Estaba entrada la tarde cuando llegué al apartamento que
Patricia tenía en la playa. Lindando con el mar Mediterráneo
separado tan solo por un pequeño enlosado donde algunas mesas
solitarias contemplaban la mar. El bloque de apartamentos de
aspecto muy cuidado lucia su fachada color beige entre palmeras,
áloes, setos y adelfas de colores que, cimbreantes al son del
viento de levante, se mecían dulcemente. Al otro lado de la
carretera el sol estaba ya a punto de ocultarse. Me detuve un
instante a mirar ese horizonte diáfano donde mi mirada podía
perderse sin obstáculos. Al fondo, el sol en su diaria
despedida, dejando una estela luminosa sobre el otro mar, el
llamado Menor, que como una balsa reluciente iba aceptando ese
ocaso. Traté de ajustarme las gafas, para enfocar mi vista,
hasta que opté por quitármelas y mis ojos agradecieron esa
licencia espontánea tan infrecuente en la cotidianeidad donde
nuestro enfoque no supera los edificios cercanos y los
fragmentos de cielo son tan exiguos que ni siquiera captan
nuestra atención. Durante unos minutos mantuve la mirada
respirando hondo y concentrándome en la luz rojiza del
atardecer.
Cuando me hube instalado, llamé enseguida a mi amiga.
– Patricia, ya estoy aquí; es precioso, nena.
– Disfruta y descansa, Meli, —me dijo—. Tienes un montón de
libros, buena música y, si necesitas algo, habla con el portero.
No dejes de llamarme.
Era un apartamento pequeño con una sola habitación, un amplísimo
salón y mucha luz, perfectamente decorado por una virgo
meticulosa. Tenía muebles rústicos combinados con grandes
jarrones vanguardistas llenos de piedras arena y sal, pequeñas
margaritas y rosas plateadas sostenidas por talles de alambres
de diferente longitud adornando pequeños rincones. Una enorme
estantería llena de libros y discos compactos presidía el salón.
Cuadros grandes alegres e intensos, pintados por ella sin
silueta alguna, solo mezclas cálidas de gamas de color con
pequeñas incrustaciones cerámicas multiforme; así decoradas,
esas paredes te acogían sin perturbarte. Pero lo mejor de todo
era esa terraza inmensa frente al mar Mediterráneo, con un techo
de cielo lleno de estrellas.
El apartamento reflejaba en cierto modo la esencia de su
propietaria, una mujer convencional en muchos aspectos,
acogedora pero sorprenderte por su audacia en actitudes
aparentemente intranscendentes que no, nimias. Viéndonos juntas
nadie diría que tenía casi diez años más que yo. Su aspecto era
fresco, juvenil y desenfadado. Podía ponerse mi ropa y la de sus
hijas, siempre con algún complemento que le daba un toque más
elegante y exclusivo Sus modales elegantes y sosegados hacían
que su presencia siempre resultara discreta pero perceptible. Su
pelo rubio ligeramente ondulado enmarcaban un rostro ovalado de
piel blanca y tersa; unos labios bien definidos de sonrisa
franca y unos ojos castaños que escrutaban perspicaz y
benévolamente y que atesoraban en su retina las instantáneas de
una vida que ella contaba sin apresurarse, deleitándose en la
confianza y serenidad que solo proporciona un logro único
conseguido con denuedo y sacrificio. No sólo la quería, también
la admiraba profundamente, y cuando se lo comentaba, siempre me
respondía sonriente: “Meli, es que tu ímpetu y rebeldía me son
más que familiares”. Y añadía: “procura no olvidar que la
serenidad siempre está hilvanada con un punto de resignación.”
Salí a la terraza; el mar estaba en calma y la temperatura era
muy agradable, así que elegí una música suave y me tumbé a
contemplar la bóveda celeste. Aunque intenté relajarme mientras
adivinaba las constelaciones que me observaban, no puede
conseguirlo. Inquieta, fumé un cigarrillo tras otro. Ese
silencio…, esa inmensidad infinita…, ese equilibrio perfecto, me
enervaban y me hacían sentir un átomo invisible e inestable, una
migaja desgajada de algún elemento que, como diminuta partícula
endeble y anárquica, estaba fuera de contexto.
