Tiempo para odiar.

Relato fuera de concurso publicado en el libro "Relat@s en el Canal"

 Mª Luisa Núñez

Estaba entrada la tarde cuando llegué al apartamento que Patricia tenía en la playa. Lindando con el mar Mediterráneo separado tan solo por un pequeño enlosado donde algunas mesas solitarias contemplaban la mar. El bloque de apartamentos de aspecto muy cuidado lucia su fachada color beige entre palmeras, áloes, setos y adelfas de colores que, cimbreantes al son del viento de levante, se mecían dulcemente. Al otro lado de la carretera el sol estaba ya a punto de ocultarse. Me detuve un instante a mirar ese horizonte diáfano donde mi mirada podía perderse sin obstáculos. Al fondo, el sol en su diaria despedida, dejando una estela luminosa sobre el otro mar, el llamado Menor, que como una balsa reluciente iba aceptando ese ocaso. Traté de ajustarme las gafas, para enfocar mi vista, hasta que opté por quitármelas y mis ojos agradecieron esa licencia espontánea tan infrecuente en la cotidianeidad donde nuestro enfoque no supera los edificios cercanos y los fragmentos de cielo son tan exiguos que ni siquiera captan nuestra atención. Durante unos minutos mantuve la mirada respirando hondo y concentrándome en la luz rojiza del atardecer.


Cuando me hube instalado, llamé enseguida a mi amiga.


– Patricia, ya estoy aquí; es precioso, nena.


– Disfruta y descansa, Meli, —me dijo—. Tienes un montón de libros, buena música y, si necesitas algo, habla con el portero. No dejes de llamarme.


Era un apartamento pequeño con una sola habitación, un amplísimo salón y mucha luz, perfectamente decorado por una virgo meticulosa. Tenía muebles rústicos combinados con grandes jarrones vanguardistas llenos de piedras arena y sal, pequeñas margaritas y rosas plateadas sostenidas por talles de alambres de diferente longitud adornando pequeños rincones. Una enorme estantería llena de libros y discos compactos presidía el salón. Cuadros grandes alegres e intensos, pintados por ella sin silueta alguna, solo mezclas cálidas de gamas de color con pequeñas incrustaciones cerámicas multiforme; así decoradas, esas paredes te acogían sin perturbarte. Pero lo mejor de todo era esa terraza inmensa frente al mar Mediterráneo, con un techo de cielo lleno de estrellas.


El apartamento reflejaba en cierto modo la esencia de su propietaria, una mujer convencional en muchos aspectos, acogedora pero sorprenderte por su audacia en actitudes aparentemente intranscendentes que no, nimias. Viéndonos juntas nadie diría que tenía casi diez años más que yo. Su aspecto era fresco, juvenil y desenfadado. Podía ponerse mi ropa y la de sus hijas, siempre con algún complemento que le daba un toque más elegante y exclusivo Sus modales elegantes y sosegados hacían que su presencia siempre resultara discreta pero perceptible. Su pelo rubio ligeramente ondulado enmarcaban un rostro ovalado de piel blanca y tersa; unos labios bien definidos de sonrisa franca y unos ojos castaños que escrutaban perspicaz y benévolamente y que atesoraban en su retina las instantáneas de una vida que ella contaba sin apresurarse, deleitándose en la confianza y serenidad que solo proporciona un logro único conseguido con denuedo y sacrificio. No sólo la quería, también la admiraba profundamente, y cuando se lo comentaba, siempre me respondía sonriente: “Meli, es que tu ímpetu y rebeldía me son más que familiares”. Y añadía: “procura no olvidar que la serenidad siempre está hilvanada con un punto de resignación.”


