A Félix L. González, mi mejor y más cercano
amigo.
Érase una vez una pareja de necrocíclopes
que habitaban en uno de los rincones más solitarios del séptimo
círculo de los infiernos. Los dos casi siempre habían vivido
juntos y muy felices el uno con el otro, dentro de lo que es la
felicidad en un lugar así.
Un mal día, él tuvo que partir a las
órdenes de un escuadrón del ejército del Mal a hacer la guerra
con las odiosas fuerzas del Bien, y ella se quedó esperando en
la morada que los cobijaba, con la certeza de que su compañero
pronto volvería. Pero no fue así. El necrocíclope jamás volvió y
ella sola se quedó.
Con profundo abatimiento continuó
subsistiendo en aquel abandonado territorio. Su refugio, una
primitiva construcción en piedra, se encontraba a orillas de un
lago pantanoso y siempre sangriento para su suerte. Un
inservible pozo y un cedazo, útil para separar los insectos del
pantano de los que se alimentaba, eran sus únicas posesiones.
Los graznidos de los cuervos, los lamentos de los muertos
condenados que vagaban como almas en pena por las llanuras
eternas y la perpetua luna su sola compañía. El susurrar del
viento a través de las oquedades de los árboles secos y negros,
más algún que otro sonido desconocido, otorgaban a aquel oscuro
terreno una atmósfera afligida y decadente; para ella resultaba
perfecta.
La necrocíclope pasaba por ser una criatura
tenebrosa, como el sitio en el que moraba. Era ciclópea,
obviamente, y ese sólo ojo, al parpadear, conseguía que su
achatada frente se estirase, debido al tirón ejercido por el
párpado. Su boca pequeña, como toda ella y a diferencia de los
grandes cíclopes de los círculos superiores. Unos cuantos
afilados y sanguinolentos dientes sobresalían sin apenas
abrirla. Su piel poseía un color grisáceo y morado y su pelo,
corto, ralo y negro, como la noche inmortal que cubría todo el
tártaro. Así eran los necrocíclopes. Seres extraños y
escasísimos, casi en extinción.
Cuando ya llevaba mucho tiempo sin ver más
que su sombra, estando en el pantano, oyó un sonido proveniente
del pozo.
-
¡Ayuda! – Escuchó.
Como pudo despejó la entrada de las piedras
que lo cubrían, comprobando quien emitía ese auxilio. Se veía
poco a través del hueco, tan solo una pequeña y rasurada cabeza
que volvió a gritar:
-
¡Sácame de aquí, te lo ruego!
-
¿Cómo has llegado hasta ahí? – Preguntó ella con su
repelente y estridente voz.
-
Tú sácame y te explico.
Tirando hacia
arriba, no sin dificultad, consiguió sacarlo, precipitando un
montón de piedras en el tirón que abrieron del todo la boca del
pozo. Era un ser extremadamente grueso, amorfo y de un tamaño
enormemente desproporcionado en comparación con su minúscula
testa. Vestía con harapos acribillados de manchas de diversa
procedencia y un sinfín de cicatrices y deformidades recorrían
su cuerpo, especialmente la cara. Una concha no muy dura cubría
su tullida espalda, y el olor que desprendía resultaba
nauseabundo. Aquel individuo
era despreciable y repulsivo. Probablemente sería el
personaje más abandonado de todos los círculos; ejemplificaba la
soledad más absoluta.
-
Muchas gracias, no sabes cuanto te lo agradezco. –
Expresó el testáceo con tono melancólico.
-
Ahora dime, ¿por qué estabas ahí atrapado? – Indagó ella
de nuevo.
-
Porque nadie en todas las tinieblas me quiere. Mira mi
aspecto, todos me huyen. Los demonios me castigan y hasta los
jóvenes esqueletos se aterran al verme. Soy un desdichado
espíritu que vaga sólo y deprimido por todo el infierno. Me
acusan de robar los cuerpos de las tumbas, pero es que tengo que
comer o moriré de hambre. Muchos otros lo hacen también, pero en
mí, con mi apariencia, resulta más condenable. Ahora escapaba de
un pueblo maldito en el sexto círculo, allí, todos los míos
fueron masacrados por el odio que gobierna estos tétricos
dominios.
-
Es extraño. Yo no te veo tan horrible. He visto criaturas
mucho más degeneradas que tú.
-
No lo sé. Esto es un caos interminable. Un lugar corrupto
y pleno de injusticia. Posiblemente no soy tan perfecto como los
demás, y mi olor espanta a cualquiera, pero no puedo remediarlo.
Sólo sé que no tengo donde ir y que te agradecería mucho me
permitieras quedarme aquí contigo. Este parece un sitio
tranquilo y creo que estaré a salvo. – Pidió lastimoso.
