El PESCADOR.

Por Agustín Serrano Serrano.

 

A Benito, mi mejor y más alejado amigo.


Cuenta una leyenda muy antigua, que en el Japón feudal más profundo, en una playa al norte, vivía una joven pareja de recién casados. Eran muy felices juntos y todos envidiaban su felicidad.
Un mal día, el muchacho fue requerido por un destacamento de la guardia imperial que buscaba jóvenes para la guerra con China, su más acérrimo enemigo. El barco con el ejército formado por leva y demás, partió rumbo a la lucha, y ni las lágrimas impidieron a la muchacha ver a su amado por última vez. Aún cuando el navío ya no se veía, ella seguía arrodillada en la orilla del mar, como tratando de impedir el viaje a la otra costa o quizá creyendo que el amor pronto volvería.
Pasó el tiempo, que no entiende de guerras y que es invencible a cualquier acción de los mortales y ella continuaba en la casa que su esposo le construyó. Día a día, a arrodillarse a la orilla o bien a las rocas se dirigía, con la mirada en la misma dirección en la que se alejó el amor. La esperanza del regreso cortó el llanto, que había sido copioso y silencioso, pero fue en vano. Su amado esposo jamás volvió.

Una tarde recibió visita, cosa que en más de un año no ocurría; eran el alcalde del pueblo y sus lacayos. Tan insigne visitante pronto mostró el motivo de la misma.
- Vengo a pedirte en matrimonio. No está confirmado, pero llegan noticias de que la mayoría de nuestro ejército ha sido destruido y una mujer tan joven y bella no debe quedarse sola.
- Márchate de aquí. – Le respondió – En mucho tiempo nadie del pueblo ha venido siquiera a interesarse por mí ¿Y ahora viene el alcalde a casarse conmigo? ¡Vete viejo estúpido y no vuelvas más por esta casa! – Vociferó cuando el alcalde ya emprendía la marcha.

Los meses se sucedían uno a otro y pronto llegó el invierno, con sus gélidos vientos y su fuerte oleaje, que nunca fueron impedimento para que la joven amante siguiera diariamente con su ritual. Al acabar con sus tareas domésticas, se sentaba en aquella playa pedregosa y sin arena. A veces cepillaba su larga cabellera, oscura como la noche nublada, y otras veces cosía sus vestimentas o colocaba el pescado a secar, como su amado le enseñó. Siempre con la vista perdida en el horizonte costero.
Un nuevo visitante avistó en una de las mañanas más frías del invierno. Era fuerte y duro, como la ventisca del norte y hermoso como el azul del cielo.
- Mi nombre es Yoshiro. Vengo a pedirte que te cases conmigo.
Un samurai venido de lejanas tierras, que por el estilo de su ropa y la majestuosa armadura, denotaba ser un guerrero importante. La frente afeitada le delataba como oficial. Nada más exponer la razón de su llegada, Yoshiro desenfundó el sable, empezando a hacer ejercicios y exhibiciones con él. Era extraordinaria su habilidad con la espada. El guerrero y el arma eran uno sólo. Parecía que estuviese escribiendo con la punta sobre el aire su declaración de amor. Se trataba de un espadachín único y el arma era única también. La lanzó hacia arriba y con gran precisión, sin tocarla, la enfundó de nuevo en su cintura. Galantemente se arrodilló ante ella, repitiendo:
- Mi nombre es Yoshiro. Cásate conmigo.
Sin embargo, la joven pensó que siempre hay un pez más grande y que tarde o temprano, el que demostró ser tan valeroso e invencible, caería bajo el acero de otro más fuerte y de nuevo quedaría enlutada, aunque nunca vistiese de negro.
El samurai sobresalía además por su hermosura y seguramente la trataría siempre con amabilidad y respeto. Pero no quería pasar las noches en vela.
- Gracias por tu petición, pero mi corazón está en ese mar que ves. Ve con la misma gloria con la que has venido y búscate a otra con el corazón libre.
Yoshiro se fue con sumo respeto y la mirada henchida de amor.
Y así volvió a quedarse la joven viuda, tan sola como las rocas de la costa. Siempre triste, siempre con la esperanza del retorno del amado.
Algún aldeano, campesino y honesto, vino a verla igualmente y con la misma intención; en el pueblo rivalizaban por ver quién sería capaz de conquistarla, pero ninguno lo consiguió.

