A Benito, mi mejor y más alejado amigo.
Cuenta una leyenda muy antigua, que en el Japón feudal más
profundo, en una playa al norte, vivía una joven pareja de
recién casados. Eran muy felices juntos y todos envidiaban su
felicidad.
Un mal día, el muchacho fue requerido por un destacamento de la
guardia imperial que buscaba jóvenes para la guerra con China,
su más acérrimo enemigo. El barco con el ejército formado por
leva y demás, partió rumbo a la lucha, y ni las lágrimas
impidieron a la muchacha ver a su amado por última vez. Aún
cuando el navío ya no se veía, ella seguía arrodillada en la
orilla del mar, como tratando de impedir el viaje a la otra
costa o quizá creyendo que el amor pronto volvería.
Pasó el tiempo, que no entiende de guerras y que es invencible a
cualquier acción de los mortales y ella continuaba en la casa
que su esposo le construyó. Día a día, a arrodillarse a la
orilla o bien a las rocas se dirigía, con la mirada en la misma
dirección en la que se alejó el amor. La esperanza del regreso
cortó el llanto, que había sido copioso y silencioso, pero fue
en vano. Su amado esposo jamás volvió.
Una tarde recibió visita, cosa que en más de un año no ocurría;
eran el alcalde del pueblo y sus lacayos. Tan insigne visitante
pronto mostró el motivo de la misma.
- Vengo a pedirte en matrimonio. No está confirmado, pero llegan
noticias de que la mayoría de nuestro ejército ha sido destruido
y una mujer tan joven y bella no debe quedarse sola.
- Márchate de aquí. – Le respondió – En mucho tiempo nadie del
pueblo ha venido siquiera a interesarse por mí ¿Y ahora viene el
alcalde a casarse conmigo? ¡Vete viejo estúpido y no vuelvas más
por esta casa! – Vociferó cuando el alcalde ya emprendía la
marcha.
Los meses se sucedían uno a otro y pronto llegó el invierno, con
sus gélidos vientos y su fuerte oleaje, que nunca fueron
impedimento para que la joven amante siguiera diariamente con su
ritual. Al acabar con sus tareas domésticas, se sentaba en
aquella playa pedregosa y sin arena. A veces cepillaba su larga
cabellera, oscura como la noche nublada, y otras veces cosía sus
vestimentas o colocaba el pescado a secar, como su amado le
enseñó. Siempre con la vista perdida en el horizonte costero.
Un nuevo visitante avistó en una de las mañanas más frías del
invierno. Era fuerte y duro, como la ventisca del norte y
hermoso como el azul del cielo.
- Mi nombre es Yoshiro. Vengo a pedirte que te cases conmigo.
Un samurai venido de lejanas tierras, que por el estilo de su
ropa y la majestuosa armadura, denotaba ser un guerrero
importante. La frente afeitada le delataba como oficial. Nada
más exponer la razón de su llegada, Yoshiro desenfundó el sable,
empezando a hacer ejercicios y exhibiciones con él. Era
extraordinaria su habilidad con la espada. El guerrero y el arma
eran uno sólo. Parecía que estuviese escribiendo con la punta
sobre el aire su declaración de amor. Se trataba de un
espadachín único y el arma era única también. La lanzó hacia
arriba y con gran precisión, sin tocarla, la enfundó de nuevo en
su cintura. Galantemente se arrodilló ante ella, repitiendo:
- Mi nombre es Yoshiro. Cásate conmigo.
Sin embargo, la joven pensó que siempre hay un pez más grande y
que tarde o temprano, el que demostró ser tan valeroso e
invencible, caería bajo el acero de otro más fuerte y de nuevo
quedaría enlutada, aunque nunca vistiese de negro.
El samurai sobresalía además por su hermosura y seguramente la
trataría siempre con amabilidad y respeto. Pero no quería pasar
las noches en vela.
- Gracias por tu petición, pero mi corazón está en ese mar que
ves. Ve con la misma gloria con la que has venido y búscate a
otra con el corazón libre.
Yoshiro se fue con sumo respeto y la mirada henchida de amor.
Y así volvió a quedarse la joven viuda, tan sola como las rocas
de la costa. Siempre triste, siempre con la esperanza del
retorno del amado.
Algún aldeano, campesino y honesto, vino a verla igualmente y
con la misma intención; en el pueblo rivalizaban por ver quién
sería capaz de conquistarla, pero ninguno lo consiguió.
