Las historias del pueblo III.

© Agustín Serrano Serrano.

 

El jilguero, feliz con su vuelo de pequeño proyectil, vuela por entre la inmensidad de olivos: auténticos sueros de sustento de la región. Resplandeciendo fugazmente sus vivos colores, el pajarillo regala las notas de su bello canto en cada uno, y éstos, en sus ramas, lo acogen como si de una tendida mano se tratara.
Es un amanecer cualquiera de finales de invierno en el olivar donde doscientos años atrás las tropas de Castaños se partieron la vida con las de Dupont, siendo la primera derrota de los ejércitos de Napoleón. Es un amanecer raso, lo que el sol agradece, aunque la ausencia de nubes no consigue sujetar al frío. Y ahí, en tan olivarera encrucijada de caminos, hay un pueblo: Villanueva del Acebuche, famoso por el caprichoso aislamiento al que se ve obligado su enclave, pues hay que conocer muy bien la zona para dar con él. Saber que, a la salida de el de la nombrada batalla, a la salida de Bailén hacia Jaén, tras un enrevesado trayecto de cruces y desvíos perdidos, se toma una comarcal casi abandonada por el gobierno autonómico y por la mano de cualquier Dios, que es casi como decir abandonada hasta por el mismo tiempo, y es ésta la que lleva a Villanueva.
El jilguero aletea en su cantora y alegre existencia sin necesidad de carreteras y vías sobre aquel costumbrista paisaje. Sin embargo, su vuelo y su canto se interrumpen nada más posarse en un cardo borriquero; la liria, o tal vez un pegote de pegamento para ratas, que viene a ser casi lo mismo, lo atrapa sin darse cuenta, y el revoloteo por escaparse, junto al desprendimiento de muchas plumas, precede a una nueva vida. Una vida en una pequeña jaula, en la que su canto seguirá siendo bello, aunque algo triste por la libertad perdida.

Su nuevo amo es uno de los mil doscientos habitantes del pueblo. Pero él y todos los demás sigue soñando bajo las mantas, mientras el cielo abre sus ojos.
Es una apacible mañana de domingo. La gente descansa todavía, y ni los jornaleros tienen que madrugar. En breve, Julio abrirá su bar y dará comienzo a la tranquila actividad dominical. Las calles están vacías, excepto por las cagarrutas de las cabras de Lorenzo, que acaba de cruzar el pueblo con ellas y para el que no hay días de fiesta.
La plaza del centro recibe los primeros rayos solares. Los restos de jaramago se amontonan sobre la adoquinada superficie y sobre la fuente, la cual parece un potaje de verduras.
En la plaza del ayuntamiento, entre el edificio más moderno de la localidad y la iglesia, hay una fila de casas de las de antes, que contrastan con la nueva edificación. Y en una de ellas, una que tiene en su entrada un soportal construido en tiempos de Isabel II, en el balcón más alto, cuelga el cuerpo inerte de Federico.

Federico es – ya era – el hijo de Jacinta, una pobre viuda que tuvo que sobrevivir con él desde que su esposo murió cuando aún estaba encinta. Jacinta representa la imagen de la viuda, eternamente enlutada, que todas las poblaciones contienen. Federico, su único hijo, era esquizofrénico desde chiquillo. La ausencia de padre y el amargor silencioso y oscuro de la madre, hicieron de él un ser huidizo, tímido, de irreconocible voz en la niñez, convirtiéndolo en un joven que iba y venía intermitentemente desde el psiquiátrico de Los Prados hasta Villanueva, igual que si viniera de la desaparecida ‘’mili’’. Y no había en él mayor inquietud que la de hablar a voces con quien quisiera ‘’aparecer’’ en su demente subconsciente; intentar morderse la oreja sentado en la fuente; fumar hasta cuatro cigarrillos a la vez; y prender fuego a su habitación, culpando al padre que jamás vio.

<<El pobrecito está malo de los nervios. Qué lástima de criatura>> Decían las lugareñas cada vez que Federico era dado de alta del hospital debido a una ilusoria mejora. Ahora, con treinta y siete años, un grueso cable al cuello, el rostro amoratado, media lengua fuera y tras una vida de espejismos inconscientes, de gritos en la noche e inyecciones bajo camisas de fuerza, Federico, ‘’el loco de Villanueva’’, mostraba la imagen más clara y cercana de la muerte ante la vecindad aún durmiente.