-
Está bien. Quédate aquí. Pero no te aseguro nada. Aunque
como dices parezca tranquila, esta zona no está fuera del
alcance de peligros y las apariciones perversas pululan
constantemente.
El errante y deforme gordinflón agradeció a
la pequeña su hospitalidad. Los dos formaron un dúo pintoresco.
Ella parecía nimia en tamaño a su lado y él, gigantesco al suyo.
Le enseñó a seleccionar los bichos comestibles del ensangrentado
lodazal y pronto labraron una peculiar amistad. La huidiza
criatura encontró en la necrocíclope una compañera que jamás lo
detestaba. Pero su suerte fue efímera y una noche – la noche en
el infierno representa el momento en que no hay luna – mientras
ella dormitaba en la orilla, quiso acumular el mayor número de
gorgojos y otros parásitos como muestra de gratitud, y no cayó
en su descomunal peso. Cuando se adentró hacia adentro de la
ciénaga, comenzó a hundirse.
-
¡Socorro! – Clamó – ¡Amiga, despierta, ayúdame! ¡No sé
nadar!
Ante tantos gritos ella despertó y sin
pensarlo se zambulló en la sangre del lago. Nadaba perfectamente
y con rapidez llegó a la altura de su grotesco amigo. Sin
embargo, éste pesaba más de una tonelada y resultó imposible
sacarlo de allí.
-
No podrás conmigo, peso demasiado. Es mi final. Márchate.
– Sollozó.
La única amiga que había tenido en su vida
lo intentó una vez más, tomándolo de la cabeza como cuando lo
sacó del pozo. Fue inútil. El representante de la
soledad se hundió para siempre y la joven ciclópea
perdió a su nueva amistad, quedándose otra vez sola en aquel
angustioso ambiente.
No lloró, pues los necrocíclopes jamás
lloran; se decía que su único ojo estaba seco, pero el de la
frágil moradora del enfermo lago ya no miraba igual. Aquel
disforme monstruo le hizo olvidar un poco a su desaparecida
pareja. Su compañía le resultó muy grata. Fue un día de
lamentos.
Pasó el tiempo, que hasta en el mismísimo
averno es invencible a cualquier acción de los malignos seres
que lo pueblan, y la solitaria cíclope continuaba con su
desdichada existencia. Alimentándose y durmiendo. Resguardándose
en su pequeño rincón de piedra y evitando ser vista por las
sombras asesinas.
Una mañana, recién salida la luna, mientras
degustaba un buen puñado de bacterias, vio una imagen
sorprendente salir del pantano. Era él, su querido y recordado
cíclope, con su descarnado cuerpo y singular ojo. Por fin
regresaba.
-
¡Eres tú! – Exclamó.
El recién llegado la miró y musitó:
-
Soy yo. He podido volver.
-
Volvemos a estar juntos. Acércate.
Los dos se sentaron y ella le contó su
experiencia con el desgraciado que se ahogó y como había
sobrevivido tanto tiempo sola. Comieron y todo empezaba a ser
como antes. Había encontrado de nuevo aquella olvidada y
particular felicidad. Pero su compañero no era el mismo. Su
vista se perdía de forma incomprensible y hablaba mucho menos.
-
¿Te ocurre algo? – Preguntó preocupada.
-
Es la guerra. Escapé como pude de las atroces tierras del
Bien. – Respondió él.
Pese a aquella respuesta, la joven no se
convenció del todo y siguió con su recelo, hasta que un día
empezó a dudar sobre si era o no era él su perdido acompañante.
A lo que éste declaró:
-
Es difícil modificar el carácter de cualquier entidad.
-
¿Qué quieres decir? – Se extrañó ella.
El que creyó que era su querido
necrocíclope, empezó a cambiar de forma con facilidad y sin
realizar ni un solo movimiento. Se cubrió con una capa hasta
ahora invisible y al segundo, descubrió una forma totalmente
distinta a la de momentos antes.
Se trataba de una imagen con rasgos
humanos, como los que erraban en la llanura adyacente. Su capa y
su larga cabellera, de un negro brillantísimo, le daban un aire
muy llamativo. Portaba una vara corta y gruesa y abriendo sus
brazos, dijo:
-
Aquí me tienes. Soy Musganz, el brujo más poderoso del
segundo círculo. Mi
poder no conoce límites y, aunque tú eres la primera
existencia del infierno que me descubre, soy capaz de
convertirme en cualquier cosa que camine, vuele o se arrastre.
Sé que antes compartías esta parte del lago con uno de tus
semejantes y que éste marchó a la guerra. Yo me dirijo a las
lejanas tierras del Bien, allá donde la hostilidades no han
llegado aún, para atraer a mi lado a todo aquel que desee
conocer mi inconmensurable
poder. En mi viaje he querido divertirme un poco
contigo y así demostraba una vez más este increíble
poder del que te hablo y tú, una mera y débil cíclope
enana me ha descubierto. Qué decepcionante ha sido.
