En el más recóndito pueblo de la provincia de Jaén, cercano al lugar de
una famosa batalla casi doscientos años atrás, hay una taberna que más
parece un hogar del jubilado que otra cosa, pero no son abuelos los
únicos que se sientan a echar la partida de dominó todas las tardes,
también está Juan, el único que no es del pueblo que lo hace.
El pueblo en cuestión posee el demostrado honor de ser el más pequeño y
el de menos habitantes de toda la provincia, pero eso, el más pequeño y
también el de mayor edad, honor más demostrable aún. Como suele pasar en
estos casos, la gente joven, los que nacieron después del año 40,
emigraron a la capital o al pueblo de la batalla y de allí viene Juan.
Casi todos los días hace los 20km que separan las dos poblaciones por
pasar un rato con los abuelos, aunque él tampoco es un niño.
Le encanta la taberna; su sencillez, su limpieza, y también se divierte
al ver a Manolo, el dueño y el hombre más vago de cuantos conoce. Es una
situación muy jocosa verlo sentado en una silla de la taberna, de estas
de plástico duro y poner una pierna en otra silla y otra pierna en una
más, es decir, el tabernero necesita tres sillas para estar cómodo.
Cuando alguien entra, sobre todo algún conocido y está sentado de esta
guisa, Manolo suele decir que cuando entre más gente se levanta a
servir, que para un cliente sólo no va a levantarse.
Juan llega el primero y conociendo la disposición del tabernero, se hace
él mismo el café, sin reprocharle nada, los reproches llegan a la hora
de estar toda la taberna llena, gozando al hacerlo.
A eso de las 4, el establecimiento popular empieza a llenarse y poco a
poco se organizan las mesas de dominó. El silencio del mediodía se
detiene por el ruido de la máquina de café, ensordecedor, pero todos
allí están acostumbrados desde hace tiempo y si ninguna persona es capaz
de oír de forma correcta cualquier palabra, los abuelos se entienden
perfectamente. El escándalo de la máquina forma parte de ellos
aprendiendo a comunicarse sin problemas. A eso se le añaden los golpes
efectuados con las fichas, como demostrando la superioridad en el juego
o confirmando y rematando la victoria en una jugada y a esto hay que
incluir las voces, esas voces de los abuelos cuando se obstinan ante
algo que no ha salido como ellos quieren; las voces de la protesta, de
la discusión y también las voces de las carcajadas, sobre todo las de
Juan, que disfruta haciendo enfadar a un abuelo, desembocando el pique
en un abrazo y es que Juan, que es conocido por su alcoholismo pasivo y
no admitido y también por su voluntad para trabajar, adora estar con los
mayores y aunque los saca de quicio con sus argucias y su lenguaje a
veces irrespetuoso, no cambia una tarde con ellos por muchas cosas.
Las partidas ya han comenzado, así que Manolo retorna a su solaz
momento, pasando de todo cuanto allí sucede; nada le molesta,
exceptuando las moscas, pero hasta para ellas tiene remedio,
espantándolas con un trapo que siempre lleva en su hombro y a veces ni
los mismos dípteros le incomodan. El dominó no va con él, dando la
impresión de que su ausencia es total; si alguno quiere otro café o una
copa se levanta, pero siempre tras insistir una tercera vez y si es más
de uno el que desea consumir algo, claro. Aquí siempre entran los
mismos, suele manifestar, y es cierto. Al pueblo no llega mucha gente y
el promedio de circulación de vehículos por la carretera que lo
atraviesa no excede de uno o dos a la hora, eso sumándole los pocos que
tienen sus habitantes.
Las fichas dominan el tiempo y la tarde pasa rápido. Una terapia
magnífica para los muy ancianos como José, ‘’el herrero’’, que a sus 90
años aún conserva la fuerza de sus manos, sobre todo a la hora de
golpear con una ficha a la mesa, algo más estruendoso que la misma
máquina de café. Lorenzo ‘’el cabrero’’, que a eso de las 3 o 4 de la
tarde ya ha encerrado sus cabras y con el mismo mono azul de hace 20
años, se dispone a jugar la partida.
A mitad de la misma se abre la puerta del bar y entra un astronauta,
viene siempre a la misma hora y se sienta en el mismo rincón. La partida
o el ‘’partido’’ como lo llaman los que lo practican, sigue su curso;
que si te ahorco el 6 doble, que si cierro y listo, que si no me ves la
ficha que he puesto….y el astronauta permanece allí sentado, impasible
como una estatua, como un muñeco o como si el dueño del local lo hubiese
colocado allí de adorno y es que resulta tan silencioso que ni al entrar
consigue que los abuelos levanten la vista de las fichas, pero no es
invisible y su sigilo no es la causa de la ausente distracción de los
jugadores.
