La noche del primer día de diciembre de 1878 estaba siendo como
otra cualquiera. La Dunwich Strasse se movía igual que solía
hacerlo siempre a esas horas. El sereno dejaba oír sus pasos en
la lejanía y el ulular de las lechuzas de la vieja iglesia
luterana otorgaba profundidad a la mencionada y fría noche.
Hacía más de una hora que el último cochero medio despertó con
sus caballos a toda la vecindad. La quietud de la madrugada lo
dominaba todo.
Dicho sereno dio una nueva ronda por la citada calle antes de
tomar algo caliente en su caseta, situada en la plaza Priebke,
aunque al doblar la esquina no vio como dos ojos le estaban
prestando gran atención. Eran dos ojos que no temían ser vistos
por los de él. Sólo querían no tener que responder a ninguna
pregunta curiosa. El proceroso vigilante nocturno desapareció
calle abajo y el dueño de los avizores ojos echó a correr.
Sólo era un joven muchacho ataviado con una chaqueta de lana
gris y una gorra del mismo color. Días antes cumplió los
dieciséis y ya vestía pantalón largo desde hace tiempo. Poco
conocedor del motivo de su partida nocturna, una única dirección
lo reveló como algo muy deseoso de conseguir.
Bastante nervioso, pero sin vacilar, golpeó con la aldaba en la
puerta del nº cinco de la nombrada calle Dunwich. Nadie abría,
pero el muchacho vio como las cortinas de la ventana contigua a
la puerta principal se habían movido, lo que le hizo sabedor de
estar siendo observado. Sin dudarlo, volvió a llamar.
Esa misma aldaba era uno de los mejores ejemplos de quienes
vivían en ese nº 5 de Dunwich Strasse. El llamador de bronce
brillaba por su limpieza diaria, y es que los habitantes de la
enorme casa eran los Guttendörf, una de las familias más ricas y
poderosas del Bonn del S. XIX. Ángel Guttendörf o prof.
Guttendörf, como lo conocían, era en esos días un médico y
científico de eminente prestigio, y el patriarca del acaudalado
clan.
Ante la insistencia del jovenzuelo, alguien abrió, encendiendo
una lujosa, para aquel, lámpara de gas.
- ¿Quién se atreve a llamar a estas horas? – Inquirió alterada
la criada, una mujer ya madura.
- Soy yo, Frau Gertrude. Thomas, el hijo del encargado de la
granja.
- ¿Y qué quieres? Son más de la una. El profesor y la familia
duermen. ¡Vete de aquí! – Exclamó la mujer sin alzar la voz.
- Lo siento Frau Gertrude, pero me ha mandado mi padre para un
asunto urgente. Debe Vd. despertar al profesor de inmediato. En
la granja le ha pasado algo a la vaca, pero mi padre no me ha
querido decir nada más. Corra.
- No creas que voy a hacer caso a un joven loco como tú que
seguro que ha bebido. ¡Lárgate con viento fresco y vuelve
mañana! – Insistió la misma con algo más de brusquedad.
- ¿Qué está pasando, Gertrude? – Se oyó de dentro de la casa.
- Es el profesor. Como se enfade conmigo te acordarás de mí. –
Le dijo la mujer al chico entre dientes – Perdone Herr
Guttendörf. Es Thomas el de la granja. Dice que debe Vd.
acompañarle para no se qué…
- Hazle pasar Gertrude y por favor acuéstate. Muchas gracias. –
Ordenó con firmeza el profesor mientras ella miraba con desdén
al muchacho, que se quitó la gorra al entrar en la casa.
Ángel Guttendörf vestía un bonito pijama azul y se abrigaba con
una vistosa bata de color rojo. Llevaba puestas las gafas.
Fumaba en su pipa de hueso de morsa y no tenía aspecto de
haberse despertado. Es más, parecía que aún no se había
acostado.
- Da las gracias a Diderot de que aún esté despierto, muchacho.
- ¿A quién?
- Nada. No es esta una hora muy normal para llamar a las casas,
aunque no dudo de la importancia de tu motivo. Tu padre no está
tan loco como para mandarte hasta aquí ahora. ¿De qué se trata?
- No sabría decirle, señor. Él sólo me ha dicho que la vaca ha
parido y que debe Vd. acudir rápidamente. Es urgente.
El doctor pensó brevemente. La curiosidad pudo con la pereza y
el recelo, diciendo:
- Confío en tu padre más que en muchos hombres de la ciudad,
pese a su testarudez. Espera en la sala. Me vestiré e iré
contigo.