-
Has sido como la mayoría de los habitantes de estos
contornos, muy cruel. Podías haberlo demostrado de otra manera.
– Declaró la engañada.
-
Puedo hacer lo que desee con mis supremos conocimientos.
Sé invocar y dominar al demonio más terrible que haya en el
último círculo. Observa.
El arrogante brujo murmuró unas
ininteligibles palabras y con un golpe al aire de su varita,
creó de la nada al monstruo más espantoso que cualquier ojo
hubiese visto. Era un gigante de tres cabezas y seis brazos, con
una furia descontrolada y un ensordecedor y leonino rugido. Las
tres presentaban numerosas deformidades. Sus rostros mostraban
un desorden sin igual y lo que más destacaba eran los imponentes
colmillos que salían de sus pavorosas bocas. El brujo, en un
alarde de fuerza y control, hizo retroceder al tricéfalo
rabioso:
-
¡Atrás, bestia! ¡Atrás!
Con gran soltura y ante la fascinación de
su única espectadora, el brujo demostró su incomparable
poder. Abrió su mano y como el que ordena a un
inofensivo perrito que se siente, logró que aquella soberbia
criatura se rindiera a sus pies.
-
Lo ves, puedo hacer lo que me plazca con él.
Pasados unos minutos, con el mismo golpe
seco de la varita evaporó a la bestia invocada.
-
Ya has visto de lo que soy capaz. Si me lo permites,
puedo quedarme aquí más tiempo, no tengo prisa en mi viaje, y
así podría enseñarte un poco de mi brujería.
-
No. – Respondió ella.
-
Podrías aprender a invocar cualquier cosa y puede que lo
necesites el día que estés en peligro. Afortunadamente para ti
yo no voy a hacerte daño; sería irreverente emplear mi magia con
alguien tan insignificante. – Manifestó el brujo muy petulante.
-
Esta insignificancia no se ha dejado engañar por alguien
tan poderoso. No te necesito para nada. Márchate. – Repelió.
-
Como desees. Suerte.
Y el presumido invocador de bestias se
esfumó mucho más rápidamente de lo que vino.
La joven de nuevo estaba sola, de nuevo
desprotegida, de nuevo afligida. Así pasó mucho tiempo y nadie
más volvió a pasar por aquel lugar. Tan sólo el funesto ulular
del viento la acompañaba, junto con su recuerdo. El recuerdo de
su querido compañero, ése que nunca volvía. Incluso un día
pasaron por allí las huestes de los ejércitos que venían de
retirada, pero ninguno conocía al necrocíclope por el que ella
les preguntaba.
Su existencia se volvió monótona y llegó un
momento en el que empezó a hablar sola, como en las noches en la
que lo hacía incluso con los insectos de la laguna, donde
prácticamente se pasaba el día entero:
-
Sé que no queréis que os coma, pero vosotros sois muchos
y yo soy una y os necesito, debéis perdonarme.
En una de esas noches, de repente, mientras
pronunciaba una de esas disculpas, notó como un golpe fugaz de
viento le sacudía la cara, haciéndola abrir al máximo el ojo. Se
puso en pie, mirando a su alrededor, pero no vio nada y siguió
con su acopio. Segundos después otro idéntico golpe de aire,
esta vez en la espalda, volvió a estremecerla. No soplaba aire
para eso, así que no quedaba duda, aquello era una sombra
perversa. Debía de estar alerta. Decidió sacar el colador y
dejar allí el alimento recogido para esconderse en su guarida,
pero al volverse, el miedo la atrapó y la impresión la paralizó
de forma tremenda. Sólo se escuchó el ruido del cedazo al caer,
ya que ni fuerza en la mano para asirlo tenía. Los dientes
rechinaban, el ojo abierto, casi desorbitado y el rostro más
desencajado que nunca. La visión que se había interpuesto en su
recorrido al hogar era la más diabólica que jamás había visto.
Era alado, aunque estaba posado en el suelo
en ese momento. Sus ojos felinos. Las fauces colosales, y una
evidente fuerza que lo constituía como una aberración de
apariencia invencible. Las garras de sus cuatro patas resaltaban
demoledoras y afiladísimas. La lengua, que mantenía casi
escondida, era bífida y desprendía un líquido que abría la
tierra al caer. Poseía un voluminoso pelaje color marrón y su
cornamenta daba la sensación de ser interminable; el número de
puntas incalculable. Ya no había marcha atrás, era el fin de la
joven y desamparada cíclope. Para terror de sus oídos, la
siniestra mole hablaba:
-
¿Qué hace una pequeña criatura como tú en un paraje como
este? – Indagó con turbador tono.
