Todos los días al salir del Expo, a la hora en punto, él está
esperándome recostado en la farola enfrente de la puerta de salida
para empleadas. Soy camarera de hotel, de uno de los mas visitados
de la ciudad y debido a ello, somos muchas las compañeras que
estamos en esto de arreglar las habitaciones, hacer las camas y
fastidiarnos las espaldas. Todas estamos tocaditas de lo mismo y
cuando escuchamos comentar algo referente a los masajes, los ojos
se iluminan de gusto y siempre exclamamos frases parecidas a esta
¡qué bien me iría ahora un buen masaje!
Me busca con su mirada al salir rodeada de otras amigas y me
escondo entre ellas, pues la verdad es que no tengo ningún interés
en verle. Sin embargo me gusta que esté allí, al acecho,
esperándome. Creo que a todas nos gusta tener un enamoradizo tras
nosotras, mas me parece a mí, que a ellos, algo semejante, debe
colmar su orgullo convirtiéndolos en los más machotes de los
mortales. Eso de enamorar a una mujer, los hombres siempre deben
verlo de forma diferente a nosotras; bueno, eso me parece a mi.
El caso es que un día, no hace mucho, coincidimos en una cafetería
cercana y por algo que no acierto a comprender, se fijó en mi,
bueno, soy mona y un poco resultona. Me sonrió, tuvimos un cruce
de miradas, creo que le sonreí, y desde entonces se ha convertido
en algo así como un asiduo admirador de mis salidas del hotel:
todos los días y a las cuatro de la tarde, puntual. Salgo y allí
está, fijo, buscándome, nunca me dice nada pero me busca con su
mirada, me sigue con ella hasta que muy cerquita, en la parada del
autobús, me subo al de la Ronda Sur y desde los cristales, veo
como, con su mirada, sigue atento la huida del bus.
Tengo veinticuatro años y dos de separada. Mi marido, se fue con
otra y me dejó plantada. Embarazada de dos meses, aborté enseguida
quizás del mal trago que pase. Pero al poco tiempo comprendí que
si me dejó es porque no me quería, entonces mejor es así. El caso
es que ya lo he olvidado. Perder a mi hijo significó para mí
completar un ciclo de desdichas: enamoramiento, embarazo, boda y
final de todo. Pienso que la culpa de aquello fueron las prisas,
pues cada cosa lleva su tiempo y cuando se hace todo a golpes, a
empujones, suele pasar todo lo que me sucedió a mi. Que desde que
le conocí hasta el punto final, fue un trayecto de casi ocho meses
y a esa velocidad, lo fácil es que ocurra lo que fue inevitable.
Fui mujer de hombre a los diecisiete años y mantuve relaciones con
dos mas, hasta los veintiuno, que fue cuando conocí a mi marido.
Ahora a mis veinticuatro años, mi fiel enamorado desde aquel día
en que nos conocimos en una cafetería, todos los días a la hora de
salida de mi trabajo lo veo esperándome, como queriendo decirme
algo, pero como no le doy pie, no se atreve. Para mí mejor, pues
desde que superé el abandono de mi marido, decidí tomarme unos
cuantos años sin saber nada de los hombres, y en ello me reafirmo
hasta ya veremos cuando.
Las horas de descanso las ocupo en ello, procurando no hacer nada,
pues mi trabajo es muy pesado y luego, cuando tengo días libres,
los dedico a lo que me gusta: visitar museos, bibliotecas y pasear
en la golondrina del puerto, pues me encanta el mar.
Fue mi abuela la que se empeñó en llevarme de visitas a los sitios
donde pudiera aprender algo, pues te serán de gran provecho el día
de mañana, es lo que me decía. Mi afición al mar no se como nació
en mi, pero ya desde pequeñita me gustaba fijarme en esa raya
horizontal que separa el agua del cielo. Me gusta seguirla hasta
perderla y entonces es cuando pienso que algún día, desde aquella
raya infinita, la que separa conocido y por conocer, encuentre una
explicación al porqué de este deseo por una constante fijación en
él, en el mar.
Cuando a mis diecisiete años me enamoré por primera vez, no me
acerqué al mar a consultarle sobre el hormigueo que sentía. Ese
fue mi error. Me dejé llevar por un gusanillo que se apoderó de mi
cuerpo y me entregué a mi pareja con demasiada facilidad, primero
a uno, después a otro, y a otro, hasta que me casé. Todo sin
consultar.
Ahora ya estoy mas preparada pues con el tiempo, una madura. Por
eso, y por la decisión que tomé de nada de hombres, cuando veo a
mi enamorado, trato de esconderme. Sigo con mi sabático por ahora
y ya veremos hasta cuando.
Con mi marido, aunque una esté separada siempre dice ‘mi marido’,
nada me une. Nada queremos saber el uno del otro. Pero esta
mañana, en uno de mis días libres, lo he visto. Él a mi no. Iba
con otro y mi sorpresa ha sido mayúscula, pues quien le acompañaba
resulta ser mi “fiel enamorado”. Los he observado juntos durante
un rato desde el piso superior de una galería comercial. Ellos
estaban sentados en la cafetería y charlaban como viejos amigos.
Risotadas van, risotadas vienen. Pura juerga.
Abandoné el centro y me fui a la golondrina. Consulté al mar, qué
habría dentro de aquel par de golfos, pues desde ese instante
comprendí que mi enamorado no lo era tal. No era lo que parecía.
Ni sus intenciones podían ser semejantes a las que me transmitía
el mar, que observaba en ese momento, de paz y tranquilidad.
Porque cuando te fijas en aquella línea que ves recta, sabes que
no lo es, que solo lo parece. Que nada es lo que parece. Que si
los vientos son bordes, el mar se vuelve borde. Y que si aquel
horizonte los ves recto, resulta ser curvo, a poco que te fijes y
trates de comprender.
Las intenciones de mi enamorado no son como las del mar apacibles
y tranquilas, aquella juerga en la galería comercial me lo
transmitía. Más bien corresponden a las del engaño y a por la
presa fácil de un endeble velero, al que la fuerza de los vientos
trata de naufragar.
Eso también me lo decía mi abuela, que no me fiara de los hombres,
que todos buscan lo mismo. Pero cuando me advertía de ello, no me
lo explicaba bien. No la entendía. Por eso erré a los diecisiete
años. Por eso consulto ahora a la mar, sentada en la popa de una
golondrina.