LEGAÑAS

Julio Cob Tortajada

 

            Es como si los ojos no sirvieran para mirarse. Tampoco el rostro de bronce se gira para ver la salida del sol, ni la gárgola para ver a  la luna, ni el perro abandonado encuentra a su amo; quizá a otro.

            Ella camina detrás de él, siguiendo una estela salpicada de orgullo y con un niño, que mirando a todas partes,  tira de sus brazos, como buscando algo o adivinando que es lo que le sale al paso. Él sabe que le siguen pero no le importa, avanza altivo, como ser único, como si los que vienen detrás no formaran parte de él, tan sólo son algo de su pertenencia y de quienes pudiera decidir sin tenerlos en cuenta.

            Se sientan bajo la sombra de un árbol. Es el relajo de la necesidad pero sólo la de él. El niño juega con una piedra. La madre atenta a su hijo y él a sus cosas. Absorto ¿quién sabe lo que pueda haber escondido tras su mirada? A ella no le busca, ni un cruce en sus miradas, tampoco al niño. ¿Sirven los ojos para mirarse?.

            Los de ella sí que sirven, pero sólo para su niño, al que cuida, a quien vigila en todas partes. Sus ojos no están para el padre ¿Para qué? ¿Será su padre? ¿O tan sólo el que me dejó el recado de su lujuria?. Es la pregunta de la resignación diferente a las del niño, que sólo se alerta ante lo que descubre. Es la ruta de la madre. Ella sólo sabe seguirle por un camino sin señales. No hay senderos a los que desviarse. ¡Por aquí me escapo! ¡O por allá! Imposible. Tan sólo sigue el rastro del descaro de él, el de un hombre que si bien tiene ojos, no le sirven para ser humilde.

            Son las legañas del desamor o mejor de la prepotencia, que naciendo en su hueco corazón afloran en sus parpados, acumulan una arenilla que le envanece, que entorpece el brillo de su mirada, la que ya no existe porque está muerta, asfixiada por la sequía de cariño o por la aridez del aborrecimiento. Tampoco es por un amor marchitado, porque seguramente jamás existió, porque no hubo en él ternura ni complicidad. Y si hubo tal amor tan sólo  existió en el regazo de ella, que se convirtió en oasis de su amparo. Por eso le sigue, porque necesita de él, aunque sabe que tenerle es como no alcanzarlo.  ¿Cómo conseguir que él la vea, que la acoja, si dándole todo sin embargo la relega? ¿Acaso ve a su hijo, en el supuesto que para él lo fuera? Los ojos, sus ojos, no le sirven para mirar, sólo a él se observa y no se fija en ella, quien le quiere, porque no sabe lo que es eso ni lo que el amar implica. Por eso solo sabe caminar entre los bastidores de su arrogancia y con el empaque de su insolencia.      

            Sale del parque y camina a una parada del autobús. Ella le sigue, tirando de su niño, que ni sabe ni pregunta. La mañana es calurosa, muy tórrida, reseca, como los ojos del amo, de la suficiencia, que ufanos de si mismo son tiñosos de cariño y rudos de cordialidad. Se sientan en los descansos publicitarios. El niño juega, trepa inquieto por un poste como si fuera el cuerpo del árbol de sus aventuras: ¡niño cuidado!, dice la madre.

            Él se levanta y sin mirarla le da unas monedas ¡Paga!. Suben al bus. El delante, ella detrás. Ni un apoyo. Ella paga. El niño se sienta jugando y posa sus manos en el escaparate de la ventana.  Él a su lado y la madre detrás, observando al niño, cuidándole, como único faro tutela de aquella debilidad.

            Las legañas de él los separan y ya  nada tienen que decirse el uno al otro. El amor nace por los ojos, se alimenta con el corazón, desfallece y las miradas nos anuncian su muerte. Por eso no se miran, puede que se escondan el uno del otro o quizá que huyan a un lugar quien sabe donde. O simplemente es que sus ojos hayan olvidado el hábito de la entrega  o lo mas triste de todo, que huérfanos del significado de un hogar, albergue de un amor, arrojen sus desechos y con ellos el candor de sus miradas. Son legañas que visten los ojos que ya no sirven para mirarse.

 

            Agosto 2005

 

 

 
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