Salí a la terraza; el mar estaba en calma y la temperatura era muy agradable, así que elegí una música suave y me tumbé a contemplar la bóveda celeste. Aunque intenté relajarme mientras adivinaba las constelaciones que me observaban, no puede conseguirlo. Inquieta, fumé un cigarrillo tras otro. Ese silencio…, esa inmensidad infinita…, ese equilibrio perfecto, me enervaban y me hacían sentir un átomo invisible e inestable, una migaja desgajada de algún elemento que, como diminuta partícula endeble y anárquica, estaba fuera de contexto.
La última conversación con Adolfo (mi pareja) había sido tan fría y distante, tan triste y áspera que aún no había sido capaz de asimilarla. No podía comprender cómo habíamos llegado a ese punto sin apenas percibirlo, como una madeja sutil que se va embrollando estúpidamente. ¿Qué quedaba entre nosotros…? Observé fijamente a Orión como esperando una respuesta.


De pronto empecé a llorar tan desconsoladamente que yo misma me asusté. La rabia me invadió como un calambre de los pies a la cabeza, sacudiéndome con un sofoco intenso que me impulsaba a salir corriendo; correr y correr, pero ¿hacia dónde? Comencé a moverme en apenas un metro cuadrado como un animal enjaulado trantado de liberar esa angustia sin conseguirlo, paraba y me decía: ¿dónde quieres ir, si este es el destino de tu huida? Un torbellino de ideas sombrías se apropió de mí y dije todos los improperios que se me ocurrieron: ¡malditos imbéciles!, parásitos crueles, mentes miopes y apocadas que han vivido absorbiendo mi energía, mis ilusiones y proyectos. Dónde fue a parar todo el amor que os ofrecí y el tiempo que os dediqué.

 

¡Cabrones! Me lo habéis arrebatado todo, controlando mis sentimientos, mi vida, mis amigos. ¡Hijos de puta! Todo es vuestro, todo menos yo. Esa es mi venganza. Me niego a pertenecer a nadie. Mierda, mierda, mierda de vida ¡joder¡


Todo lo que sustenta tu vida se convierte de pronto en una arena movediza, una ciénaga que te rodea y te absorbe impidiéndote respirar. Se hace difícil indultar un sólo recuerdo.


Decepcionada de mis padres que castigaron mi rebeldía cargada de preguntas sin res-puesta, de las burlas de mis hermanos que me hicieron sentir ínsula foránea en el archipiélago familiar, harta de tanto amigo circunstancial que sólo quiere empujarte al redil, desencantada del trabajo convertido en una carrera de obstáculos entre trepas e incompetentes , de la rutina inclemente, de tantas oportunidades perdidas en consideración a las necesidades del conjunto familiar y… de Adolfo, Sí, él se llevaba la peor parte precisamente por ser el más cercano y del que siempre esperé más. Maldiciendo el día que le conocí, el día que decidimos unir nuestras vidas, odiando cada uno de sus gestos, cada caricia, cada minuto a su lado; odiando sin parar pasaron muchas horas antes de que el sueño me redimiera, completamente agotada.


El primer rayo de sol, apuntando directamente a mi cara, me despertó a la mañana siguiente. De nuevo la inmensidad azul del mar y el cielo, y yo, y estos folios, y este bolígrafo, y mil sentimientos pugnando por encontrar un acomodo. Mil lágrimas, más y más dolor y más rabia. El sol empezaba a calentar con fuerza, así que me apliqué un poquito de crema broncea-dora. Al llegar a mi hombro izquierdo tropecé con una pequeña cicatriz. Recordaba perfecta-mente esa quemadura y el ardor del contacto del agua hirviendo sobre mi piel. “Sé que duele pero hay que limpiarla bien o te quedará una cicatriz horrenda. Así que aguanta” —me decía el enfermero—, y yo apretaba fuertemente los dientes. Detuve mi mano unos segundos presionándola suavemente; ya no dolía. Mirándola empecé a pensar en lo que me estaba ocurriendo y me dije: “No hay más camino, Meli, esta vez tendrás que enfrentarte a la verdad”.


