Todas las noches antes de acostarse, Pedro se recreaba en su aseo
personal porque quería descansar su limpieza entre el calor de las
sábanas. Con un bastoncillo y sumo cuidado se limpiaba el interior de su
oreja, y con la misma atención y cariño guardaba el cerumen en una
cajita de caña. Pasado un tiempo, una vez llena a rebosar, la aceitaba
con saliva y la cubría con un trozo de tela de lino. Finalmente, la
tapaba con una lámina de corcho, y con unas gotas de lacre la sellaba
guardando lo que era parte de él.
Pedro se hizo mayor, y en una pequeña hornacina dentro de su baño,
forrada con espejos de plata, había conseguido reunir en sus estantes de
cristal una batería de cajitas, las más antiguas de caña. Le seguían en
el tiempo unas aromáticas de madera de sándalo, y las más modernas de
metal: unos pequeños cofres cerrados ya no por el corcho sino por su
misma tapa, la que sellaba esta vez con cera virgen de abeja adquirida
en un mercado de especias cercano a su casa.
Su pasado, dejado a zarpazos durante muchos años en la calle por los
jirones de la vida, se mantenía de esta forma intacto en el interior de
su casa, en su capilla idolatrada, donde en su ritual diario había ido
guardando dentro de su particular sacristía la más pura esencia de sí
mismo, aquella que era la única capaz de preservar. Se había
decepcionado tantas veces, y eran tantas las cosas que se eclipsaban sin
dejar rastro, olvidadas en cualquier rincón lejano a la luz, que
perpetuar su huella no era por una obsesión, sino por la veracidad de su
existencia.
Pasaron los años y ni siquiera sus achaques de anciano lograron poner
fin a su afán de todos los días. Con sus tembleques y su mucha
paciencia, todas las noches hurgaba en sus seniles oídos, extraía algo
de su cerumen y lo guardaba untuoso en una pequeña cajita, ahora de
cristal. Pedro sabía que su final estaba cerca. Sus fuerzas cada vez más
escasas era el más certero de los presagios y el dolor se hacía amo de
su cuerpo. Aunque nada le impedía seguir guardando lo poco que aún le
quedaba de vida.
Y fue una noche cuando Pedro sintió un fuerte dolor en su pecho. Su
alcoba empezó a girar como un tiovivo de luces apagadas en el que
cabalgan sombras somnolientas. A paso lento llegó a su baño, abrió la
hornacina, vio sus cajitas y las reconoció: tres de caña, cinco de
sándalo, otras cinco de plata y dos de cristal. Toda una vida dentro de
aquel sagrario mundano mostrada ante sus ojos cada vez más cegados.
Pedro sentía un fuerte dolor; al mismo tiempo que alguien tiraba de él
como queriendo llevárselo consigo. Y en su último estertor, fijando su
mirada en las cajitas, fue cuando se dio cuenta de que estaban saltando
todos los precintos, y sus cajitas de caña, de sándalo, de plata y de
cristal se estaban quedando vacías.
Junio 2007-06-21
|