-
Vivo aquí. – Contestó ella atemorizada.
-
Vives aquí…los necrocíclopes no vivís, simplemente estáis
presentes y ocupáis los lugares que más os gusten. No es normal
que una huérfana criaturilla como tú esté en esta zona tan
inhóspita. Yo voy a la batalla y en estos momentos buscaba algo
de comida. Nunca he creído en la suerte, es más, creo que eso es
cosa de los mortales moradores del Bien. Pero al verte a ti en
mi camino aparecer, tan sola, tan desprotegida y tan a mi
alcance, voy a tener que pensar como esas innobles existencias
llamadas humanos y empezar a creer que el devenir del tiempo es
sólo cuestión de un breve momento de suerte, como este.
Las palabras de la maléfica bestezuela
sonaban a ultratumba. Una voz rotunda y seca, que la mantuvo
inmóvil todo el rato.
-
Ha quedado patente cuál es mi intención y dado que eres
un ser que parece comprender todo lo que digo, a pesar de que no
estés capacitada para ocultar el miedo, cosa lógica, por eso sin
rubor te digo que voy a devorarte. Eres muy pequeña y flaca,
casi nada para mi insaciable apetito, pero me vendrá bien hasta
que encuentre algo mejor. Ya puedes dejar de temblar, ya conoces
tu destino y también tú deberías empezar a creer en la suerte,
como yo. Lástima que nuestras fortunas sean tan diferentes.
El demonio no escondía su abyecto y vil
carácter. Era el ejemplo más claro de la
maldad.
El paradigma incontestable de todos los
entes inicuos del infierno. El villano infernal más infame y
encima hambriento que la joven podía recibir. Su fatalidad no
tenía igual. Ese sería su fin; engullida por la peor de las
monstruosidades que pasaron por aquellos cenagales.
El maligno desplegó las alas, de una
grandísima envergadura, y tras un cómodo aleteo, se alzó unos
metros por encima del suelo. Abrió su horrible hocico, soltando
un atronador grito que pareció un aullido. Ella empezó a correr
sin dirección alguna, horrorizada y buscando un sitio para
esconderse. La maldad
que la perseguía lanzaba chorros corrosivos del
líquido que emanaba de su venenosa lengua. Como podía se
escabullía, intentando meterse dentro de los árboles huecos,
pero ni su esquelético cuerpo entraba o tal vez no daba con el
adecuado. La maléfica bestia quería jugar un rato, dada la nula
oposición que su presa exhibía. Esta solamente trataba de huir y
buscar algún agujero que la salvase de una muerte segura. Llegó
el momento en que las piernas empezaron a fallarle y la fatiga
pudo con el pánico. Se vio arrinconada entre una granítica pared
y su perseguidor. Cesó de chillar y no le quedó otra que aceptar
su desdicha, como el solitario obeso ahogado en la laguna. Pensó
en él y en su calmada manera de morir, así como también recordó
al brujo que quiso enseñarla a invocar monstruos y que ella
desoyó; en ese instante hubiese deseado convocar al peor y más
fuerte de todos los monstruos para que luchara con el que iba a
ser su verdugo.
Ya no había tiempo para más pensamientos.
La
maldad sin más contemplaciones abrió su bocaza y ella
cerró el ojo, pero cuando los colmillos ya rozaban las famélicas
carnes, un ruidoso golpe quitó el aliento que ya tenía sobre si
misma. Volvió a mirar, creyendo estar en el estómago del
devorador, pero lo que vio fue al voraz asesino clavado en el
suelo por una horca de tamaño inmenso. La diabólica sombra, la
maldad que se la iba a tragar, yacía muerta a un
lado. Giró la vista hacia atrás y vio al dueño de la horca que
la salvó. Era ni más ni menos que el mismísimo Diablo, el rey
del infierno. El de los mil nombres.
El Diablo, el verdadero mandamás de todos
los círculos, montaba una espectral y equina criatura. Estaba
rodeado de lascivia en forma de muertas vivientes y diablesas
pervertidas que disfrutaban acariciándolo, y que parecían
miniaturas a su gran tamaño. Sin desmontar recogió su tridente:
-
Este diablillo no molestará más. Reíros.
La cíclope observó como un sinfín de
unidades del ejército infernal secundaban al mismísimo rey de
las tinieblas y hacían caso omiso a su orden de reírse.
La pomposidad de la que se había rodeado
sobresalía escandalosa y todo su casi interminable séquito
procedía con una sumisión sin parangón; él ordenaba cualquier
cosa, que los demás cumplían sin vacilar. Agudizó la vista desde
lo alto de su altísima montura y vio a la temblorosa que antes
creyó morir tumbada en el suelo.
