Los hombres calvos.

Dandy


Aquel día no tenía nada de especial. Como todos los demás, Yacov, después de apilar su fardo diario de cartón, en aquel porche improvisado, se internó de nuevo en aquella construcción abandonada a la mano de Dios (las oficinas de una vieja cantera, cerrada ya hacía una década, a la vera del río Serpis), y donde desde hacía algunos años, había creado su propio domicilio.

Un par de buenas trancas sujetaban las carcomidas puertas de madera, desencajadas ya de algunas de sus bisagras. No habían candados, pero era casi imposible acceder al interior de aquel inhóspito antro, de no saber la técnica que Yacov empleaba. Aquella combinación rudimentaria, necesitaba de dos buenos golpes maestros, que sólo él sabía imprimir. De aquella construcción, había aprovechado sólo lo que en su día fue el despacho del director, el resto tenía el tejado hundido. En aquel despacho, Yacov reforzó algunas de las vigas más dueladas con puntales desechados de obras terminadas, y con plásticos, recubrió el techo de uralita, falcándolos con bloques de hormigón rotos, que se trajo de la otra parte del río. Fuera, había dejado atado como de costumbre, a su perro Raphael (un ejemplar de mediana estatura, gris mugre, con más cruces que el casco antiguo de la ciudad), quien y desde el interior de un oxidado y abollado bidón, avisaría a su patrón, de cualquier improvisto no rutinario que se terciara. Como todos los días, se acercó al camastro y metiendo la mano en el interior de uno de los agujeros esquinados de aquel viejo colchón, comprobó que todo estaba en su lugar. Allí, en aquel recóndito y estratégicamente diseñado lugar, escondía Yacov en un bote de cristal, toda su fortuna en efectivo. Aquel bote (al que todavía se le podía distinguir la marca de mayonesa), contenía todos sus ahorros. Unos cuantos billetes de mil, otros pocos de doscientas y algunas monedas de cien, conformaban el total de aquel cúmulo de pesetas. También hoy, igual que ayer, notó aquellos pinchazos en sus lumbares. A cada día que pasaba, le costaba más enderezar su cuerpo, que escuchimizado ya, se retorcía mirando al suelo, como buscando tierra para descansar de una vez. La jornada no había sido de las peores tampoco y reconfortado por ello, se acercó al trozo de espejo que un día obró en la pared con dos pegotes de yeso y se miró a sí mismo. Aquella barba, ya necesitaba retoque, pero no quedaba suficiente luz; se acordó que la última cuchilla (cien veces usada), ya no cortaría lo suficiente y decidió postergarlo una vez más. Su mesticia mirada, cada vez más lánguida, mostraba un triste pero todavía altivo semblante, avisando al mundo, que aquel producto que se reflejaba, no estaba en venta todavía. Se acercó a la palangana y vertió agua potable en ella, de una garrafa de 25 litros que todos los días llenaba de la fuente pública de la calle: Mezquita del Raval. Se lavó y secó los sudores de aquella agotadora jornada y se dejó caer de nuevo al camastro, en el que un profundo letargo, le llevaría otra vez al mundo anhelado, donde se desenvolvía a diario con unos cuantos años de menos y alguna que otra ilusión de más. Raphael, al escuchar aquella conocidísima cadencia de ronquidos, asentó su cabeza entre las patas delanteras y cerró sus ojos como siempre hacía, pero sin abandonar su guardia.


Al alba, Raphael despertó a su patrón. Yacov, así se lo tenía ordenado. Era lunes y tenía que transportar el lote semanal al mayorista. Allí, a seis pesetas el kilo, vendería aquellos prensados cartones acumulados durante toda una semana, como venía haciendo ya demasiado tiempo. No habían pasado ni dos ventas aún, lo discutió con aquel avaro chatarrero, que cada día que pasaba le robaba más kilos...


--¡La suerte que tienes tú, es que no tienes competencia, que sino, veríamos quién te vendía, Evaristo!


--¡Ya te dije que el cartón y el hierro no subirán de precio, más bien al contrario! ¡Qué te dediques a recoger aluminio o cobre! ¡Qué el cartón ya no lo quieren, porque ahora las plantas recicladoras ya lo están separando y no vale la pena recogerlo! --le aclaró por enésima vez Evaristo.


--¡A ver, a ver! ¿Qué me has pesado hoy?


--Pues... son 205 kilos a 6 pelas... a ver... (Evaristo multiplicó mentalmente) 1230 pelas.


--¡Joder! ¡A cada semana que pasa me quitas más kilos!


