Agallas de sobra. Por Ana M.ª Tomás

Ana María Tomás 2011 Agallas de sobra

 

Agallas de sobra

Caminaba con mi usual radal camino de unas compras cuando, a menos de cincuenta metros de mí, en una esquina ajena a mi territorio, y que más tarde me enteré que era muy peligrosa, según me aseguraron los vecinos –«si no lleva quinientos accidentes no llevan ninguno»–, un joven se saltó un ceda el paso a una velocidad supersónica para carretera –vayan ustedes echando cuentas lo que tuvo que ser para la ciudad– y se empotró de tal manera en una furgoneta mercedes que la «trompa» de la misma y los faros salieron volando al «quintísimo» pino. Me quedé paralizada, instintivamente me llevé las manos a la boca para impedir no sé qué grito que quedó ahogado en la mitad de la garganta. Antes de que pudiera sobreponerme, una patrulla de la Policía estaba allí, como si hubiese estado esperando el golpe para aparecer. Del coche embestido salió un pobre hombre de unos sesenta y tantos años, aturdido, dolorido, lloroso, sin comprender todavía qué narices había pasado para que a él, que iba cumpliendo toda la reglamentación, le jodieran el día y los sucesivos. Lo de menos es que llevara o no razón, el perjuicio ya estaba hecho. Todo lo contrario de lo que salió del otro coche que embistió como un miura: un chavalillo que tendría dieciocho años, aunque no los aparentaba en absoluto, con una cola de caballo que recogía en un minúsculo moñete, el resto de pelo casi rapado, y una mala leche como para estar haciendo yogures hasta el día del juicio final. Por lo visto, todo el problema no era que él se saltara el «ceda el paso», sino que tuviera que pasar, justo en ese momento, el otro «capullo» por allí. Se lo comía. No se imaginan la reacción del muchacho, ni siquiera por guardar la compostura ante los agentes de la autoridad se cortaba el payo. Nada parecía poder hacerse para aplacar la ira desatada de la criatura. La impotencia del dañado era para verla. Los que se arremolinaban alrededor contemplaban la escena incrédulos; yo misma, petrificada, sin capacidad de reacción, hasta que de una de las casas salió un venerable anciano, ochenta largos, largos, con dos muletas y las piernas vendadas bajo unos pantalones cortos, y se encaró con el enloquecido mequetrefe haciéndole ver la magnitud de su irresponsabilidad. Como creo que todos pensamos que iba a ocurrir, el joven se revolvió contra él y, por un momento, rumié que lo tiraba al suelo, pero el anciano se creció, levantó una de sus muletas y como un redivivo Blas de Lezo  (mi amado almirante manco, cojo y tuerto que en el siglo XVIII consiguió vencer a 195  buques ingleses con sólo 6 barcos españoles en Cartagena de Indias)  y le espetó: «¿A mí, que he batallado en cien guerras, que me he enfrentado toda mi vida con asesinos y terrores que no serías capaz de imaginar en tu vida… me vas a amedrentar tú? Me sobran agallas para partirte la cara. ¡Mira lo que has provocado! Ya sabemos que ni por asomo querrías, pero, coño, ten la gallardía de reconocer tus errores». Y, claro, todo esto con la cabeza bien alta, entre otras cosas porque era bastante más bajito que el muchacho, todo su cuerpo tembloroso apoyado en una sola muleta mientras blandía la otra como una pica dispuesta a ponerla en Flandes. «Olé sus cojones», pensé. Porque aquello descolocó al zanguango y le hizo callar, apartarse a un lado y llamar a alguien por teléfono.

Qué quieren que les diga, mis queridos lectores, no es que una sea muy guerrillera, pero encontrar a alguien así, en sus circunstancias y sin miedo a enfrentarse a un simple empujón que le hubiera dejado en el suelo como a una tortuga, indefenso e incapaz de darse la vuelta… es echarle muchos arrestos a la cosa. Y pensé que quizá no estaban tan perdidos de nuestro suelo los «alatristes», esos caballeros españoles, valientes, dispuestos a ejercer la justicia, pese a todo. Parecía una persona tan frágil a la vista de todos, tan desvalido… y tuvo tanta gallardía en poder orden en donde ni la autoridad era capaz de  ponerlo… que, como Sabina con los «caballeros drogatas» que lo asaltaron y a los que, al final, «les tenía que escribir una canción», yo también pensé que alguien así merecía que ustedes lo conocieran. Últimamente solo se habla de los mangantes de nuestro país, pero nuestro suelo, pese a ser cuna de pillines de poca monta y «lazarillos –ilustres– de Tormes», también es estirpe de aquellos que son «lanzados a los lobos y vuelven a la cabeza de la manada».

 

Ana M.ª Tomás

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