Así estuve más de una semana, sin teléfono, ni televisión, ni noticias; sin contacto humano alguno. Sola en un universo que invita constantemente a unirse a la armonía, mientras el desánimo, la aversión y el enojo te lo impiden. No podía explicar nada porque ni yo misma sabía qué estaba pasando. Estuve tentada de llamar a Patricia varias veces, pero finalmente colgué el teléfono. Cuando nos despedimos me dijo: “Tomar decisiones en momentos cruciales de nuestra existencia es una labor ardua y dolorosa. Requiere de una disposición enérgica, un armazón de ideas bien forjado en el tiempo, consistente y ordenado por prioridades, de humil-dad y sensatez. Pero, sobre todo, ten en cuenta que no puedes amar si no te amas, ni perdonar si no te perdonas, ni alegrar si no estás alegre; no puedes dar nada que no tengas”. Mientras me acomodaba en el coche apostilló: “Sólo tu sabes las respuestas Meli, están en tu corazón y en algún rinconcito de tu mente y sólo tu puedes indagar en ese espacio. Coge papel y lápiz y es-cribe. Entre el blanco y el negro hay una gama infinita de grises y es posible que, buscando, encuentres algún color que te estimule. Si das con el tranquillo de este proceso, tendrás en tu mano la fórmula del mejor cosmético del mundo.”


Cada mañana, el sol volvía a despertarme al despuntar el día, con un guiño en forma de rayo intermitente entre alguna que otra nubecilla. Algunas veces entreabría los ojos preguntándome cuántos miles de años llevaba ese astro despertando la vida en nuestro planeta. Tantos años en la gran ciudad, desquiciada por ruidos extraños, despertadores, teléfonos, tráfico, sirenas, timbres…, y, sin embargo, agradecía esta invasión matutina que anunciaba el nuevo día. Salté de la cama dispuesta a disfrutarlo y empecé recogiendo el apartamento. Sentada en la terraza me dispuse a tomar un café recién hecho y unas buenas tostadas. Al fin tenía apetito. Un mar embravecido y un viento intenso me indujeron, por contraposición, a encauzar todo ese marasmo de sentimientos en una actitud más mesurada y reflexiva, más lógica.


Dirigí mi pensamiento a Adolfo tratando de recordar sólo los buenos momentos de nuestra vida en común: su humor irónico, nuestra complicidad, esa sensual sonrisa, su mirada inquieta, nuestros hijos; Esa loca pasión desatada por una atracción física salvaje y completa-mente desinhibida que ambos dejábamos fluir en nuestros encuentros amorosos. Con el tiempo, esa atracción fue mezclándose con el conocimiento minucioso de nuestros cuerpos y las preferencias del otro alcanzando un goce privilegiado que incluía, además, la regalía de una vida completa en común. Una sonrisa maliciosa se dibujaba en mi rostro al mismo tiempo que sur-gía de nuevo la misma pregunta: ¿qué quedaba entre nosotros? Hacía tiempo que no teníamos relaciones así, el desencuentro en el enfoque de nuestros objetivos en la vida, nos estaba alejando también físicamente. Esta vez bajé la mirada obviando las respuestas. Hacer el amor sin desearlo era para mi ya, una concesión entupida y si algo había sacado en claro hasta ese momento, es que jamás volvería a suceder.


Durante algunos días más estuve monologando de mil maneras; yo preguntaba y me respondía:


– Nunca les dijiste claramente lo que pensabas respecto a muchas cosas; esa discreta pose es muy elegante pero poco práctica.


– Diste por supuesto que entenderían tus sacrificios, pero ¿qué van a entender? El que más pone más pierde, deberías saberlo.


– Hay cosas que no se pueden borrar, Meli; siempre quedará un poso amargo que se va acumulando y que atiza las siguientes rabias. Ten por seguro que habrá más rabias y desacuerdos.


– ¿Te atreverías a empezar de nuevo? ¿Soportarías las ausencias, las preguntas, el desamor? Volverte a equivocar a estas alturas tendría un alto precio. Piénsalo.


– Sí, me atrevería, pero tiene que haber alguna forma de mejorar las cosas, tiene que haber alguna opción más. Habrá que cambiar tantas actitudes… ¿Podrás?


