SÓLO CERA

por Julio Cob Tortajada

 

Todas las noches antes de acostarse, Pedro se recreaba en su aseo personal porque quería descansar su limpieza entre el calor de las sábanas. Con un bastoncillo y sumo cuidado se limpiaba el interior de su oreja, y con la misma atención y cariño guardaba el cerumen en una cajita de caña. Pasado un tiempo, una vez llena a rebosar, la aceitaba con saliva y la cubría con un trozo de tela de lino. Finalmente, la tapaba con una lámina de corcho, y con unas gotas de lacre la sellaba guardando lo que era parte de él.

Pedro se hizo mayor, y en una pequeña hornacina dentro de su baño, forrada con espejos de plata, había conseguido reunir en sus estantes de cristal una batería de cajitas, las más antiguas de caña. Le seguían en el tiempo unas aromáticas de madera de sándalo, y las más modernas de metal: unos pequeños cofres cerrados ya no por el corcho sino por su misma tapa, la que sellaba esta vez con cera virgen de abeja adquirida en un mercado de especias cercano a su casa.

Su pasado, dejado a zarpazos durante muchos años en la calle por los jirones de la vida, se mantenía de esta forma intacto en el interior de su casa, en su capilla idolatrada, donde en su ritual diario había ido guardando dentro de su particular sacristía la más pura esencia de sí mismo, aquella que era la única capaz de preservar. Se había decepcionado tantas veces, y eran tantas las cosas que se eclipsaban sin dejar rastro, olvidadas en cualquier rincón lejano a la luz, que perpetuar su huella no era por una obsesión, sino por la veracidad de su existencia.

Pasaron los años y ni siquiera sus achaques de anciano lograron poner fin a su afán de todos los días. Con sus tembleques y su mucha paciencia, todas las noches hurgaba en sus seniles oídos, extraía algo de su cerumen y lo guardaba untuoso en una pequeña cajita, ahora de cristal. Pedro sabía que su final estaba cerca. Sus fuerzas cada vez más escasas era el más certero de los presagios y el dolor se hacía amo de su cuerpo. Aunque nada le impedía seguir guardando lo poco que aún le quedaba de vida.

Y fue una noche cuando Pedro sintió un fuerte dolor en su pecho. Su alcoba empezó a girar como un tiovivo de luces apagadas en el que cabalgan sombras somnolientas. A paso lento llegó a su baño, abrió la hornacina, vio sus cajitas y las reconoció: tres de caña, cinco de sándalo, otras cinco de plata y dos de cristal. Toda una vida dentro de aquel sagrario mundano mostrada ante sus ojos cada vez más cegados. Pedro sentía un fuerte dolor; al mismo tiempo que alguien tiraba de él como queriendo llevárselo consigo. Y en su último estertor, fijando su mirada en las cajitas, fue cuando se dio cuenta de que estaban saltando todos los precintos, y sus cajitas de caña, de sándalo, de plata y de cristal se estaban quedando vacías.

Junio 2007-06-21


 

 
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