-Te
perdono- sentenció Julia desde el otro lado de la mampara.
Lo dijo sin pestañear, sin inmutarse. Como si de Temis se tratara,
había dictado sentencia. Me libraba de una culpa de la que no me
arrepentía, me concedía un perdón que yo no había pedido y que me
dejó estupefacto. Yo fui tan víctima como ella. Tan culpable como
ella. Y sin embargo, las circunstancias habían querido que fuera
yo quien me encontrara vencido a este lado del cristal, escuchando
su voz serena por el telefonillo y contemplando en su aspecto los
signos de la victoria.
Quizá fuera gracias al distanciamiento de los últimos meses, o tal
vez fuera que yo ya no la miraba con ojos alcohólicos, pero Julia
volvía a estar guapa.
No la contesté y ella, sonriéndome levemente por última vez, se
levantó y se marchó.
Yo me quedé mascando la duda de si aquella sonrisa era un simple
gesto amable o una muestra reprimida de satisfacción.
Aquella mañana, cuando el funcionario me comunicó que había venido
a visitarme, vacilé unos instantes. No estaba seguro de lo que
ella buscaba ni de lo que yo esperaba. Un deseo amortajado con una
capa de inviabilidad en mi inconsciente, resucitó. A lo mejor ella
había tenido noticias de mi rehabilitación, pudiera ser que
estuviera arrepentida, que quisiera que cuando esta pesadilla
terminara lo intentásemos de nuevo. Pero me equivoqué. Antes de
concederme su perdón, Julia me soltó un estudiado discurso sobre
lo que le había costado recuperarse, lo difícil que era para ella
tomar las riendas de su nueva vida en solitario y lo fuerte e
ilusionada que se sentía ahora que había conseguido romper esas
ataduras invisibles que la mantenían unida a mí. También me dijo
que aunque la costó mucho, había conseguido perdonarme y que no
podría comenzar esa nueva vida hasta que me tuviera frente a ella
y pudiera decírmelo mirándome a los ojos.
Cuánto más mascaba la duda, más claro lo veía todo. Me contó una
milonga. Lo que en realidad quiso Julia aquella mañana fue
restregarme su victoria. Bien es cierto que estuvo a punto de
perder la vida, pero igual de cierto era que yo ya lo estaba
pagando con creces. En realidad, ya lo había pagado incluso antes
de entrar en prisión. Mi tortura había comenzado mucho antes de
ser un maltratador en la cárcel.
No alcanzo a comprender como evolucionó nuestra relación. Soy
perfectamente consciente de que el nuestro no fue un amor
apasionado, de esos que te nublan la vista y escogen el ritmo de
los latidos de tu corazón. Pero sí que nos queríamos, nos
divertíamos juntos y nos encontrábamos a gusto en la inercia de un
noviazgo que inevitablemente nos llevó al altar. Mecidos por el
suave ronroneo de la monotonía diaria pasamos nuestros primeros
años. Y así nos sentíamos felices. Las cosas se encontraban tal y
como debían estar en nuestro universo particular. Ella esperaba mi
regreso de la fábrica cuidando de nuestro hogar, cambiando los
muebles de sitio, descubriendo una lámpara maravillosa en
cualquier mercadillo, compartiendo cafés con sus amigas y
gobernando el mundo televisivo a golpe de mando a distancia. Yo
pasaba el tiempo que permanecía lejos de ella fresando pomos,
compartiendo el bocadillo con Manolo, asistiendo a las asambleas
sindicales y tratando de timar algunas horas extras al gerente.
Todo perfecto hasta que la fábrica quebró.
Veinte años fresando pomos y de la noche a la mañana me encontré
sin nada que hacer. Al principio, no pareció que fuera a ser tan
grave. Yo era joven, aún no había cumplido cuarenta y cobraría el
subsidio de desempleo. Disponía de tiempo para encontrar algo,
creí que no debía preocuparme, pero me equivoqué y cuando lo hice,
ya era demasiado tarde. Los meses pasaban, el dinero no llegaba y
comenzaron los problemas. Julia tuvo que ponerse a trabajar en un
supermercado, lo cual fue un alivio. Yo ya no aguantaba su mirada
cuando, derrotado, volvía de la calle con la carpeta de ofertas de
empleo vacía. Parecía que los pomos hubieran dejado de fresarse.