– No te engañes, ellos representan y son todo lo que más quieres. Al fin y al cabo, si te duele es porque son tan parte de ti como tu propia piel.


En medio de ese parloteo interior hice una pausa frente al espejo del pasillo algo gruñona.


– ¿Es que tienes respuesta para todo, pedazo de tonta? ¡Aprovecha y quéjate a gusto!


El espejo me devolvía un rostro más juvenil y una mirada más intensa que los días anteriores. Eso me reconfortó. ¿Tendría razón Patricia respecto al cosmético? Sonreí abiertamente.


Pero, el monólogo había completado ya la circunferencia. Empezaba a echar de menos a Patricia y nuestras charlas. Ella, siempre prudente, me dejaba hablar y hablar antes de opinar sobre cualquier tema, pero sobre todo si el tema era Adolfo. Conocía muy bien nuestra historia y, aunque nunca hicieron buenas migas, sabía que le amaba a pesar de que nuestra convivencia se hubiera complicado últimamente. Por eso me propuso dejar la ciudad y apartarme un poco del brete. Adolfo no lo aceptó de buena gana y esa fue la última vez que discutimos. Pero yo no podía soportarlo más y esta vez impuse mi criterio sin importarme lo que pasara.
Por fin tenía claro que había que sanear las heridas si es que había alguna posibilidad de curarlas y necesitaba un espacio donde reventar mis abscesos, mi ira, eliminar lo inútil, va-ciarme de rencor. Tenía derecho, después de quince años de entrega a unos días para odiar; sí, para odiarlo todo tan intensamente como lo amaba, para recapacitar, resumir, reconducir, valorar y decidir qué rumbo quería darle a mi vida. Sí, sí, digo bien, mi vida; sin pensar en nadie más. No habría más “nosotros” ni “nuestros”, ni padres, ni hijos, ni nada. Ahora sólo era yo. Después, y sólo después de eso, podría volver a pensar en los demás; comenzar de nuevo; aprender a valorar todo lo bueno que me habían dado todos y cada uno de ellos, y que hacía tiempo que ni siquiera tenía en cuenta.


Aquella mañana lluviosa y oscura, mis lágrimas fluían más apaciblemente. Las caritas de mis pequeños “tiranos” en esa diminuta foto, esos salvajes egocéntricos que aparecen de repente en nuestra vida convirtiéndola en un sin vivir, me habían devuelto un sabor dulce y entrañable. Para ellos también había una ración de indignación, pero más indulgente. Hay sufrimientos que uno acepta de antemano.
Dejó de llover y me trasladé de nuevo a la terraza. Mientras el aire me acariciaba, las nubes se iban disipando impulsadas por el viento y el sol aparecía entre ellas de vez en cuando. Sentí de pronto como una complicidad del entorno, acompañándome en el duro proceso que supone indagar en nuestro interior y tratar de reconocernos. El sol estaba allí, aunque no siempre podía verlo. Imaginé cómo el fantasma de la depresión, esa sensación de estar en un borde escarpado sin apoyo para los dos pies, se difuminaba entre las nubes que se alejaban y mis pulmones aspiraron ampliamente para devolver el aire en un suspiro de alivio. Al fin el sol se apoderaba del cielo, mientras se despejaba lentamente mi tormenta interior. Finalmente, abandonada totalmente al calor del sol, una voz se impuso a todas las demás con claridad y determinación:


