Es como
si los ojos no sirvieran para mirarse. Tampoco el rostro de bronce
se gira para ver la salida del sol, ni la gárgola para ver a la
luna, ni el perro abandonado encuentra a su amo; quizá a otro.
Ella
camina detrás de él, siguiendo una estela salpicada de orgullo y
con un niño, que mirando a todas partes, tira de sus brazos, como
buscando algo o adivinando que es lo que le sale al paso. Él sabe
que le siguen pero no le importa, avanza altivo, como ser único,
como si los que vienen detrás no formaran parte de él, tan sólo
son algo de su pertenencia y de quienes pudiera decidir sin
tenerlos en cuenta.
Se
sientan bajo la sombra de un árbol. Es el relajo de la necesidad
pero sólo la de él. El niño juega con una piedra. La madre atenta
a su hijo y él a sus cosas. Absorto ¿quién sabe lo que pueda haber
escondido tras su mirada? A ella no le busca, ni un cruce en sus
miradas, tampoco al niño. ¿Sirven los ojos para mirarse?.
Los de
ella sí que sirven, pero sólo para su niño, al que cuida, a quien
vigila en todas partes. Sus ojos no están para el padre ¿Para qué?
¿Será su padre? ¿O tan sólo el que me dejó el recado de su
lujuria?. Es la pregunta de la resignación diferente a las del
niño, que sólo se alerta ante lo que descubre. Es la ruta de la
madre. Ella sólo sabe seguirle por un camino sin señales. No hay
senderos a los que desviarse. ¡Por aquí me escapo! ¡O por allá!
Imposible. Tan sólo sigue el rastro del descaro de él, el de un
hombre que si bien tiene ojos, no le sirven para ser humilde.
Son las
legañas del desamor o mejor de la prepotencia, que naciendo en su
hueco corazón afloran en sus parpados, acumulan una arenilla que
le envanece, que entorpece el brillo de su mirada, la que ya no
existe porque está muerta, asfixiada por la sequía de cariño o por
la aridez del aborrecimiento. Tampoco es por un amor marchitado,
porque seguramente jamás existió, porque no hubo en él ternura ni
complicidad. Y si hubo tal amor tan sólo existió en el regazo de
ella, que se convirtió en oasis de su amparo. Por eso le sigue,
porque necesita de él, aunque sabe que tenerle es como no
alcanzarlo. ¿Cómo conseguir que él la vea, que la acoja, si
dándole todo sin embargo la relega? ¿Acaso ve a su hijo, en el
supuesto que para él lo fuera? Los ojos, sus ojos, no le sirven
para mirar, sólo a él se observa y no se fija en ella, quien le
quiere, porque no sabe lo que es eso ni lo que el amar implica.
Por eso solo sabe caminar entre los bastidores de su arrogancia y
con el empaque de su insolencia.
Sale
del parque y camina a una parada del autobús. Ella le sigue,
tirando de su niño, que ni sabe ni pregunta. La mañana es
calurosa, muy tórrida, reseca, como los ojos del amo, de la
suficiencia, que ufanos de si mismo son tiñosos de cariño y rudos
de cordialidad. Se sientan en los descansos publicitarios. El niño
juega, trepa inquieto por un poste como si fuera el cuerpo del
árbol de sus aventuras: ¡niño cuidado!, dice la madre.
Él se
levanta y sin mirarla le da unas monedas ¡Paga!. Suben al bus. El
delante, ella detrás. Ni un apoyo. Ella paga. El niño se sienta
jugando y posa sus manos en el escaparate de la ventana. Él a su
lado y la madre detrás, observando al niño, cuidándole, como único
faro tutela de aquella debilidad.
Las
legañas de él los separan y ya nada tienen que decirse el uno al
otro. El amor nace por los ojos, se alimenta con el corazón,
desfallece y las miradas nos anuncian su muerte. Por eso no se
miran, puede que se escondan el uno del otro o quizá que huyan a
un lugar quien sabe donde. O simplemente es que sus ojos hayan
olvidado el hábito de la entrega o lo mas triste de todo, que
huérfanos del significado de un hogar, albergue de un amor,
arrojen sus desechos y con ellos el candor de sus miradas. Son
legañas que visten los ojos que ya no sirven para mirarse.
Agosto
2005
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