QUE GRANDE ES ESO DEL AMOR

 

 Julio Cob Tortajada

 

Roté el monomando y cayó sobre mi cuerpo el agua fría que me ayudaba a despertar todas las mañanas. Era un inicio más en mi vida y con seguridad sería igual a los anteriores. Mientras me afeitaba, llegaban a mis oídos unos boleros que algún vecino escuchaba con deleite: para mi solo significaban añoranzas. Desayuné mis cereales y las noticias de la TV que escuchaba mi esposa, siempre tan iguales como desesperantes, nada le decían a mi perro impaciente por su paseo matinal.


En el parque, mientras esperaba la llamada de Guevara una bella joven jugaba con su perro. Iba a saludarla cuando la musiquilla del móvil sacudió mi camisa:


- Gracias por todo, Guevara, contesté. Nos veremos esta tarde a las cinco para la firma.


Igual resultaba bueno aquel día gracias a esta llamada. Firmábamos la venta de una vieja casa de mis padres. Ello posibilitaba la compra de unos solares a muy buen precio y con mejor futuro. A la hora fijada estaba ante el notario, cuyas continuas y monótonas firmas le hacían gozar suntuariamente de la vida.


Después acudí a una de esas franquicias actuales, que son todas iguales, y te ofrecen una infusión traída de un país lejano y te dicen elaborada de forma natural. Deseaba relajarme de la presión acumulada ante el notario hasta el momento de la firma. Asegurada la operación, me relamí por unos resultados que presumía muy interesantes. Sentado placenteramente disfrutaba observando y figurándome las tranquilas conversaciones de aquel agradable lugar


Una guapa joven hizo que detuviera mi fijación en ella. ¡Como le miraba!. Sus ojos se salían en su dirección. Sus manos buscaban las otras manos. Su cuerpo, bordeando la mesa, buscaba el otro cuerpo. Eran una juvenil pareja de enamorados, cuyas caras felices, transmitían vida. ¡ Y él ¡. Ese, me dije, no necesita ni el móvil, ni a Guevara, ni a los notarios.


Ni los relámpagos se mueven tan rápidos. Lo supe después, pero en aquel mismo instante al girarme a mi izquierda, en el más tranquilo rincón de aquel templo de la observación, una mujer alejaba su mirada de mí. Lo supe después, fui centro de su atención por sus ojos que me observaron cuando espiaba a la pareja enamorada. Lo supe después, aquellos sensibles ojos se quedaron impresionados al adivinar en los míos lo que eran capaces de ofrecer.


Algo debió ocurrir, pues un impulso desconocido para mi hizo que fijara, seguramente de forma descarada, mi atención hacia aquel escondite en el que si algo brillaba eran dos ojos de mujer. Pasado el resplandor de la centella su mirada fue a la mía. Me levanté y acudí al nido.

- ¡Puedo¡, Puedes.

Sobre todos sus encantos destacaban el de sus ojos. Si se dice que los ojos de la Virgen son misericordiosos, los de ella eran grandes, limpios, brillantes, sinceros y tiernos. Su mirada, uff, para que hablar.


Era de otro lugar, y todos los viernes a la misma hora se sentaba en aquel sitio.


Arriba de los ojos, sus cabellos como seda de oro formaban un moño que se abrigaba sobre si mismo, sujeto por una pinza que si se soltaba inmediatamente era puesta en su lugar por unas manos tiernas que, lo supe después, calientes como el deseo transmitían amor.


Mis dudas cesaron a partir de aquel momento y todo aquello hizo reafirmar en mí, que si, que antes era un hombre muerto, y que ahora la vida, mi vida, iniciaba un nuevo rumbo de felicidad desde aquel instante. Note enseguida, en aquel lugar y junto a ella que mi sangre circulaba de otra manera, de una forma especial. Toque mis venas y sentí aquella distinción. Pasado un tiempo, nos despedimos tristes y entusiasmados abandonando aquel templo de la observación.
Detrás de mi un zumbido aterrador hizo girarme, y por la acera como un búfalo a gran velocidad, una moto de gran cilindrada se estrelló contra mi cuerpo.


La sirena de la ambulancia me despertó, aquello parecía el interior de una caravana pero con goteros y botellas de oxigeno. Por una pequeña portilla veía pasar a gran velocidad las ventanas y balcones de la ciudad. A mi lado, sentado, debía ser un enfermero el que me observaba.


La felicidad me venía con su recuerdo. Su mano derecha brindaba por mi dicha. Sus labios se apoyaban entre si trasmitiéndome confianza. Su piel deslumbrante y suave me producía placer. El brillo de sus ojos, imposible de olvidar. Note un pinchazo y me dormí.


Al despertar, me vi en un sitio diferente. Un grupo de hombres con vestiduras blancas, algunas enfermeras y muchos aparatos conectados a través de cables con monitores con diagramas que se movían acompasados por un tenue pitido. Me informaron que de todos aquellos aparatos salía información sobre mis constantes vitales y que todas ellas indicaban normalidad. Me enteré por ellos que estaba en la UVI debido a que el conductor de una moto había tenido un ataque cardiaco en plena conducción que le llevó de forma inconsciente a acelerar. Se subió a la acera y quiso la fatalidad que se estrellara en mi cuerpo.


Tenía diversas fracturas: pierna izquierda, fémur, tibia y peroné; pérdida del bazo; varias costillas y la clavícula también izquierda fracturada. Mi vida no corría ningún tipo de peligro y me rogaban que estuviera tranquilo pues no debía tener dolor alguno. En ese supuesto que avisara a las enfermeras que quedaba cerca de mi.


Mis brazos los notaba libres pero solo de codos a manos. Mi mente acudió a su recuerdo y aquellos ojos alumbraron otra vez mi felicidad. Toque mis venas, y efectivamente note la sangre circular de aquella forma especial. Estaba vivo y sus ojos tenían la culpa.


Pasados dos días me llevaron a una habitación llena de luz desde la que se contemplaba un jardín lleno de flores. Me anunciaron que al día siguiente pasaría al quirófano para una conveniente intervención en la clavícula por ser aconsejable la colocación de una prótesis.
Terminada la operación y abandonado el quirófano me desperté en la habitación. Estaba tan enamorado que a pesar de la situación no tenía ninguna necesidad de pensar en lo que me esperaba. Necesitado de una buena rehabilitación, que quizás a otros podía suponerles la preocupación por quedar en mal estado, no era ese mi caso, pues solo el recuerdo de aquellos luceros y notar en mis venas aquella forma especial me hacían sentirme mas vivo que nunca.


Pasaron dos días más y tuvieron que dormirme para una pequeña intervención en la zona huérfana de bazo, que más que operación resultaba ser un pequeño análisis de comprobación de la situación en que había quedado la zona abdominal. Un pequeño murmullo me despertó. Dos enfermeras comentaban acerca de un concierto musical de Café Quijano del día siguiente viernes, en el Palacio de la Música y delante de mí el silencio del doctor.


En la soñera, me dirigí a él y le pregunté:

- ¿Doctor, mañana podré ir a verla?



Marzo 2005

 

 

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