Crónica de Todmir. Por Rubén Castillo

 

Crónica de Todmir

 

crónica de Todmir

  En 1997, el narrador histórico que vive dentro de Santiago tomó la palabra para componer una versión novelada de la vida del conde (o duque) Teodomiro, un personaje importantísimo del siglo VIII del que se saben bastantes cosas, pero del que todavía se ignoran otras muchas, que él rellenó con su fantasía hasta componer un extenso escrito dividido en tres partes.

  En el que abre la historia (titulado “Las vísperas del elegido”) nos cuenta que Muhammad, presunto nieto putativo del conde, se apresta a cumplir en el año 743, ahora que su “abuelo” ha muerto, la promesa que le hizo de poner por escrito su vida. Desde el principio, advertimos que Muhammad admiró profundamente a su abuelo, por la anticipación histórica que supo demostrar con la Cora de Todmir, un sitio donde sangres, razas, culturas e idiomas se mezclaron con normalidad y sin escándalo. Por eso, él, Muhammad, compondrá aplicadamente la crónica de Todmir Ibn-Gandarias, caíd cristiano de Aurariola que nació en La Guardia, cerca de Tuy, en la costa gallega.

  Mucha es la información histórica y cultural que en las siguientes páginas se nos va trasladando, pero creo el lector disfrutará especialmente con la secuencia que se centra en los baños de Mula, donde la bella y más bien madura dama griega Irene consigue que el dux de Aurariola fije sus ojos y su deseo en ella, hasta que logra conducirlo al matrimonio.

  En la segunda parte, titulada “La gloria del señalado”, se nos sitúa varios años después: Irene ha muerto (sabiendo que una enfermedad incurable la minaba, tuvo el coraje de administrarse la dignidad socrática de la cicuta); Fátima, hermana del cronista, ha aumentado en belleza y en familia (ha tenido dos hijos); y Atanagildo, heredero de Todmir, además de haber sufrido abusos económicos por parte de quienes no tuvieron valor para exigírselos a su padre, ha perdido todo rasgo de grandeza en su porte, y muestra un aspecto. El cronista, destrozado íntimamente por la constatación de tantas ausencias, exclama: “Por todo eso, porque han muerto casi todos los que eran un poco yo mismo, cuando yo moraba aquí, he muerto yo un poco también” (p.125). En esta segunda parte de la crónica, Muhammad adopta un tono mucho más escéptico y menos entusiasta que en las páginas anteriores. La vida, con su tenaz goteo, ha limado muchas de sus ilusiones, y las ha reducido hasta límites que rozan la desesperación y la amargura. Su abuelo Todmir, que antaño le pareciera un gigante histórico y un poderoso señor adornado con las más exquisitas virtudes, ahora se le antoja un “lejano personaje, cabeza de pequeña comarca, pobre y exótica, poco digna de crónica” (p.125).

  Y en la tercera parte del volumen, que se titula “Los escritos de Fátima”, se nos ofrece una novedad curiosa: ahora es la hermana de Muhammad la que, muerto éste, retoma la crónica. Este tercer bloque se rebaja drásticamente el número de informaciones históricas, y el tono de la novela se vuelve más alígero, menos erudito. Santiago, hábil narrador, sabe que los hermanos Fátima y Muhammad no son parangonables en sabiduría, y por tanto tampoco sus estilos pueden manifestar semejantes en este orden. En manos de la mujer, la crónica adquiere una fluidez desnuda y graciosa, que no sólo sirve como contrapeso a la sección anterior, sino que también posibilita que la novela termine de un modo elegante y airoso.

  Otra demostración del buen hacer narrativo de Santiago Delgado, que espera con paciencia la llegada de más lectores.

Rubén Castillo

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