Al primer verano de su soledad, en un día de sol espléndido,
divisó otro pretendiente. Se llamaba Myoto y era un conocidísimo
actor de la corte imperial que deleitaba a las clases más ricas
y entendidas con su arte. Pero en aquella playa, en aquella
región, nadie sabía quien era. Se presentó cortésmente y con una
expresión exquisita, aunque pronto sacó a relucir un humor
irónico y mordaz.
- Soy Myoto. Soy actor, músico y poeta. No estés más tiempo
sola, preciosa mujer. No permitas que esta abandonada playa
consuma tu belleza. Deja que un hombre puro, digno y divertido
como yo la disfrute. Soy Myoto. Amo el amor libre. A cientos de
damiselas he conquistado, todas me resultaron hermosas y todas
fueron maravillosas, como tú. Soy Myoto. Cásate conmigo.
- Si me haces reír tal vez te vayas de aquí con algo. – Dijo
ella con una ligera sonrisa y al ver el aspecto estrafalario de
su nuevo visitante, que confió en que su misión de hacerla
sonreír seria muy sencilla y quizá saliese de allí casado y
triunfal.
- Eso es lo mejor que sé hacer bella joven. ¿Has visto alguna
vez a una grulla cantar?
Myoto se subió a la pequeña colina que había tras la casa, se
colocó de espaldas a su vista y sorprendentemente empezó a
imitar el sonido de una grulla, así como sus idénticos
movimientos. Los brazos hacia atrás hacían de alas plegadas, los
cuales abrió al bajar hasta la playa, y agitaba su ropa de tal
manera que parecían ser plumas. Todo ello unido a los
asombrosamente similares sonidos, que le hacían pasar por una
auténtica grulla si el presente sólo pudiera escucharlo. Con ese
efecto sonoro de fondo, empezó a cantar palabras humanas y
mientras subía por turnos cada pierna, igual que las grullas
suelen hacer en las charcas; hasta flexionó una de ellas y
habilidosamente la escondió hacia atrás, sosteniéndose con una
sola, continuando con la canción y aquella voz chillona y
estridente que hacía las delicias de la muchacha, con una
humorística letra que ya la hacían reír, mientras exclamaba:
- ¡Te faltó ponerte las plumas de la cabeza!
El actor prosiguió con su espectáculo y aseguró que al igual que
había conseguido su sonrisa, también sería capaz de hacerla
llorar, así que dejó a un lado la imitación de la grulla y
sentado en una roca empezó a escribir. Era rapidísimo con la
pluma. Cualquiera que lo viese, diría que lo que estaba
escribiendo era trazado a mayor velocidad que si ese mismo texto
se leyera. En un instante rellenó casi un rollo de papiro y con
delicadeza y atento servicio, inclinándose, se lo ofreció a la
mujer, que empezó a leerlo. Efectivamente, ninguna persona por
muy rápido que leyese, tardaría menos tiempo en leer aquello que
el utilizado por el poeta en escribirlo. Casi 10 golpes de ola
después, la mujer terminó y el artista seguía con la mirada fija
en sus ojos, esperando ver caer una sola lágrima, la cual cayó.
Pero la joven se levantó, cogió una piedra de la orilla y al
oído del artista susurró:
- Te dije que si me hacías reír te irías de aquí con algo. Esto
es lo único que te llevarás de esta solitaria playa. Guarda esta
pequeña piedra siempre contigo, y con ella, no olvides que
conseguiste tu propósito, pero no mi corazón.
El artista comprendió el mensaje y entendió que ya no podría
hacer más, que aquella hermosa mujer era una conquista imposible
y que para siempre la llevaría en el recuerdo.
Otra vez sola. Una puerta más que se cerraba. Otro hombre bueno
que se alejaba y el suyo, su amado, que jamás regresaba. En las
noches de soledad meditaba profundamente sobre lo que era su
vida, tan solitaria, al abrigo de las escasas gaviotas y bajo
las aves migratorias que viajaban al sur en busca de climas más
suaves. Comprendía lo habladora consigo misma que se había
vuelto y el desparpajo y soltura que usaba ante cada nuevo
pretendiente. Paradójicamente, la soledad le había avivado el
carácter y ya no era aquella callada muchachita tímida y
enamorada de su gentil esposo.