Al primer verano de su soledad, en un día de sol espléndido, divisó otro pretendiente. Se llamaba Myoto y era un conocidísimo actor de la corte imperial que deleitaba a las clases más ricas y entendidas con su arte. Pero en aquella playa, en aquella región, nadie sabía quien era. Se presentó cortésmente y con una expresión exquisita, aunque pronto sacó a relucir un humor irónico y mordaz.
- Soy Myoto. Soy actor, músico y poeta. No estés más tiempo sola, preciosa mujer. No permitas que esta abandonada playa consuma tu belleza. Deja que un hombre puro, digno y divertido como yo la disfrute. Soy Myoto. Amo el amor libre. A cientos de damiselas he conquistado, todas me resultaron hermosas y todas fueron maravillosas, como tú. Soy Myoto. Cásate conmigo.
- Si me haces reír tal vez te vayas de aquí con algo. – Dijo ella con una ligera sonrisa y al ver el aspecto estrafalario de su nuevo visitante, que confió en que su misión de hacerla sonreír seria muy sencilla y quizá saliese de allí casado y triunfal.
- Eso es lo mejor que sé hacer bella joven. ¿Has visto alguna vez a una grulla cantar?
Myoto se subió a la pequeña colina que había tras la casa, se colocó de espaldas a su vista y sorprendentemente empezó a imitar el sonido de una grulla, así como sus idénticos movimientos. Los brazos hacia atrás hacían de alas plegadas, los cuales abrió al bajar hasta la playa, y agitaba su ropa de tal manera que parecían ser plumas. Todo ello unido a los asombrosamente similares sonidos, que le hacían pasar por una auténtica grulla si el presente sólo pudiera escucharlo. Con ese efecto sonoro de fondo, empezó a cantar palabras humanas y mientras subía por turnos cada pierna, igual que las grullas suelen hacer en las charcas; hasta flexionó una de ellas y habilidosamente la escondió hacia atrás, sosteniéndose con una sola, continuando con la canción y aquella voz chillona y estridente que hacía las delicias de la muchacha, con una humorística letra que ya la hacían reír, mientras exclamaba:
- ¡Te faltó ponerte las plumas de la cabeza!
El actor prosiguió con su espectáculo y aseguró que al igual que había conseguido su sonrisa, también sería capaz de hacerla llorar, así que dejó a un lado la imitación de la grulla y sentado en una roca empezó a escribir. Era rapidísimo con la pluma. Cualquiera que lo viese, diría que lo que estaba escribiendo era trazado a mayor velocidad que si ese mismo texto se leyera. En un instante rellenó casi un rollo de papiro y con delicadeza y atento servicio, inclinándose, se lo ofreció a la mujer, que empezó a leerlo. Efectivamente, ninguna persona por muy rápido que leyese, tardaría menos tiempo en leer aquello que el utilizado por el poeta en escribirlo. Casi 10 golpes de ola después, la mujer terminó y el artista seguía con la mirada fija en sus ojos, esperando ver caer una sola lágrima, la cual cayó. Pero la joven se levantó, cogió una piedra de la orilla y al oído del artista susurró:
- Te dije que si me hacías reír te irías de aquí con algo. Esto es lo único que te llevarás de esta solitaria playa. Guarda esta pequeña piedra siempre contigo, y con ella, no olvides que conseguiste tu propósito, pero no mi corazón.
El artista comprendió el mensaje y entendió que ya no podría hacer más, que aquella hermosa mujer era una conquista imposible y que para siempre la llevaría en el recuerdo.
Otra vez sola. Una puerta más que se cerraba. Otro hombre bueno que se alejaba y el suyo, su amado, que jamás regresaba. En las noches de soledad meditaba profundamente sobre lo que era su vida, tan solitaria, al abrigo de las escasas gaviotas y bajo las aves migratorias que viajaban al sur en busca de climas más suaves. Comprendía lo habladora consigo misma que se había vuelto y el desparpajo y soltura que usaba ante cada nuevo pretendiente. Paradójicamente, la soledad le había avivado el carácter y ya no era aquella callada muchachita tímida y enamorada de su gentil esposo.