--¡Calla, calla! Encima que me traes el cartón mojado; encima me protestas --imprecó Evaristo.


--Ya te he dicho mil veces, que el cartón no está mojado, sólo húmedo del rocío y alguna que otra meada de Rahpael.


--¡Sí hombre, sí! Sois todos iguales ¡Cómo si yo hubiera nacido ayer! ¡Venga... que tengo más trabajo por ahí!


Aquel mayorista se despedía andando y Yacov, refunfuñando y contándose el dinero ganado, salió de aquel embarrado patio negro, donde aguardaban la vez en aquella trucada báscula, dos indigentes más, con sendos carros cargados hasta los topes de morralla de hierro, aluminios, cobres y algún que otro trozo de plomo.


Aquel lunes, no era como otro cualquiera. Raphael cumplía tres años y Yacov había decidido celebrarlo. Hoy compraría algo especial, además de su cartón de vino, sus embutidos y sus panes, como de costumbre. Tenía previsto hacerle una gracia a su compañero del alma, con un buen surtido de roscones y así lo hizo. Ambos celebrarían su particular fiesta en un íntimo y muy singular ambiente, que Yacov preparó de antemano en su domicilio. A Raphael, le iba haciendo falta ya una compañera, pero al no encontrar ninguna que le hiciera juego en su apostura, continuaba en soltería: “cuando tenga que ser, será” --razonaba para sí, aquel benevolente patrón. La verdad sea dicha, a Yacov no le importaba en absoluto llevar también detrás a la compañera de su querido Raphael, es más, con su nuevo planteamiento de ganarse la vida, a lo mejor, hasta le venía de perlas. Había decidido cambiar de oficio y no venderle más cartón al usurero de Evaristo. Algo iluminó su mente al decidir dar aquel paso. No tenía porque pegarse aquellos tutes de recoger cartones, cuando en casi todas las tiendas de la ciudad (ya de sobra conocido), le guardaban comida en abundancia para él y su perro; hasta incluso, recogía monedas de algunos benevolentes y caritativos donantes, que veían en aquel hombre desahuciado de la vida, una persona honrada y buena, acompañado de un obediente perro, al que la vida, le había jugado una mala pasada.


Dependiendo de a quien escucharas, podías oír versiones de muy diferente índole, con respecto a Yacov y su perro. Había quien decía que aquel hombre, llegó a la ciudad hacía unos cuantos años y que procedía de Alemania; que vino con una autocaravana, con una bella mujer y su perro; que ella lo engañó con otro y se lo llevó todo menos el perro. Los había también quienes decían, que procedía de Albania, que se hospedaba en camping y que llevaba consigo una mujer y un perro a los que reprendía constantemente, hasta que ella, no pudiéndolo soportar más, lo dejó en la calle sin nada y lo abandonó. Pero la realidad era bien diferente: Yacov vino de Bulgaria de donde es nativo, y vino con su mujer a la que quería con locura en una (y eso sí era cierto), autocaravana de quinta mano. Habían salido de su país recién casados en busca de un lugar en el mundo que les gustara igual que su propio país para vivir, donde habían tenido problemas en ambas familias por su casamiento; y el perro, Raphael, lo adoptaron un día, ya en España, cuando se les acercó al “pic-nic” muerto de hambre y abandonado.


Tal y como había previsto, y aprovechando que ya era conocido y querido por el centro de la ciudad, Yacov, salió a probar su nuevo oficio. Siete puntos estratégicos serían visitados cada día y cada uno de ellos a su debida hora, allí conseguiría algún donativo que otro y comida para su can. Él sólo pedía para su compañero, pero además de comida, también recibía alguna que otra moneda para comprarse algo para sí. De este modo, subsistirían, no siendo otra la intención tampoco de ambos. En su domicilio a la vera del río, lavaba y tendía su ropa, guisaba y pernoctaba con su amigo, a quien instruía meticulosamente en los hábitos. De vez en cuando y después de haber apurado estrujándolo, alguno de aquellos cartones de vino de mesa, adentrándose en mundos surrealistas, producto de sus extáticas visiones, mantenía con Raphael unos muy singulares razonamientos, de los que estaba plenamente convencido.


--¡Algún día Raphael, quieran o no, tendrán que darme la razón!


Raphael elevó la vista arrugando las cejas y sin mover la cabeza de entre sus patas delanteras, se dispuso a escuchar a su patrón, que otra vez, iluminado por aquel oloroso líquido rojo, parecía querer contarle algo.


--Nadie me cree, cuando les digo que muy pronto todo cambiará. ¿O qué te crees que quieren decirnos los hombres calvos? ¿A qué vienen sino? ¿Por qué crees que se toman tanto trabajo?