La primera mañana de la siguiente primavera, mientras tomaba un
baño junto a las rocas que la amparaban de las olas, soltó un
inaudible grito de susto. Sobre la roca más elevada, con aire
sonriente y sin moverse, había un hombre muy bajito. Vestía con
ropaje lujoso, cosa nunca vista en aquella región. Tras
observarla un buen rato y deleitarse con la salida del baño de
la mujer, dio media vuelta y desapareció sin decir nada. Ella
subió a la roca con intención de ver el camino que aquel
silencioso hombre había tomado, pero algo la detuvo. Se agachó y
sentándose en la fría roca lo vio. Sólo se trataba de una
figurita de marfil dejada allí adrede. Representaba al emperador
de Japón y no pasaba del tamaño de un dedo. La examinó
detenidamente, comprobando que la cabeza giraba como un tapón de
rosca. Al hacerlo, un pergamino minúsculo cayó, el cual, escrito
en tinta de oro, decía así:
‘’Ha llegado a mis oídos la noticia de que la mujer más bella de
mis dominios vive sola en una playa del norte. Tengo a mi
príncipe heredero en búsqueda de una buena emperatriz para él y
para el imperio. Es un muchacho muy bueno y apuesto. Te tratará
con educación y respeto y hará de ti la mujer más feliz de aquí
y allende los mares. Te convertirás en emperatriz. Acéptalo como
esposo y yo, su padre, tu emperador, te lo agradeceré
eternamente. Si tu respuesta es afirmativa, quédate con la
estatuilla y mi mensajero volverá aquí sin ella y contigo, si
por el contrario, él la trae de vuelta, sabré que te has negado
y el príncipe seguirá buscando’’.
Sin nada más que decir.
Tenno*
La joven viuda introdujo el mensaje de nuevo en la figura y
enroscó la cabeza para dejarla en el mismo sitio que la
encontró. Ni siquiera esta increíble proposición la habían hecho
cambiar de idea y abandonar su playa. Tampoco alteró el
reservado carácter que la distinguía, ni hizo que una carta
firmada por el ‘’príncipe del cielo’’, como se conocía en Japón
a su emperador, la volviese arrogante y presumida. Nada se
pavoneaba y siguió con su solitaria existencia, en contra
partida con lo que podía haber ganado si se hubiese quedado con
el marfil imperial. Desde el primer momento supo que rodeada de
los muros del palacio, colmada de los esplendores más
inimaginables, nunca sería feliz y siempre echaría de menos su
playa.
Esa noche tuvo pesadillas y durmió poco. A media mañana puso el
pescado a secar y en la roca ya no estaba la figura, aunque en
su lugar, anudado a un saliente rocoso, había un lazo de seda
rojo. Era una señal del mensajero. Cogió el lazo, olió su
perfume, su agradabilísima esencia y sin pensarlo lo lanzó al
mar, en un gesto evidente de cerrar aquel episodio para siempre.
Al volver a su casa oyó el ladrido de un perro que se acercaba
veloz. Se paró a acariciar al animal, mientras observó al hombre
que lo seguía. <<Otro>>, murmuró.
- Buenos días. – Saludó el recién llegado con educación.
No era muy joven. Unas inaugurales canas y varias arraigadas
arrugas decían que era ya un hombre mayor de cuarenta años.
- Me llamo Hiroshi Kendo. Soy pescador. Este es mi perro y me
han dicho…
- No sigas Hiroshi. Mi respuesta es no. No voy a casarme
contigo, por muy bonito que sea tu perro o por muchos peces que
pesques. Lo siento. – Y la muchacha cerró el tema. Pero el
pescador habló:
- Vaya, no sabía que tuvieses tantos pretendientes, he de
suponerlo por tu agraciada belleza, pero yo no he venido por
eso. No te conozco y sólo he llegado hasta aquí porque me han
dicho que esta bahía es abundantes en pesca, especialmente esta
playa. Nada más iba a pedirte un poco de agua potable para mí y
para mi perro. Yo me apartaré a aquellas rocas, estaré pocos
días, pero te aseguro que nada te molestará.
La joven se sintió fatal. Aquel hombre parecía sincero y era la
primera vez en su vida que perpetraba una estupidez tan enorme.
La vergüenza le cerró los labios un instante y sólo asintió. El
pescador y su perro bebieron del pozo y llenó sus ruidosos cazos
de lata. Sin más diálogo o gesto, el hombre anduvo hasta las
rocas, donde en el más estricto silencio se sentó, echando al
mar su sencilla caña.