Minutos después, el hombre espacial se levanta y se dirige a la barra,
sorprendentemente Manolo se pone detrás de la misma, ya sabe lo que
tiene que hacer y sin esperar a que el astronauta pida, le da un
botellín de agua fría. Este abre la escafandra, la cual tiene una
brillantez increíble, siempre reflejando como un espejo todo lo que le
rodea, y bebe, pero el rostro del astronauta no es visible nítidamente,
así que no se puede ver cómo es físicamente el que está tomando el agua.
Al terminar la botella vuelve a su espacio en la taberna, de nuevo con
la escafandra cerrada como si algo o alguien le obligase a sentarse
allí, en la única silla reservada del bar. En ella se coloca de nuevo,
inmóvil, sin decir nada, observando a través del resplandeciente cristal
y reflectando las caras de los que vocean, ríen o se ofuscan con el
juego y que para nada lo miran, el astronauta de la taberna pasa muy
desapercibido, como algo etéreo e invisible.
La puerta del local se abre de nuevo y los jugadores a alzar sus
cabezas. Esta vez es una chica joven, una turista, a seguir jugando.
Manolo se levanta nuevamente, ya es demasiado trabajo en la tarde y
empieza a mosquearse un poco, pero claro, a una turista no se le debe
negar la atención. La chica va vestida con una falda larga, una camiseta
y una cazadora vaquera. De delgada pero fuerte constitución y lleva una
felpa de muchos colores.
Necesita cambio para sacar tabaco de la máquina, al recibirlo del
tabernero que se alegra de no servir nada más, ve de reojo un astronauta
sentado al fondo del local. Su sorpresa le hace caer en la cuenta de que
quizá está en una fiesta de disfraces o en un local un tanto extraño,
así que barre visualmente la estancia y no observa nada raro en unos
cuantos viejetes jugando una partida de dominó y tomando café, la
sorpresa se torna enorme y ya no sabe si sacar el tabaco o avisar a los
que la esperan en el coche. Se decide por lo segundo, abriendo la puerta
a la mitad, con una mano mordiéndose las uñas y con la otra avisa a los
demás, pero eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja, al imaginar las
carcajadas de los que verán lo que ella ha visto. Se acerca otra chica,
dejando a dos chicos en la parte delantera del vehículo, esta nueva
visitante de la taberna es algo más gruesa, pero de ropa y estilo
similar. Cariacontecida, con los brazos cruzados y muy curiosa entra con
su amiga, que le señala al astronauta, susurrándole ‘’mira tía’’ y con
la misma y gran sonrisa, pero no consigue lo que esperaba, su amiga no
se ríe lo más mínimo e incluso la reprende por hacerla bajar del coche
para ver a un tío disfrazado de astronauta…’’saca el tabaco ya…vamos,
que tontería ’’....le espeta en voz baja. Las dos regresan al coche sin
agradecerle el cambio a Manolo, que ya había visto esa escena más de una
vez y le resulta más familiar que el mismísimo ‘’hombre de las
estrellas’’ que pisa su bar.
Pero el coche no arranca. Se nota que sus ocupantes hablan del
astronauta que hay en la taberna y los dos chicos quieren verlo. Entran
y Manolo, que esta vez se ha sentado ‘’a su manera’’ cerca de una de las
mesas de juego, murmura…<<la madre que los trajo>>….
<<Perdone, puede ponernos dos cervezas >>, le piden y Manolo
aparentemente amable entra y se las pone, con falsa sonrisa y es que el
tabernero prefiere perder las dos consumiciones de los dos turistas
antes que perder un rato de descanso más, pero en fin….’’y todo por lo
que yo me sé’’ se dice.
- Oiga, disculpe que le haga esta pregunta, pero hay en el pueblo algún
tipo de fiesta o algo, es que somos de fuera y tal – le pregunta uno de
los muchachos que para su asombro lleva el mismo trozo de tela ancha en
el pelo que las dos muchachas -.
El tabernero ya sabe la dirección de la pregunta y nota algo de
ingenuidad en la forma de hacerla. Saca a pasear su trapo por toda la
barra, para no dar la imagen de desocupado y al mismo tiempo responde al
joven. Va al grano.
- No, lo que pasa es que ese es Alberto, es de aquí del pueblo y es un
poco retrasado. Una vez vio en la ‘’tele’’ un accidente de los
americanos en el espacio y se compró el traje ése de astronauta.
- Oiga y el traje no será auténtico, creo que valen una fortuna.
- No, no es de verdad, pero el tío que se lo trajo le vendió uno muy
parecido de no sé dónde. Pesa menos, pero parece de verdad y hasta tiene
un no se qué para hacer de cuerpo en el traje sin manchar nada, como los
de los americanos.
- ¿Cree que se molestaría si nos acercamos a echarle una foto?
- Que va. No pasa nada, ya se la han echo más veces.
Los dos chicos se acercan al astronauta, que ni ha cambiado de postura
en la silla, con la mirada fija, siempre quieto, siempre en silencio.
‘’La hostia tío, parece auténtico. Fíjate en la escafandra, qué fuerte.