-
Vaya, ¿qué es esto? Tú eres una necrocíclope. Vuestra
especie es única y sus miembros son escasos. Apresadla. Después
de la guerra la venderé a los compradores traidores del Bien
Execrable para sus espectáculos. Pagarán una fortuna.
Uno de los soldados, alto, fuerte y
acéfalo, la sujetó del brazo, a lo que ella comenzó a
resistirse.
-
No te resistas pequeña, lo peor viene después. Te vamos a
llevar a la guerra y podrás luchar contra el malévolo Bien. –
Expresó el rey.
-
Dile que me suelte. No iré con vosotros.
-
Vamos, eres muy osada. Me gusta tu atrevimiento.
Aplaudid. – Y los demás, como borregos de adorno, aplaudieron.
-
Pensándolo mejor no voy a venderte a ninguno de esos
falsos comerciantes. Te concederé el honor de pertenecer a mi
cortejo de vestales. Eres un poco flacucha, pero estás bien
formada. Serás mi fruta exótica. – Pronunció el rey demonio
mientras se pasaba su amoratada lengua por los labios, en claro
gesto libidinoso. – Vamos, vitoread mi decisión. – Ordenó de
nuevo y mirando a todas sus legiones, las cuales lo aclamaron
como si de una conquista importante se tratase.
-
Moriré antes de ir contigo. – Gritó ella, cortando en
seco los vítores.
-
Por favor, no te obstines. Eres perfecta para mí y yo te
ofrezco todo lo que necesites. Vosotros, los cíclopes menores
que habitáis este círculo os alimentáis de los insectos y los
parásitos que hay en esos pantanos de sangre. Anda mira.
El monarca infernal señaló con la mirada a
una de las diabólicas doncellas que en su hombro se recostaban.
Esta sin dudarlo se sumergió en el sangriento lago y al momento,
emergió con una fuente de plata rebosante de gorgojos, bacterias
y toda clase de bichos suculentos para la joven. En la fuente
había más de lo que ella habría extraído nunca. Una delicia para
su paladar y que el mismísimo diablo le puso a su alcance, en lo
que resultó un manifiesto ejemplo de
seducción.
-
Conmigo te garantizo que jamás volverás a estar sola. Que
nadie te hará daño y que nunca pasarás hambre. No es que sea un
acto de esos que los congéneres del Bien llaman, misericordioso.
– El diablo escupió al decir esa palabra. – No os asustéis. Eres
un espécimen único en mis tenebrosos círculos y por ello te
ofrezco la posibilidad de vivir a mi lado; muchas darían más de
una parte de su cuerpo por esto que gratuitamente te concedo a
ti. No podrás resistirte a mi inmensa capacidad de
seducción. Soy arrollador.
Al decir esto, la muerta se percató de que
el soldado no la agarraba muy fuerte y, pese a que aún seguía
débil por la huida anterior, con un rápido movimiento logró
robarle el sable y hábilmente se lo puso en el cuello sin
cabeza. Fue valiente sí, pero también ingenua.
-
Si no me sueltas le sacaré a éste toda su sangre. –
Advirtió creyendo controlar la situación.
-
Vamos querida. ¿Crees que la existencia de ese pusilánime
soldadito me importa? – A lo que tras ello siguió un mortal rayo
salido de sus dedos que segó la vida del subordinado. – Venga,
no te resistas. Piensa en lo afortunada que eres.
La necrocíclope recordó en lo que instantes
antes el rey le dijo; << muchas darían más de una parte de su
cuerpo por esto que gratuitamente te concedo a ti >> y en un
maniobra de desesperación, se cortó el brazo izquierdo con el
sable quitado y ante el asombro del presente rey de los
infiernos.
-
Yo me quedo sin este brazo y hasta la cabeza me cortaré
antes de ser tuya. Ahora tu fruta exótica ya no es tan perfecta,
¿verdad? – Farfulló sorprendida consigo misma por lo que se
había hecho.
El diablesco señor, comprobando que sus
subalternos, sus ejércitos y sus adulteradas y promiscuas
mujeres diablo se encontraban ante la primera rebeldía de su
reinado, encolerizó y su ira se oyó en todos los círculos.
-
Ya puedes hacer lo que quieras. Me suicidaré antes de que
tus guardias me pongan las zarpas encima. – Insistió.
El soberano de las tinieblas la maldijo,
vociferando:
-
No, eso jamás ocurrirá. No dejaré que te mates. ¡De eso
me encargo yo!
Y con suma violencia le lanzó otro de sus
mortíferos rayos.
- Prosigamos la marcha, ya hemos
perdido demasiado tiempo con esta inutilidad.