Ella se encerró avergonzada en la casa, de la que no salió en
dos días. Cuando lo hizo, el pescador seguía allí, aunque
parecía no estar. El perro era su delator y al ver a la mujer
salir, corrió a su encuentro. Hiroshi ni lo llamó. Con su caña
parecía una estatua sobre la roca. Impasible. Imperturbable e
inamovible. El viento húmedo y susurrante, más el alegre ladrido
del animal, era el único ruido entre los dos. Ella lo miraba
pescar, sin caer en que su vista ya no se dirigía hacia el punto
en el que el barco de su amado vio por última vez. Se sentía en
deuda con aquel hombre debido al resbalón y a la arrogancia
cometida, pero tampoco deseaba mostrarse muy interesada con un
desconocido.
La noche despertó al viento más escandaloso y temible de la
estación. Debía de haber un tifón mar adentro. Era asolador. Un
viento que llamaba a su puerta y que no la dejaba dormir, pese a
que en la casa, el fuego de la chimenea creaba un ambiente
cálido y acogedor. Pero los golpes de aire no eran solo lo que
no la permitían conciliar el sueño. La certeza de que el errante
pescador trataría de pasar como fuera aquel vendaval sin techo,
la mantenían insomne. Moviéndose de un lado a otro de la cama,
se devanaba en acuciantes dudas; en vueltas y más vueltas. <<
¿Por qué ha tenido que venir ese pescador a la playa? y se
supone que habrá soportado a la intemperie otras ventiscas>>.
Eso por un lado. En cambio por el otro, se decía que en otros
temporales quizá alguien lo cobijó y que no debía dejar que
aquel nómada recordase su paso por la playa por el paso de la
playa de la mujer más insensible de Japón.
Como pudo echó a andar en la oscuridad y en dirección a las
rocas, con cuidado de no caer encima de alguna.
- Pescador, ¿me oyes? – Voceó.
El perro alertó su presencia, el cual ni ladraba, aunque movió
la cola de alegría. La ventolera era insoportable.
- Pescador, en mi casa hay fuego, ven a pasar la noche. – Le
dijo al encontrarlo.
Hiroshi estaba cubierto por un sinfín de mantas atadas a su
cuerpo, pero pese a ello, el intento de pasar una noche así con
el cielo como techo era de locos. Las mantas estaban empapadas
por el agua del mar que el viento traía de acompañante.
Los dos entraron en el confortable hogar y el perro junto a
ellos. El interior de la casa era de una sola estancia, todo en
uno y sin nada de adornos, muy austero La mujer puso las mantas
a secar sobre la repisa de la chimenea y el hombre se sentó en
una silla cercana al calor. Sin una palabra más, ella volvió a
la cama. La idea de que aquel era el primer hombre que entraba
en su casa desde su marido la torturaba; ahora ya no podía
dormir por ese otro motivo. Trató de despejar toda la
culpabilidad y cuando parecía que los ojos empezaban a cerrarse,
un ruido apenas audible la hizo incorporarse de nuevo. Hiroshi
había abierto una botella y en uno de sus vasos vertió un
líquido que parecía ser una bebida alcohólica. Al ver éste la
atención de la hospitalaria dueña de la casa, alzó el vaso y
exclamó:
- Gracias.
- De nada, pero podías haberme dicho que te ayudara. Has sido
muy orgulloso.
- No es orgulloso el hambriento que se pasea delante del avaro y
glotón. No lo hice porque no es la primera vez que mi perro y yo
pasamos una noche como esta, pero eso no es orgullo, es
adaptación a las circunstancias desfavorables.
Ella lo miró con más interés que nunca; no parecía un simple y
llano pescador.
- ¿No duermes? – Curioseó la joven.
- Me cuesta hacerlo delante de un fuego. No puedo dejar de
verlo. A veces deseo comunicarme con él. Es el más fuerte de los
elementos, pero también el más débil, creo que en eso nos
parecemos. – Contestó con otro trago.
- ¿Qué bebes?
- Licor de almendras.
- ¿Licor de almendras? Jamás lo había oído.
- Es muy fuerte, pero viene bien para entrar en calor y hablar
sin miedo.
- ¿Me das un poco? – Pidió la joven que se sentaba en otra silla
a su lado. Los dos se miraron unos segundos con el crepitar del
fuego de fondo, sin decirse nada y estudiándose mutuamente.