Pocos minutos después el profesor Guttendörf estaba listo para
salir. Cerró la puerta de la casa sin hacer ruido y siguió al
muchacho. La granja no distaba mucho de la ciudad, alcanzándola
en pocos min.
La susodicha era más bien pequeña. Ángel la poseía por puro
capricho y, a su vez, para proseguir en sus conocimientos sobre
veterinaria, de lo que era un apasionado. Toda ella le
pertenecía, pero era mantenida por Hans, el padre del joven
Thomas. Un hombre de baja estatura, aunque ancho cuerpo, que
recibió a Guttendörf con semblante estremecido, y ni la gran
personalidad del dueño consiguió calmarlo.
- ¿Qué le pasa a esa vaca, Hans? – Indagó el profesor.
- La vaca ha muerto en el parto, Herr Guttendörf. – Respondió el
granjero.
- ¿Y…?
- Y ha parido.
- Bien. Pero tú no me has hecho venir a estas horas porque el
ternero ha nacido mal, ¿verdad? Otras veces ha ocurrido y te has
encargado eficientemente.
- Acérquese profesor y escuche. Yo ni siquiera lo he visto. Sólo
sé que la vaca está muerta, pero no me atrevo a entrar ahí. Ese
no es el mugido de un becerro normal.
El profesor se acercó a la parte techada del establo donde había
parido el animal. Estaba muy oscuro. Apenas se veía nada y los
gruñidos de los cerdos desvelados por los ruidos impedían una
audición correcta. Guttendörf separó un ruido de otro y con un
poco de esfuerzo escuchó. No era más que el gemido de un ternero
recién nacido. Sin embargo, como experto en la naturaleza que
era, el profesor percibió algo extraño en aquel gimoteo. Al
momento era el de un ternerillo si, pero a veces el sonido
tornaba a llanto; a llanto muy diferente al del ganado o de
cualquier bestia. Eso no podía ser.
Con arrojo, el profesor Guttendörf cogió la lámpara que Hans
portaba y entró al apagado lugar. Allí estaba la vaca aún
caliente y con la natural placenta al lado. Al fondo del sitio,
medio envuelto en paja y empapado, estaba el causante del
insólito sonido. El afamado y notorio Prof. Ángel Guttendörf
trató de mantener la compostura, aún a sabiendas de que lo que
estaba viendo podría causarle algún trastorno cardiaco, debido a
la impresión. Tan sólo se atrevió a decir con voz queda pero
audible:
- Hans, por favor. Trae agua caliente y una manta y dile a
Thomas que prepare tu carro.
El hombre trajo lo pedido, dándoselo sin entrar. El muchacho
dispuso el carro tirado por un viejo, pero robusto, burro.
Del paritorio de la vaca muerta salió el profesor con muchísimo
menos atrevimiento del que entró. En ese instante y con lo que
llevaba entre sus brazos, todo dejaba de tener sentido para él.
Su único deseo era llegar cuanto antes a su laboratorio
particular.
- Escúchame Hans. No debes hablar del parto de esa vaca con
nadie, ¿me entiendes? Ni siquiera cuando bebas en la taberna. –
Le advirtió con aparente serenidad.
Se despidió con una leve mueca, como jamás lo había hecho de su
buen granjero y con la mirada hacia lo profundo del oscuro
camino. El joven Thomas arreó al burro.
No tardaron en regresar a la casa. Guttendörf ordenó al chico
entrar por la puerta trasera, lindante a la Molder strasse. Al
bajarse del carro le dijo también que no hablara de aquello con
nadie y que si alguien le preguntase qué hacía a esas horas en
la calle, mintiera o algo, diciendo que había bebido un poco.
Thomas se fue sin rechistar.
La luz del laboratorio de Guttendörf se había visto muchas veces
encendida de madrugada, por eso a él no le importó encenderla y
menos esa noche. Mientras el gas proporcionaba poco a poco una
iluminación óptima, el profesor colocaba la manta con el cuerpo
sobre una amplia mesa de operaciones de madera blanca. Tras
hacerlo pudo oír, esta vez con mayor claridad, el quejido, ahora
considerablemente sobrecogedor. La luz era la adecuada, así que
con valor descubrió la manta, dejando desprotegido de su calor
al emisor de tan raro sollozo.