Pero sí que hay alguien que lo está viendo. Alguien que, momentos antes, lo ha visto arrojarse al vacío por la barandilla con el cable anudado al pescuezo; es Alberto, el astronauta de Villanueva. El mismo que hace años vio en televisión como un trasbordador espacial estallaba segundos después de despegar rumbo a las estrellas. Aquel día, su vida anodina y solitaria de soltero cambió, y gracias a una vieja amistad hecha en la capital, de cuando estudiaba en los Salesianos, se agenció un traje espacial lleno de detalles y casi auténtico. Alberto es el único que está allí.
La imagen es silenciosa, perturbadora y desgarradora. La lechuza de la iglesia ulula antes de su sueño diurno y el ladrido lejano de un perro son la única banda sonora de la escena. Alberto permanece de pie. Con su traje. Su respiración entrecortada. Inmóvil en el centro de la placita. Casi tan quieto como un muerto. Como el suicidado al que contempla sin hacer nada. Sin dar un solo aviso. Y es que en su imaginario mundo de cosmonauta, ‘’él y su compañero – en el presente caso, el pobre Federico – han sido capturados por la civilización Theoriana, habitante de uno de los sistemas de Andrómeda. El compañero ha ofrecido su vida en sacrificio por la suya y yace ahorcado junto al trono del malvado emperador Theng IV, el líder de aquellos extraterrestres de casi imposible descripción’’…
Todo eso sucede en la alterada mente de Alberto. Y el pobre Federico allí, en su sueño eterno. Con los ojos caídos, fijos, vidriosos. Ojos que ya no expresan vida. Ojos que ya no brillarán ante los matutinos rayos del sol. Son los ojos de un muerto que, en desvariada mirada, parecen comunicarse con Alberto:

‘’Mírame, paisano y dime, ¿por qué a ti nadie causa daño como a mí? Tal vez ahora que ya soy un muerto logre verlo todo más claro y entienda que mi criticada y castigada locura no fue más que la otra cara de lo que llaman cordura; la imagen que los poseedores de esa equilibrada condición necesitan para orientarse y saber cuál es la suya. Ahora que soy un fiambre seré un recuerdo, y nunca un recuerdo fue olvidado ni maltratado’’.
Ajeno al hipotético discurso del difunto, ajeno a toda realidad, Alberto observa desde dentro de su oscura y translúcida escafandra, la que oculta su mente. Ésa que imagina la huida del planeta por entre una cenagosa planicie, buscando el lugar donde escondieron él y su ejecutado compañero la nave, sorteando los puestos de centinela Theorianos, los extraños árboles de geométricas formas y bajo un eterno cielo rojizo de tres soles.

El día arranca por fin en Villanueva del Acebuche. En la otra esquina, Julio ya ha abierto el bar. Los vecinos, con pereza dominical, tardan en salir a la calle, y nadie, excepto Alberto, sabe lo del suicidio de Federico. Ni siquiera su madre, que gracias al valium duerme profundamente.
Pasan los minutos. Un par de madrugadores abuelos se dirigen al lugar con intención de sentarse en el banco junto a la fuente, junto al cerrado ayuntamiento. El ambiente es el mismo de casi todas las mañanas de domingo: las palomas en los primeros vuelos del día; los gorriones acompañándolas; las primeras cigüeñas con su campanario y rítmico castañeteo; las golondrinas volando rasantes. Eso sí, con un detalle diferente: Federico ahorcado. De cuerpo presente en el balcón de su casa. Y Alberto sin dejar de mirarlo, quieto como una farola.
El reloj de la iglesia marca las ocho en punto y la campana tañe ocho veces. Por una de las calles, ataviada de azul oscuro y una bufanda blanca, aparece Araceli. Atraviesa la plaza y ve a Alberto, cosa que no le sorprende: la gente de Villanueva está tan acostumbrada a su desapercibida y pacífica presencia que Araceli, en sus pasitos cortos de anciana, pasa por su lado sin apenas advertirlo. Y es que no resulta extraño verlo deambular por las calles del pueblo a primeras horas de la mañana, en noche cerrada incluso. Con todo, en la cabeza de Araceli brota una repentina curiosidad. Realmente, ¿qué es lo que está mirando el pobre muchacho en el centro de la plaza tan temprano? La vista de la mujer se une a la del astronauta, y al ver lo mismo, exclama:

- ¡Bendito sea el Señor! ¡Ay, Madre Mía!

Alberto es imperturbable también a la reacción asustada de la mujer. Ésta, algo aturullada, acelera el paso en dirección a una de las casas de enfrente. Aporrea la aldaba de una de ellas:

- ¡Isabelita, Isabelita!

La puerta se abre. La dueña, aún somnolienta, pregunta:

- ¿Qué pasa? – Araceli le indica que mire al balcón donde Federico está colgado. – ¡Ay, por Dios Santo!

El revuelo, característico de todos los pueblos ante cualquier acontecimiento o suceso, da comienzo. Los gritos de las dos mujeres despiertan al tranquilo vecindario. Como fichas de dominó, todos van enterándose de la noticia.

- Que Federico ‘’el loco’’ se ha ahorcado. – Se van diciendo unos a otros.
- Y la Jacinta aún no lo sabe, la pobre. – Comentan los otros.

