Diario de un náufrago (XXXII) —200 Aniversario de la muerte del poeta británico JOHN KEATS—#JohnKeats200aniversario Por Ángel Silvelo

Diario de un náufrago (XXXII)

Keats

KEATS reconoce y homenajea a Severn

 

          Roma, 15 de febrero de 1821

          La laxitud del tiempo adormece a mis sentidos, y se deposita sobre ellos cual latido sincopado. Ya no hay una razón válida para reparar el reloj averiado de mi vida. Todo se detiene, como un carruaje que llega a su destino. Prefiero no pensar en las consecuencias a las que tendré que hacer frente cuando se produzca un nuevo cambio en mi organismo. Mi mayor deseo ahora mismo es seguir postrado en esta cama repleta de tormentos olvidados en el transcurso de los días, y a la que solo le queda aguardar su último designio: ser mi lecho de muerte. Tras mi ausencia, no se usará para nadie más, pues servirá de alimento a las llamas de la tenebrosa hoguera que acabará con ella y con el resto del mobiliario que me acompaña. Nada, ni siquiera esta casa, será igual a como ha sido. Las huellas de nuestro paso por Roma serán borradas más pronto que tarde en una muestra más del efímero devenir por la vida terrenal de nuestros cuerpos. «No hay más eternidad para un poeta que la de sus poemas», pienso. Lejos de aquí, en los campos que sirven de sustento a nuestros pasos en la eternidad, andaremos un nuevo camino, en el que sí podremos repasar todos y cada uno de nuestros actos, y en el que también tendremos tiempo para revisar nuestras culpas y la posibilidad de redimirnos de todas ellas bajo el signo de la justicia. ¿En verdad existe la justicia en este mundo de tinieblas? Si existiera justicia en este incansable territorio de bruscas tempestades, a Severn le tendrían que recompensar con una larga vida llena de pequeños placeres y de íntimas satisfacciones. Su capacidad de aguante en estos largos meses de enfermedad y penurias ha sido infinita, y no me ha dejado solo ni de día ni de noche. Y ahora que le oigo trastear en el cuarto del fondo, siento una insoportable punzada en el centro de mi corazón. De nuevo se ha puesto a pintar, y le imagino con sus manos cargadas de pinceles y el caballete orientado hacia la luz de la calle para, de esa forma, esquivar la oscuridad de estas habitaciones. Sin embargo, la traslación de mis pensamientos hacia su persona no se traduce en imágenes que plasman sus habilidades pictóricas. Ahora que yo mismo he sido despojado de mi yo poético, no soy capaz de pensar en él como artista, sino como persona y amigo. Su inexperiencia y juventud no han sido un obstáculo para enfrentarse a la muerte, más bien todo lo contrario, pues se ha comportado como una fuente inagotable de amistad, fidelidad y sacrificio, a cada cual más admirable. Si no fuese por él y sus cuidados, ya estaría muerto. Me ha obligado a comer cuando mi estómago ya se había negado a acoger cualquier tipo de alimento y, gracias a su innata habilidad y a su prolongada tenacidad, ha logrado vencer a mi desgracia. Sin embargo, esa lealtad infinita para con mi persona se queda pequeña si la comparo con esa otra misión que mis últimos cuidados le tienen reservada, porque, cual albacea de mis instantes finales, será él quien levante acta de ellos ante mis familiares y amigos, y no me cabe duda de que dejará un fiel testamento de mis sufrimientos y deseos, porque él también será quien llevará a cabo todos los mandatos sepulcrales que transitan hacia ese lugar donde se depositarán mis últimos anhelos de trascendencia después de mi muerte. Me levanto aprovechando que la enfermera inglesa que venía a cuidarme por la mañana también se ha indispuesto y hoy no ha venido. Le he dicho a Severn que no hacía falta que dejara de pintar, y a regañadientes ha accedido a mi petición. Parece que mis pulmones esta mañana me van a dar un pequeño respiro, y pienso que quizá sea la mejoría anterior a mi óbito, porque mi estómago ya no me responde, y apenas si soy capaz de ingerir algo de alimento. Y si desafío a mi debilidad es porque me quiero despedir de esta triste y humilde morada, donde el destino me ha traído antes de alcanzar el pacto con la eternidad que me llevará lejos de cualquiera de los lugares donde he estado. Todavía recuerdo los peldaños de esta escalera como los pasos previos a la cima de una gran montaña. Huellas y contrahuellas se extendían ante mí como la más imposible de las metas que, sin embargo, he sido capaz de coronar en más de una ocasión. Llegar al rellano de esta casa es en sí mismo una gran victoria, efímera, pero una victoria al fin y al cabo. Además, arribar aquí también ha supuesto abandonar la cámara repleta de luz que gobernaba mi vida, y avanzar hacia la puerta de esa otra cámara oscura llena de silencio que, por fin, me acogerá el resto de mis días. Ya no tengo miedo a atravesarla como tiempo atrás, pues solo el pensamiento de cualquier mejoría en mi estado salud me resulta insoportable. Mi mente, cual etapa que llega a su fin, ha percibido que solo encuentra un sentido a la esperanza con la llegada de mi muerte, y ese es su último consuelo.

          Mientras avanzo lentamente hasta donde se encuentra Severn, me despido de la casa; morada de modestos espacios y estancias en penumbra que, compuesta por cuatro habitaciones y un pequeño vestíbulo, para mí, se asemeja bastante a la idea que tengo del purgatorio, pues su fisonomía y su luz así me lo atestiguan. Quizá el cielo esté al otro lado de sus paredes, bajo la cúpula del templo que, escalinata arriba, y en forma de majestuosa iglesia, representa la ascensión a los Cielos… En mi parsimonioso caminar, mido uno a uno mis pasos, y reviso con esmero los rimeros de libros que se hacinan en las estanterías de la pequeña biblioteca. Tras ellos, se esconden en silencio mil y una vidas; vidas vividas y por vivir… o soñar… Lánguidos deseos que esperan recobrar el vigor que los acoge al ser de nuevo leídos. Efímeros vuelos sobre los lindes de la dulzura más bella. Alientos entrecortados por la pasión que se cobija en la noche. Palabras que resuenan bajo el contraste que se oculta tras la oscuridad y la luz…

 

«¡Se nos fue el día, llevándose todas sus dulzuras!

La dulce voz, los dulces labios, la suave mano, ese pecho

más suave, cálido aliento, breve susurro, tierno semitono,

ojos brillantes, silueta consumada, y talle lánguido.

Se apagó la flor, y todos sus encantos en brote,

se apagó la visión de la belleza ante mis ojos,

se apagó la forma de la belleza entre mis brazos,

se apagó la voz, la calidez, la blancura, el paraíso…

Todo se desvaneció en inoportuna víspera,

cuando el naciente día de fiesta, o la noche festiva,

de amor cubierto de aromas comienza a tejer

la trama de espesa oscuridad para oculto deleite…»

 

           Cuando llego cerca del umbral de la puerta del cuarto donde está Severn, oigo cómo sus ligeras manos se desplazan sobre el lienzo, y cómo sus pinceles chocan contra los frascos de cristal de sus pinturas. Al instante me arrepiento de ser capaz de alentar esa osadía mía que iba en su busca con la sana intención de interrumpirle y, tal y como he llegado hasta allí, me doy media vuelta. Lo hago en silencio, e imaginando a mi amigo por fin feliz, pues está haciendo aquello para lo que el destino le ha llamado. Y a la vez que esto pienso, siento una sana envidia, como si la llama mortecina de la creación aún reviviese dentro de mí.

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

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