Con la pomposidad con la que llegó, el
diablo y sus tropas del Mal continuaron la marcha rumbo a la
guerra y dejando a la desamparada y amputada criatura enterrada
bajo una montaña de cascotes que cayeron por la fuerza del rayo
destructor.
Los tambores del Mal, con el rey del
infierno y su detestable
seducción a la vanguardia, se alejaron bajo las
oscuras nubes.
Cuando el sonido de esos tambores del
ejército ya no se escuchaba, la que se suponía muerta abrió su
único ojo. Asombrosamente no había sido destruida por el rayo
diabólico y mortal que la atacó, pero estaba muy mal herida
debido al derrumbamiento y a la amputación que se infligió. No
veía nada, el montón de piedras la tenían sepultada y creyó que
moriría allí atrapada. Lo que no consiguió el asesino de las
sombras ni el mismo rey de las tinieblas, lo iba a lograr el
hambre. La inanición iba a ser su final y aunque hacía poco que
había comido, ya empezaba a tener ganas. Se encogió en aquel
reducto hermético de piedra y dejó pasar el tiempo.
A medida que lo hacía, el muñón empezó a
descomponerse y unos gusanos empezaron a brotar del mismo. No
eran gorgojos, ni bacterias, pero podían comerse y prolongó la
hambruna un poco más. Gimoteaba y chillaba sucesivamente; en
vano, ya que nadie la oía. Allí no se percibía nada, hasta que
una noche sí que se oyó algo. Fue el crujido más estrepitoso y
bárbaro que se podía esperar. La tierra se rebullía, los siete
círculos del tártaro se movían al unísono; era el infierno del
infierno. Un fuerte temblor de tierra lo sacudió todo, poniendo
montañas, valles, ríos y árboles patas arriba. El agujero que la
mantenía soterrada se removió y un golpe de fortuna, como le
dijo el que quiso probar su raquítico cuerpo, consiguió que las
piedras que la cubrían se despejaran, dejando una abertura
suficiente para que su cuerpecillo pudiera salir sin problemas.
Todo estaba cambiado y fuera de sitio. El
enfermo pantano se hizo más estrecho, aunque afortunadamente en
la orilla seguía habiendo millones de parásitos. Acudió a
alimentarse con un buen puñado y quitarse el mal sabor de boca
dejado por los gusanos del brazo. Después comprobó los efectos
del terremoto y como éste había hecho desaparecer su guarida,
aquella que con su amado construyó.
Estaba más sola y perdida que nunca. Tenía
comida, pero su laguna estaba cambiada y aquel no era el mismo
lugar. Los oscuros árboles y el páramo de los muertos humanos ya
no estaban. Todo era diferente, pero lo que no cambiaba nunca
era el imperturbable pasar del tiempo. Se dio cuenta que
ocurriese lo que ocurriese, el tiempo permanecería inalterable y
ese mismo e inamovible tiempo, la ayudaba a seguir
sobreviviendo. Con un brazo menos, sin escuchar nada más que el
sonido de las aguas del lago.
Una noche degustaba larvas de sangre y
otros organismos que ya no recogía por medio del cedazo, sino
que amasaba en la mano para directamente llevárselos a la boca.
Cuando comenzó a caer del cielo lo peor que el cielo del
infierno puede verter; lluvia de fuego. Como pudo, con su
encorvado caminar, se metió en la grieta de una montaña
resquebrajada. Las gotas incandescentes lo cubrieron todo y el
lago se convirtió en fuego, abrasando el alimento ante su
atónito ojo. Sin embargo, como buena conocedora de su hábitat,
sabía que el fuego no afectaría al pantano, ya que este se
regeneraría pronto, aunque mientras durase el ardiente chaparrón
le sería imposible sustentarse. Los gorgojos y demás elementos
se achicharrarían y hasta albergó en su interior cierta congoja
por ellos. La naturaleza infernal era así de devastadora.
Mientras contemplaba como todo ardía, cavilaba sobre el
incesante infortunio y las inclemencias que le estaba tocando
sufrir, y sola, siempre sola.
Tras dos días de incendios todo se calmó y
la luna pudo volver a mostrarse en su esplendor. Salió de la
fisura y tanteó la tierra creyendo que ésta estaría caliente
todavía. Al hacerlo, una suave y casi inaudible melodía entró
por sus diminutas orejas. Nunca escuchó algo parecido, era una
nota bellísima y triste a la vez. La música la llevó a su
origen; una imagen difusa y alejada puesta en la cercanía del
lago. Lenta y silenciosa se acercó y, a medida que lo hacía, vio
más nítidamente cual era la procedencia de aquella nota. La
figura estaba sentada en la orilla. Tenía una flauta entre sus
manos más una caña de pescar en la sangre del pantano.