La última conversación con Adolfo (mi pareja) había sido tan
fría y distante, tan triste y áspera que aún no había sido capaz
de asimilarla. No podía comprender cómo habíamos llegado a ese
punto sin apenas percibirlo, como una madeja sutil que se va
embrollando estúpidamente. ¿Qué quedaba entre nosotros…? Observé
fijamente a Orión como esperando una respuesta.
De pronto empecé a llorar tan desconsoladamente que yo misma me
asusté. La rabia me invadió como un calambre de los pies a la
cabeza, sacudiéndome con un sofoco intenso que me impulsaba a
salir corriendo; correr y correr, pero ¿hacia dónde? Comencé a
moverme en apenas un metro cuadrado como un animal enjaulado
trantado de liberar esa angustia sin conseguirlo, paraba y me
decía: ¿dónde quieres ir, si este es el destino de tu huida? Un
torbellino de ideas sombrías se apropió de mí y dije todos los
improperios que se me ocurrieron: ¡malditos imbéciles!,
parásitos crueles, mentes miopes y apocadas que han vivido
absorbiendo mi energía, mis ilusiones y proyectos. Dónde fue a
parar todo el amor que os ofrecí y el tiempo que os dediqué.
¡Cabrones! Me lo habéis arrebatado todo, controlando mis
sentimientos, mi vida, mis amigos. ¡Hijos de puta! Todo es
vuestro, todo menos yo. Esa es mi venganza. Me niego a
pertenecer a nadie. Mierda, mierda, mierda de vida ¡joder¡
Todo lo que sustenta tu vida se convierte de pronto en una arena
movediza, una ciénaga que te rodea y te absorbe impidiéndote
respirar. Se hace difícil indultar un sólo recuerdo.
Decepcionada de mis padres que castigaron mi rebeldía cargada de
preguntas sin res-puesta, de las burlas de mis hermanos que me
hicieron sentir ínsula foránea en el archipiélago familiar,
harta de tanto amigo circunstancial que sólo quiere empujarte al
redil, desencantada del trabajo convertido en una carrera de
obstáculos entre trepas e incompetentes , de la rutina
inclemente, de tantas oportunidades perdidas en consideración a
las necesidades del conjunto familiar y… de Adolfo, Sí, él se
llevaba la peor parte precisamente por ser el más cercano y del
que siempre esperé más. Maldiciendo el día que le conocí, el día
que decidimos unir nuestras vidas, odiando cada uno de sus
gestos, cada caricia, cada minuto a su lado; odiando sin parar
pasaron muchas horas antes de que el sueño me redimiera,
completamente agotada.
El primer rayo de sol, apuntando directamente a mi cara, me
despertó a la mañana siguiente. De nuevo la inmensidad azul del
mar y el cielo, y yo, y estos folios, y este bolígrafo, y mil
sentimientos pugnando por encontrar un acomodo. Mil lágrimas,
más y más dolor y más rabia. El sol empezaba a calentar con
fuerza, así que me apliqué un poquito de crema broncea-dora. Al
llegar a mi hombro izquierdo tropecé con una pequeña cicatriz.
Recordaba perfecta-mente esa quemadura y el ardor del contacto
del agua hirviendo sobre mi piel. “Sé que duele pero hay que
limpiarla bien o te quedará una cicatriz horrenda. Así que
aguanta” —me decía el enfermero—, y yo apretaba fuertemente los
dientes. Detuve mi mano unos segundos presionándola suavemente;
ya no dolía. Mirándola empecé a pensar en lo que me estaba
ocurriendo y me dije: “No hay más camino, Meli, esta vez tendrás
que enfrentarte a la verdad”.
Así estuve más de una semana, sin teléfono, ni televisión, ni
noticias; sin contacto humano alguno. Sola en un universo que
invita constantemente a unirse a la armonía, mientras el
desánimo, la aversión y el enojo te lo impiden. No podía
explicar nada porque ni yo misma sabía qué estaba pasando.