 

 La gente, Raphael, parece estar dándose cuenta ya, que tantos avistamientos como se están produciendo últimamente, y que los gobiernos han estado ocultando durante tanto tiempo, son tan ciertos, como que tú y yo estamos aquí ahora. Pero nadie sabe quienes son, ni que quieren. Temen que vengan a hacernos daño. ¡Qué equivocados están! No saben que nunca nos harán daño, porque somos nosotros mismos quienes nos visitamos, para advertirnos de lo que nos pasará si no enderezamos pronto nuestro rumbo. No hay un solo universo Raphael, como pretenden hacernos creer los astrofísicos. Hay una infinidad de universos paralelos, anexados unos a otros y te puedo asegurar, que los hombres calvos no vienen de ninguno de ellos, porque la palabra no es de “dónde” vienen, sino de “cuándo”. En el futuro, Raphael, se podrá viajar a través del tiempo como quien vuela hoy en día de un país a otro. La humanidad vivirá miles de años en suspensión fuera del planeta, sobre grandes estructuras sucedáneas, en espera del cambio de ciclo, donde existirá una sola raza humana, hermafrodita y sin pelo; es más, sólo un color de piel, producto de la fusión interracial de las pocas razas que lograron sobrevivir. Un ciclo inevitable que sufrirá el planeta tierra y sus pobladores, y no creas que nos visitan para que evitemos el cataclismo, no. El cataclismo es inevitable, aunque los monos no se hubieran puesto nunca de pie. Lo que intentan explicarnos, no es ni más ni menos, que nos estamos equivocando adorando a tanta clase de dioses diferentes, que a lo único que nos está llevando es a matarnos unos a otros. Su mensaje está bien claro. Cada vez que los veo, me cuentan lo mismo, quizá quieran que dé a conocer lo que me transmiten, pero, ¿quién me creerá Raphael? Ya me tienen por loco y prácticamente no he contado nada aún.


Raphael abrió sus grandes ojos de nuevo, al escuchar a su patrón aquella última frase.
--¡Qué! ¿No te lo crees? La gente como yo Raphael, no puede ir por el mundo contando cosas como estas, algún día lo escribiré y quizá de ese modo alguien más creíble pueda darlo a conocer. Ellos volverán como siempre lo hacen y hablarán conmigo de nuevo a través de mis sueños, de este modo, podré concretar ciertos aspectos que todavía no tengo muy claros. La última vez, no terminé de entender, ¿por qué tenían tanto interés en evitar guerras innecesarias? Si es que a ellos, en definitiva les daba igual. Creo que lo único que les importaba de nuestra época era inculcar la no-utilización de armas nucleares y químicas, porque ello sí que podía afectarles. Aunque la amenaza más importante la ubicaban en las armas genéticas, tal y conforme me explicaron aunque no pertenezcan a nuestro tiempo. Según creí entenderles, algún día se utilizarán armas genéticas que harán desaparecer razas completas, y uno de los motivos principales por los cuales los hombres calvos han regresado a nuestro tiempo, es para recoger genes de cada raza y poder repoblar su mundo tal y como debió continuar.


Raphael refunfuñó al oír aquello y hundió un poco más la cabeza entre sus patas. Su patrón volvió a dormirse.

--¡Buenos días Yacov! ¡Hoy sí que has madrugado!


El propietario de uno de los comercios de la Calle Mayor de la ciudad, reparó en el detalle. Normalmente Yacov solía aparecer mucho más tarde por aquellos entornos, pero lo que el joven empresario no sabía, era que aquel iluminado indigente, había decidido no recoger más cartón. Yacov iba de paso, porque su destino era la puerta de uno de los supermercados más grandes de la ciudad. Allí, según sus cálculos, alguien, impregnado de piedad, ofrecería parte de su compra para que aquella pareja de dos, no se sintiera tan desamparada. Y no se equivocó, como siempre.


Alertada por la curiosidad, una preciosa perra de pelo blanco, que pululaba por aquel entorno atraída por los perfumes de la gran charcutería, se acercó cautelosa moviendo su rabo. Yacov, advirtió su presencia y la embelesó mostrándole un buen cacho de fiambre. Raphael comenzó a mover el rabo y nervioso olfateó de arriba abajo, a la que sería su nueva compañera. Aquella preciosa perra abandonada (a la que llamó Fara), desde aquel mismo día, se integraría a la familia. A Rapahel parecía gustarle y Yacov la aceptó sin pensarlo demasiado.