La composición seguía sonando y ella se
acercaba cada vez más, aún a riesgo de que aquella estampa fuese
un ente retorcido y estuviese allí para atraerla con su música y
comérsela después. Pero es que aquella musiquilla casi la estaba
hipnotizando y no podía dejar de escucharla. No se percató, pero
estaba a muy pocos metros del anónimo autor. Al cesar éste de
tocar, ella se movió levemente y el creador de la melodía se dio
la vuelta; fue cuando se vieron por primera vez.
-
¿Cuánto tiempo llevas ahí? – Inquirió el supuesto músico.
-
Un poco. ¿Quién eres tú? – Interpeló ella asustada.
-
Me llaman Felimünd. Soy pescador de almas y como has
escuchado, toco la flauta. Pero no me mires así, no voy a
hacerte nada. Tú eres una necrocíclope, ¿verdad? – Ella asintió
- ¿Qué te ha pasado en ese brazo?, lo tienes muy mal.
-
Es una larga historia.
-
Bueno, soy muy paciente, como buen pescador, y el pantano
no está hoy muy revuelto. Ven, siéntate junto a mí. No voy a
hacerte nada. Cuéntame como te hiciste eso en el brazo, hace
mucho tiempo que no hablo con nadie.
-
¿Puedo saber qué pescas ahí? – Curioseó ella.
-
Ya te lo he dicho. Soy pescador de almas. En el Bien, las
almas que una vez fueron nuestras vuelven aquí. Las que son
juzgadas por los dioses del Bien y condenadas a vagar
eternamente por las llanuras de la desesperación no las toco,
pero las que no son enjuiciadas, muy pocas eso sí, aparecen en
estos sangrientos lagos. Yo los pesco con mi caña y después les
arranco la piel que ya no les sirve.
-
¿Y para qué necesitas sus pieles? – Volvió a preguntar.
-
Para trabajarla y hacer cosas útiles. Esas cosas las
llevo a las grandes ciudades del primer círculo y las ofrezco a
quien las necesite sin nada a cambio. Pero háblame de ti y de
ese brazo.
-
¿Puedes tocar de nuevo la flauta? – Pidió ella deseosa de
volver a oír una melodía como la anterior.
-
Claro. – Aceptó él con agrado.
La flauta, la cual era el fino hueso de un
animal muy bien elaborado, volvió a sonar. Esta vez con una
armoniosa composición diferente a la primera, pero fiel al
estilo triste que la había caracterizado. Su creador, un ser muy
alto, fino y espigado, ostentaba rasgos lobunos, aunque no se
trataba de un hombre lobo. Tenía unos dedos largos, los cuales
proporcionaban mayor efecto de largura dado el tamaño de las
uñas, así como las orejas, estiradas hacia arriba y puntiagudas.
Su piel blanca como la luna llena e iba ataviado con un vestido
descolorido y sencillo que casi arrastraba por el suelo. Sus
cabellos eran negros, como los ojos, y daban la sensación de no
crecerle nunca. Su amabilidad no ocultaba un interior y un
semblante abatido. El pescador era el mejor retrato de la
tristeza.
Finalizada la sonata, Felimünd insistió en
saber lo que había ocurrido en el brazo. La necrocíclope,
completamente embelesada por la flauta, le contó todas sus
penurias y el motivo por el que estaba sola. El flautista se
solidarizó con ella y sabiendo lo que la había maravillado su
rudimentario instrumento, volvió a tocar. La desafortunada joven
permanecía quieta, como una estatua con la boca abierta y al
margen de todo cuanto la rodeaba en su oscuro espacio. A medida
que la musiquilla se adentraba en el interior de su deteriorado
cuerpo, pensó que nada en su vida era importante. Ni la pérdida
del amado, ni la de un brazo, ni que hubiese o no comida en el
lago o que cualquier noche pasase por allí otra más de las
crueles presencias del infierno. Sólo deseaba seguir escuchando
el sonido de la flauta del pescador. El mismo acabó unas cuantas
melodías más, y sonrió ante la inusitada calma y sosiego que
había depositado sobre la ciclópea y maltratada oyente.
-
Siento que lo hayas pasado tan mal. – Dijo este
golpeándose incesantemente los dedos con la flauta.
-
¿Y tú qué eres? No eres un demonio y tampoco un muerto
viviente o un hombre lobo. – Investigó inquieta.
-
Bueno…yo soy lo que en las tierras del Bien llaman
espíritu o aparición, para ellos maligna. Aquí soy un ser mitad
demonio, mitad humano. Pero no debes preocuparte. – Sostuvo al
ver el gesto de sorpresa de ella. – No soy ni lo uno ni lo otro,
aunque tenga herencia de los dos y no sólo física. Mi padre fue
un ser humano habitante del mundo del Bien, y mi madre una bruja
engañadora que lo sedujo hasta el fin. Soy el resultado de aquel
encantamiento que mi padre sufrió.
