Roté el monomando y cayó sobre mi cuerpo el agua fría que me
ayudaba a despertar todas las mañanas. Era un inicio más en mi
vida y con seguridad sería igual a los anteriores. Mientras me
afeitaba, llegaban a mis oídos unos boleros que algún vecino
escuchaba con deleite: para mi solo significaban añoranzas.
Desayuné mis cereales y las noticias de la TV que escuchaba mi
esposa, siempre tan iguales como desesperantes, nada le decían a
mi perro impaciente por su paseo matinal.
En el parque, mientras esperaba la llamada de Guevara una bella
joven jugaba con su perro. Iba a saludarla cuando la musiquilla
del móvil sacudió mi camisa:
- Gracias por todo, Guevara, contesté. Nos veremos esta tarde a
las cinco para la firma.
Igual resultaba bueno aquel día gracias a esta llamada.
Firmábamos la venta de una vieja casa de mis padres. Ello
posibilitaba la compra de unos solares a muy buen precio y con
mejor futuro. A la hora fijada estaba ante el notario, cuyas
continuas y monótonas firmas le hacían gozar suntuariamente de
la vida.
Después acudí a una de esas franquicias actuales, que son todas
iguales, y te ofrecen una infusión traída de un país lejano y te
dicen elaborada de forma natural. Deseaba relajarme de la
presión acumulada ante el notario hasta el momento de la firma.
Asegurada la operación, me relamí por unos resultados que
presumía muy interesantes. Sentado placenteramente disfrutaba
observando y figurándome las tranquilas conversaciones de aquel
agradable lugar
Una guapa joven hizo que detuviera mi fijación en ella. ¡Como le
miraba!. Sus ojos se salían en su dirección. Sus manos buscaban
las otras manos. Su cuerpo, bordeando la mesa, buscaba el otro
cuerpo. Eran una juvenil pareja de enamorados, cuyas caras
felices, transmitían vida. ¡ Y él ¡. Ese, me dije, no necesita
ni el móvil, ni a Guevara, ni a los notarios.
Ni los relámpagos se mueven tan rápidos. Lo supe después, pero
en aquel mismo instante al girarme a mi izquierda, en el más
tranquilo rincón de aquel templo de la observación, una mujer
alejaba su mirada de mí. Lo supe después, fui centro de su
atención por sus ojos que me observaron cuando espiaba a la
pareja enamorada. Lo supe después, aquellos sensibles ojos se
quedaron impresionados al adivinar en los míos lo que eran
capaces de ofrecer.
Algo debió ocurrir, pues un impulso desconocido para mi hizo que
fijara, seguramente de forma descarada, mi atención hacia aquel
escondite en el que si algo brillaba eran dos ojos de mujer.
Pasado el resplandor de la centella su mirada fue a la mía. Me
levanté y acudí al nido.
- ¡Puedo¡, Puedes.
Sobre todos sus encantos destacaban el de sus ojos. Si se dice
que los ojos de la Virgen son misericordiosos, los de ella eran
grandes, limpios, brillantes, sinceros y tiernos. Su mirada, uff,
para que hablar.
Era de otro lugar, y todos los viernes a la misma hora se
sentaba en aquel sitio.
Arriba de los ojos, sus cabellos como seda de oro formaban un
moño que se abrigaba sobre si mismo, sujeto por una pinza que si
se soltaba inmediatamente era puesta en su lugar por unas manos
tiernas que, lo supe después, calientes como el deseo
transmitían amor.
Mis dudas cesaron a partir de aquel momento y todo aquello hizo
reafirmar en mí, que si, que antes era un hombre muerto, y que
ahora la vida, mi vida, iniciaba un nuevo rumbo de felicidad
desde aquel instante. Note enseguida, en aquel lugar y junto a
ella que mi sangre circulaba de otra manera, de una forma
especial. Toque mis venas y sentí aquella distinción. Pasado un
tiempo, nos despedimos tristes y entusiasmados abandonando aquel
templo de la observación.
Detrás de mi un zumbido aterrador hizo girarme, y por la acera
como un búfalo a gran velocidad, una moto de gran cilindrada se
estrelló contra mi cuerpo.
La sirena de la ambulancia me despertó, aquello parecía el
interior de una caravana pero con goteros y botellas de oxigeno.
Por una pequeña portilla veía pasar a gran velocidad las
ventanas y balcones de la ciudad. A mi lado, sentado, debía ser
un enfermero el que me observaba.
La felicidad me venía con su recuerdo. Su mano derecha brindaba
por mi dicha. Sus labios se apoyaban entre si trasmitiéndome
confianza. Su piel deslumbrante y suave me producía placer. El
brillo de sus ojos, imposible de olvidar. Note un pinchazo y me
dormí.
Al despertar, me vi en un sitio diferente. Un grupo de hombres
con vestiduras blancas, algunas enfermeras y muchos aparatos
conectados a través de cables con monitores con diagramas que se
movían acompasados por un tenue pitido. Me informaron que de
todos aquellos aparatos salía información sobre mis constantes
vitales y que todas ellas indicaban normalidad. Me enteré por
ellos que estaba en la UVI debido a que el conductor de una moto
había tenido un ataque cardiaco en plena conducción que le llevó
de forma inconsciente a acelerar. Se subió a la acera y quiso la
fatalidad que se estrellara en mi cuerpo.
Tenía diversas fracturas: pierna izquierda, fémur, tibia y
peroné; pérdida del bazo; varias costillas y la clavícula
también izquierda fracturada. Mi vida no corría ningún tipo de
peligro y me rogaban que estuviera tranquilo pues no debía tener
dolor alguno. En ese supuesto que avisara a las enfermeras que
quedaba cerca de mi.
Mis brazos los notaba libres pero solo de codos a manos. Mi
mente acudió a su recuerdo y aquellos ojos alumbraron otra vez
mi felicidad. Toque mis venas, y efectivamente note la sangre
circular de aquella forma especial. Estaba vivo y sus ojos
tenían la culpa.
Pasados dos días me llevaron a una habitación llena de luz desde
la que se contemplaba un jardín lleno de flores. Me anunciaron
que al día siguiente pasaría al quirófano para una conveniente
intervención en la clavícula por ser aconsejable la colocación
de una prótesis.
Terminada la operación y abandonado el quirófano me desperté en
la habitación. Estaba tan enamorado que a pesar de la situación
no tenía ninguna necesidad de pensar en lo que me esperaba.
Necesitado de una buena rehabilitación, que quizás a otros podía
suponerles la preocupación por quedar en mal estado, no era ese
mi caso, pues solo el recuerdo de aquellos luceros y notar en
mis venas aquella forma especial me hacían sentirme mas vivo que
nunca.
Pasaron dos días más y tuvieron que dormirme para una pequeña
intervención en la zona huérfana de bazo, que más que operación
resultaba ser un pequeño análisis de comprobación de la
situación en que había quedado la zona abdominal. Un pequeño
murmullo me despertó. Dos enfermeras comentaban acerca de un
concierto musical de Café Quijano del día siguiente viernes, en
el Palacio de la Música y delante de mí el silencio del doctor.
En la soñera, me dirigí a él y le pregunté:
- ¿Doctor, mañana podré ir a verla?
Marzo 2005
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