En sus más de treinta años de medicina e investigaciones, Ángel
Guttendörf había visto y leído sobre casos extraños de la
ciencia. Supo mucho antes que nadie en toda Alemania sobre los
descubrimientos paleontológicos de dinosaurios o la llamada ‘’megafauna’’.
Asistió a varios nacimientos de niños bicéfalos y otras extrañas
deformidades. Incluso cuando joven oyó que en Munich había
parido una mula.
Lo que en esa noche de diciembre tenía en su laboratorio
superaba toda capacidad de entendimiento humano; sería por ello
por lo que se trataba de algo sobrehumano. Guttendörf estaba
inmóvil. No podía creerlo por más que lo viese. Sus ojos estaban
clavados en una imagen horrenda y fantástica. Una criatura
fabulosa y horripilante a la vez que no cesaba de lanzar vagidos
vacunos entremezclados con llantos de asombrosa procedencia. Las
patas, el lomo y el pelaje trasero eran los de un ternerillo
corriente. Lo asombroso comenzaba a partir del bovino pescuezo.
El pelo de vaca se abría y desaparecía en el trayecto hacia la
cabeza, lugar donde cualquier hombre se aterraría.
La vaca de Guttendörf, una vaca sana y bien alimentada, había
dado a luz a un ternero con la cabeza de un bebé humano. Una
imagen tal vez lastimosa la que el experimentado profesor tenía
ante sí. Daba verdadera grima ver la cabeza de un ser humano con
cuatro patas como un becerrillo y lloriquear como un inocente
bebé. Contemplaba patidifuso a un ser mitad vaca, mitad niño,
que movía sus patas con inútil intención de levantarse. La
cabeza, digna del más angelical chiquillo, se apreciaba incómoda
al no pertenecer a ese cuerpo. El eminente doctor no encontraba
explicación alguna a tan extraordinaria situación. << ¿Por qué
esa vaca había parido aquello? >> Se preguntaba. La respuesta
iba más allá de todo lo entendible; de la ciencia y de la
religión.
Intentó con escaso éxito poner en orden todo lo que le estaba
pasando, y con las manos en los bolsillos se pellizcaba los
muslos creyendo vivir una terrible pesadilla. Sin embargo, por
más que abriese sus veteranos ojos y por más vueltas alrededor
que diera, el engendro era real y tan auténtico como su
incesante llanto. Tras minutos sin poder moverse, maduró la idea
de que la criatura era un ser vivo después de todo y además
recién venido al mundo, como tal, necesitaría comer y su difunta
madre no estaba allí para ofrecerle su apetitosa leche. En un
momento, en el mismo laboratorio, puso a calentar un cacillo con
leche y simultáneamente cogió un biberón especial de cría, que
quizá no sería el adecuado, pero serviría.
La leche llegó a desbordar el cazo por el hervor excesivo y la
eterna mirada del profesor a la criatura. Cuando se dio cuenta
apagó el fuego, vertiendo el líquido en el sustituto del
amamantamiento. La sensación mayor fue cuando tuvo que sostener
la cabeza del cuadrúpedo bebé, para con cuidado, hacer que
succionase la suave tetina. Fue un drama. El monstruo no
absorbía correctamente la leche y trágicamente comenzó a
asfixiarse.
Guttendörf no paraba de sorprenderse en aquella delirante noche.
El bovino neonato falleció entre sus brazos, y el profesor
volvió a quedarse paralizado. Respiró hondo y resopló. Debía de
buscar alguna explicación al suceso más grande que le había
pasado en su vida. Encendió una lamparilla más, ésta de mayor
luminosidad que la otra, practicando al ya cadáver la autopsia.
Mascó la idea de anotarlo todo, como nunca había dejado de hacer
y cosa que no hizo. La disección no reveló nada. El cuerpo
vacuno era normal y la cabeza humana también. La incredibilidad
se encontraba en la unión de la cabeza a través del pescuezo con
el cuerpo, pero nada, fue imposible averiguar algo.
Acabada la nula autopsia, retornó al letargo físico y
momentáneo, volviendo a la cruda realidad con la duda de qué
hacer con la inimaginable visión yacida sobre la mesa. La
intención de llevarla a la universidad y presentarlo casi como
algo mitológico se le estaba pasando por la cabeza. Sería algo
grandioso y a la velocidad de un rayo generaría un efecto en
cadena que se propagaría por todo el mundo. Su fama traspasaría
las fronteras de Alemania, y lógicamente su caudal económico
subiría como el humo de las chimeneas recién limpias. Pero el
dinero era lo de menos. Lo que horas antes nació en su granja
daría la vuelta al orbe, causaría una sensación de proporciones
gigantescas que dejarían al injustamente criticado, pero
célebre, Charles Darwin y su ‘’Origen de las especies’’ a la
altura de un sencillo y provincial autor de cuentos para niños.