Desde aquel día, Yacov recorre los siete puntos de la ciudad, a bordo de una vieja bicicleta y a donde él va, le siguen Raphael y Fara, que unidos por una reluciente cadena, guardan las alforjas de la vieja bicicleta, mientras su patrón se refresca con alguna que otra caña.


--¡Bueno Yacov, cuéntanos alguno de tus raros sueños!


--Podrán ser raros, porque raro es todo lo desconocido, pero te puedo asegurar que son reales.
--¡Vale, vale! --le preguntaban algunos que lo convidaban a menudo, sonriéndose con media boca.


--¿Sabes Juan? Yacov dice, que en el futuro nadie tendrá pelo, porque el pelo tiende a desaparecer y que sólo existirá una sola raza humana, y, además, de un mismo color de piel.


--¡¡Coño!! --contestó el amigo que todavía no le conocía, al otro.


--¡Vaya, vaya! Explícaselo Yacov, que a mi amigo le interesa el tema.


--Pues... no tiene nada de extraño --comenzó Yacov otra de sus historias--. No debemos tener miedo a los extraterrestres que nos visitan, porque son descendientes nuestros. Bastante hacen en mostrarse conforme pueden, puesto que les ha costado muchísimo poder volver a nuestra época.


--¡¡Coño!! Esto sí que es bueno --increpó de nuevo aquel desconocido.


--Conforme os lo digo... --continuó--. Cada vez que visitan la ciudad, se ponen en contacto conmigo y yo les explico muchísimas cosas que desconocen de nuestros hábitos. En ningún momento han pretendido hacernos daño, sino todo lo contrario. Ellos quieren advertirnos de lo que nos sucederá en un futuro, que parece ser no podremos enderezar de su malogrado rumbo. El mensaje que quieren transmitir está bien claro: el uso de armas nucleares y químicas, reportarán efectos devastadores a la población humana y acelerarán la autodestrucción del planeta. Se inventará una nueva arma, que tendrá el poder de curar enfermedades irreversibles, pero también de exterminar razas enteras manipulando su genética. Dentro de algunos cientos de años, sólo existirá una sola raza humana, de un mismo color de piel y sin pelo alguno en su cuerpo, albergarán en sus cuerpos ambos sexos y podrán auto reproducirse solos. El motivo actual de tan extrañas visitas de los hombres calvos, no es otro que recoger muestras genéticas de toda la diversidad humana de nuestro tiempo.


--¡¡Joder con el Yacov!! Ponle otra caña, anda --el amigo conocido, sabía que si la caña se terminaba, se terminaba la historia.


El camarero sirvió otra caña al indigente.


--Os diré más --continuó--. Las visitas no nos las hacen todas desde un mismo lugar y de una misma época, ni son la misma gente.


--¡Ah no! --inquirió el amigo desconocido.


--¡No! --Yacov, tomó otro sorbo y continuó--. Nos visitan de diferentes épocas y con diferentes tipos de tecnología, pero con las mismas referencias y siempre con la misma finalidad. Es más, algunos de ellos, han podido adaptarse a nuestro tiempo y sacrificando su propia existencia, se han quedado entre nosotros para estudiarnos y enriquecer sus bases de datos. El asunto está en poderlos distinguir, porque no son diferentes.


--¿Quieres decir que entre nosotros, hay extraterrestres camuflados por ahí caminando como si nada?


--Exactamente.


--¡¡Joder!!


--Pero no temáis, que no han venido a hacernos daño, sino todo lo contrario. Si en algo nos influyen, es sin duda bueno. Aunque su verdadera finalidad, sea sólo el estudio.


--¡Vaya rollo que nos has metido, chaval! --increpó el amigo desconocido.


--Ya te dije que Yacov, tiene visiones y tal y conforme ve las cosas nos las cuenta. Es una pasada --intervino el amigo conocido.


--Para terminar, os diré que es muy posible que alguno de ellos nos esté escuchando ahora mismo.


--¡Ah sí! --intervino el dueño del bar, que hasta ahora sólo se había limitado a escuchar.


--He hablado tantas veces con ellos, que creo que puedo sentir su presencia cuando están cerca --Yacov, recorrió con la vista todo el recinto de aquel restaurante de carretera.


--¿Qué, ves alguno por aquí? --el amigo conocido quiso hacer el chiste.


--Han estado aquí y han oído toda la conversación, pero ya no están.


--¡Vale, vale, Yacov! Ya nos veremos mañana chaval --los dos amigos se despidieron y salieron del restaurante.


Yacov, terminó su caña y salió del local, se subió a su bicicleta y Raphael y Fara lo siguieron.






 

 
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