Me recordarán
como Ismael el Bufío, minero jubilado, cazador en paro y a la
espera de que Juan el Aguja me procure el amuleto que me librará
del conjuro de la bruja Maldeojo. De quien soy y de lo que me
sucedió con la vieja, ya tienen conocimiento pues alguien les
habló de mis andanzas. Y en estos días, mi vida transcurre
aguardando mi liberación entre ratos de sosiego y muchos de
sobresaltos, como el de hace unos pocos días cuando ya entrando
la noche me encontraba temeroso de ella debido al comienzo de
una fuerte tormenta como la que presenciaba ayudado por la luz
de sus relámpagos y de la que escuchaba los rugidos de un
infierno: los de los rayos, los del estruendo de sus truenos.
Los vientos y las lenguas de agua desplazaban las tejas de los
techados, arrastrando a su paso todo aquello que no podía
resistir la fuerza de aquel vendaval.
Desde la ventana de mi aposento observaba la
oscuridad y sólo unas pocas ventanas iluminadas me hacían
suponer que no era yo el único aterrorizado, por lo que también
otros debían renunciar al descanso y se disponían para la
vigilia de la noche.
Frente a mi casa estaba el hogar de Anacleto Quero,
mi cuñado, hombre serio y de una o pocas palabras. Casado con mi
hermana pequeña a quien yo doblaba en edad, pues mi madre, ya
en sus últimos años de paridera, perdió la cuenta de los días y
se confió con el “Ogino”.
La pequeña se crió consentida y adquirió un carácter
muy libre, lo que con el tiempo le procuró algún que otro
problema.
Unos relámpagos, uno tras otro, alumbraron aun más
la calle, y en el resplandor sorprendí la mano alzada de mi
cuñado cruzando la cara de mi hermana Candela. Fueron varias
veces las que Anacleto descargó su furia sobre su mujer, quien
luego siempre se arrodillaba, le pedía perdón y entre lloros, le
juraba de su fidelidad. Lo supe ya desde hacía tiempo, pues
tales palizas ocurrían con frecuencia. Yo sentía un gran respeto
por Anacleto, serio como pocos y que en todos sus actos
destacaba su condición de hombre. No era el caso de mi hermana
quien actuaba con mucha ligereza ya desde antes de casarse. El
altar no le hizo cambiar de actitud y cuando paseaba por la
calle, sola o con su esposo, a todos cumplía, sin tener en
cuenta la existencia de parentesco o de que no lo hubiera.
Igualmente si era mujer a quien saludaba, o bien si era hombre.
Yo sentía mucha pena por Candela pero también por mi
cuñado. Que cuando una mujer es de uno, duele sólo el pensar que
pudiera ser de otro.
Una vez, el día de la fiesta grande, Anacleto, de
una paliza la lesionó en la plaza. No sólo sangraba por la
nariz, sino también por la boca. Parecía un nazareno, la
llevaron al medico y cuando creían que iba a perder un ojo,
gracias a la pericia del galeno pudo salvarlo. Quien no se había
salvado de las burlas escondidas, pues en la cara no se
atrevían, fue mi cuñado, que en un descuido de él, vio a
Candela aceptar un baile con un mozo desconocido por todos pues
debía ser de otro pueblo. Y por ello escuchó uno rumores que lo
cegaron. Y aunque era mi hermana y me asusté cuando la vi
envuelta en sangre, también sentí mucha pena por los
sentimientos de mi cuñado. Pero Anacleto salvó su honra y todo
el pueblo, agachando la cabeza, miró hacía otra parte.
Cuando le conocí y mi hermana se enamoró de él y al
poco tiempo se casaron, no tuve tiempo de advertirle a Candela
de la hombría de su marido y que tuviera cuidado en sus formas
ligeras, pues si actuaba según sus costumbres, su vida con él se
iba a convertir en una constante tempestad en la que ni yo, ni
nadie, iba a poder tomar parte por ella, pues cuando se juntan
el honor con los celos y las miradas de mujer propia con las de
otro hombre, lo que pueda suceder ya se sabe, pues todas esas
cosas que acontecen también están escritas en los libros de
venganzas y de amores.
¿Qué son los relámpagos sino el alumbre de un amor?
¿Qué son los rayos sino la fuerza de una pasión? ¿Qué son los
truenos sino la presencia de los celos? ¿Qué es la tormenta sino
la amenaza al honor? ¿Qué es la negrura de la noche sino la
ceguera del amor? ¿Qué es un vendaval sino la desconfianza en
quien te rodea?
La lluvia y el viento se arremolinaban en la calle,
luchaban contra los carros a los que vencían volcándoles ruedas
arriba. Destronaban a la vieja chopera de la plaza, cantarina de
trinos durante el día y balcón de lechuzas en la noche.
La lluvia y el viento arreciaban. Un rayo cayó en la
cuadra de la Maldeojo matando a su caballo de arrastre. La calle
se iluminó, dejándome ver a mi cuñado en su caminar hacía mi
casa.
-
Bufío, -me dijo acongojado- al abofetear a
Candela, cayó al suelo. Se ha pegado en la cabeza con la boca de
una cantara y allí está muerta.
¿Qué son los celos, sino los fuegos del infierno?
Septiembre 2005