La primera mañana de la siguiente primavera, mientras tomaba un baño junto a las rocas que la amparaban de las olas, soltó un inaudible grito de susto. Sobre la roca más elevada, con aire sonriente y sin moverse, había un hombre muy bajito. Vestía con ropaje lujoso, cosa nunca vista en aquella región. Tras observarla un buen rato y deleitarse con la salida del baño de la mujer, dio media vuelta y desapareció sin decir nada. Ella subió a la roca con intención de ver el camino que aquel silencioso hombre había tomado, pero algo la detuvo. Se agachó y sentándose en la fría roca lo vio. Sólo se trataba de una figurita de marfil dejada allí adrede. Representaba al emperador de Japón y no pasaba del tamaño de un dedo. La examinó detenidamente, comprobando que la cabeza giraba como un tapón de rosca. Al hacerlo, un pergamino minúsculo cayó, el cual, escrito en tinta de oro, decía así:
‘’Ha llegado a mis oídos la noticia de que la mujer más bella de mis dominios vive sola en una playa del norte. Tengo a mi príncipe heredero en búsqueda de una buena emperatriz para él y para el imperio. Es un muchacho muy bueno y apuesto. Te tratará con educación y respeto y hará de ti la mujer más feliz de aquí y allende los mares. Te convertirás en emperatriz. Acéptalo como esposo y yo, su padre, tu emperador, te lo agradeceré eternamente. Si tu respuesta es afirmativa, quédate con la estatuilla y mi mensajero volverá aquí sin ella y contigo, si por el contrario, él la trae de vuelta, sabré que te has negado y el príncipe seguirá buscando’’.

Sin nada más que decir.

Tenno*



La joven viuda introdujo el mensaje de nuevo en la figura y enroscó la cabeza para dejarla en el mismo sitio que la encontró. Ni siquiera esta increíble proposición la habían hecho cambiar de idea y abandonar su playa. Tampoco alteró el reservado carácter que la distinguía, ni hizo que una carta firmada por el ‘’príncipe del cielo’’, como se conocía en Japón a su emperador, la volviese arrogante y presumida. Nada se pavoneaba y siguió con su solitaria existencia, en contra partida con lo que podía haber ganado si se hubiese quedado con el marfil imperial. Desde el primer momento supo que rodeada de los muros del palacio, colmada de los esplendores más inimaginables, nunca sería feliz y siempre echaría de menos su playa.

