LOS FUEGOS DEL INFIERNO

Julio Cob Tortajada

 

 Me recordarán como Ismael el Bufío, minero jubilado, cazador en paro y a la espera de que Juan el Aguja me procure el amuleto que me librará del conjuro de la bruja Maldeojo. De quien soy y de lo que me sucedió con la vieja, ya tienen conocimiento pues alguien les habló de mis andanzas. Y en estos días, mi vida transcurre aguardando mi liberación entre ratos de sosiego y muchos de sobresaltos, como el de hace unos pocos días cuando ya entrando la noche me encontraba temeroso de ella debido al comienzo de una fuerte tormenta como la que presenciaba ayudado por la luz de sus relámpagos y de la que escuchaba los rugidos de un infierno: los de los rayos, los del estruendo de sus truenos. Los vientos y las lenguas de agua desplazaban las tejas de los techados, arrastrando a su paso todo aquello que no podía resistir la fuerza de aquel vendaval.

            Desde la ventana de mi aposento observaba la oscuridad y sólo unas pocas ventanas iluminadas me hacían suponer que no era yo el único aterrorizado, por lo que también otros debían renunciar al descanso y se disponían para la vigilia de la noche.

 

            Frente a mi casa estaba el hogar de Anacleto Quero, mi cuñado, hombre serio y de una o pocas palabras. Casado con mi hermana pequeña a quien yo doblaba en edad, pues  mi madre, ya en sus últimos años de paridera, perdió la cuenta de los días y se confió con el “Ogino”.

 

            La pequeña se crió consentida y adquirió un carácter muy libre, lo que con el tiempo le procuró algún que otro problema.

 

            Unos  relámpagos, uno tras otro, alumbraron aun más la calle, y en el resplandor sorprendí la mano alzada de mi cuñado cruzando la cara de mi hermana Candela. Fueron varias veces las que Anacleto descargó su furia sobre su mujer, quien luego siempre se arrodillaba, le pedía perdón y entre lloros, le juraba de su fidelidad. Lo supe ya desde hacía tiempo, pues tales palizas ocurrían con frecuencia. Yo sentía un gran respeto por Anacleto, serio como pocos y que en todos sus actos destacaba su condición de hombre. No era el caso de mi hermana quien actuaba con mucha ligereza ya desde antes de casarse. El altar no le hizo cambiar de actitud y cuando paseaba por la calle, sola o con su esposo, a todos cumplía, sin tener en cuenta la existencia de parentesco o de que no lo hubiera. Igualmente si era mujer a quien saludaba, o bien si era hombre.

 

            Yo sentía mucha pena por Candela pero también por mi cuñado. Que cuando una mujer es de uno, duele sólo el pensar que pudiera ser de otro.

 

            Una vez, el día de la fiesta grande, Anacleto, de una paliza la lesionó en la plaza. No sólo sangraba por la nariz, sino también por la boca. Parecía un nazareno, la llevaron al medico y cuando creían que iba a perder un ojo, gracias a la pericia del galeno pudo salvarlo. Quien no se había salvado de las burlas escondidas, pues en la cara no se atrevían,  fue mi cuñado, que en un descuido de él, vio a Candela aceptar un baile con un mozo desconocido por todos pues debía ser de otro pueblo. Y por ello escuchó uno rumores que lo cegaron. Y aunque era mi hermana y me asusté cuando la vi envuelta en sangre, también sentí mucha pena por los sentimientos de mi cuñado. Pero Anacleto salvó su honra y todo el pueblo, agachando la cabeza, miró hacía otra parte.

 

            Cuando le conocí y mi hermana se enamoró de él y al poco tiempo se casaron, no tuve tiempo de advertirle a Candela de la hombría de su marido y que tuviera cuidado en sus formas ligeras, pues si actuaba según sus costumbres, su vida con él se iba a convertir en una constante tempestad en la que ni yo, ni nadie, iba a poder tomar parte por ella, pues cuando se juntan el honor con los celos y las miradas de mujer propia con las de otro hombre, lo que pueda suceder ya se sabe, pues todas esas cosas que acontecen también están  escritas en los libros de venganzas y de amores.

 

            ¿Qué son los relámpagos sino el alumbre de un amor? ¿Qué son los rayos sino la fuerza de una pasión? ¿Qué son los truenos sino la presencia de los celos? ¿Qué es la tormenta sino la amenaza al honor? ¿Qué es la negrura de la noche sino la ceguera del amor? ¿Qué es un vendaval sino la desconfianza en quien te rodea?

 

            La lluvia y el viento se arremolinaban en la calle, luchaban contra los carros a los que vencían volcándoles ruedas arriba. Destronaban a la vieja chopera de la plaza, cantarina de trinos durante el día y balcón de lechuzas en la noche.

 

            La lluvia y el viento arreciaban. Un rayo cayó en la cuadra de la Maldeojo matando a su caballo de arrastre. La calle se iluminó, dejándome ver a mi cuñado en su caminar hacía mi casa.

 

-        Bufío, -me dijo acongojado- al abofetear a Candela, cayó al suelo. Se ha pegado en la cabeza con la boca de una cantara y allí está muerta.

 

¿Qué son los celos, sino los fuegos del infierno?

 

Septiembre 2005

                                         

 
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