Su nombre pasaría a la historia y la criatura sería expuesta en
el más importante museo del mundo como el más extraordinario de
sus ‘’tesoros’’.
Si inexplicable era el tratar de entender por qué había nacido
algo así, impensable también vislumbrar qué le depararía el
futuro después de esa noche.
Siempre fue un hombre de incontestables y arraigados principios.
Debido a ello y a su contrastada discreción, tomó la decisión de
no mostrar a la humanidad algo que la conmovería,
desequilibrando posiblemente a toda la comunidad científica
internacional. No quería cambiar de vida y el infausto destino
del bebé vacuno puede que presagiara algo malo. Quizá se
acobardó un poco, pese a que seguía pergeñando la intención de
enseñarlo a todos, pero también caviló en las especulaciones, en
los mentideros, en lo incrédula que es la sociedad y que, con el
pasar de los años, hasta se dudaría de la veracidad del caso.
Preguntándose si era o no la decisión correcta – otra cosa que
ni de pequeño hizo -, lo enterró en el jardín, con las estrellas
y el viejo roble como únicos testigos. En el bien cavado y
profundo hoyo, Ángel Guttendörf, doctor en medicina y profesor
de la cátedra de Bonn, además de clarividente científico,
enterró algo más que una monstruosa imagen. Sepultó lo que pudo
haber sido y jamás fue. Su tenaz y rotundo parecer fue la pala
que cubrió de tierra a tan excepcional ser. Todos esos
pensamientos los manejó en su sillón, al abrigo de la
inextinguible chimenea, bajo el tintineo del reloj mueble y con
la fiel compañía de su pipa de hueso de morsa.
Muchas vacas parieron en su granja en los días venideros. Todas
ellas y sus crías examinadas hasta el último pelo, pero nunca
más volvió a nacer un fenómeno de la naturaleza como aquel. El
misterio de la granja Guttendörf se difuminó con el tiempo y el
guardián de su secreto desapareció con él.
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En el verano de 1994, los Helsen celebran una feliz barbacoa en
su casa de campo, situada a las afueras de Bonn y en un
espléndido día de sol. Con el sonido de los brindis y las
sonrisas de fondo, el perro de los Helsen, un Rottweiler de
buena talla, empieza a escarbar de debajo de unas piedras del
jardín. El curioso moloso desentierra unos huesos, pero nadie lo
ve. Con la gracia de un perro juguetón, se echa a la boca un
cráneo de reducido tamaño y con esa natural alegría lo lleva
hacia su amo como si fuese una pelota. Las mujeres presentes
gritan al ver lo que ‘’Gordon’’ ha soltado de su boca. El amo
pregunta de dónde ha sacado el animal eso, pero nadie contesta.
Es el mismo Rottweiler el que les responde, conduciéndolos hasta
el agujero escarbado por él. Todos miran boquiabiertos,
imaginando que ‘’Gordon’’ ha desenterrado los restos de un niño.
Se percatan de que hay más huesos y su ignorancia les impide
saber de qué animal son los restantes, ya que por la posición y
las cuatro patas es evidente que no son los de un crío.
La barbacoa se acaba a la mitad. Ya nadie tiene ganas de seguir
comiendo costillas y muslos de sabroso pollo. La policía avisada
decide traer un veterinario y se lleva el cráneo al laboratorio
más grande de la ciudad. El veterinario se lleva a su vez los
huesos del presumible animal y a la mañana siguiente contacta
con Manfred Helsen para decirle que son los restos de un ternero
recién nacido, y que muy probablemente tengan más de cien años.
Lo que nadie se explica, ni se explicará, es qué hacía el cráneo
de un niño junto a los restos de un ternero. ¿Era un antiguo
ritual? ¿Podría ser la cabeza humana la del animal? O de no ser
así ¿Dónde estaba la cabeza del ternerillo?
Surgieron dudas, especulaciones y jugoso sustento para revistas
especializadas, y no tanto, en el tema de lo inexplicado La
realidad la ocultó el perro, desmembrando el esqueleto, y con
ello, sepultando de una vez por todas la verdad sobre el
misterio de la granja Guttendörf.
FIN