Esto lo pongo en la web, lo va a flipar todo el mundo’’. Murmura uno de
ellos mientras saca una pequeña cámara del bolsillo. Segundos después ya
ha hecho un par de fotos y se reprime el no disparar más por temor a
alguna represalia de los pueblerinos. Alberto, el astronauta, más parece
un muñeco de un gran escaparate navideño que otra cosa y parece que no
se ha dado cuenta de nada, hasta los dos chavales se preguntan si hay
realmente alguien dentro de ese traje espacial. No se percata de que va
a ser el objeto de divertimento de más de un internauta, aunque en el
pueblo se diría que no le importa. El es así, forma parte de la propia
idiosincrasia del lugar. Cualquiera diría que es una atracción del
mismo, pero sus habitantes no lo ven así, para ellos solo se trata de
uno más. Un pobre enfermo mental que no le hace daño a nadie y que
aunque no les guste, supone que la pequeña población sea a veces
visitada por mucho curioso.
Al caer las 7 de la tarde, tras casi 3 horas jugando, los participantes
se levantan; es momento de comentar las jugadas y presumir de tanteos,
de dialogar temas no relacionados con el dominó, de ajustar cuentas con
Manolo y también de reproches y casi siempre, el que hace Juan a Manolo
es el mismo. Cuando todos se disponen a pagar los cafés y demás bebidas,
Juan empieza a reírse a ojos de todos de la falta de vitalidad del
camarero…
<< Macho, no te mueves ni a la hora de cobrar >>, le increpa ante la
consiguiente risotada de los demás y la complacencia silenciosa y
burlona que le otorga el increpado. En esto José, el herrero, sale del
servicio donde había escuchado el pitorreo y saca su particular visión
del hecho…
<< Estas personas como Manolo, tan tranquilotas, nunca sufrirán de
corazón, es lo bueno que tiene ser tan manso >>, y todos ríen
nuevamente.
Manolo, que ríe como el que más, empieza a toser y esa tos se hace
incesante y repetitiva, hasta que su cara se colorea primero de rojo y
después de morado oscuro, nadie ve eso, excepto el astronauta, que desde
su particular y muda atalaya lo ve todo. Cuando el ruido de la tos se
apaga, Manolo cae fulminado sobre las mismas tres sillas que tanto
acomodamiento le habían proporcionado y es el estrépito el que hace que
la congregación parlanchina del bar advierta lo ocurrido. Juan, el de
mas fuerza física de los tahúres, trata de incorporar a Manolo y de
hablarle algo, pero éste no responde incluso se le han caído sus gafas y
no lo ha notado. Alguien llama a una ambulancia, la única que hay en el
consultorio, la cual no tarda mucho en llegar. Un médico y dos
enfermeras prestan el primer auxilio, parece que Manolo vive, pero está
mal, posible infarto de miocardio y se lo llevan a toda pastilla a
Bailén. Todo es muy rápido y en unos minutos, la taberna se ha quedado
sin dueño, pero algo fluye en el ambiente y los abuelos que aún
conservan buena memoria en pequeños periodos de tiempo, recuerdan las
palabras de José el herrero al salir del baño…<< Estas personas como
Manolo, tan tranquilotas, nunca sufrirán de corazón, es lo bueno que
tiene ser tan manso >>… y crece el murmullo, mirándolo de forma
escondida, casi sin querer, ya que saben que pueden herirle al
comentarle que tras su parloteo, Manolo… así que callan y cada uno se va
a su casa. Juan se encarga de cerrar la taberna, el único que no es del
pueblo es en el que más confianza tiene el tabernero y cierra el local
tras salir el astronauta, el cual le da una palmadita en la espalda,
como consolándolo por el percance que han visto. Juan, que no es un
hombre versado, sí es muy inteligente y se da cuenta del detalle
emocional que ha tenido el astronauta con él y aunque no sabría
explicarlo por sí mismo, sabe que ese gesto, de un individuo casi
apartado de las relaciones del vecindario, más por él mismo que por su
retraso, es más humano que el de otros muchos.
La taberna vuelve a la normalidad casi un mes después. Ahí está Manolo,
tumbado en sus tres sillas, con sus gafas, con su barrigón perezoso, con
sus canas sesentonas. También está Lorenzo el de las cabras, con su mono
azul de mecánico y su boina; José el primero en abrazar a Manolo a su
vuelta del hospital; Juan, burlándose sanamente de todos y también, como
no, está el astronauta, con su blanquísimo traje, su resplandeciente
escafandra, su especie de mochila inservible que hace las veces de
unidad de operaciones individuales en los trajes auténticos y que
incomodaría a cualquiera a la hora de sentarse. Sin moverse una vez más
y como todos los días, escuchándolo todo y observándolo también. Mudo,
sin molestar, como si fuese un buen perro. Siempre la misma postura, la
misma imagen de la taberna, la peculiaridad del pueblo, de las historias
del pueblo.
FIN
BoTTiCeLLi. 28 de febrero de 2005.
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