La mujer del paro suspiraba cada vez que veía que me acercaba a su
mesa, sus modales fueron cambiando y sus negativas cada vez eran
menos amables. A medida que el desánimo crecía en mí, los
reproches de Julia, también. Me acosaba cuando volvía, no dejaba
de preguntarme dónde pasaba el tiempo, porqué nadie me contrataba,
a qué esperaba para poner la lavadora o quitar el polvo.
Una tarde gris de otoño, postergando el momento de llegar a casa,
entré en un bar. La primera copa, me templó el estómago, la
siguiente la preocupación y en la sexta encontré el ánimo
suficiente para subir las escaleras de mi casa silbando. El
alborozo me duró poco. Julia estaba esperándome despierta y de muy
mal humor, yo no la hice caso y me metí en la cama. Al día
siguiente, la operación volvió a repetirse.
Si hubiera sido capaz de frenarlo, si hubiera sido capaz de
decirle lo mal que me sentía por no poder conseguir dinero para
llevarla de vacaciones, para sacarla a cenar, si hubiera podido
pronunciar una sola palabra de auxilio, tal vez las cosas hubieran
sido distintas. Pero no supe. Y ella tampoco. Ella no pudo o no
quiso darme un abrazo y decirme que estuviera tranquilo, que era
una mala racha, que me quería aunque fuera un inútil que solo
sabía fresar pomos. Por su boca solo salían reproches. Me acusaba
de gastar el dinero que ganaba en vicios. Ahora era su dinero y
mis vicios. Cuando era yo el que trabajaba, eran nuestro dinero y
sus necesidades, su peluquería, su gimnasio, sus tardes de
merienda. Y también me restregaba sus arrepentimientos. Lamentaba
no haber hecho caso a su madre y haberse casado conmigo. Se
maldecía por tener un marido fracasado. Era sumamente injusto, y
yo fui sintiéndome cada vez peor, hasta una noche en la que toqué
fondo.
Había bebido demasiado y por más que se lo pedí, Julia no me
dejaba en paz. Venía detrás de mí por el pasillo, chillándome,
exigiéndome compromisos que no yo no podía cumplir. Que si la
prometiera que no volvería a beber, que al día siguiente mismo
buscara ayuda… Me di la vuelta y cuando vi su rostro desencajado
por la rabia, levanté mi mano y le di una bofetada. No reaccionó,
se llevó la mano a la mejilla y su semblante pasó de la sorpresa
al desencanto en milésimas de segundo. No sé si me sentí mejor,
pero me tambaleé hasta la cama y me dormí.
La siguiente vez, protestó, intentó defenderse y yo descargué algo
más de una bofetada. Y de este modo, aquellas cosas que estaban en
su lugar, perfectamente colocadas fueron ocupando lugares
arbitrariamente. Ya era imposible encontrar el respeto, la
comunicación, el cariño o la comprensión.
Por algún extraño motivo, Julia se fue callando. Supongo que por
vergüenza, por miedo, o porque en algún lugar de su corazón aún
ardía una llama de esperanza. La cuestión es que yo a veces, me
arrepentía, otras me enfurecía y descargaba sobre ella toda la
rabia que me provocaban la cola del paro, el recelo de las miradas
de los vecinos o la compasión de mi familia. Cualquier cosa que me
torciera el humor terminaba provocándole algún hematoma a Julia.
Era una regla de tres. Matemática pura.
Y cada vez me sentía más miserable y mudo. Cada vez me costaba más
soportarme a mí mismo. Todos los sentimientos que provocaba en
Julia, rebotaban y se fundían con los míos propios. El asco cuando
intentaba ponerla una mano encima, el desprecio con el que me
ponía el plato en la mesa e incluso el miedo. En más de una
ocasión, pensé que peor ya no podría estar, que mejor sería si
muriera, y aunque era cobarde hasta para eso, me asustaba la idea
de emborracharme algún día hasta tal límite, que nada se me
pusiera por delante. Creo que si aquel día no le hubiera reventado
el bazo, en uno de aquellos arrebatos en los que sentía que podía
ponerme el mundo por montera, me hubiera reventado la cabeza de un
disparo.
Y ahora, aquella mujer con la que había compartido mi vida, con la
que había caído de la mano hasta lo más bajo, decía que me
perdonaba. Ojalá algún día pueda sentarme frente a ella y decir yo
lo mismo.
Hace meses que no bebo, intento aprender a canalizar mis
sentimientos y a hablar de ellos, y sobre todo, trato por todos
los medios de recuperar una vida.
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