confiado dónde se ocultaba su marido,
desesperada, en busca de auxilio. Le dije que no podía hacer nada,
aunque en realidad lo que hice fue hablar con la Guardia Civil.
Confiaba en que serían igual de
diligentes a la hora de atrapar a la blasfema. Ya ajustarían
cuentas. Estaba en un estado de excitación tal que no me había
percatado de la presencia de Julián, acurrucado, dormido en un
rincón oscuro de la sala. Me sentía sucio, acalorado,
tremendamente excitado. Me quité la sotana. Mi desnudez era un
grito pidiendo carne, flujos, roces lúbricos y pecado. La venda de
mi entrepierna se rasgó. Me giré y vi a Julián, sus ojos absortos
en mi sexo liberado, boquiabierto, babeando. Sonreí.
- Ven aquí, Julián, hoy te dejo
comulgar.
Alcoi 6-III-04
Publicado en la revista El problema
de Yorick. |