– El tiempo de odiar ha terminado, Meli. Esa es tu vida, esa es tu casa, ese es tu hombre, eso es lo que tú elegiste, así que aprieta los dientes y lucha por ello. Mi corazón y mi mente al fin habían llegado a un primer entente. Era el momento de volver y de seguir amando, de cambiar muchas actitudes y olvidar pequeños agravios afrontando con entereza los más lamentables, era el momento de disculpar y pedir disculpas. No iba a ser fácil, pero tampoco una separación lo sería. Mi decisión era rehacer mis relaciones partiendo de lo que había, que era mucho aunque estuviera maltrecho y este era el momento, porque ahora me encon-traba con la fuerza interior suficiente para afrontarlo con decisión. Me prometí reservarme tiempo para maldecir y despotricar tantas veces como me hiciera falta, sin volver a sentir-me mal por ello ni hacer sentir mal a nadie más. Sabía que todos estaban sufriendo de algún modo por esta salida de tono, pero la prioridad desde ese momento era curar mis heridas concederme el tiempo de queja, limpieza y cuidados necesario y procurar que dejaran la menor huella posible. Me preguntaba como es posible que corramos apresuradamente ante el más pequeño corte en un dedo y sin embargo sigamos ciegos, sordos e inermes ante el dolor más íntimo de los que nos rodean. Rehuimos las miradas tristes, las lágrimas contenidas, los síntomas de decaimiento, como huyendo de una epidemia. Racionamos nuestro tiempo a los demás porque prestamos nuestra atención a asuntos lejanos en los que no po-demos incidir, olvidando a los nuestros y el arte de escuchar, de hacernos compañía y dispensarnos ese ungüento mágico que son las caricias, los apretones de manos, los gestos fra-ternales y cercanos. Recordé, no sin cierto asombro, algo que no debería haber olvidado; que debía habituarme a curar las heridas del alma con la misma prontitud con la que usamos algodón y antisépticos, vendas y pomadas para proteger la afección hasta que ya no duele.


No sé cuánto tiempo estuve escribiendo. Cansada, alcé la vista de estos folios para mirar al horizonte y encontré un fantástico arco iris que lo atravesaba de punta a punta.


– ¡Patricia, bruja! —exclamé—. Uno no, siete magníficos colores formando un arco perfecto frente a mi ventana, encima del mar conmoviendo esta alma cicatera que no salía de su asombro. Esta vez estaba segura de formar parte de un universo cómplice, lleno de color y de belleza, que me proporcionaba algunas de las respuestas que se me hurtaron cuando mi cabecita estaba en pleno proceso de cimentación. Ahora comprendía que, no solo formamos parte de un universo, sino que podemos elegir y determinar la configuración del universo propio. Satélites, planetas, estrellas fugaces, cometas, todos alrededor de una estrella luminosa e incandescente, incansable y generosa discreta y poderosa fuente de vida perma-nentemente. ¿Porque conformarme con menos? – pensé -. Aceptando que la pequeñez de algunos no alcanzaría jamás a verme o estimar mi luz, mi calor y mi fuerza, ni mucho me-nos a reconocerla o apreciarla con gratitud; lo verdaderamente importante ahora era, que yo si sabía lo que quería ser y nunca más dejaría que me arrebataran esta certeza. Sin desplazarme un ápice de mí orbita y mis propósitos, podría interaccionar con los demás buscando la armonía necesaria procurando siempre mantener una distancia conveniente. Otra cosa sería ponerlo en práctica, pero eso ya lo analizaría más adelante.
Al fin, encontré ese momento de sosiego que llevaba tiempo buscando e hice un alto en el camino distendiendo y relajando mis músculos y dejando que la energía y el calor del sol me atravesaran sin resistencia alguna, dispuesta a recargar mis ánimos e ilusiones.


Con la decisión tomada me regalé aún unos días, ya más tranquila.


Finalmente cogí el teléfono y llamé a Patricia:
– Hija, ¡al fin! —me contestó—, ¿estás bien?
– Patricia, vuelvo a casa.
– Me alegro querida Meli. Adolfo me ha llamado cien veces, no sabes lo que está pasando el pobre. Está hecho polvo.
– Bueno, ya será menos. Patri, querida… antes de volver necesito que me prometas una co-sa.
– Venga, dispara Meli, ¿qué quieres?
– Cuando necesite odiar, ¿me dejarás tu casa?
– Meli, por Dios, pues claro, qué cosas dices. Anda ven y cuéntamelo todo.
 

                                                                                                                   

 
Copyright © Asociación Canal Literatura  2004-2009.