Esa noche tuvo pesadillas y durmió poco. A media mañana puso el pescado a secar y en la roca ya no estaba la figura, aunque en su lugar, anudado a un saliente rocoso, había un lazo de seda rojo. Era una señal del mensajero. Cogió el lazo, olió su perfume, su agradabilísima esencia y sin pensarlo lo lanzó al mar, en un gesto evidente de cerrar aquel episodio para siempre. Al volver a su casa oyó el ladrido de un perro que se acercaba veloz. Se paró a acariciar al animal, mientras observó al hombre que lo seguía. <<Otro>>, murmuró.
- Buenos días. – Saludó el recién llegado con educación.
No era muy joven. Unas inaugurales canas y varias arraigadas arrugas decían que era ya un hombre mayor de cuarenta años.
- Me llamo Hiroshi Kendo. Soy pescador. Este es mi perro y me han dicho…
- No sigas Hiroshi. Mi respuesta es no. No voy a casarme contigo, por muy bonito que sea tu perro o por muchos peces que pesques. Lo siento. – Y la muchacha cerró el tema. Pero el pescador habló:
- Vaya, no sabía que tuvieses tantos pretendientes, he de suponerlo por tu agraciada belleza, pero yo no he venido por eso. No te conozco y sólo he llegado hasta aquí porque me han dicho que esta bahía es abundantes en pesca, especialmente esta playa. Nada más iba a pedirte un poco de agua potable para mí y para mi perro. Yo me apartaré a aquellas rocas, estaré pocos días, pero te aseguro que nada te molestará.
La joven se sintió fatal. Aquel hombre parecía sincero y era la primera vez en su vida que perpetraba una estupidez tan enorme. La vergüenza le cerró los labios un instante y sólo asintió. El pescador y su perro bebieron del pozo y llenó sus ruidosos cazos de lata. Sin más diálogo o gesto, el hombre anduvo hasta las rocas, donde en el más estricto silencio se sentó, echando al mar su sencilla caña.
Ella se encerró avergonzada en la casa, de la que no salió en dos días. Cuando lo hizo, el pescador seguía allí, aunque parecía no estar. El perro era su delator y al ver a la mujer salir, corrió a su encuentro. Hiroshi ni lo llamó. Con su caña parecía una estatua sobre la roca. Impasible. Imperturbable e inamovible. El viento húmedo y susurrante, más el alegre ladrido del animal, era el único ruido entre los dos. Ella lo miraba pescar, sin caer en que su vista ya no se dirigía hacia el punto en el que el barco de su amado vio por última vez. Se sentía en deuda con aquel hombre debido al resbalón y a la arrogancia cometida, pero tampoco deseaba mostrarse muy interesada con un desconocido.
La noche despertó al viento más escandaloso y temible de la estación. Debía de haber un tifón mar adentro. Era asolador. Un viento que llamaba a su puerta y que no la dejaba dormir, pese a que en la casa, el fuego de la chimenea creaba un ambiente cálido y acogedor. Pero los golpes de aire no eran solo lo que no la permitían conciliar el sueño. La certeza de que el errante pescador trataría de pasar como fuera aquel vendaval sin techo, la mantenían insomne. Moviéndose de un lado a otro de la cama, se devanaba en acuciantes dudas; en vueltas y más vueltas. << ¿Por qué ha tenido que venir ese pescador a la playa? y se supone que habrá soportado a la intemperie otras ventiscas>>. Eso por un lado. En cambio por el otro, se decía que en otros temporales quizá alguien lo cobijó y que no debía dejar que aquel nómada recordase su paso por la playa por el paso de la playa de la mujer más insensible de Japón.
Como pudo echó a andar en la oscuridad y en dirección a las rocas, con cuidado de no caer encima de alguna.
- Pescador, ¿me oyes? – Voceó.
El perro alertó su presencia, el cual ni ladraba, aunque movió la cola de alegría. La ventolera era insoportable.
- Pescador, en mi casa hay fuego, ven a pasar la noche. – Le dijo al encontrarlo.
Hiroshi estaba cubierto por un sinfín de mantas atadas a su cuerpo, pero pese a ello, el intento de pasar una noche así con el cielo como techo era de locos. Las mantas estaban empapadas por el agua del mar que el viento traía de acompañante.
Los dos entraron en el confortable hogar y el perro junto a ellos. El interior de la casa era de una sola estancia, todo en uno y sin nada de adornos, muy austero La mujer puso las mantas a secar sobre la repisa de la chimenea y el hombre se sentó en una silla cercana al calor. Sin una palabra más, ella volvió a la cama. La idea de que aquel era el primer hombre que entraba en su casa desde su marido la torturaba; ahora ya no podía dormir por ese otro motivo. Trató de despejar toda la culpabilidad y cuando parecía que los ojos empezaban a cerrarse, un ruido apenas audible la hizo incorporarse de nuevo. Hiroshi había abierto una botella y en uno de sus vasos vertió un líquido que parecía ser una bebida alcohólica. Al ver éste la atención de la hospitalaria dueña de la casa, alzó el vaso y exclamó:
- Gracias.
- De nada, pero podías haberme dicho que te ayudara. Has sido muy orgulloso.
- No es orgulloso el hambriento que se pasea delante del avaro y glotón. No lo hice porque no es la primera vez que mi perro y yo pasamos una noche como esta, pero eso no es orgullo, es adaptación a las circunstancias desfavorables.
Ella lo miró con más interés que nunca; no parecía un simple y llano pescador.
- ¿No duermes? – Curioseó la joven.
- Me cuesta hacerlo delante de un fuego. No puedo dejar de verlo. A veces deseo comunicarme con él. Es el más fuerte de los elementos, pero también el más débil, creo que en eso nos parecemos. – Contestó con otro trago.
- ¿Qué bebes?
- Licor de almendras.
- ¿Licor de almendras? Jamás lo había oído.
- Es muy fuerte, pero viene bien para entrar en calor y hablar sin miedo.
- ¿Me das un poco? – Pidió la joven que se sentaba en otra silla a su lado. Los dos se miraron unos segundos con el crepitar del fuego de fondo, sin decirse nada y estudiándose mutuamente.
Hiroshi le sirvió un vaso y la chica por primera vez en su vida bebió alcohol. En efecto, el licor de almendras fue ideal para entrar en calor y hablar sin miedo. Rebasada la medianoche, el ruido de las llamas no era el único sonido de la solitaria morada En la lobreguez del lugar, con el tifón surcando el mar y las olas huyendo a la tierra, se oían voces y risas. La leña se consumía, pero ya el calor era molesto y los dos se contaban sus historias, como si de dos amigos reencontrados se tratara. Al cabo de varias horas, la novata bebedora empezó a sentir un mareo insólito y balbuciendo lo que en otro momento habría considerado como grandísimas estupideces, se desplomó en la cama. Con una velocidad desacostumbrada en ella se durmió profundamente. Hiroshi, que se mantenía sobrio por más que bebiera, se acercó a la cama y con delicadeza la tapó. Fue en aquel momento cuando reparó en su magnífica y delicada presencia. Era la mujer más hermosa del mundo y dormía tan profundamente, que ni el doble de la ventisca de fuera la haría despertarse. En ese instante él era el dueño de la casa, podía hacer lo que quisiera, que la dueña no se enteraría en ningún momento. Pero Hiroshi el pescador no era una mala conciencia y volvió a sentarse, sirviéndose lo poco que quedaba del licor y meditando junto a la compañía del ya tenue fuego y de la calma de su buen perro.