Hiroshi le sirvió un vaso y la chica por primera vez en su vida
bebió alcohol. En efecto, el licor de almendras fue ideal para
entrar en calor y hablar sin miedo. Rebasada la medianoche, el
ruido de las llamas no era el único sonido de la solitaria
morada En la lobreguez del lugar, con el tifón surcando el mar y
las olas huyendo a la tierra, se oían voces y risas. La leña se
consumía, pero ya el calor era molesto y los dos se contaban sus
historias, como si de dos amigos reencontrados se tratara. Al
cabo de varias horas, la novata bebedora empezó a sentir un
mareo insólito y balbuciendo lo que en otro momento habría
considerado como grandísimas estupideces, se desplomó en la
cama. Con una velocidad desacostumbrada en ella se durmió
profundamente. Hiroshi, que se mantenía sobrio por más que
bebiera, se acercó a la cama y con delicadeza la tapó. Fue en
aquel momento cuando reparó en su magnífica y delicada
presencia. Era la mujer más hermosa del mundo y dormía tan
profundamente, que ni el doble de la ventisca de fuera la haría
despertarse. En ese instante él era el dueño de la casa, podía
hacer lo que quisiera, que la dueña no se enteraría en ningún
momento. Pero Hiroshi el pescador no era una mala conciencia y
volvió a sentarse, sirviéndose lo poco que quedaba del licor y
meditando junto a la compañía del ya tenue fuego y de la calma
de su buen perro.
El dolor de cabeza más terrible que había tenido en su vida la
despertó casi al mediodía. Una nueva y dolorosa sensación, que
incluso parecía que había cenado escarabajos fritos, dado el mal
sabor de boca que tenía. Buscó entre el mareo la silla en la que
el segundo hombre que pisó la casa había pasado la noche, pero
estaba vacía, el perro no se veía y las cenizas cubrían el fuego
de la chimenea. Golpeándose a sí misma en su interior por la
indecencia cometida con el licor y luchando por no caerse debido
al mareo, salió, creyendo que sobre la roca estaría Hiroshi.
Pero la angustia, semejante a la sufrida cuando su amado esposo
marchó, la envolvió con más dolor aún que el que soportaba. Se
había ido el pescador y el que había sido el más interesante y
humilde de todos los visitantes que tuvo hasta hoy. Quiso cerrar
los ojos y encerrarse en la casa, bajo las mantas, a resistir
toda aquella dolorosa tristeza y olvidarse de lo acontecido,
pero al dar la vuelta, vio al perro y a él alejándose tras la
colina en dirección al pueblo. Acababa de salir. La playa seguía
dando vueltas incomprensiblemente para ella, pero sacó fuerzas
de donde apenas tenía, se vistió rápidamente y salió detrás de
él corriendo tanto como pudo. No se explicaba a sí misma por qué
iba en busca de ese hombre que de nada conocía, pero no cesaba
de correr, sin gritar su nombre, sólo corriendo, hasta que a la
entrada del pueblo, el cual y debido a los años sin visitarlo,
le pareció otro, lo alcanzó. Hiroshi se sorprendió al verla y
antes de decirle nada, la mujer, sofocada por la carrera, dijo:
- Me llamo Sachiko. Vivo sola en esa pequeña casa de la playa.
Sé que no es correcto que una mujer diga esto, pero, ¿quieres
venir a vivir conmigo?
El pescador, que era experto en reflexionar y meditar, como buen
paciente pescador, pensó que ya había perdido la cuenta de los
años que llevaba recorriendo las costas del imperio y que hasta
ese momento nadie le había pedido algo así. Probablemente
seguiría viajando hasta que se hiciese viejo y cuando ya lo
fuera tanto, que ni pudiera caminar, dejaría que cualquier
monasterio lo cuidase hasta el fin de sus días. Esa había sido
su idea, pero aquella era la mujer más bella del mundo y le
estaba pidiendo que se quedase a vivir a su lado. Si lo
rechazaba, se preguntaría todos los días la razón del rechazo.
- Sí, acepto. Pero con una condición.
- ¿Cuál? – Inquirió ella extrañada.
- Tendrás que decirme diariamente el porqué de querer que viva
contigo.
Así fue como la joven viuda de la playa del norte se dejó
conquistar por un vagabundo y modesto pescador que sólo pasaba
por allí, pero que por primera vez sin quererlo, pescó un
tesoro; una nueva vida y un nuevo futuro. Con ello, borró la
soledad del rostro de la mujer, donándole una nueva existencia
en la que no cabían ya la desesperanza y el desconsuelo. Aquella
playa nunca más volvió a estar triste.
FIN
Fuengirola, 7 de diciembre de 2005.
* Tenno: Antiguamente, al emperador de Japón no se le conocía
por su nombre, sino por Tenno, que significa ‘’Príncipe del
cielo’’, porque como seguían una continuidad dinástica y siempre
existía para el pueblo un Tenno, no era necesario.