Estuve tentada de llamar a Patricia varias veces, pero
finalmente colgué el teléfono. Cuando nos despedimos me dijo:
“Tomar decisiones en momentos cruciales de nuestra existencia es
una labor ardua y dolorosa. Requiere de una disposición
enérgica, un armazón de ideas bien forjado en el tiempo,
consistente y ordenado por prioridades, de humil-dad y sensatez.
Pero, sobre todo, ten en cuenta que no puedes amar si no te
amas, ni perdonar si no te perdonas, ni alegrar si no estás
alegre; no puedes dar nada que no tengas”. Mientras me acomodaba
en el coche apostilló: “Sólo tu sabes las respuestas Meli, están
en tu corazón y en algún rinconcito de tu mente y sólo tu puedes
indagar en ese espacio. Coge papel y lápiz y es-cribe. Entre el
blanco y el negro hay una gama infinita de grises y es posible
que, buscando, encuentres algún color que te estimule. Si das
con el tranquillo de este proceso, tendrás en tu mano la fórmula
del mejor cosmético del mundo.”
Cada mañana, el sol volvía a despertarme al despuntar el día,
con un guiño en forma de rayo intermitente entre alguna que otra
nubecilla. Algunas veces entreabría los ojos preguntándome
cuántos miles de años llevaba ese astro despertando la vida en
nuestro planeta. Tantos años en la gran ciudad, desquiciada por
ruidos extraños, despertadores, teléfonos, tráfico, sirenas,
timbres…, y, sin embargo, agradecía esta invasión matutina que
anunciaba el nuevo día. Salté de la cama dispuesta a disfrutarlo
y empecé recogiendo el apartamento. Sentada en la terraza me
dispuse a tomar un café recién hecho y unas buenas tostadas. Al
fin tenía apetito. Un mar embravecido y un viento intenso me
indujeron, por contraposición, a encauzar todo ese marasmo de
sentimientos en una actitud más mesurada y reflexiva, más
lógica.
Dirigí mi pensamiento a Adolfo tratando de recordar sólo los
buenos momentos de nuestra vida en común: su humor irónico,
nuestra complicidad, esa sensual sonrisa, su mirada inquieta,
nuestros hijos; Esa loca pasión desatada por una atracción
física salvaje y completa-mente desinhibida que ambos dejábamos
fluir en nuestros encuentros amorosos. Con el tiempo, esa
atracción fue mezclándose con el conocimiento minucioso de
nuestros cuerpos y las preferencias del otro alcanzando un goce
privilegiado que incluía, además, la regalía de una vida
completa en común. Una sonrisa maliciosa se dibujaba en mi
rostro al mismo tiempo que sur-gía de nuevo la misma pregunta:
¿qué quedaba entre nosotros? Hacía tiempo que no teníamos
relaciones así, el desencuentro en el enfoque de nuestros
objetivos en la vida, nos estaba alejando también físicamente.
Esta vez bajé la mirada obviando las respuestas. Hacer el amor
sin desearlo era para mi ya, una concesión entupida y si algo
había sacado en claro hasta ese momento, es que jamás volvería a
suceder.
Durante algunos días más estuve monologando de mil maneras; yo
preguntaba y me respondía:
– Nunca les dijiste claramente lo que pensabas respecto a muchas
cosas; esa discreta pose es muy elegante pero poco práctica.
– Diste por supuesto que entenderían tus sacrificios, pero ¿qué
van a entender? El que más pone más pierde, deberías saberlo.
– Hay cosas que no se pueden borrar, Meli; siempre quedará un
poso amargo que se va acumulando y que atiza las siguientes
rabias. Ten por seguro que habrá más rabias y desacuerdos.
– ¿Te atreverías a empezar de nuevo? ¿Soportarías las ausencias,
las preguntas, el desamor? Volverte a equivocar a estas alturas
tendría un alto precio. Piénsalo.
– Sí, me atrevería, pero tiene que haber alguna forma de mejorar
las cosas, tiene que haber alguna opción más. Habrá que cambiar
tantas actitudes… ¿Podrás?