El dolor de cabeza más terrible que había tenido en su vida la despertó casi al mediodía. Una nueva y dolorosa sensación, que incluso parecía que había cenado escarabajos fritos, dado el mal sabor de boca que tenía. Buscó entre el mareo la silla en la que el segundo hombre que pisó la casa había pasado la noche, pero estaba vacía, el perro no se veía y las cenizas cubrían el fuego de la chimenea. Golpeándose a sí misma en su interior por la indecencia cometida con el licor y luchando por no caerse debido al mareo, salió, creyendo que sobre la roca estaría Hiroshi. Pero la angustia, semejante a la sufrida cuando su amado esposo marchó, la envolvió con más dolor aún que el que soportaba. Se había ido el pescador y el que había sido el más interesante y humilde de todos los visitantes que tuvo hasta hoy. Quiso cerrar los ojos y encerrarse en la casa, bajo las mantas, a resistir toda aquella dolorosa tristeza y olvidarse de lo acontecido, pero al dar la vuelta, vio al perro y a él alejándose tras la colina en dirección al pueblo. Acababa de salir. La playa seguía dando vueltas incomprensiblemente para ella, pero sacó fuerzas de donde apenas tenía, se vistió rápidamente y salió detrás de él corriendo tanto como pudo. No se explicaba a sí misma por qué iba en busca de ese hombre que de nada conocía, pero no cesaba de correr, sin gritar su nombre, sólo corriendo, hasta que a la entrada del pueblo, el cual y debido a los años sin visitarlo, le pareció otro, lo alcanzó. Hiroshi se sorprendió al verla y antes de decirle nada, la mujer, sofocada por la carrera, dijo:
- Me llamo Sachiko. Vivo sola en esa pequeña casa de la playa. Sé que no es correcto que una mujer diga esto, pero, ¿quieres venir a vivir conmigo?
El pescador, que era experto en reflexionar y meditar, como buen paciente pescador, pensó que ya había perdido la cuenta de los años que llevaba recorriendo las costas del imperio y que hasta ese momento nadie le había pedido algo así. Probablemente seguiría viajando hasta que se hiciese viejo y cuando ya lo fuera tanto, que ni pudiera caminar, dejaría que cualquier monasterio lo cuidase hasta el fin de sus días. Esa había sido su idea, pero aquella era la mujer más bella del mundo y le estaba pidiendo que se quedase a vivir a su lado. Si lo rechazaba, se preguntaría todos los días la razón del rechazo.
- Sí, acepto. Pero con una condición.
- ¿Cuál? – Inquirió ella extrañada.
- Tendrás que decirme diariamente el porqué de querer que viva contigo.
Así fue como la joven viuda de la playa del norte se dejó conquistar por un vagabundo y modesto pescador que sólo pasaba por allí, pero que por primera vez sin quererlo, pescó un tesoro; una nueva vida y un nuevo futuro. Con ello, borró la soledad del rostro de la mujer, donándole una nueva existencia en la que no cabían ya la desesperanza y el desconsuelo. Aquella playa nunca más volvió a estar triste.


FIN


Fuengirola, 7 de diciembre de 2005.



* Tenno: Antiguamente, al emperador de Japón no se le conocía por su nombre, sino por Tenno, que significa ‘’Príncipe del cielo’’, porque como seguían una continuidad dinástica y siempre existía para el pueblo un Tenno, no era necesario.
 

                                                                                                                            

 
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