Yo soy camarero. De lunes a sábado regento un bar situado en un pequeño
y tranquilo pueblo junto al mar. El negocio no lo llevo yo solo, sino
con mi novia, María, con la que turno el horario; una semana de tarde y
otra de mañana. El bar, como digo, está casi en la misma playa, aunque
no es la pequeña cala lo que le hace ser un atractivo para el turismo,
sino la torre vigía, una sencilla construcción de piedra que, según los
expertos, lleva ahí desde el siglo doce, aunque yo dudo de que sea de
tal fecha, pero sí es cierto; la torre vigía tiene toda la pinta de
llevar ahí mucho tiempo.
Según los entendidos, ese montón de piedras, de unos quince metros de
alto, fue usado por los moros en los años en que estuvieron por aquí
como atalaya de las posibles incursiones marítimas de Castilla, las
cuales, y esto me lo contó un profesor de historia asturiano que vino
hace dos años, nunca sucedieron, o eso recuerdo. Pero, por si acaso, ahí
estaba la torre, vigilante y con dos moros subidos a lo alto alerta ante
cualquier invasión.
Con el paso del tiempo, lo único que hace que la torre sea interesante,
la edificación pasó desapercibida, y fue hace unos diez años cuando un
grupo de fotógrafos de una conocida revista de historia vino y la
fotografió desde cualquier punto. A la semana siguiente, otro grupo
entró en la torre, sacó los escombros y la suciedad dejada por los
chavales, que veían como su particular nidito de amor era, esta vez sí,
invadido, y colocó una placa:
‘’Torre vigía de La Espesita’’
Siglo XII.
Dentro de la torre acondicionaron una pequeña oficina de información
para turistas curiosos, la cual llenaron de utensilios, armas sobre
todo, y demás objetos supuestos de aquella lejana época. Y en ese tiempo
abrí el bar, que desde un principio comenzó a funcionar, ya que los
turistas que venían a ver la torre sentían la necesidad de gastarse
algo, pues un atractivo turístico sin algo que rascar resulta aburrido,
y que mejor que hacerlo con un helado o un refresco. En invierno no
vienen muchos, la verdad, pero la torre y el bar seguimos aquí. Es
durante el invierno cuando recibimos la visita de los turistas cultos,
ociosos y, como todos, curiosos.
El año pasado vino un manchego. Era dentista, aunque quiso ser profesor
de arte, pero más que nada era un redomado bebedor. Me comentó lo que, a
la vista de un observador como él, se notaba, lo de que, gracias a la
torre, yo vivía bien. Y era cierto. Le expresé mi indiferencia hacia la
misma torre, la que me daba de comer, por así decirlo:
Para mí no tiene más que el valor de permanecer en pie muchos años
después, creo que le dije.
He ahí su interés, me dijo cuando ya llevaba varios cubatas. Amigo
Enrique, imagina que tu bar está aquí dentro de mil años. Imagina que lo
regentan robots en vez de humanos. Los turistas espaciales vendrán a ver
cómo eran los bares, los lugares de entretenimiento del hombre en el
siglo XXI, y tu hipotético sustituto robótico se aprovechará de todo
ello. Pero en esencia es igual, pues sería todo un mérito que un sitio
como éste permaneciera tal cual dentro de mil años.
Yo lo miré de reojo, le invité al séptimo cubata y creo que le contesté:
Si las personas, los turistas del futuro o quiénes sean, sienten tanta
curiosidad por lo que se conserva durante cientos de años, ¿por qué no
sienten lo mismo por preservar la naturaleza, los animales y tal, que
llevan muchos más años aquí? Es algo que no entiendo. De acuerdo, es
todo un mérito que esa torre siga ahí, en el mismo sitio, pero piensa tú
ahora, que eres tan listo y tan defensor del arte, si alguien, digamos
un experto en monumentos antiguos, construye con avanzadas técnicas una
réplica exacta de…no sé un monumento desaparecido, o uno como sea, lleve
consigo a un puñado de fotógrafos, se rodee de cuatro asesores pelotas y
todos estén de acuerdo en que es un monumento de más de mil años y que
resulta todo un atractivo histórico y muy increíble que todavía siga en
pie.
En ese caso, me dijo un poco borracho, otro Enrique montará un bar y se
aprovechará de ese supuesto monumento histórico. Es así de sencillo,
amigo.
Pues no lo entiendo, ¿la gente es gilipollas o qué?
No, Enrique, la gente no es gilipollas, la gente admira y conserva lo
hecho por ellos mismos, no lo creado por otro. Aunque, bien es cierto
que la naturaleza de la que hablas también tiene sus espacios
protegidos, preservados y cuidados tan bien, que también sirven como
reclamo turístico.
Yo lo que digo, le dije ya para finalizar, es que vosotros los
entendidos dais mucha importancia al arte, a la historia, a la cultura
que nos han dejado nuestros antepasados. El pasado, pasado es, yo creo.
A mí no me interesa ver las pinturas de un grupo de cavernícolas que,
seguramente para pasar el tiempo, pintaron sus escenas de caza una tarde
en la que no podían salir a cazar porque llovía mucho, cuando en otro
punto del mundo las selvas se talan, las tierras se secan y el hielo se
derrite. Joder, que parecéis tontos.
Todo tiene su importancia y su valor, me respondió.
Mira, amigo, le dije de nuevo, voy a llenar de garabatos mi cuarto de
siesta de arriba, toda la pared pintarrajeada, y la voy a dejar así, a
ver si cuando, como has dicho antes, dentro de mil años este bar sigue
aquí, llega un bobo y asegura que los habitantes de este bar eran unos
artistas, y conviertan el bar ‘’Enrimar’’ en otra capilla sexta.
Sixtina, puntualizó.
Lo que sea, el caso es que el arte es una soberana tontería, la broma
más grande de la especie humana, casi tan grande como tu borrachera.
Pues mira, habló de nuevo encendiéndose un cigarro y ya con voz de
borracho pesado de barra, en eso también discrepo, dada la gran cantidad
de alcohol que llevo en el cuerpo. Ahora brindemos, amigo Enrique,
brindemos porque no llegue otro grupo de expertos y certifiquen que esta
torre no tiene nada de valor, ni histórico, ni hostias, y así no te
quiten el negocio.
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Dedicado a la pequeña y apacible población de La Cala de Mijas, por sus
simpáticas gentes, y por la alegre y atractiva conjunción de su marinera
e imperecedera torre vigía.
Fuengirola, 23 de junio de 2007.
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