– No te engañes, ellos representan y son todo lo que más
quieres. Al fin y al cabo, si te duele es porque son tan parte
de ti como tu propia piel.
En medio de ese parloteo interior hice una pausa frente al
espejo del pasillo algo gruñona.
– ¿Es que tienes respuesta para todo, pedazo de tonta?
¡Aprovecha y quéjate a gusto!
El espejo me devolvía un rostro más juvenil y una mirada más
intensa que los días anteriores. Eso me reconfortó. ¿Tendría
razón Patricia respecto al cosmético? Sonreí abiertamente.
Pero, el monólogo había completado ya la circunferencia.
Empezaba a echar de menos a Patricia y nuestras charlas. Ella,
siempre prudente, me dejaba hablar y hablar antes de opinar
sobre cualquier tema, pero sobre todo si el tema era Adolfo.
Conocía muy bien nuestra historia y, aunque nunca hicieron
buenas migas, sabía que le amaba a pesar de que nuestra
convivencia se hubiera complicado últimamente. Por eso me
propuso dejar la ciudad y apartarme un poco del brete. Adolfo no
lo aceptó de buena gana y esa fue la última vez que discutimos.
Pero yo no podía soportarlo más y esta vez impuse mi criterio
sin importarme lo que pasara.
Por fin tenía claro que había que sanear las heridas si es que
había alguna posibilidad de curarlas y necesitaba un espacio
donde reventar mis abscesos, mi ira, eliminar lo inútil,
va-ciarme de rencor. Tenía derecho, después de quince años de
entrega a unos días para odiar; sí, para odiarlo todo tan
intensamente como lo amaba, para recapacitar, resumir,
reconducir, valorar y decidir qué rumbo quería darle a mi vida.
Sí, sí, digo bien, mi vida; sin pensar en nadie más. No habría
más “nosotros” ni “nuestros”, ni padres, ni hijos, ni nada.
Ahora sólo era yo. Después, y sólo después de eso, podría volver
a pensar en los demás; comenzar de nuevo; aprender a valorar
todo lo bueno que me habían dado todos y cada uno de ellos, y
que hacía tiempo que ni siquiera tenía en cuenta.
Aquella mañana lluviosa y oscura, mis lágrimas fluían más
apaciblemente. Las caritas de mis pequeños “tiranos” en esa
diminuta foto, esos salvajes egocéntricos que aparecen de
repente en nuestra vida convirtiéndola en un sin vivir, me
habían devuelto un sabor dulce y entrañable. Para ellos también
había una ración de indignación, pero más indulgente. Hay
sufrimientos que uno acepta de antemano.
Dejó de llover y me trasladé de nuevo a la terraza. Mientras el
aire me acariciaba, las nubes se iban disipando impulsadas por
el viento y el sol aparecía entre ellas de vez en cuando. Sentí
de pronto como una complicidad del entorno, acompañándome en el
duro proceso que supone indagar en nuestro interior y tratar de
reconocernos. El sol estaba allí, aunque no siempre podía verlo.