Y todo el pueblo, de boca en boca, se presenta en la plaza como acelerados espectadores a su serial favorito. Los murmullos solapan los otros sonidos de la mañana, los de las cigüeñas, gorriones… que, al igual que Alberto, permanecen al margen de todo. Y las gentes del pueblo le devuelven la misma consideración.
Un grupo de vecinas, tras un pueblerino y rápido debate, decide llamar a la casa, mientras la sirena de la ambulancia se acerca. Jacinta, la madre del ahorcado, abre. Se sorprende al ver a tanta gente. Las tres vecinas la abrazan entre lágrimas obligadas a salir y no por ello indiferentes al sufrimiento materno. La enlutada mujer sale. Hay voces, lamentos. Se pregunta qué está mirando toda la vecindad en el balcón de su antigua casa. Cuando lo ve, se tira al suelo chillando, casi del mismo modo que cuando le comunicaron la noticia del fallecimiento de su marido, aunque esta vez sus gritos y la arrastrada desesperación parecen más una de esas tragedias literarias.

- Ay, mi hijo, mi Federico. – Grita ante el estupor de los congregados. Villanueva es sacudido por los alaridos y el llanto de la mujer en lo que iba a ser una tranquila mañana de domingo.

Alberto, en cambio, sigue con su aventura espacial: ‘’desde lo alto de una colina, contempla como los Theorianos han descolgado a su amigo, introduciéndolo en una de las calderas. Continúa huyendo de tan hostiles seres, de tan extraño planeta que, a base de corrimientos de tierras e inundaciones, cambia su paisaje en cuestión de minutos. Y lo que antes era una extensa llanura de vivos colores y simétricas arboledas, ahora es un inmenso lago de lóbregas aguas y salubridad desconocida. Es por eso por lo que no da con el lugar donde ocultaron la nave. Está perdido. Teme que en poco tiempo lo avisten las huestes de Theng y tenga el mismo final que su compañero; <<ya sabía yo que ésta no era una misión sencilla>>, se va diciendo mientras se despoja de lo que sobra en su equipo y que le facilitará una mayor movilidad. Pero el viajero espacial tiene un golpe de suerte. Sobre la laguna a la que está rodeando en su escapada, divisa la luz de una nave. Una nave que lleva en su cubierta el símbolo de la raza de humanos exploradores de las estrellas. Usa su última bengala con la esperanza de ser encontrado. Y así es. Es un equipo de rescate. Está salvado’’

Pero el equipo de rescate espacial es en realidad la ambulancia. Los del pueblo se apartan al paso del médico y tres asistentes. Suben a la terraza y con ayuda de un par de hombres, descuelgan a Federico. Al momento llega otra para atender a la madre que se ha desmayado. La policía municipal llama al forense que certifica la muerte. Todo el tinglado se va acabando. Federico, atormentado por su neurasténica existencia, decidió interrumpirla. Los del pueblo se preguntan qué pasaría por su trastornada mente. Y uno de los policías afirma que mejor eso y no un crimen, que ya se han visto cosas peores. Todos van despejando la plaza. Todos menos Alberto. Él se queda en la misma posición que cuando vio a Federico lanzar su cuerpo y ver como un grueso cable impedía que chocara contra el suelo partiéndole el cuello. Nadie se percata de él. Parece una estatua: ‘’por fin ha sido rescatado. Ahora se encuentra atendido por la fragata médica de su corporación espacial y a la espera de la siguiente misión.
Nadie en el pueblo lo ve, todos piensan en el pobre Federico, sacando sus conclusiones.

- Eso es decir que vas a matarte y te matas. Es así de sencillo. – Dice Julio que, por otra parte y aunque no lo diga, está feliz, ya que su negocio está lleno: son muchos los que han entrado para, con un café o una tila, reponerse del horrible suceso.

El astronauta sigue en la plaza, con las cigüeñas, las golondrinas y el jaramago pisado por los habitantes. Inalterable. Ni siquiera es consciente de lo ocurrido. Tal vez el suicidado de Federico se quitó la vida porque, a diferencia de él, no supo quedarse a uno de los lados. En cambio él, el astronauta de Villanueva, con un disfraz de hombre del espacio y una historia real sólo en su mente, cruzó la línea que separa la de un mundo y otro. La de la imaginación perturbada de la realidad sensata. Federico era el lector de un cómic que, en altibajos y acciones irracionales, deseaba meterse de lleno en sus viñetas, a lo que su madre y los psiquiatras se oponían a base de reclusión y medicamentos. Alberto, por el contrario, es uno de esos personajes y es consciente de todo lo que acontece en las imaginarias páginas de su vida. En el mundo que se ha creado.
La mañana prosigue con su particular atmósfera; su frío viento bajo el cielo raso; la vida misma que se pasea por un punto perdido en el mapa. Un punto aislado, imbuido en sus sucesos, en sus historias, en las historias del pueblo.


************************

Fuengirola, 6 de mayo de 2007


 

 
Copyright © por Canal #literatura IRC-Hispano / Derechos Reservados.