-
¡Eres hijo de un humano! Es lo peor que podía pasarme. –
Lloriqueó la necrocíclope desconsolada.
-
¿Por qué dices eso?
-
Porque los humanos son crueles y los causantes de esa
maldita guerra que se llevó a mi compañero.
-
Piensa que eso también puede decirlo de nosotros una
humana que esté en tu misma situación.
-
Eso no me importa. – Aseveró ella.
-
No se debe de juzgar al Otro Lado sin conocerlo. Los
humanos no son todos como creemos. Igual que nosotros no somos
todos como ellos creen. Ese es el equilibrio.
-
¿Qué equilibrio?
-
El equilibrio entre el Mal y el Bien. En el Mal siempre
hay un bien y en el Bien siempre hay un mal. Es lo que logra que
la balanza se equilibre. Pero el desconocimiento de qué es lo
que está mal y qué es lo que está bien es lo que causa el
enfrentamiento. Por eso nunca cesará esta guerra. Si el Bien
vence, en su interior nacerá de nuevo el Mal y al revés sucede
lo mismo. Jamás habrá paz entre las dos fuerzas. Los humanos que
viven en el Bien nos temen. Nos ven como imágenes de su sórdida
imaginación y aquí nos mandan los congéneres que ellos creen que
son parte del Mal, algunos sin juzgarlos, ya que, al igual que
nosotros, no saben donde está el límite de lo malo y lo bueno.
-
Sabes mucho de los humanos. – Intuyó la pequeña.
-
Bastante. Conviví con ellos un tiempo. – Confirmó el
pescador.
La solitaria necrocíclope quiso alejarse de
aquel enviado del Bien; al menos eso era lo que parecía, con su
talante correcto y justo. Pasaba por ser una mezcla de los dos
mundos y aquello pesaba lo suyo. En cambio su melodía la había
cautivado y se vio en un dilema.
Es difícil arrancarse del interior lo que
has aprendido desde el mismo momento de nacer, y ella había
aprendido o le habían hecho creer que el Bien es inmundo y vil y
que los individuos que lo pueblan seres anormales e indignos de
seguir existiendo.
-
Te contaré mi historia. Una vez viajé al mundo del Bien,
ya que quise conocer al que fue mi padre. Llegué a una aldea que
según mi madre era el lugar donde vivía. Dada mi terrorífica
presencia para los humanos, hube de ocultarme y buscarlo tan
sólo durante la noche. En una de esas veces en las que escondido
rodeaba la aldea, observando a cada uno de los aldeanos, el sol
comenzó a despuntar y decidí volver al bosque que me mantenía
oculto y a salvo. Cuando lo hice, oí unos que pasos me seguían.
Rápidamente me escondí entre las ramas de un viejo árbol y vi de
quien se trataba. No era más que una joven y delicada humana que
se dirigía al río. Con cautela y tras comprobar que no me había
visto, la seguí yo a ella. Llevaba un cesto lleno de ropa y
cantando alegremente se puso a lavarla.
-
¿Y la mataste? Inquirió ella.
-
No. Si quisiera lo habría hecho. Pero yo no estaba allí
para ajusticiar a los pobladores del Bien. – Negó él. – La
observé durante un buen rato; me pareció la humana más bella de
todo el Bien. – La necrocíclope puso cara de asco. - Pero no me
atreví a salir o se asustaría y me delataría a toda la aldea. A
la mañana siguiente esperé de nuevo a que saliese el sol y la
misma humanilla volvió al río a lavar. Los rayos matutinos la
cubrían en su totalidad y yo hubiese deseado ser uno de ellos.
Era una criatura perfecta y lamenté mi aspecto físico por no
poder hablar con ella. Una de esas veces y cuando ya la búsqueda
de mi desconocido padre había olvidado, toqué mi flauta. La
chica dejó su dulce cantinela y mirando confusa a su alrededor,
escuchó la melodía. Se sentó en una piedra, preguntando en voz
alta quien tocaba, pero no la noté molesta y seguí haciéndolo.
Cuando acabé, la muchacha se marchó hasta la mañana siguiente.
Yo esperaba, debido al recelo humano, que viniese al río
acompañada, pero tan sólo lo hizo de su cesto y su canturreo, y
mirando a todos lados, esperando verme por fin. Como si de algo
muy esperado, procedí con mi habitual composición y ella, como
siempre, dejó de cantar y de frotar la ropa. Con la vista
escudriñó todo lo que le rodeaba y para mi sorpresa, echó a
correr en mi dirección.
-
¿Y qué pasó?