Imaginé cómo el fantasma de la depresión, esa sensación de estar
en un borde escarpado sin apoyo para los dos pies, se difuminaba
entre las nubes que se alejaban y mis pulmones aspiraron
ampliamente para devolver el aire en un suspiro de alivio. Al
fin el sol se apoderaba del cielo, mientras se despejaba
lentamente mi tormenta interior. Finalmente, abandonada
totalmente al calor del sol, una voz se impuso a todas las demás
con claridad y determinación:
– El tiempo de odiar ha terminado, Meli. Esa es tu vida, esa es
tu casa, ese es tu hombre, eso es lo que tú elegiste, así que
aprieta los dientes y lucha por ello. Mi corazón y mi mente al
fin habían llegado a un primer entente. Era el momento de volver
y de seguir amando, de cambiar muchas actitudes y olvidar
pequeños agravios afrontando con entereza los más lamentables,
era el momento de disculpar y pedir disculpas. No iba a ser
fácil, pero tampoco una separación lo sería. Mi decisión era
rehacer mis relaciones partiendo de lo que había, que era mucho
aunque estuviera maltrecho y este era el momento, porque ahora
me encon-traba con la fuerza interior suficiente para afrontarlo
con decisión. Me prometí reservarme tiempo para maldecir y
despotricar tantas veces como me hiciera falta, sin volver a
sentir-me mal por ello ni hacer sentir mal a nadie más. Sabía
que todos estaban sufriendo de algún modo por esta salida de
tono, pero la prioridad desde ese momento era curar mis heridas
concederme el tiempo de queja, limpieza y cuidados necesario y
procurar que dejaran la menor huella posible. Me preguntaba como
es posible que corramos apresuradamente ante el más pequeño
corte en un dedo y sin embargo sigamos ciegos, sordos e inermes
ante el dolor más íntimo de los que nos rodean. Rehuimos las
miradas tristes, las lágrimas contenidas, los síntomas de
decaimiento, como huyendo de una epidemia. Racionamos nuestro
tiempo a los demás porque prestamos nuestra atención a asuntos
lejanos en los que no po-demos incidir, olvidando a los nuestros
y el arte de escuchar, de hacernos compañía y dispensarnos ese
ungüento mágico que son las caricias, los apretones de manos,
los gestos fra-ternales y cercanos. Recordé, no sin cierto
asombro, algo que no debería haber olvidado; que debía
habituarme a curar las heridas del alma con la misma prontitud
con la que usamos algodón y antisépticos, vendas y pomadas para
proteger la afección hasta que ya no duele.
No sé cuánto tiempo estuve escribiendo. Cansada, alcé la vista
de estos folios para mirar al horizonte y encontré un fantástico
arco iris que lo atravesaba de punta a punta.
– ¡Patricia, bruja! —exclamé—. Uno no, siete magníficos colores
formando un arco perfecto frente a mi ventana, encima del mar
conmoviendo esta alma cicatera que no salía de su asombro. Esta
vez estaba segura de formar parte de un universo cómplice, lleno
de color y de belleza, que me proporcionaba algunas de las
respuestas que se me hurtaron cuando mi cabecita estaba en pleno
proceso de cimentación. Ahora comprendía que, no solo formamos
parte de un universo, sino que podemos elegir y determinar la
configuración del universo propio. Satélites, planetas,
estrellas fugaces, cometas, todos alrededor de una estrella
luminosa e incandescente, incansable y generosa discreta y
poderosa fuente de vida perma-nentemente. ¿Porque conformarme
con menos? – pensé -. Aceptando que la pequeñez de algunos no
alcanzaría jamás a verme o estimar mi luz, mi calor y mi fuerza,
ni mucho me-nos a reconocerla o apreciarla con gratitud; lo
verdaderamente importante ahora era, que yo si sabía lo que
quería ser y nunca más dejaría que me arrebataran esta certeza.
Sin desplazarme un ápice de mí orbita y mis propósitos, podría
interaccionar con los demás buscando la armonía necesaria
procurando siempre mantener una distancia conveniente. Otra cosa
sería ponerlo en práctica, pero eso ya lo analizaría más
adelante.
Al fin, encontré ese momento de sosiego que llevaba tiempo
buscando e hice un alto en el camino distendiendo y relajando
mis músculos y dejando que la energía y el calor del sol me
atravesaran sin resistencia alguna, dispuesta a recargar mis
ánimos e ilusiones.
Con la decisión tomada me regalé aún unos días, ya más
tranquila.
Finalmente cogí el teléfono y llamé a Patricia:
– Hija, ¡al fin! —me contestó—, ¿estás bien?
– Patricia, vuelvo a casa.
– Me alegro querida Meli. Adolfo me ha llamado cien veces, no
sabes lo que está pasando el pobre. Está hecho polvo.
– Bueno, ya será menos. Patri, querida… antes de volver necesito
que me prometas una co-sa.
– Venga, dispara Meli, ¿qué quieres?
– Cuando necesite odiar, ¿me dejarás tu casa?
– Meli, por Dios, pues claro, qué cosas dices. Anda ven y
cuéntamelo todo.
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